viernes, 5 de julio de 2019

CAPITULO 66 (TERCERA HISTORIA)





—¿En qué habitación me vas a instalar? —preguntó Carolina, sin excesivos problemas para respirar tras haber subido hasta el segundo piso.


—En esta primera —respondió Paula. Pedro le abrió la puerta y se apartó para dejarla pasar.


Habían abierto las puertas de la terraza para dejar pasar la brisa. Los muebles habían sido encerados precipitadamente, tras haberlos sacado del almacén. Sobre la cómoda de madera de palo de rosa, habían colocado un jarrón con flores frescas y habían llevado cuadros de otras habitaciones para disimular las zonas en las que se despegaba el papel de las paredes. Una delicada colcha de encaje
cubría la cama.


—Está bien —murmuró Carolina, decidida a luchar contra la nostalgia—. Asegúrate de que hay toallas limpias, chica. Y tú, Alfonso, ¿no? Sírveme otra dosis de ese brandy y no seas tacaño.


Paula se asomó al baño adyacente y comprobó que todo estaba como debía.


—¿Necesitas algo más, tiíta?


—Controla tu tono, y no me llames tiíta. Podéis enviarme a la doncella cuando sea la hora de la cena.


Paula presionó la lengua contra la mejilla.


—Me temo que hace años que no hay empleados en esta casa.


—No puede ser —Carolina se apoyó sobre su bastón—. ¿Quieres decir que ni siquiera tenéis una asistenta?


—Sabes perfectamente que desde hace algún tiempo nuestra situación económica no es muy boyante.


—Y a mí no me vais a sacar un solo penique para este maldito lugar — caminó sofocada hasta las puertas de la terraza. Dios, pensó, aquella vista… Nada había cambiado. ¿Cuántas veces, y durante cuántos años había contemplado aquella vista?—. ¿Quién tiene la habitación de mi madre?


—Yo —respondió Paula, alzando la barbilla.


Carolina se volvió muy lentamente.


—Por supuesto —suavizó la voz—. ¿Sabes que te pareces mucho a ella?


—Sí, Pedro encontró una fotografía suya en un libro.


—Una fotografía en un libro —volvía la amargura a su voz—. Eso fue todo lo que nos quedó de ella.


—No. Hay mucho más. Siempre quedará una parte de ella en esta casa.


—No digas tonterías. Fantasmas, espíritus… Esa es la influencia de Cordelia. Bazofia. La muerte es la muerte, chica. Y cuando estés tan cerca de ella como lo estoy yo ahora, lo sabrás.


—Si tú la sintieras como la siento yo, pensarías de forma diferente.


Carolina se encerró en sí misma.


—Cerrar la puerta al salir. Me gusta defender mi intimidad.


Paula esperó hasta que estuvo fuera para comenzar a farfullar:
—Es un viejo murciélago grosero y gruñón —después, se encogió de hombros y agarró a Pedro del brazo—. Vamos a tomar un poco de aire fresco. Y pensar que realmente he llegado a sentir algo bueno por ella cuando ha sentado a Fred en su regazo.


—En realidad no es tan mala, Paula —salieron por la habitación de Pedro a la terraza—. Es posible que tú seas tan cascarrabias como ella cuando cumplas ochenta años.


—Yo nunca seré tan cascarrabias —cerró los ojos, se echó el pelo hacia atrás y sonrió—. Yo tendré una preciosa mecedora en la que tomaré el sol y me pasaré la mayor parte del día dormida —deslizó la mano por su brazo—. ¿No me vas a dar un beso de bienvenida?


—Sí —enmarcó su rostro entre las manos—. Hola, ¿cómo te ha ido el día?


—Ha sido un día caluroso y ajetreado —pero en aquel momento se sentía deliciosamente fresca y relajada—. Ha vuelto ese profesor del que te hablé. Parece muy interesado en mí. Me pone muy nerviosa.


La sonrisa de Pedro desapareció.


—Deberías denunciarlo a la policía.


—¿Por qué? ¿Porque me da malas vibraciones? —soltó una carcajada y lo abrazó—. No, hay algo en él que no me gusta. Siempre lleva gafas de sol, como si quisiera ver a los demás, pero no quisiera que lo vieran.


