viernes, 21 de junio de 2019

CAPITULO 20 (TERCERA HISTORIA)




Aquella fue la primera reunión familiar de Pedro.


Él había crecido en un país democrático, pero bajo la intransigente dictadura de su padre. Las Chaves hacían las cosas de forma diferente. Se reunieron alrededor de la enorme mesa de caoba del comedor y parecían tan unidas que Pedro se sentía como un intruso por primera vez desde que había despertado en el piso de arriba. Lo escucharon y le hicieron algunas preguntas mientras él repetía lo que le había relatado a Paula en la torre.


—¿No comprobaste sus referencias? —le preguntó Teo—. ¿Aceptaste un trabajo de un hombre al que ni siquiera conocías y del que no sabías absolutamente nada?


—No me parecía que hubiera ningún motivo razonable para hacerlo. Yo no soy un hombre de negocios —advirtió cansino—. Soy un profesor.


—Entonces no te importará que te investiguemos —sugirió Samuel.


—No —respondió Pedro, mirando aquellos ojos cargados de sospecha.


—Yo ya lo he hecho —intervino Amelia. Tamborileaba los dedos sobre la mesa mientras todos los ojos se volvieron hacia ella—. Me parecía lo más lógico, así que hice un par de llamadas.


—Genial. Y supongo que no se te ocurrió comentarlo con nosotros — respondió Paula.


—No.


—Chicas —dijo Coco, sentada en la cabecera de la mesa—, no empecéis.


—Creo que Amelia debería habernos dicho algo —el genio de los Chaves afilaba la voz de Paula—. Era algo que nos concernía a todos. Además, ¿qué derecho tiene a fisgonear en la vida de Pedro?


Comenzaron a discutir acaloradamente, las cuatro hermanas lanzaban sus opiniones y objeciones. Samuel dejaba que la discusión siguiera su curso. Teo cerró los ojos. Pedro se limitaba a mirarlas fijamente. Estaban hablando de él. ¿No se daban cuenta de que estaban discutiendo sobre él, lanzando su nombre de un lado a otro de la mesa como si fuera una pelota de ping-pong?


—Perdón —comenzó a decir, y fue totalmente ignorado. Lo intentó otra vez, y lo único que consiguió fue una sonrisa de Samuel—. ¡Maldita sea, ya está bien! —utilizó su tono de profesor irritado y funcionó. Las cuatro mujeres se callaron y se volvieron hacia él con expresión furiosa.


—Mira, tío —comenzó a decir Catalina, pero Pedro la cortó.


—Mira tú. En primer lugar, ¿por qué iba a haberos contado todo si tuviera otras intenciones? Y como lo que queréis es corroborar quién soy y a qué me dedico, ¿por qué no dejáis de discutir entre vosotras y os dedicáis a averiguarlo?


—Porque nos gusta discutir entre nosotras —le dijo Paula presuntuosa—. Y no nos gusta que nadie se entrometa mientras lo estamos haciendo.


—Ya está —intervino Coco, aprovechando la calma—. Puesto que Amelia ya ha investigado a Pedro, aunque eso sea un poco descortés…


—¡Sensato! —protestó Amelia.


—Grosero —la corrigió Paula.


Podían haber empezado otra vez, pero Susana alzó la mano.


—Sea lo que sea, ya está hecho. Y creo que deberíamos oír lo que ha averiguado Amelia.


—Como iba diciendo —Amelia pestañeó mirando a Paula—. Hice un par de llamadas. El decano de Cornell habla muy bien de Pedro. Recuerdo que comentó que era brillante y muy trabajador. Se le considera uno de los más importantes expertos en historia de América del país. A los veinte años, consiguió licenciarse cum laude y a los veinticinco se doctoró.


—¡Cerebrín! —le dijo Paula a Pedro con una consoladora sonrisa cuando lo vio retorcerse nervioso en su asiento.


—Nuestro doctor Alfonso—continuó diciendo Amelia—, procede de Indiana, es soltero y no tiene ningún pasado criminal. Trabaja en la Universidad de Cornell desde hace ocho años y ha publicado artículos que han sido muy bien recibidos. El último era una perspectiva general sobre el ambiente político social previo a la Gran Guerra. En círculos académicos, Pedro es considerado un niño prodigio, serio, constante, responsable y con un potencial ilimitado —consciente del embarazo de Pedro, suavizó su tono—. Siento haberme entrometido en tu vida, Pedro, pero no quería correr riesgos con mi familia.


