jueves, 18 de julio de 2019
CAPITULO 37 (CUARTA HISTORIA)
Si sus nervios no hubieran estado enmarañados, si su necesidad no hubiera sido tan aguda, quizá hubiera podido mostrarle ternura. Si la sangre no le hubiera hervido, si el deseo no hubiera sido tan codicioso, habría tratado de ofrecerle romanticismo. Pero estaba seguro de que si no la poseía en ese momento, si no la
poseía con rapidez, se fragmentaría en cientos de trozos de desesperación.
De modo que su boca se vio dominada por la fiebre de la impaciencia, las manos mostraron su urgencia. Nada más probar el potente sabor de Paula, comprendió que ya era suya. Pero no bastaba. Quizá nunca pudiera ser suficiente.
Ella no tembló ni titubeó. La vulnerabilidad quedó guardada en una generosidad que impulsaba a Pedro a saciarse. Mientras ella le acariciaba la espalda, él solo percibió su deseo, nada de sus dudas.
Le quitó la gorra, luego la cinta que le sujetaba el pelo para sostener entre los dedos esos mechones sedosos. Y las manos que lo sujetaban se mostraban inseguras mientras con la boca él la devoraba sin piedad.
Paula se abrió a él y soltó un gemido suave y ronco de placer mientras la lengua de Pedro penetraba para entablar un duelo con la suya. El vibrante anhelo de él no tardó en excitarla. Se había puesto de puntillas y el cuerpo le temblaba con pasiones largo tiempo contenidas.
Y experimentaba el miedo de no saber qué sería de ella si perdía ese último asidero sobre su control. Debía mostrarle que podía ofrecer placer, hacerlo disfrutar y que siguiera deseándola. Si fallaba en ese momento, si no conseguía demostrar que era una mujer, corría el riesgo de que Pedro pensara que no estaba a la altura de su fantasía.
Sin embargo, jamás la habían deseado de ese modo. No con esa violencia de anhelo que vibraba en el aire y hacía que cada respiración fuera una tentación.
Se pegó a él, con la esperanza de que lo que tenía que dar bastara mientras se dejaba llevar por la abrumadora marea de sensaciones.
Él le llenó la cara de besos, y luego bajó el cuello y la mordisqueó. Y las manos… Dios, las manos eran veloces y letales.
Paula debía mantener la cordura, pero las rodillas le temblaron y la mente le remolineó bajo ese ataque a sus sentidos. Desesperada, clavó las uñas en la espalda de Pedro mientras luchaba por regresar del precipicio y trataba de
recordar qué le gustaría a un hombre.
Temblaba como un arco tenso, tan tenso que creyó que iba a quebrarse en las manos de él.
Se contenía. Saber que podía hacerlo cuando Pedro estaba medio enloquecido provocó una especie de furia virulenta. Él le arrancó la blusa al tirarla a la cama.
—Maldita sea, lo quiero todo —jadeando, le rodeó las muñecas y le subió los brazos por encima de la cabeza—. Lo tendré todo —bajó la boca para capturar la de ella.
El cuerpo de Pedro era como un horno, y su piel ardiente y húmeda se fundía con la de Paula de una forma que la hacía temblar llena de maravilla. Los dedos férreos la sujetaban mientras la mano libre la recorría en un asalto implacable. Ella podía sentir la furia, probar el deseo frustrado y airado.
Desesperada, trató de respirar y suplicarle que esperara, que le diera un momento, pero solo consiguió emitir unos gemidos entrecortados.
Una vez más el trueno retumbó, en esa ocasión más cerca, advirtiendo de su poder.
Cuando la boca de Pedro encontró su pecho, soltó un gruñido de placer. Ella era tan suave como una brisa estival y tan potente como el whisky. Mientras se retorcía debajo de él, humedeció y tiró del pezón tenso, perdiéndose en el sabor la textura mientras en su boca sentía los latidos de Paula.
Y ella deseaba tanto como él. Podía sentir cómo la excitación urgente la atravesaba con furia, la oía en su respiración rápida. Las caderas de Paula se arquearon y se alzaron contra él hasta que lo dejaron sin sentido. Pedro descendió más y con los dientes le mordisqueó el torso mientras la lengua dejaba un rastro húmedo sobre el vientre.
Ella aprovechó las manos libres para sujetarlo por el pelo. No podía respirar.
Necesitaba decírselo. Tenía el cuerpo lleno de dolores y calor. Necesitaba… Necesitaba.
Alguien gritó. Paula oyó el sonido veloz y desesperado, sintió que salía desgarrado de su garganta mientras arqueaba el cuerpo. Mundos enteros estallaron dentro de ella con un rugido más grande que el trueno que bramaba
sobre sus cabezas. Aturdida, yació temblorosa mientras él levantaba la cabeza para mirarla.