—Estás permitiendo… —de pronto, Pedro la agarró con fuerza del brazo—. ¿Qué aspecto tiene?


—Es un hombre muy normal. ¿Por qué no nos echamos un rato antes de cenar? La tía Carolina me ha dejado agotada.


—¿Qué aspecto tiene? —repitió Pedro.


—Mide más o menos como tú, es atractivo. Andará por los treinta años, imagino. Viste como casi todos los excursionistas: camiseta y vaqueros. Pero no está nada moreno —añadió, frunciendo repentinamente el ceño—. Y es extraño, porque me ha dicho que ha estado acampando un par de semanas. Tiene el pelo castaño, barba y bigote.


—Podría ser él —la posibilidad de que se tratara de Caufield lo dejó completamente helado—. Dios mío, ha estado contigo.


—Crees… crees que es Caufield —la idea la dejó tan estremecida que tuvo que apoyarse contra la pared—. ¡Qué tonta he sido! Tuve la misma sensación, idéntica, cuando ese supuesto Livingston vino a buscar a Amelia para llevarla a cenar —se pasó las manos por el pelo—. Debo estar perdiendo facultades.


Los ojos de Pedro se ensombrecieron mientras miraba hacia los acantilados.


—Si vuelve, estaré preparado para recibirlo.


—No empieces a jugar al héroe —alarmada, lo agarró del brazo—. Es peligroso.


—No dejaré que vuelva a acercarse a ti —volvía a su rostro aquella expresión intensa y obstinada—. Mañana pasaré todo el día contigo.




CAPITULO 65 (TERCERA HISTORIA)



Carolina estaba acostumbrada a un trato deferencial. Su dinero y su personalidad siempre lo habían exigido. O quizá hubiera sido el miedo… ese tipo de miedo que tan fácilmente se instalaba en ella. Pero disfrutaba, terriblemente,
de la irreverencia.


—El problema es que vuestro padre nunca os puso una mano encima.


—No —musitó Paula—. No, nunca.


—Nadie lo quería más que yo —dijo Carolina enérgicamente—. Ahora, creo que ya ha llegado el momento de que decidáis lo que vais a hacer con todo este lío en el que os habéis metido. Cuanto antes lo arreglemos, antes podré volver a mi crucero.


—No querrás decir… —Coco se interrumpió y reformuló precipitadamente la frase—. ¿Piensas quedarte con nosotros hasta que encontremos las esmeraldas?


—Pienso quedarme hasta que decida marcharme —Coco le dirigió una mirada de advertencia y disgusto.


—Qué bien —musitó Coco entre dientes—. Creo que voy a ir preparando la cena.— Ceno a las siete y media. En punto.


—Por supuesto —mientras Coco se levantaba, se oyó un estruendo, habitual en aquella casa, acercándose por el pasillo—. Dios mío.


Susana se levantó inmediatamente.


—Yo me ocuparé de ellos —pero ya era demasiado tarde. En cuestión de segundos, los niños entraron como un torbellino en la habitación.


—Tramposo, tramposo, tramposo —acusaba Jazmin con ojos brillantes.


—Llorona —pero el propio Alex estaba cerca de las lágrimas mientras le daba un empujón a su hermana.


—¿Quiénes son estos vándalos?


—Estos vándalos son mis hijos.


Susana estudió atentamente a ambos y advirtió que, aunque ella misma los había arreglado veinte minutos atrás, tenían un aspecto atroz. Evidentemente, la idea de que pasaran una hora jugando en el jardín había sido un desastre.


Carolina giró la copa que tenía en la mano.


—Tráelos aquí. Quiero echarles un vistazo.


—Alex, Jazmin —aquel tono de advertencia funcionaba perfectamente—. Acercaos a conocer a la tía Carolina.


—No irá a besarnos, ¿verdad? —murmuró Alex mientras arrastraba los pies por la habitación.


—Desde luego que no. No me gusta besar a niños sucios —tuvo que tragar saliva. Se parecía tanto a Sergio, su hermano pequeño. Le tendió formalmente la mano—. ¿Cómo estás?


