domingo, 26 de mayo de 2019
CAPITULO 17 (PRIMERA HISTORIA)
«Insufrible. Es la palabra perfecta para describirlo» , decidió Paula.… aferrándose a ella el resto del día.
Cuando llegó a casa, reinaba la tranquilidad.
Captó el sonido débil del piano desde la sala de música. Dándole la espalda a la escalera, siguió las notas.
Era Susana la que se sentaba al viejo aparato.
Había sido la única en persistir con las clases de música y que había mostrado talento real. Amelia había sido demasiado impaciente, Lila demasiado perezosa. Y Paula.… bajó la vista a sus manos. Los dedos se habían sentido más cómodos manchados de grasa que ante unas teclas.
No obstante, le gustaba escuchar. No había nada que la calmara o sedujera más que la música.
Susana, perdida en alguna parte de su corazón, suspiró cuando murieron las últimas notas.
—Precioso —Paula se acercó para besar el cabello de su hermana.
—Estoy oxidada.
—No desde aquí.
Susana sonrió y le palmeó la mano; entonces notó la venda.
—Oh, Paula.… ¿qué has hecho?
—Me arañé los nudillos.
—¿Te los has lavado bien? ¿Cuándo fue la última vez que te vacunaste contra el tétanos?
—Relájate, mamá. Están limpios y me vacuné hace seis meses —se sentó en el banco, de cara a la sala—. ¿Por dónde anda todo el mundo?
—Los chicos están dormidos… eso espero. Cruza los dedos. Lila tenía una cita. Amelia repasando algún libro de contabilidad y la tía Coco subió hace horas a darse un baño de espuma y a ponerse rodajas de pepino en los ojos.
—¿Y él?
—En la cama, supongo. Ya es casi medianoche.
—¿Sí? —entonces sonrió—. Estás despierta por mí.
—No —descubierta, Susana rio—. Sí. ¿Arreglaste la furgoneta del señor Finney ?
—Se había vuelto a dejar las luces encendidas —bostezó—. Creo que lo hace adrede para que yo vaya a recargarle la batería —estiró los brazos—. Cenamos langosta y vino.
—Si no fuera lo bastante mayor para ser tu abuelo, diría que está enamorado de ti.
—Sí. Y es mutuo. Bueno, ¿me he perdido algo por aquí?
—La tía Coco quiere tener una sesión espiritista.
—Otra vez no.
Susana pasó levemente los dedos sobre las teclas, improvisando.
—Mañana por la noche, justo después de la cena. Insiste en que hay algo que la bisabuela Bianca quiere que sepamos… y también Pedro.
—¿Él… qué tiene que ver en el asunto?
—Si decidimos venderle la casa, se puede decir que la heredará.
—¿Es lo que vamos a hacer, Susana?
—Es lo que quizá tengamos que hacer.
Paula se levantó para ponerse a jugar con las borlas de una lámpara de pie.
—El taller va muy bien. Podría pedir un préstamo dándolo como garantía.
—No.
—Pero…
—No —repitió Susana—. No vas a arriesgar tu futuro por el pasado.
—Es mi futuro.
—Y es nuestro pasado —ella también se levantó. Cuando en los ojos de Susana aparecía esa luz, hasta Paula sabía que lo mejor era no discutir—. Sé lo mucho que la casa significa para ti, para todas nosotras. Regresar aquí después de que Bruno… después de que las cosas no funcionaran —expuso con cuidado—, me ayudó a mantener la cordura. Cada vez que veo a Alex o a Jazmin bajar por la barandilla de la escalera, me veo a mí misma haciéndolo. Veo a mamá sentada al piano, oigo a papá contar historias delante de la chimenea.
—Entonces, ¿cómo se te puede pasar por la cabeza venderla?
—Porque aprendí a enfrentarme a la realidad, sin importar lo desagradable que fuera —apoyó una mano en la mejilla de Paula Solo las separaban cinco años, pero en ocasiones Susana pensaba que eran cincuenta—. A veces te suceden cosas, o pasan a tu alrededor, que simplemente no puedes controlar. En ese caso, recoges lo que es importante para tu vida y sigues adelante.
—Pero la casa es importante.