Los ojos de Paula estaban oscuros y el rostro acalorado. El cuerpo seguía temblándole mientras sus manos caían flojas otra vez sobre la cama deshecha.
No había pensado lo que le haría ver esa clase de placer abotargado en el rostro de ella.
Pero sí sabía que quería más.
Pedro volvía a elevarla antes de que pudiera recuperarse. Solo era capaz de abrazarse a la velocidad y al entusiasmo del peligro. Cuando la lluvia comenzó a caer, Paula rodó con él, demasiado mareada para asombrarse de su propia codicia. Sus manos estaban tan predispuestas como las de Pedro, su boca era igual de despiadada. Cuando él le quitó los pantalones, el jadeo que emitió fue de triunfo.
Con dedos tan impacientes como los de él, lo desvistió para recorrer la piel encendida.
Quería tocarlo con tanta urgencia como necesitaba ser tocada. Poseer al tiempo que era poseída. Anhelaba la locura, la turbulenta ansia que no había creído que podría sentir, y ese deseo tempestuoso que se erguía como un lobo
salvaje dispuesto a consumir.
Los dos habían olvidado todo pensamiento de control. Cuando Pedro la elevó más y más alto, Paula sobrevoló cada cima con el deseo de más. Más era lo que él quería darle y lo que quería tomar. Mientras la sangre surcaba sus venas como ríos de fuego, la penetró, reclamando la posesión en un frenesí de
velocidad y calor. Ella no se quedó atrás.
Volvían a estar solos, pero en esa ocasión el mar se agitaba con violencia y el aire ardía. Al fin habían llegado hasta el poder y la libertad. La velocidad era temeraria, el viaje un riesgo glorioso. Lo sintió temblar, enterrar la cara en su pelo al llegar al fin del trayecto. Paula, enganchada a él, lo siguió.
CAPITULO 36 (CUARTA HISTORIA)
Navegaron en silencio por la bahía y fueron despacio hasta el malecón de Pedro. Pero Paula estaba relajada cuando saltó al embarcadero para asegurar los cabos, cuando acarició al perro apoyado contra sus piernas, suplicando
atención.
Pedro saltó con agilidad y se plantó con las piernas abiertas.
—Se avecina una tormenta.
Paula alzó la vista y vio que las nubes se acercaban despacio pero inexorables hacia tierra.
—Es verdad. No nos vendría mal un poco de lluvia —« es una tontería» , pensó, « sentirme incómoda y ponerme a hablar del tiempo» —. Gracias por el paseo. Lo he disfrutado.
—Bien —el embarcadero osciló cuando avanzó.
Paula retrocedió dos pasos y se sintió mejor cuando sus pies tocaron tierra firme.
—Si tienes la oportunidad, este fin de semana tal vez puedas llevar a Sadie para que visite a Fred. Se sentirá solo sin los chicos.
—De acuerdo.
Ella había atravesado medio jardín y Pedro seguía a medio metro de distancia.
De no haberlo considerado algo paranoico, habría dicho que la hostigaba.
—El arbusto va bien —lo tocó con los dedos al pasar a su lado—. Pero es necesario que alimentes este jardín. Podría recomendarte un programa sencillo y barato.
—Hazlo —sonrió un poco, aunque sin quitarle los ojos de encima.
—Bueno, yo… se hace tarde. La tía Coco…
—Sabe que ya eres mayorcita —la tomó por el brazo—. Esta noche no irás a ninguna parte, Paula.
Quizá si hubiera sido más inteligente o experimentada, habría evaluado su estado de ánimo antes de que la hubiera tocado. Ya no había manera de confundirlo, no cuando los dedos la marcaban con tensa posesión, no cuando las necesidades de Pedro, y su intención de satisfacerlas, estaban tan claras en sus profundos ojos grises.
Deseó poder haber estado tan segura de su propio estado de ánimo y de sus necesidades.
—Pedro, te dije que necesitaba tiempo.
—El tiempo se ha acabado —repuso con sencillez.
—No pretendo llevarlo como algo casual.
El calor ardió en los ojos de él. Desde kilómetros en la distancia les llegó el violento rugido del trueno.
—No hay nada casual en ello. Los dos lo sabemos.
Ella lo sabía, y ese conocimiento resultaba aterrador.
—Creo…
—Piensas demasiado —él maldijo y la alzó en vilo.
En cuanto pasó la sorpresa, Paulaa se debatió. Por ese entonces, él la había llevado hasta el porche trasero.
—Pedro, no quiero verme presionada —la mosquitera se cerró a su espalda. ¿Es que él no sabía que tenía miedo? Temía que la encontrara aburrida y la abandonara, destrozada—. No pienso permitir que se me precipite.
