lunes, 8 de julio de 2019

CAPITULO 3 (CUARTA HISTORIA)




Cuando Pedro levantó la cabeza, Paula frenó en seco. Experimentó la rápida pero vívida impresión de que si él hubiera tenido un arma, le estaría apuntando con ella. En un instante había pasado de estar relajado a una tensión de máxima alerta, con una clase de violencia nerviosa en la postura del cuerpo que le resecó la boca.


Mientras luchaba por frenar el corazón desbocado, notó que había cambiado.


El chico hosco en ese momento era un hombre peligroso. No se le ocurrió otra palabra para describirlo. El rostro le había madurado y estaba bien definido. La sombra de una barba de dos días potenciaba su aspecto duro.


Pero fueron sus ojos los que volvieron a resecarle la garganta. Un hombre con ojos tan intensos y poderosos no necesitaba ningún arma.


La observó con ojos entrecerrados, sin levantarse ni hablar. Tuvo que brindarse un momento para adaptarse. De haber tenido un arma, sabía que y a habría desenfundado. Ese era uno de los motivos por los que se hallaba allí, y por lo que otra vez era un civil.


Podría haberse obligado a relajarse, sabía como hacerlo, pero recordaba la cara de ella. Un hombre no olvidaba esa cara. Dios sabía que él no lo había hecho. En una de sus fantasías juveniles la había imaginado como una princesa, perdida y hermosa con un atuendo de seda. Y él un caballero que habría matado a cien dragones para tenerla.


El recuerdo le hizo fruncir el ceño.


Pensó que prácticamente no había cambiado. 


La piel aún era de la palidez de las rosas y la leche irlandesas, la cara de una forma ovalada clásica. La boca había permanecido plena y románticamente suave, y los ojos de ese profundo, profundo y soñador azul, con pestañas tupidas y exuberantes. En ese momento lo
observaban con una especie de alarma desconcertada mientras él se tomaba su
tiempo para estudiarla.


Llevaba el pelo recogido en una coleta, pero Pedro recordaba cómo le había caído suelto y rubio sobre los hombros.


Era alta, una característica de todas las mujeres Chaves, pero demasiado delgada. Había oído que se había casado y divorciado, y que ambas habían sido experiencias difíciles. Tenía dos hijos, un niño y una niña. Costaba creer que esa
mujer tan esbelta enfundada en unos vaqueros y una sudadera viejos hubiera dado a luz alguna vez.


Sin dejar de mirarla, siguió sacándole brillo al metal.


—¿Quieres algo?


Ella soltó el aire que no se había dado cuenta de que contenía.


—Lamento presentarme de esta manera. Soy Paula Dumont. Paula Chaves.


—Sé quién eres.


—Oh, bueno… —carraspeó—. Comprendo que estás ocupado, pero me gustaría hablar contigo unos minutos. Si este es un buen momento…


—¿Sobre qué?


«Ya que se muestra tan educado» , pensó irritada, «iré al grano» .


—Sobre tu abuelo. Era Christian Alfonso, ¿verdad? ¿El artista?


—Así es. ¿Y qué?


—Es más bien una historia larga. Puedo sentarme —al ver que él solo se encogía de hombros, se dirigió al malecón, que crujió y se balanceó bajo sus pies —. En realidad, comenzó allá por mil novecientos doce o trece, con mi bisabuela Bianca.


—Ya conozco el cuento de hadas —en ese momento podía olerla, flores y sudor, y sintió un nudo en el estómago—. Era una mujer infeliz con un marido rico y difícil. Lo compensó con un amante. En algún punto, al parecer escondió su collar de esmeraldas. Como un seguro por si tenía agallas de marcharse. Pero en vez de partir hacia el crepúsculo con su amante, se tiró por la ventana de la torre, y las esmeraldas jamás se encontraron.


—No fue precisamente…


—Ahora tu familia ha decidido comenzar una búsqueda del tesoro —continuó como si ella no hubiera hablado—. Sacasteis mucha prensa del asunto y más problemas de los que habríais querido. Tengo entendido que hace unas semanas tuvisteis diversión.