—Todos lo sentimos —Susana le sonrió—. Pero hemos tenido dos meses muy agitados.


—Lo comprendo —y estaba convencido de que no podían saber lo mucho que le molestaba que se le considerara un niño prodigio—. Y si mi perfil académico os tranquiliza, me alegro de que me hayan investigado.


—Hay algo más —continuó Susana—. Nada de eso explica qué estabas haciendo en el agua la noche que te encontró Paula.


Pedro intentó ordenar sus recuerdos mientras los demás esperaban. Le resultaba fácil volver al pasado. Tan fácil como situarse en la batalla de Bull Run o en la Casa Blanca de Woodrow Wilson.


—Había estado trabajando en esos documentos y se estaba formando una tormenta. Supongo que no soy un buen marinero. Estaba intentando salir a cubierta para tomar aire cuando oí a Caufield hablando con el capitán Hawkins.


Todo lo concisamente que pudo, les contó lo que había oído y cómo se había dado cuenta del lío en el que se había metido.


—No sé lo que pensaba hacer. Por un instante se me ocurrió la loca idea de tomar los papeles, salir del barco y avisar a la policía. No era una idea muy brillante, dadas las circunstancias. En cualquier caso, me atraparon. Caufield tenía una pistola, pero la tormenta estaba de mi lado. Salté por la cubierta y decidí probar suerte en el agua.


—¿Saltaste por la borda en medio de una tormenta? —le preguntó Paula.


—No fue un gesto muy inteligente.


—Pero sí muy valiente —lo corrigió ella.


—No, si se tiene en cuenta que estaban a punto de dispararme —con el ceño fruncido, Pedro se frotó la sien.


—La descripción que has hecho de Elias Caufield no encaja —Amelia tamborileaba los dedos en la mesa mientras pensaba en ello—. Livingston, el hombre que nos robó los papeles, tenía el pelo oscuro y no tendría más de treinta años. 


—A lo mejor se tiñó el pelo —Paula alzó las manos—. No podía venir utilizando el mismo nombre o el mismo aspecto con el que se presentó la otra vez. La policía tenía su descripción.


—Espero que tengas razón —una sonrisa carente de humor curvó los labios de Samuel—. Y también que ese cerdo vuelva para que pueda darle su merecido.


—Para que todos podamos darle su merecido —lo corrigió Catalina—. La pregunta es, ¿qué vamos a hacer ahora?



CAPITULO 19 (TERCERA HISTORIA)



Pedro escuchó la historia de aquella esposa desgraciada, atrapada en un matrimonio sin amor durante los años previos a la Gran Guerra. Bianca se había casado con Felipe Chaves, un rico financiero, al que le había dado tres hijos.


Durante uno de los veranos, había conocido a un joven artista. Por una vieja agenda que los Chaves habían descubierto, sabían que el nombre del pintor era Christian, pero nada más. 


El resto era leyenda, que había sido transmitida a sus hijos por la niñera que había sido también confidente de Bianca.


El joven pintor y la desgraciada esposa se habían enamorado profundamente.


Debatiéndose entre el deber y su corazón, Bianca había sufrido lo indecible intentando tomar una decisión y al final había optado por dejar a su marido.


Había tomado unos cuantos objetos personales, que con el tiempo habían llegado a ser conocidos como «el tesoro de Bianca» y los había escondido antes de fugarse. Entre ellos, estaba una gargantilla de esmeraldas, que le había regalado el bisabuelo de Paula por el nacimiento de sus dos primeros hijos. Pero en vez de irse con su amante, Bianca se había tirado por la ventana de la torre. Y las esmeraldas nunca habían sido encontradas.


—No conocimos la historia hasta hace unos meses —añadió Paula—. Aunque yo ya había visto las esmeraldas.


Pedro le daba vueltas la cabeza. Intentando aliviar el persistente dolor, se llevó la mano a la sien.


—¿Las has visto?


Paula sonrió.


—He soñado con ellas. Y después, durante una sesión de espiritismo…


—Una sesión de espiritismo —repitió Pedro débilmente y se sentó.