—Si te dejara salirte con la tuya, necesitaríamos quince años más —con el pie empujó la puerta del dormitorio y la soltó sobre la cama. No era lo que había planeado, pero se hallaba demasiado tenso por el miedo y el anhelo como para pensar en palabras suaves.
Al instante ella se incorporó y se plantó junto a la cama, esbelta y recta como un arco. La decreciente luz entraba por la ventana a su espalda.
—Si piensas que puedes traerme aquí como si fuera un fardo para tirarme sobre la cama…
—Es exactamente lo que he hecho —no dejó de mirarla mientras se quitaba la camisa—. Estoy cansado de esperar, Paula, y estoy cansado de desearte. Vamos a hacerlo a mi manera.
Ella ya sabía lo que era eso. Se le hundió el corazón. Solo que entonces quien le había ordenado que se metiera en la cama había sido Bruno, desnudándose antes de ponerse encima de ella para exigir sus derechos maritales, con rapidez, dureza y sin afecto. Y después, lo único que le ofreció fue su desdén y disgusto.
—Tu manera no es nada nueva —soltó con voz tensa—. Y no me interesa. No estoy obligada a irme a la cama contigo, Pedro. A dejar que exijas, tomes y me digas que no soy lo bastante buena para satisfacerte. No pienso dejar que nadie más vuelva a utilizarme.
Él la aferró por los brazos antes de que pudiera irse de la habitación, la pegó a él mientras Paula se debatía y maldecía y le tapó la boca con sus labios encendidos. La fuerza del beso la mareó. Habría trastabillado si los brazos de él no la hubieran sostenido con fuerza.
Por encima del miedo y de la cólera, surgieron sus necesidades. Quería gritarle por provocárselas, por dejarla descarnada, desnuda e indefensa. Pero únicamente pudo aferrarse a él.
Con respiración ya jadeante y entrecortada, Pedro la mantuvo a la distancia de
los brazos. Los ojos de ella contenían tantos secretos como la medianoche. Se prometió que los iba a descubrir. Uno a uno los averiguaría todos. Y empezaría esa noche.
—Aquí nadie va a ser utilizado, y únicamente pienso tomar lo que me des — flexionó los dedos tensos sobre los brazos de ella—. Mírame, Paula. Mírame y dime que no me deseas, y te dejaré ir.
Ella entreabrió los labios. Lo amaba y ya no era una muchacha que podía guardar ese amor para sí misma. Si no era tan fuerte como creía y capaz de mantener separados el corazón y el cuerpo, entonces no tenía más alternativa que unirlos. Si el corazón se le rompía, sobreviviría.
¿Acaso no les había prometido a ambos que no habría lamentaciones?
Con gentileza alzó una mano hacia la de Pedro, aunque no esperaba gentileza a cambio. Era una elección que asumía con libertad.
—No puedo decirte que no te deseo. No hace falta seguir esperando
CAPITULO 35 (CUARTA HISTORIA)
Cuando el perro saltó al lado de él, Paula comprendió que se trataba de una vieja costumbre. Para un hombre que quería dar la impresión de no tener sentimientos, resultaba revelador que se llevara a un perro de compañía cuando se adentraba en el mar.
El motor cobró vida. Pedro aguardó hasta que Paula subió a bordo antes de poner rumbo hacia la bahía.
El viento le abofeteó la cara. Riendo, se sujetó la gorra con una mano para evitar perderla en el aire. Después de encasquetársela, se reunió con él ante el timón.
—Hace meses que no navego —gritó por encima del ruido del motor.
—¿Qué sentido tiene vivir en una isla si no sales nunca al agua?
—Me gusta contemplarla.
Sadie le ladró a las gaviotas y luego se acomodó sobre los cojines del barco con la cabeza en el costado, para que el viento pudiera agitarle las orejas.
—Tienes que llevarla otra vez a casa —comentó ella—. Fred no ha vuelto a ser el mismo desde que la conoció.
—Algunas mujeres le hacen lo mismo a un hombre —la brisa salada le llevaba el olor de Paula, envolviéndolo en torno a sus sentidos. La tenía cerca.
La expresión de sus ojos seguía siendo distante y atribulada, y supo que no pensaba en él.
Avanzó con destreza entre el tráfico de la bahía.
A estribor, el barco de tres mástiles de la isla entraba en el puerto con su multitud de turistas.
La bahía dio paso al mar y el agua se tornó menos serena. Los riscos se alzaban en el aire. Las Torres, arrogantes y desafiantes, se erguían en su loma, mirando hacia el pueblo y el mar. Su sombría piedra gris reflejaba la tonalidad de las nubes de lluvia que había al oeste. Como un espejismo, el jardín de Paula representaba unas vetas de colores.
—A veces cuando iba a capturar langostas con mi padre, alzaba la vista para contemplarlo —«y pensar en ti» —. El castillo Chaves —murmuró Pedro—. Así lo llamaba él.