—Si llamas diversión a que retengan a mi hermana a punta de cuchillo, sí — el fuego había llegado hasta sus ojos. No siempre era buena defendiéndose a sí misma, pero cuando se trataba de su familia, no se arredraba ante nadie—. El hombre que trabajaba con Livingston, o como se llame ahora ese canalla, estuvo a punto de matar a Paula y a su novio.


—Cuando se tienen unas esmeraldas de un valor incalculable unidas a una leyenda, las ratas hacen acto de presencia —conocía a Livingston. Pedro había sido policía diez años, y aunque había pasado casi todo el tiempo en antivicio, había leído informes sobre el ladrón de joyas escurridizo y a menudo violento.


—La leyenda y las esmeraldas son asunto de mi familia.


—Entonces, ¿para qué vienes a verme? Entregué mi placa. Me he retirado.


—No he venido en busca de ayuda profesional. Es algo personal —respiró hondo, queriendo ser clara y concisa—. El novio de Lila era profesor de historia en Cornell. Hace un par de meses, Livingston, bajo el nombre de Ellis Caufield, lo contrató para analizar los papeles familiares que nos había robado.


—No parece que Lila hay a desarrollado mucho gusto —siguió lustrando el metal.


—Max no sabía que los papeles eran robados —explicó Paula con los dientes apretados—. Cuando lo averiguó, Caufield estuvo a punto de matarlo. En cualquier caso, Pedro se presentó en Las Torres y prosiguió con la búsqueda para
nosotras. Hemos documentado la existencia de las esmeraldas y entrevistado a una criada que trabajó en Las Torres el año en que Bianca murió.


—Habéis estado ocupadas —Pedro cambió de postura y continuó trabajando.


—Sí. Corrobora la historia de que el collar se ocultó y que Bianca estaba enamorada y planeaba dejar a su marido. El hombre del que estaba enamorada era un artista —aguardó un momento—. Se llamaba Christian Bradford.


Algo titiló en los ojos de él, pero desapareció al instante. Con lentitud deliberada dejó el trapo. Sacó un cigarrillo del cajetín, lo encendió y luego soltó una bocanada de humo.


—¿De verdad esperas que me crea esa pequeña fantasía?


Paula había contado con la sorpresa, incluso el asombro. Pero había recibido aburrimiento.


—Es verdad. Solía reunirse con él en los riscos cerca de Las Torres.


—Los viste, ¿no? —le sonrió con una expresión próxima al desdén—. Sí, yo también he oído hablar de los fantasmas —dio otra calada y con gesto perezoso soltó el humo—. El espíritu melancólico de Bianca Chaves, que vaga por su casa de verano. Los Chaves estáis llenos de… historias.


Los ojos de ella se oscurecieron, pero la voz permaneció muy controlada.


—Bianca Chaves y Christian Alfonso estaban enamorados. El verano que ella murió, se vieron a menudo en estos riscos justo debajo de Las Torres.


Eso tocó algo en su interior, pero se encogió de hombros.


—¿Y qué?


—Que hay conexión. Mi familia no puede pasar por alto ninguna conexión, en especial una tan vital como esta. Es muy posible que le contara dónde había guardado las esmeraldas.


—No veo que tiene que ver con las esmeraldas un coqueteo, un coqueteo sin importancia, entre dos personas hace unos ochenta años.


—Si pudieras dejar a un lado ese prejuicio que pareces tener hacia mi familia, podríamos llegar a deducirlo.


—No me interesa ninguna de las dos cosas —abrió la tapa de una nevera pequeña—. ¿Quieres una cerveza?


—No.


—Bueno, pues me he quedado sin champán —sin dejar de mirarla, abrió la botella, tiró la chapa en un cubo de plástico y dio un buen trago—. ¿Sabes?, si lo piensas, verás que cuesta tragárselo. La señora de la mansión, de educación exquisita y rica, con el artista pobre. No encaja, nena. Será mejor que olvides el asunto y te concentres en plantar tus flores. ¿No es eso lo que haces en la actualidad?