—Exacto —Paula se echó a reír y le palmeó la mano—. Hicimos una sesión de espiritismo y Catalina tuvo una visión —Pedro hizo un extraño sonido con la garganta que provocó de nuevo la risa de Paula—. Tenías que haber estado allí,
Pedro. En cualquier caso, Catalina vio el collar y entonces fue cuando Coco decidió que ya era hora de transmitirnos la leyenda de los Chaves. Y para llegar ya a la situación en la que nos encontramos hoy, te contaré que Teo se enamoró de Catalina y decidió no comprar Las Torres. Estábamos en una situación económica tan terrible que nos veíamos obligadas a venderlas. Pero entonces apareció él con la idea de convertir el ala oeste en un hotel, con el nombre de los St. James. ¿Has oído hablar de los hoteles St. James?


Teo St. James. Así que el cuñado de Paula era el propietario de una de las más importantes cadenas hoteleras del país.


—Sí, son muy famosos.


—Bien, Teo contrató a Samuel para comenzar a rehabilitar la casa, y Samuel se enamoró de Amelia. Considerándolo todo, las cosas no podían haber salido mejor. Hemos podido conservar la casa, combinarla con un negocio y además culminar dos romances.


El enfado asomó a sus ojos, oscureciéndolos visiblemente.


—El inconveniente de todo esto fue que la historia sobre las esmeraldas se filtró y empezó a llegar una plaga de buscadores de tesoros y algún consumado ladrón. Hace solo unas semanas, alguien estuvo a punto de matar a Amelia y se llevó montones de papeles que habíamos estado revisando por si podíamos encontrar en ellos alguna pista sobre la gargantilla.


—Papeles —repitió Pedro mientras una náusea se apoderaba de su estómago.


Lo sacudía con tanta fuerza que se sentía como si estuviera estrellándose contra las rocas otra vez. Chaves. Esmeraldas. Bianca.


—¿Qué te pasa, Pedro? —preocupada, Paula posó una mano en su frente—. Estás blanco como una sábana. Creo que llevas demasiado tiempo levantado — decidió—. Déjame acompañarte abajo, para que puedas descansar.


—No, estoy bien. No es nada —se apartó para levantarse y comenzó a caminar nervioso por la habitación.


¿Cómo iba a decírselo? ¿Cómo podía decírselo después de que le hubiera salvado la vida, después de lo mucho que se había preocupado por él? Después de haberla besado. Las Chaves le habían abierto su casa sin vacilar, sin hacerle ninguna pregunta. Habían confiado en él. ¿Cómo podía decirle a Paula que, aunque inadvertidamente, había estado trabajando para un hombre que estaba planeando robarle?


Pero tenía que hacerlo. Su profunda honestidad no le permitía otra cosa.


—Paula —se volvió y advirtió que lo estaba observando con una mezcla de preocupación y recelo en la mirada—. El yate. He recordado lo del yate.


El alivio hizo sonreír a Paula.


—Estupendo. Sabía que lo recordarías en cuanto dejaras de preocuparte. ¿Por qué no te sientas, Pedro? Es mejor para pensar.


—No —respondió con dureza mientras se concentraba en su rostro—. El yate… el hombre que me contrató. Se llamaba Caufield. Elias Caufield.


Paula extendió las manos.


—¿Y?


—¿Ese nombre no significa nada para ti?


—No ¿Debería?


Quizá estuviera equivocado, pensó Pedro. A lo mejor había dejado que aquella historia familiar se fundiera en su mente con su propia experiencia.


—Mide aproximadamente un metro noventa, es muy elegante. De unos cuarenta años. Con el pelo rubio oscuro y algunas canas en la sien.


—Muy bien.


Pedro suspiró frustrado.


—Se puso en contacto conmigo hace un mes y me ofreció trabajo. Quería que investigara y catalogara los documentos de una familia. El salario era muy generoso e iba a pasar unassemanas en un y ate. Con ese dinero tendría medios y tiempo para trabajar en el libro.


—Y como tu cerebro funciona perfectamente, decidiste aceptar ese trabajo.


—Sí, pero, maldita sea, Paula… los papeles, los recibos, las cartas, los libros de contabilidad… Aparecía tu apellido en todos ellos.


—¿Mi apellido?


—Chaves —metió sus inútiles manos en los bolsillos—. ¿No lo comprendes? Estuve contratado y trabajé en ese barco durante una semana, investigando la historia de tu familia en los documentos que os habían robado.