Paula sonrió y se protegió los ojos mientras estudiaba la imponente casa en los riscos.
—Para mí es mi casa. Siempre ha sido eso.
Cuando la miro, pienso en la tía Coco preparando alguna receta nueva de cocina y en Paula durmiendo en el salón. En los niños que juegan en el jardín o corren por las escaleras.
En Amelia sentada a su escritorio, mientras se abre paso de manera meticulosa por las montañas de facturas que son necesarias para mantener firme un hogar. En Catalina al sumergirse bajo el capó de una vieja furgoneta para ver si consigue obrar un milagro y sacar un año más de vida al motor. A veces veo a mis padres riendo a la mesa de la cocina, tan jóvenes… tan vivos, llenos de planes —giró para mantener la casa a la vista—. Tantas cosas han cambiado y cambiarán. Pero la casa está ahí. Eso me consuela. Lo tienes que entender, o no habrías elegido vivir en la cabaña de Christian, con todos sus recuerdos.
Él lo entendía muy bien y eso lo incomodaba.
—Quizá solo me gusta tener una casa junto al agua.
Paula contempló cómo desaparecía la torre de Bianca antes de volverse para mirarlo.
—Los sentimientos no te debilitan, Pedro.
—Jamás pude estar cerca de mi padre —afirmó, mirando ceñudo el agua—. Todo lo encarábamos desde direcciones distintas. A mi abuelo jamás tuve que explicarle o justificarle nada de lo que sentía o quería. Él simplemente lo aceptaba. Imagino que supuse que había un motivo para que me legara la casa cuando murió, aun cuando y o apenas era un niño.
Que compartiera eso con ella la conmovió.
—Así que volviste a vivir en su cabaña. Siempre regresamos a lo que amamos.
Quiso preguntarle más, cómo había sido su vida durante los años de su ausencia, por qué le había dado la espalda al trabajo de policía para dedicarse a reparar motores, si había estado enamorado y si le habían roto el corazón. Pero él le dio más potencia al motor e hizo que la embarcación surcara las aguas.
Pedro no había salido al mar para tener pensamientos profundos, para preocuparse o cuestionarse las cosas. Había salido para darle a Paula, y a sí mismo, una hora de relajación, un descanso de la realidad. El viento y la velocidad surtían ese milagro especial en él. Cuando la oyó reír, cuando la vio alzar la cara hacía el sol, supo que había elegido bien.
—Ven, toma el timón.
Era un desafío. Pudo oírlo en su voz, en sus ojos cuando le sonrió. Paula no vaciló.
Las manos de ella eran firmes y competentes ante el timón. La expresión melancólica de sus ojos quedó reemplazada por un intenso júbilo que le aceleró la sangre. Tenía la cara encendida por la excitación, húmeda por las gotas de oleaje. En ese momento no parecía una princesa, sino una reina que conocía su
propio poder y estaba dispuesta a emplearlo.
La dejó correr en la dirección que quiso, sabiendo que terminaría donde Pedro la había querido casi toda la vida. No esperaría otro día.
Ni siquiera una hora más. Paula jadeaba y reía cuando le devolvió el mando del timón.
—Había olvidado cómo era. Hace cinco años que no llevo una embarcación.
—Lo has hecho muy bien —mantuvo alta la velocidad al virar en un amplio círculo.
—Dios, hace frío —sin dejar de reír, se frotó los brazos.
Él la miró y sintió un golpe en las entrañas.
Paula resplandecía… sus ojos eran tan azules como el cielo, pero más vitales, los finos pantalones y la blusa de algodón estaban pegados a su cuerpo esbelto, el cabello le caía por debajo de la gorra.
Cuando sintió las palmas de las manos húmedas sobre el volante, apartó la vista y comprendió que se había enamorado.
—Hay una chaqueta en el camarote.
—No, es maravilloso —cerró los ojos y dejó que las sensaciones la sacudieran. El viento salvaje, el rugido del motor y la estela del agua. Podrían haber estado completamente solos, sin nada más que la excitación y la velocidad, libres para avanzar en aquella fabulosa soledad. No quería regresar. Aspiró profundamente el aire penetrante y pensó en lo liberador que sería correr y correr sin seguir ninguna dirección, yendo hacia donde la llevara la corriente.
Pero el aire y a empezaba a calentarse. Habían dejado de estar solos. Oyó la prolongada bocina de un barco turístico mientras Pedro reducía la velocidad y se deslizaba hacia el puerto.
«Es demasiado hermoso» , pensó. «Volver a casa. Conocer tu lugar, convencida de la bienvenida» . Suspiró por la familiaridad de todo. El agua azul de Frenchman Bay oscureciéndose con el día, los edificios atestados de gente, el
sonido de las boyas. Resultaba más tranquilizador después de una carrera hacia
ninguna parte.
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