Podía enfurecerla, pero no iba a disuadirla de su objetivo.


—Las vidas de mis hermanas se vieron amenazadas, han entrado a la fuerza en mi hogar. Hay idiotas que entran en mi jardín y arrancan mis rosales —se irguió, alta, esbelta y furiosa—. No tengo ninguna intención de olvidarme del asunto.


—Es asunto tuyo —tiró lejos el cigarrillo antes de saltar sin esfuerzo al malecón. Osciló bajo su peso—. Pero no esperes arrastrarme a él.


—Muy bien, entonces. Dejaré de desperdiciar mi tiempo y el tuyo.


Aguardó hasta que ella salió del embarcadero.


—Paula —le gustaba cómo sonaba. Suave, femenino y antiguo—. ¿Llegaste a aprender a conducir?


Con expresión tormentosa, ella retrocedió un paso.


—¿Eso es lo que te mueve? —quiso saber—. ¿Sigues enfadado porque te caíste de aquella estúpida moto y te golpeaste tu hinchado ego masculino?


—Eso no fue lo único que se golpeó… o arañó o laceró —recordaba el aspecto que había tenido ella. No podía superar los dieciséis años. Había bajado corriendo del coche, con el pelo al viento, la cara pálida, los ojos llenos de preocupación.


Y él había estado tendido en el costado del camino, con el orgullo de veinte años tan despellejado como la piel que el asfalto había abrasado.


—No lo creo —decía ella—. Sigues furioso, después de… ¿cuánto, doce años?, por algo que claramente fue tu culpa.


—¿Mi culpa? —inclinó la botella hacia ella—. Fuiste tú quien me dio.


—Nunca le di a nadie. Te caíste.


—Si no hubiera lanzado la moto al arcén, me habrías dado. No mirabas por dónde ibas.


—Tenía derecho de paso. Y tú ibas a demasiada velocidad.


—Tonterías —empezaba a pasárselo bien—. Ibas mirando esa bonita cara tuya en el espejo retrovisor.


—Bajo ningún concepto. En ningún momento aparté la vista del camino.


—Si hubieras tenido los ojos en donde conducías, no habrías chocado conmigo.


—Yo no… —calló y soltó un juramento—. No pienso quedarme aquí y discutir contigo por algo que sucedió hace doce años.


—Has venido a verme para involucrarme en algo que ocurrió hace ochenta años.


Fue un error obvio —esas habrían sido sus últimas palabras, pero un perro muy grande y muy mojado atravesó el césped dando saltos. Con dos ladridos felices el animal saltó y plantó las dos patas sucias sobre su sudadera, haciéndola trastabillar.


—¡Sadie, abajo! —mientras emitía la orden seca sostuvo a Paula antes de que diera en el suelo. La perra se sentó moviendo el rabo—. ¿Te encuentras bien? —la tenía rodeada con los brazos, pegada a su pecho.


—Si, estoy bien —él tenía unos músculos rocosos. Era imposible no notarlo.


Así como era imposible no notar su aliento a lo largo de la sien. Hacía mucho tiempo que un hombre no la tenía en brazos.


La hizo girar despacio. Por un momento, un momento demasiado largo, la tuvo cara a cara, atrapada en el círculo de sus brazos. Bajó la mirada a los labios de ella. Una gaviota graznó en lo alto y surcó el aire encima del agua. Sintió el corazón de ella palpitar contra el suyo. Una, dos, tres veces.


—Lo siento —dijo al soltarla—. Sadie aún se considera una cachorra. Te ha ensuciado la sudadera.


—Trabajo con tierra —necesitando tiempo para recuperarse, se agachó para rascar la cabeza del animal—. Hola, Sadie.




CAPITULO 2 (CUARTA HISTORIA)




No lo anhelaba, pero sabía que había que hacerlo. Paula arrastró hasta la camioneta una bolsa de mantillo de veinticinco kilos y la subió a la parte de atrás.