—¿Cuánto tiempo más crees que podremos aguantar?
—Podríamos vender las litografías, las vajillas de Limoges, algunas cosas más.—Y prolongar la infelicidad —conocía demasiado bien eso—. Es hora de dejarlo ir, y creo que deberíamos hacerlo con cierta dignidad.
—Entonces, ya te has decidido.
—No —Susana suspiró y volvió a sentarse—. Cada vez que pienso que sí, cambio de parecer. Antes de la cena, los chicos y yo dimos un paseo por los riscos —con ojos soñadores miró por la ventana a oscuras—. Cuando estoy allí de pie, contemplando la bahía, siento algo, algo tan increíble, que me rompe el corazón. No sé qué es lo correcto, Paula No sé qué es lo mejor. Pero me temo que sé lo que hay que hacer.
—Duele.
—Lo sé.
Paula se sentó a su lado y apoyó la cabeza en el hombro de su hermana.
—Quizá se produzca un milagro.
Pedro las observó desde el pasillo en penumbra.
Deseó no haberlas oído.
Deseó que no le importara. Pero lo había oído, y por motivos que decidió no explorar, le importaba. En silencio, subió otra vez por la escalera.
CAPITULO 16 (PRIMERA HISTORIA)
Pedro se llevó las manos de Paula a los labios y vio que la confusión oscurecía sus ojos. La mano que sostenía se quedó laxa. Ella abrió la boca y permaneció de ese modo, sin emitir sonido alguno.
—Se supone que un beso lo cura —señaló, y por motivos absolutamente egoístas, le rozó la mano con los labios.
—Creo que… sería mejor si… —«Dios, el cuarto es pequeño» , pensó distraída. Y se empequeñecía por momentos—. Gracias —logró decir—. Estoy segura de que ya está bien.
—Hay que vendarla.
—Oh, bueno, yo no…
—Si no, se ensuciará —pasándoselo en grande, sacó un rollo de venda y comenzó a envolverle la mano.
Creyendo que de esa manera pondría algo de distancia entre ellos, Paula se volvió. Como si siguiera los movimientos de un baile, Pedro también lo hizo.
Quedaron cara a cara en vez de costado. Él se movió y la espalda de ella se clavó contra la pared.
—¿Le duele?
Lo negó con la cabeza. «No me duele» , decidió Paula.… «Solo estoy loca».
Una mujer tenía que estar loca para que el corazón le martilleara como un martillo neumático porque un hombre le pasara una venda por los nudillos despellejados.
—Paula —con movimientos competentes fijó la venda en su sitio—. ¿Puedo hacerle una pregunta personal? —se hallaban tan cerca como la noche anterior, durante la discusión. Pedro concluyó que eso era mucho más agradable—. ¿Va a arreglarme el radiador?
—Desde luego.
—¿Entonces me perdona por lo sucedido anoche?
—No he dicho eso —enarcó las cejas.
—Me gustaría que lo reconsiderara —con la mano de ella entre los dos, se acercó un poco más—. Verá, si eso va a representar mi perdición, costará aún más resistir el impulso de pecar otra vez.
—No creo que lamente nada de lo que hizo —aturdida, ella se pegó a la pared.
—Me temo que tiene razón —repuso, observando los ojos abiertos, la boca tentadora.
Mientras ella se sentía indecisa entre el terror y el gozo, el teléfono comenzó a sonar.
—He de contestar —ágil como un sabueso, se escabulló fuera del cuarto.
Sorprendido consigo mismo, él la siguió más despacio. Otra mujer, ciertamente una que tuviera el matrimonio en la cabeza, habría sonreído… o hecho un mohín. Lo habría rodeado con los brazos o fingido que lo mantenía a raya. Pero otra mujer no se habría quedado con la espalda contra la pared como
si se enfrentara a un pelotón de fusilamiento.
Otra mujer no lo habría observado con ojos muy grandes y desvalidos, ni habría tartamudeado.
Tampoco le habría resultado tan irresistible.
En la oficina, Paula alzó el auricular, pero tenía la mente en blanco. Miró por el cristal con el auricular pegado al oído durante diez segundos silenciosos antes de que la voz que escuchaba la devolviera a la realidad.