—Bien —ligeramente sonrojado, Alex tomó aquella mano blanca y huesuda.


—Eres muy vieja —observó Jazmin.


—Tienes toda la razón —le confirmó Carolina antes de que Susana pudiera decir nada—. Y si tienes suerte, algún día tú también lo serás —le habría gustado acariciar el cabello fino y rubio de la niña, pero eso habría hecho añicos su imagen—. Espero que reprimáis las ganas de gritar y alborotar mientras esté yo en casa. Es más… —se interrumpió cuando algo le rozó la pierna. Bajó la mirada y vio a Fred olfateando la alfombra, en busca de cualquier miga caída.


—¿Eso qué es?


—Eso es nuestro perro —en un arrebato de inspiración, Alex levantó al cachorrillo en brazos—. Si nos tratas mal, te morderá.


—No hará nada parecido —repuso Susana al tiempo que posaba la mano en el hombro de su hijo.


—Pero podría —protestó Alex—. No le gusta la gente mala. ¿Verdad, Fred?


Carolina palideció todavía más.


—¿Cómo se llama?


—Se llama Fred —contestó Jazmin alegremente—. Teo lo encontró en los acantilados y nos lo trajo a casa —le quitó el cachorro a su hermano—. No muerde, es un perro muy bueno.


—Jazmin, déjalo en el suelo antes de que…


—No —Carolina interrumpió la advertencia de Susana—. Déjame verlo — Fred se retorcía, ensuciando el prístino traje de Carolina mientras esta lo sentaba en su regazo y lo acariciaba con manos trémulas—. Yo tuve un perro que se
llamaba Fred —una solitaria lágrima resbaló por su mejilla—. Lo tuve durante muy poco tiempo, pero lo quise mucho.


Sin decir nada, Paula buscó la mano de Pedro y la apretó con fuerza.


—Si quieres puedes jugar con él —le ofreció Alex, asombrado de que alguien tan viejo pudiera llorar—. En realidad no muerde.


—Por supuesto que no muerde —una vez recuperada la compostura, Carolina lo dejó en el suelo y se enderezó trabajosamente—. Sabe que yo también lo mordería si lo hiciera. ¿Alguien va a enseñarme mi habitación o voy a tener que quedarme aquí todo el día y la mayor parte de la noche?


—Nosotros te la enseñaremos —Paula tiró a Pedro de la mano para que la ayudara a levantarse.


—Que alguien me sujete el brandy —dijo Carolina imperiosa, y comenzó a golpear el suelo con el bastón.


—Tienes unos parientes encantadores, Chaves —murmuró Samuel.


—Ya es demasiado tarde para arrepentirte, O’Riley —Amelia dejó escapar un suspiro de alivio—. Vamos, tía Coco, te acompañaré a la cocina.





CAPITULO 64 (TERCERA HISTORIA)




Poniendo en juego toda su capacidad de acción, Coco le sirvió a su tía un té con pastas, sacó a Teo y a Samuel de su trabajo y le suplicó a Pedro que se quedara.


Hicieron los arreglos pertinentes para que Amelia fuera a buscar a Paula y a Susana con intención de que llegaran cuanto antes y organizaran la habitación de invitados.


Era como estar preparando una invasión, pensó Pedro mientras se reunía con el grupo en el salón. Carolina sentada, tiesa como un general, mientras medía a sus oponentes con una mirada de acero.


—Así que tú eres el que se ha casado con Catalina. Te dedicas al negocio de los hoteles, ¿verdad?


—Sí, señora —contestó Teo educadamente mientras Coco se movía nerviosa por la habitación.


—Nunca me alojo en hoteles —dijo Carolina desdeñosamente—. Os casasteis rápido, ¿verdad?


—No quería darle ninguna oportunidad de cambiar de opinión.


Carolina casi sonrió, pero aspiró sonoramente por la nariz y apuntó hacia Samuel.


— Y tú eres el que anda detrás de Amelia.


—Exacto.


—¿Y ese acento? —exigió, endureciendo la mirada—. ¿De dónde eres?


—De Oklahoma.


—O’Riley —pensó un momento y después lo señaló con uno de sus largos dedos—. Petróleo.


—Ahí está.