Esa pequeña tarea física no representaba el problema. De hecho, le agradaba hacer que la entrega fuera su segunda parada de camino a casa.


Era la primera parada la que le habría gustado evitar. Pero para Paula Chaves Dumont, el deber jamás se podía esquivar.


Le había prometido a su familia que hablaría con Pedro Alfonso, y era una mujer que mantenía sus promesas. « O eso intento» , pensó mientras se pasaba el antebrazo por la frente sudorosa.


Maldición, estaba cansada. Había trabajado todo el día en Southwest Harbor, ajardinando una casa nueva, y al día siguiente tenía una agenda completa. Sin contar con que su hermana Amelia se casaba en poco más de una semana, ni con que Las Torres era un caos por los preparativos de la boda y la restauración del ala oeste. Ni siquiera tenía que ver con el hecho de que la esperaban dos hijos llenos de vitalidad que esa noche querrían, y merecerían, el tiempo y la atención de su madre. Ni con el papeleo que se amontonaba en su escritorio… ni con que uno de sus empleados se había ido aquella mañana.


«Bueno, quería mi negocio» , se recordó. Y lo había conseguido. Giró la cabeza para observar su tienda, cerrada para la noche con el escaparate de flores de verano, con el invernadero justo detrás del local principal. Cada pensamiento, peonía y petunia eran de ella, « y del banco» , pensó con una leve sonrisa. Había
demostrado que no era la perdedora incompetente que una y otra vez su ex marido la había acusado ser.


Tenía dos hijos preciosos, una familia que la quería y un negocio de arquitectura de jardines que salía adelante. Ni siquiera creía que en ese momento pudiera sostenerse la afirmación de Bruno de que era una mujer aburrida. No cuando se hallaba en una aventura que había comenzado ochenta años atrás.


Desde luego, no era algo corriente la búsqueda de un collar de esmeraldas de valor incalculable, o que le siguieran los pasos unos ladrones internacionales de joyas que no se detendrían ante nada por apoderarse del legado de su bisabuela Bianca.


«Aunque hasta el momento no he desempeñado más que un papel secundario» , reflexionó mientras subía a la camioneta. Todo lo había iniciado su hermana Catalina, al enamorarse de Teo St. James III, de los Hoteles St. James.


Él había tenido la idea de transformar parte del hogar familiar acosado por los acreedores en un retiro de lujo. Al hacerlo, la antigua leyenda de las esmeraldas Chaves se había filtrado a una prensa ansiosa, provocando una reacción en cadena, cuyo curso había pasado de lo absurdo a lo peligroso.


Había sido Amelia la que había estado a punto de morir cuando el desesperado y obsesionado ladrón llamado William Livingston había robado unos papeles familiares con la esperanza de que lo conducirían hasta las esmeraldas perdidas. Y había sido la vida de su hermana Paula la que se había visto amenazada durante el último intento.


En la semana transcurrida desde aquella noche, la policía no había encontrado rastro alguno de Livingston, o del último alias por el que se lo conocía, Ellis Caufield.


«Es extraño cuánto han afectado a toda la familia Las Torres y las esmeraldas perdidas» , pensó al sumarse a la corriente de tráfico. Las Torres habían unido a Catalina y a Teo. Luego había llegado Samuel O’Riley para diseñar el
refugio y enamorarse de Amelia. El tímido profesor de historia, Max Quartermain, había perdido el corazón por la independiente hermana de Paula, Lila, y los dos habían estado a punto de morir. Y una vez más por las esmeraldas.


Había ocasiones en las que Paula deseaba que todos pudieran olvidar el collar que otrora había pertenecido a su bisabuela. Pero sabía, al igual que los demás, que el destino del collar que Bianca había escondido antes de morir era ser encontrado.


Por eso continuaban detrás de todas las pistas, explorando cada camino polvoriento. Y en ese momento era su turno. Durante la investigación llevada a cabo por Max, este había descubierto el nombre del artista al que Bianca había
amado.


Era una historia que jamás dejaba de despertar la nostalgia de Paula, pero debido a su mala suerte la conexión con el artista conducía al nieto de este.