—¿Qué? Oh, sí, sí, soy Paula Lo siento. ¿Eres tú, Finney ? —soltó el aliento contenido mientras escuchaba—. ¿Te has vuelto a dejar las luces encendidas? ¿Estás seguro? Vale, vale. Puede que sea el motor de encendido —con gesto distraído se pasó una mano por el pelo y comenzó a sentarse en el escritorio antes de ver a Pedro. Entonces se irguió como un muelle—. ¿Qué? Lo siento, ¿podrías repetirlo? Mmm. ¿Por qué no paso a echarle un vistazo de camino a casa? A eso de las seis y media —sonrió—. Claro, soy incapaz de rechazar una langosta. Puedes apostarlo. Adiós.
—Un mecánico que hace visitas —comentó Pedro.
—Entre vecinos nos cuidamos —«relájate» , se ordenó. «Relájate ahora mismo» —. Además, resulta fácil cuando te espera un especial de langosta de Albert Finney.
—¿Cómo va la mano? —sintió una irritación que se esforzó en soslayar.
—Bien —ella movió los dedos—. ¿Por qué no cuelga las llaves de su coche en el tablero?
—¿Se da cuenta de que jamás ha pronunciado mi nombre? —inquirió mientras obedecía.
—Claro que sí.
—No, me ha llamado nombres, pero nunca el mío —descartó el pensamiento con un gesto—. En cualquier caso, necesito hablar con usted.
—Escuche, si es sobre la casa, no es el momento ni el lugar.
—No lo es, desde luego.
—Oh —lo miró y sintió ese extraño sobresalto en el pecho—. Se me hace tarde. ¿No puede esperar hasta que venga a recoger su coche?
—No tardaré mucho —no estaba acostumbrado a esperar por nada—. Considero que debo advertirla, ya que creo que desconocía tanto como y o los planes de su tía.
—¿La tía Coco? ¿Qué planes?
—Esos que involucran un vestido blanco.
—¿Matrimonio? —su expresión pasó de desconcierto a suspicacia—. Es absurdo. La tía Coco no planea casarse. Ni siquiera sale con alguien de manera seria.
—No creo que sea ella la candidata —se acercó sin quitarle la vista de encima—. Es usted.
Rio divertida y con ganas al sentarse en el borde del escritorio.
—¿Yo? ¿Casada? Es una tontería.
—En absoluto.
La risa murió. Bajó del escritorio y habló con voz muy fría.
—¿Qué es exactamente lo que quiere dar a entender?
—Que su tía, por razones que únicamente ella conoce, me invitó aquí no solo para echarle un vistazo a la casa, sino también a sus cuatro atractivas sobrinas.
Ella se puso muy pálida, señal de que se sentía profundamente enfadada.
—Es insultante.
—Es un hecho.
—Salga de aquí —lo empujó con fuerza en dirección a la puerta—. Salga de aquí. Recoja sus llaves, su coche y sus ridículas acusaciones y salga de aquí.
—Cállese un momento —la agarró con firmeza por los hombros—. Solo un minuto, y cuando hay a terminado, y si todavía piensa que estoy siendo ridículo, me marcharé.
—Sé que es ridículo. Y taimado, y arrogante. Si por un instante piensa que yo… yo tengo planes para usted…
—Usted no —corrigió—. Su bienintencionada tía. « Paula.… ¿por qué no le enseñas a Pedro los jardines? Las flores son exquisitas a la luz de la luna» .
—Solo estaba mostrándose cortés.
—¿Sabe cómo pasé la mañana?
—No me interesa en absoluto.
—Mirando álbumes de fotos —vio que la ira se transformaba en angustia e insistió—. Docenas de fotos. Fue una niña adorable, Paula.
—Oh, Dios.
—Y también brillante, según su extasiada tía. Fue campeona de ortografía en tercer grado —con un gemido ahogado, ella volvió a sentarse sobre el escritorio —. No tiene ni una sola caries.
—No me lo creo —logró musitar Paula.
—Eso y más. Matrícula de honor en su clase de mecánica en el instituto. Empleó el grueso de su herencia para comprarle este taller a su jefe. Tengo entendido que es una mujer muy sensata que sabe cómo mantener los pies en la tierra. Desde luego, con su excelente historial de cerebro y belleza, sería una esposa excelente para el hombre adecuado.