—Humm —dio un sorbo a su té—. Así que habéis sido vosotros los que habéis tenido esa disparatada idea de convertir el ala oeste en un hotel. Sí, supongo que es mejor que quemarla y reclamar el dinero del seguro.


—¡Tía Carolina! —exclamó Coco escandalizada—. No estarás hablando en serio.


— Estoy hablando completamente en serio. He odiado este lugar durante la mayor parte de mi vida —se estiró para mirar el retrato de su padre—. Él habría odiado ver a huéspedes en Las Torres. Lo habría mortificado.


—Lo siento, tía Carolina —comenzó a decir Coco—. Pero hemos tomado la mejor de las opciones.


—¿Acaso he pedido yo una disculpa? —replicó Carolina—. ¿Dónde demonios están mis sobrinas? ¿No van a tener la amabilidad de presentarme sus respetos?


—No tardarán en llegar —desesperada, Coco le sirvió más té—. Esto ha sido tan inesperado, y nosotras…


—Una casa siempre tiene que estar preparada para recibir invitados — contestó Carolina complacida por su malicia, y frunció el ceño cuando vio entrar a Susana—. ¿Y esta quién es?


—Yo soy Susana —diligente, se acercó a su tía para darle un beso en la mejilla.


—Te pareces a tu madre —decidió Carolina con un desganado asentimiento—. Yo le tenía mucho cariño a Delia —miró repentinamente a Pedro—. ¿Esa es tu novia?


Pedro pestañeó mientras Samuel se las arreglaba para convertir una carcajada en una tos.


—Ah, no. No, señora.


—¿Por qué no? ¿Tienes algún problema en los ojos?


—No —se enderezó en la silla mientras Susana sonreía de par en par y se sentaba sobre un almohadón.


Pedro ha estado con nosotros durante unas semanas —dijo Coco, acudiendo a su rescate—. Nos está ayudando a hacer… una investigación histórica.


—Las esmeraldas —con los ojos resplandecientes, Carolina se recostó en el
sofá—. No me tomes por una estúpida, Cordelia. En el barco también nos llegaban periódicos. Era un crucero —le dijo a Teo—. Son mucho más civilizados que los hoteles. Ahora cuéntame qué demonios está pasando aquí.


—Realmente nada —Coco volvió a aclararse la garganta—. Ya sabes cómo infla la prensa todas estas cosas.


—¿Pero entró un ladrón en la casa y disparó?


—Bueno, sí. Fue bastante molesto, pero…


—Tú —Carolina alzó su bastón y señaló con él a Pedro—. Tú, profesor de historia. Supongo que serás capaz de hablar con claridad. Explícame la situación brevemente.


Ante la mirada suplicante de Coco, Pedro dejó su taza de té.


—La familia decidió, después de una serie de acontecimientos, investigar la veracidad de la leyenda de las esmeraldas de los Chaves. Desgraciadamente, las noticias sobre la gargantilla desaparecida despertaron el interés y las especulaciones de varias personas, algunas bastantes desagradables. El primer paso que he dado ha sido catalogar los documentos de la familia, para verificar la existencia de las esmeraldas.


—Por supuesto que existen —lo interrumpió Carolina con impaciencia—. ¿Acaso no las vi y o con mis propios ojos?


—Tú eres muy difícil de localizar —comenzó a decir Coco y fue silenciada con una mirada.


—En cualquier caso —continuó Pedro—, alguien entró en la casa y se llevó un gran número de documentos —Pedro pasó por alto su irrupción en el caso para darle el mayor número de datos.


—Humm —Carolina lo miró con el ceño fruncido—. ¿A qué te dedicas? ¿A escribir?


Pedro arqueó las cejas sorprendido.


—Soy profesor. De historia. En la universidad de Cornell.


Carolina volvió a aspirar sonoramente.


—Bueno, menudo lío habéis organizado. Todos vosotros. Trayendo ladrones a casa, manchando nuestro apellido en los periódicos y estando a punto de ser asesinados. Por lo que yo sé, el viejo vendió las esmeraldas.


—En ese caso habría algún recibo —comentó Pedro y Carolina volvió a estudiarlo con atención.