Pedro Alfonso. Suspiró mientras conducía por las calles atestadas del pueblo.


No podía afirmar que lo conocía bien… no estaba segura de que nadie pudiera afirmarlo. Pero lo recordaba de adolescente. Hosco, malhumorado y distante.


Desde luego, a las chicas les había encantado su actitud de «vete al infierno» 


Atracción que sin duda potenciaba su pelo oscuro y sus airados ojos grises.


Le pareció extraño ser capaz de recordar el color de sus ojos. Aunque la única vez que los había visto de cerca él prácticamente la había quemado viva con la mirada.


Se dijo que lo más probable era que hubiera olvidado el altercado. Eso esperaba. Los altercados la agitaban y la dejaban sudorosa, y y a se había hartado de ellos en su matrimonio. Pedro no guardaría ningún rencor… habían pasado más de diez años. Después de todo, no se había lastimado mucho cuando voló de la moto. «Además, fue su culpa» , pensó adelantando el mentón. Ella había tenido derecho de paso.


En cualquier caso, le había prometido a Lila que hablaría con él. Había que seguir cualquier conexión con las esmeraldas perdidas de Bianca. Al ser el nieto de Christian Alfonso, quizá hubiera oído alguna historia.


Desde su regreso a Bar Harbor unos meses atrás, había residido en la misma cabaña en la que había vivido su abuelo durante el romance mantenido con Bianca. Paula era lo bastante irlandesa como para creer en el destino. Había
un Bradford en la cabaña y varios Chaves en Las Torres. Sin duda entre ellos podrían encontrar las respuestas al misterio que había acosado a las dos familias durante generaciones.


La cabaña daba al agua, protegida por dos hermosos sauces. La sencilla estructura de madera le recordó a una casa de muñecas, y le dio pena que a nadie le hubiera importado lo suficiente como para plantar flores. La hierba estaba recién cortada, pero su ojo profesional notó que había trozos que necesitaban ser replantados y que a toda la extensión no le iría mal un fertilizante.


Se dirigía hacia la puerta cuando el ladrido de un perro y la voz de un hombre hicieron que se desviara al costado.


Un malecón desvencijado se extendía por encima del agua tranquila y oscura. Amarrado a él se veía un y ate pequeño de un resplandeciente color blanco. Él se sentaba en la popa y con paciencia le sacaba brillo al latón. 


No llevaba camisa y su piel bronceada se veía tensa sobre los músculos brillantes por
el sudor. El pelo negro estaba ondulado por debajo de donde habría tenido que ir el cuello de la camisa. Al parecer no le resultaba necesario cubrirse con algo más que unos vaqueros cortos y gastados. Notó sus manos, delgadas, de dedos largos, y se preguntó si las había heredado de su abuelo artista.


El agua rompía con calma contra la embarcación. Fijó en el rostro lo que consideró una sonrisa educada y caminó hacía el embarcadero.


—Perdona.



CAPITULO 1 (CUARTA HISTORIA)




Bar Harbor.



1965.


En cuanto la vi, mi vida cambió. Han pasado más de cincuenta años desde aquel momento, y ya soy un hombre viejo de pelo blanco y cuerpo frágil. Sin embargo, mis recuerdos rebosan color y fuerza.


Desde que sufrí el ataque al corazón, he de descansar todos los días. Por eso he vuelto aquí, a su isla, donde todo comenzó para mí. Ha cambiado, igual que yo.


El gran incendio del cuarenta y siete destruyó mucho. Han llegado edificios nuevos y también personas nuevas. Los coches atestan las calles sin el encanto del cascabeleo de los carruajes. 


Pero soy afortunado de poder verla como fue y como es.


Mi hijo ahora es un hombre, un buen hombre que eligió ganarse la vida en el mar. Jamás nos hemos entendido, pero sí nos hemos llevado bastante bien. Tiene una mujer preciosa y un hijo. El joven Pedro me produce un júbilo especial. Quizá es porque en él puedo verme a mí mismo con gran claridad: la impaciencia, el fuego, las pasiones que una vez fueron mías. Quizá él también sienta y desee demasiado. Pero no puedo lamentarlo. Si pudiera decirle una sola cosa, insistiría en que se aferrara a la vida y tomara lo que esta le ofreciera.