Paula había cambiado la palidez por un rubor furioso.
—El simple hecho de que la tía Coco esté orgullosa de mí no significa que pretenda nada por el estilo.
—¿No después de acabar relatando sus virtudes y mostrarme sus fotos, preciosas por cierto, en el baile de graduación?
—Santo… —Paula cerró los ojos.
—Luego se puso a interrogarme acerca de lo que pensaba sobre el matrimonio y los hijos, soltando insinuaciones bastante directas de que un hombre en mi posición necesita una relación estable con una mujer estable. Como usted.
—De acuerdo, de acuerdo. Ya basta —volvió a abrir los ojos—. La tía Coco a menudo imagina que sabe lo que es mejor para mis hermanas y para mí. Y se pasa —apretó los dientes—. Pero en esos casos solo es porque nos quiere y se siente responsable de nosotras. Siento que lo haya incomodado.
—No se lo he contado para avergonzarla o conseguir una disculpa — incómodo de pronto, se metió las manos en los bolsillos—. Pensé que era mejor que supiera por dónde iban los pensamientos de su tía antes de que, bueno, algo se descontrolara.
—¿Descontrolarse? —repitió Paula.
—O se malinterpretara —«es extraño» , pensó; por lo general, le resultaba fácil establecer pautas. Desde luego, con anterioridad no recordaba haber tenido problemas para exponer una idea—. Es decir, después de lo de anoche…
comprendo que usted ha estado protegida hasta cierto punto —vio que ella movía los dedos de su mano buena sobre una rodilla. Consideró que era mejor empezar de nuevo—. Creo en la sinceridad, Paula.… tanto en mis negocios como en mis relaciones personales. Anoche, entre el malhumor y la luz de la luna… supongo que podríamos decir que perdimos un poco el control —le pareció una descripción pobre de lo que había pasado—. No quisiera que su falta de experiencia y las fantasías de su tía condujeran a un malentendido.
—A ver si lo he comprendido. Le preocupa que por haberme besado anoche, y que mi tía haya sacado el tema del matrimonio junto con unas fotos mías de pequeña, pueda hacerme una idea descabellada de que yo podría ser la próxima señora Alfonso.
—Más o menos —aturdido, se mesó el pelo—. Pensé que sería mejor, desde luego más justo, si se lo contaba directamente, de forma que usted y yo pudiéramos manejarlo de forma razonable. Así no…
—¿No desarrollaría ninguna ilusión de grandeza? —sugirió Paula.
—No ponga palabras en mi boca.
—¿Cómo podría? No queda espacio con su pata en ella.
—Maldita sea —odió el hecho de que ella tuviera toda la razón—. Solo intento ser absolutamente honesto con usted, para que no haya ningún malentendido cuando le diga que me siento muy atraído por usted.
Ella únicamente enarcó una ceja, demasiado furiosa para ver que las palabras que él acababa de pronunciar lo habían dejado mudo.
—Ahora, supongo, debo sentirme halagada.
—No se supone que deba hacer nada. Solo trato de exponer los hechos.
—Yo le daré algunos hechos —le clavó una mano en el pecho—. No se siente atraído por mí, lo atrae la imagen del perfecto y envidiable Pedro Alfonso III. Las fantasías de mi tía, como usted las llama, son el resultado de un corazón cariñoso y maravilloso. Algo que estoy segura usted no puede entender. Por lo que a mí respecta, no se me pasaría por la cabeza estar cinco minutos con usted, mucho menos la vida. Es posible que termine en posesión de mi hogar, pero no me tendrá a mí —se encendía y se sentía muy bien—. Si viniera arrastrándose hasta mí con un diamante como mi puño en sus dientes, me reiría en su cara.
Esos son los hechos. Sabrá cómo encontrar la salida —dio media vuelta y marchó pasillo abajo.
Pedro hizo una mueca al oír el portazo.
—Bueno —murmuró, frotándose los ojos—. No cabe duda de que hemos aclarado ese punto.
CAPITULO 15 (PRIMERA HISTORIA)
Pedro no sonreía cuando al fin aquella tarde consiguió escapar de Las Torres.