—En eso tiene razón, señor doctor. Llevaba la cuenta de cada penique que ganaba y cada penique que gastaba —cerró los ojos un momento—. La niñera siempre nos dijo que mi madre las había escondido. Para nosotros —abrió los ojos con expresión feroz—. Todo eso eran cuentos.


—Me gustan los cuentos —dijo Paula desde el marco de la puerta.


Permanecía en medio de Catalina y Amelia.


—Ven aquí, donde pueda verte.


—Tú primero —le musitó Paula a Catalina.


—¿Por qué yo?


—Porque eres la más pequeña —empujó suavemente a su hermana.


—Así que arrojando a una mujer embarazada a los lobos —murmuró Amelia.


—Tú eres la siguiente.


—¿Qué es eso que tienes en la cara? —le preguntó Carolina a Catalina en tono exigente.


Catalina se limpió la mejilla.


—Supongo que grasa de motor.


—¿Pero qué le está ocurriendo a este mundo? Tienes un buen cuerpo — decidió—. Habéis crecido bien. ¿Y tú todavía no estás embarazada?


Catalina se metió las manos en los bolsillos y sonrió.


—Pues el caso es que sí. Teo y yo vamos a ser padres en febrero.


—Estupendo —Carolina sacudió la mano. 


Dándose valor, Amelia dio un paso adelante.


—Hola, tía Carolina. Me alegro de que hayas decidido venir a la boda.


—Todavía no sé lo que voy a hacer —estudió a Amelia con los labios apretados—. En cualquier caso, sabes cómo escribir una carta. Me llegó la
semana pasada, junto a la invitación —era adorable, pensó Carolina. Igual que sus hermanas. Se sentía orgullosa de ellas, pero se habría arrancado la lengua antes de admitirlo—. ¿Y hay alguna razón por la que no hayas podido casarte con un hombre perteneciente a una familia respetable del este?


—Sí. Ninguno de ellos conseguía enfadarme tanto como Samuel.


Con un sonido que podría haber sido una carcajada, Carolina hizo un gesto con la mano con el que daba por terminado el interrogatorio de Amelia. Cuando se fijó en Paula, sintió un intenso escozor en los ojos y tuvo que apretar los labios para impedir que le temblaran. Era como estar viendo a su madre, después de todos aquellos años y de todo el dolor que había tenido que superar.


—Así que tú eres Paula —cuando se le quebró la voz, frunció el ceño de tal manera, que Coco tembló.


—Sí —Paula le dio un par de besos en las mejillas—. La última vez que te vi tenía ocho años. Y me regañaste por andar descalza.


—¿Y, desde entonces, qué has estado haciendo de tu vida?


—Oh, lo menos posible —contestó Paula despreocupadamente—. ¿Cómo estás tú?


Carolina estaba a punto de sonreír, pero se volvió hacia Coco.


—¿Es que no les has enseñado modales a estas chicas?


—No le eches la culpa a ella —Paula se sentó a los pies de Pedro—. Somos incorregibles —miró por encima del hombro para dirigirle a Pedro una sonrisa y después posó la mano en su rodilla.


A Carolina no le pasó desapercibido aquel gesto.


—Así que tú le has echado el ojo a este.


Paula se echó la melena hacia atrás y sonrió.


—Desde luego que sí. ¿Es guapo, verdad?


—Paula —musitó Pedro—. Dame un respiro.


—No me has dado un beso de bienvenida —replicó Paula sin bajar la voz.


—Deja al chico en paz —más divertida de lo que habría admitido nunca, Carolina golpeó su bastón—. Al menos él tiene educación —señaló con la mano el servicio de té—. Llévate todo esto, Cordelia, y tráeme un brandy.


—Yo te lo traeré —Paula se levantó y se acercó al armario de las bebidas. Le guiñó el ojo a Susana mientras su hermana se llevaba el carrito del té—. ¿Cuánto tiempo crees que piensa quedarse a convertir nuestras vidas en un infierno?


—Os he oído.


Impertérrita, Paula se volvió con la copa de brandy.


—Por supuesto, tiíta. Mi padre siempre decía que tenías el oído de un gato.


—No me llames « tiíta» —prácticamente, le arrebató el brandy.