Mi vida ha sido plena y doy gracias por los años que he tenido con Margaret.


Yo ya no era joven cuando se casó conmigo. Lo que compartimos no fue un resplandor, sino el calor sereno de un fuego controlado. Me brindó cariño y yo espero haberle dado felicidad. Lleva ausente casi diez años, y los recuerdos que tengo de ella son dulces.


Sin embargo, es el recuerdo de otra mujer el que me persigue. Es un recuerdo dolorosamente claro, completo. El tiempo no puede consumirlo. 


Los años no han mitigado la imagen que tengo de ella ni han alterado un ápice el amor desesperado que sentí. Sí, que todavía siento… que siempre sentiré, aunque esté perdida para mí.


Quizá ahora que he estado tan cerca de la muerte pueda abrirme otra vez a él, permitirme recordar lo que nunca he sido capaz de olvidar. 


En el pasado fue demasiado doloroso, y ahogué el dolor en una botella. Cuando allí no encontré consuelo, enterré mi desdicha en el trabajo. Volví a pintar y viajé. Pero siempre,
siempre regresaba aquí, donde una vez había comenzado a vivir. Donde sé que algún día moriré.


Un hombre ama de esa manera solo una vez, y únicamente si es afortunado.


Para mí, fue Bianca. Siempre ha sido Bianca.


Era junio, el verano de mil novecientos doce, antes de que la Gran Guerra desgarrara el mundo. El verano de la paz y la belleza, del arte y la poesía, cuando el pueblo de Bar Harbor se abrió a los ricos y le brindó refugio a los artistas.


Ella apareció en los riscos donde yo trabajaba, sosteniendo la mano de un niño. Con el pincel aún entre los dedos, aparté la vista del lienzo, imbuido todavía del estado de ánimo del mar y del cuadro. Ahí estaba, esbelta y preciosa, con el pelo bañado por el crepúsculo. El viento se lo agitaba junto con la falda del vestido de color azul pálido que llevaba. Tenía los ojos del color del mar que con tanta furia yo trataba de plasmar en el lienzo. Me observaron, curiosos, cautos. Su piel exhibía la palidez y luminosidad de los irlandeses.


En cuanto la vi, supe que debía pintarla. Y creo que supe, mientras nos erguíamos al viento, que debería amarla.


Se disculpó por interrumpir mi trabajo. Su voz suave y cortés tenía el leve deje musical de Irlanda. El niño que ya había pasado a sus brazos era su hijo. Se llamaba Bianca Chaves y era la mujer de otro hombre. Su casa de verano se hallaba en el saliente de arriba. Las Torres, el magnífico castillo que Felipe Chaves había construido. Aunque yo llevaba poco tiempo en Mount Desert Island, había oído hablar de Chaves y de su hogar. Ciertamente, había admirado sus lineas arrogantes y llamativas, las torretas, las torres y los parapetos.


Un lugar así hacía honor a la mujer que tenía delante. Poseía una belleza atemporal, una firmeza serena, una gracia que jamás se podría adquirir por la enseñanza, y pasiones contenidas que hervían en sus ojos verdes y grandes. Si, ya estaba enamorado, pero entonces solo era de su belleza. Siendo un artista, quería interpretar esa belleza a mi propia manera, al óleo o al carboncillo. Quizá la asusté al mirarla tan fijamente. Pero el niño, cuyo nombre era Elias, se mostraba intrépido y amigable. Ella parecía tan joven, tan inmaculada, que me costó creer que era suyo, y que además tenía otros dos hijos.


Aquel día no se quedó mucho tiempo, sino que se llevó a su hijo y se fue a su casa junto a su marido. La observé caminar entre las rosas silvestres, con el sol en su cabello.


Aquel día me fue imposible pintar el mar. Su rostro ya había comenzado a perseguirme.