Coco había insistido en mostrarle cada centímetro húmedo de las bodegas, para luego atraparlo durante dos horas con álbumes de fotos.
Había sido divertido contemplar fotos de Paula de bebé, observar su crecimiento de niña a mujer. Había sido increíblemente bonita con trenzas y sin un diente.
Durante la segunda hora, comenzaron a sonar las campanas de alarma. Coco había comenzado a sonsacarle con poca sutileza lo que pensaba sobre el matrimonio, los hijos y las relaciones. Fue entonces cuando se dio cuenta de que detrás de los ojos suaves y húmedos de esa mujer funcionaba un cerebro agudo y calculador.
No intentaba vender la casa, sino subastar a una de sus sobrinas. Y al parecer la candidata principal era Paula y él había sido seleccionado como el mejor postor. Decidió que a las mujeres Chaves les esperaba un despertar brusco. Iban a tener que buscar un candidato apropiado en otra parte del mercado matrimonial. Le deseó suerte al pobre incauto.
Y se prometió que los Alfonso tendrían la casa.
La iban a conseguir sin que de por medio hubiera ningún velo nupcial.
Con furia controlada, bajó por el empinado y serpenteante camino de acceso.
Al oír el sonido de su propia voz hablando consigo mismo, decidió que iba a dar un paseo largo que lo calmara. Quizá hasta el Parque Nacional Acadia, donde Lila trabajaba como naturalista. «Divide y conquistarás» , pensó. Se
encontraría con cada una de ellas en su espacio laboral y allí agitaría sus hermosas cadenas.
«Lila parece receptiva» , reflexionó. Cualquiera de ellas lo sería más que Paula. Amaelia daba la impresión de ser sensata. Estaba convencido de que Susana era una mujer razonable.
¿Qué había salido mal con la hermana número cuatro?
Pero descubrió que se encaminaba al pueblo, más allá del negocio de jardines de Susana y del Bay Watch Hotel. Al poner rumbo al taller de Paula... se dijo que eso era lo que en todo momento había querido hacer.
Empezaría con ella, la espina más puntiaguda que tenía clavada en el costado.
Y cuando terminara, a Paula no le quedaría ilusión alguna de atraparlo para el matrimonio.
Hector subía a la grúa cuando Pedro bajó del BMW.
—Hola —sonriendo, Hector se llevó la mano a la visera de su gorra gris—. La jefa está dentro —cerró la puerta y sacó la cabeza por la ventanilla, dispuesto a charlar.
Por algún motivo, Pedro descubrió que se fijaba de verdad en él. Era joven, probablemente de unos veinte años, con una cara redonda y abierta, fuerte acento del este y un pelo de color pajizo que salía disparado en todas direcciones.
—¿Hace mucho que trabajas para Paula.?
—Desde que le compró el taller al viejo Pete. Hace unos tres años. Sí. Casi tres años. No quiso contratarme hasta que terminé el instituto. Es graciosa.
—¿Sí?
—En cuanto se le mete una abeja en la gorra, no hay manera de echarla — con la cabeza indicó el taller—. Hoy está bastante susceptible.
—¿Eso es poco habitual?
Hector rio entre dientes y puso la radio.
—No puedo decir que ladre y no muerda, porque la he visto morder en un par de ocasiones. Nos vemos.
—Claro —cuando entró, Paula se hallaba enterrada hasta la cintura en el capó de un sedán último modelo. Tenía puesta la radio, pero esa vez eran sus caderas las que seguían el ritmo—. Perdone —comenzó, luego recordó que y a habían pasado por lo mismo. Se acercó y le tocó el hombro.
—Si espera un… —pero giró la cabeza lo suficiente para ver la corbata. Ese día no era marrón, sino azul. No obstante, estaba segura de quién era el dueño—. ¿Qué quiere?
—Creo que se trata de un cambio de lubricante.
—Oh —volvió a dedicarse a cambiar unas bujías de encendido—. Bueno, déjelo fuera, las llaves en el banco y ya lo revisaré. Estará listo a las seis.
—¿Siempre se ocupa de sus negocios de forma tan casual?
—Sí.
—Si no le importa, creo que retendré mis llaves hasta que esté menos distraída.
—Como guste —pasaron dos minutos de vibrante silencio rotos solo por la predicción de la radio de tormenta para esa tarde—. Mire, si piensa quedarse aquí de pie, ¿por qué no hace algo útil? Métase en el coche y arránquelo.
—¿Arrancarlo?
—Sí, ya sabe, gire la llave y pise el pedal —ladeó la cabeza y se apartó el pelo con un soplido—. ¿Cree que podrá conseguirlo?
—Es probable —no era exactamente lo que había tenido en mente, pero rodeó el coche hasta el asiento del conductor. Notó que había algo rosa y pegajoso en la alfombrilla. Se metió dentro y giró la llave. El motor arrancó y ronroneó, con un sonido que le pareció bueno.
Aunque Paula no estuvo de acuerdo, y a que se puso a realizar unos ajustes—. Suena bien —señaló Pedro.
—No, hay un intervalo.
—¿Cómo puede oír algo con el estruendo de la radio?
—¿Cómo puede usted no oírlo? Mejor —murmuró—. Mejor.
Curioso, bajó para inclinarse por encima del hombro de ella.
—¿Qué hace?
—Mi trabajo —movió los hombros con gesto irritado, como si tuviera un picor entre los omóplatos—. Retírese, ¿quiere?
—Solo expreso una curiosidad normal —sin pensarlo, apoyó con ligereza una mano en la espalda de ella y se adelantó más. Paula se sobresaltó, sintió un aguijonazo de dolor y maldijo como un marinero.
—Déjeme ver —tomó la mano que ella agitaba.
—No es nada. Suélteme, ¿quiere? Si no hubiera estado en mi camino, la mano no me habría resbalado.
—Pare de bailar y déjeme ver —le aferró la muñeca con firmeza y examinó los nudillos lastimados. La leve mancha de sangre por debajo de la grasa le provocó un agudo y ridículo sentido de culpabilidad—. Necesitará que la curen.
—Es solo un arañazo —«Dios, ¿por qué no le soltaba la mano?» —. Lo que necesito es acabar este trabajo.
—No se comporte como un bebé —comentó con suavidad—. ¿Dónde está el botiquín de primeros auxilios?
—En el baño, y yo sola puedo hacerlo.
Sin prestarle atención ni soltarle las muñecas, rodeó el vehículo para apagar el motor.
—¿Dónde está el baño?
Con un gesto brusco indicó el pasillo que separaba la oficina del taller.
—Si deja las llaves de su…
—Dijo que era mi culpa que se lastimara la mano, así que asumo la responsabilidad.
—Me gustaría que dejara de hacerme dar vueltas —pidió cuando la condujo hacia el pasillo.
—Entonces mantenga el ritmo —de un empujón abrió una puerta que daba a un baño con azulejos blancos del tamaño de un armario. Sin hacer caso a las protestas de ella, sostuvo su mano bajo el chorro de agua fría. Las dimensiones del cuarto hacían que estuvieran con las caderas pegadas. Ambos se esforzaron por soslayar eso mientras él tomaba el jabón y, con sorprendente delicadeza, comenzaba a lavarle la mano—. No es profundo —indicó, molesto por tener la garganta seca.
—Le dije que solo era un arañazo.
—Los arañazos se infectan.
—Sí, doctor.
Con una réplica en la punta de la lengua, alzó la vista. Se la veía muy bonita con grasa en la punta de la nariz y la boca con un mohín infantil.
—Lo siento —se oyó decir, y la petulancia se desvaneció de los ojos de ella.
—No ha sido culpa suy a —para no estar quieta, abrió el espejo del armario que había sobre el lavabo y sacó el botiquín—. Puedo ocuparme yo, de verdad.
—Me gusta acabar lo que empiezo —le quitó el botiquín de las manos y encontró el antiséptico—. Supongo que debería decir que esto le va a picar.
—Ya sé que pica —soltó un siseo contenido cuando él limpió el corte. Automáticamente se inclinó para soplar, lo mismo que hizo él. Sus cabezas chocaron. Se frotó el golpe con la mano libre y rio—. Formamos un equipo horrible.
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