Paula se quedó mirándolo fijamente. Pedro tuvo la sensación de que pasaba una eternidad hasta que Paula se levantó de su asiento.


—¿Estás diciéndome que has estado trabajando para el hombre que intentó matar a mi hermana?


—Sí.


Paula no apartaba la mirada de Pedro en ningún momento. Este casi podía sentir que estaba intentando leerle los pensamientos, pero cuando habló, la voz de Paula era muy fría.


—¿Y por qué me lo cuentas ahora?


Terriblemente nervioso, Pedro se pasó la mano por el pelo.


—No lo he recordado hasta ahora, hasta que me has contado lo de las esmeraldas.


—Es muy extraño, ¿no te parece?


Pedro observó el recelo que cubría sus ojos y asintió.


—No espero que me creas, pero no lo recordaba. Y cuando acepté este trabajo, ni siquiera lo sabía.


Paula continuaba observándolo atentamente, calibrando cada una de sus palabras, de sus gestos, de sus expresiones.


—¿Sabes? Me resulta extraño que no oyeras hablar ni del collar ni del robo. Es un tema que ha estado en la prensa durante semanas. Tendrías que vivir en una cueva para no haberte enterado.


—O en un aula —musitó Pedro. Recordó las burlas de Chaves sobre su falta de ingenio y esbozó una mueca—. Mira, te diré todo lo que pueda antes de marcharme.


—¿Marcharte?


—Supongo que no querréis que me quede aquí después de esto.


Paula lo miraba pensativa. La intuición la advertía en contra de lo que determinaba su sentido común. Con un largo suspiro, levantó una mano.


—Será mejor que cuentes esta historia a toda la familia. Después decidiremos lo que haremos.




CAPITULO 18 (TERCERA HISTORIA)




Pedro ya había explorado parte de la casa, aquel laberinto de habitaciones, algunas vacías y otras atiborradas de muebles y cajas. Desde fuera, la casa era en parte una fortaleza y en parte una casa solariega, con sus brillantes ventanas y sus elegantes porches combinados con las torretas y parapetos. El interior era un enmarañado laberinto de pasillos sombríos, habitaciones bañadas por el sol, suelos gastados y relucientes pasamanos. Y ya lo había cautivado.


Paula lo condujo por una escalera circular hasta una puerta situada al final del ala este.


—Dale un empujón, ¿quieres, Pedro? —le pidió y este se vio forzado a empujar la robusta puerta de madera con su hombro bueno—. Tengo que pedirle a Samuel que la arregle —tomó la mano de Pedro y entró en el interior.


Era una habitación circular, rodeada de ventanas ovaladas. Una ligera capa de polvo cubría el suelo, pero alguien había cubierto de mullidos cojines un asiento empotrado bajo una de las ventanas. Cerca de él, habían colocado una vieja lámpara de suelo con una pantalla satinada y llena de borlas.


—Supongo que aquí tenía cosas preciosas —comenzó a decir Paula—, para que le hicieran compañía. Solía venir a esta habitación a estar sola, a pensar.


—¿Quién?


—Bianca, mi bisabuela. Mira qué vistas —sintiendo la necesidad de compartirlo con él, lo arrastró a la ventana.


Desde allí solo se veían las rocas y el mar. 


Debía haberle parecido un lugar solitario, pensó Pedro. Pero le resultaba estimulante y desgarrador al mismo tiempo. Cuando posó una mano en el cristal, Paula lo miró sorprendida. Ella misma había hecho ese gesto incontables veces, como si estuviera intentando atrapar algo que estaba fuera de su alcance.


—Es… triste —pretendía decir «bello» o «impresionante» . Frunció el ceño.


—Sí, pero a veces también es un lugar reconfortante. Cuando estoy aquí, siempre me siento cerca de Bianca.


Bianca, aquel nombre era como un zumbido insistente en el cerebro de Pedro.


—¿Todavía no te ha contado la historia tía Coco?


—No. ¿Es que hay alguna historia?


—Por supuesto —lo miró con curiosidad—. Me preguntaba si te habría dado la versión de los Chaves, para contrarrestar lo que publicó la prensa.


Pedro comenzó a sentir que le palpitaba la sien, allí donde la herida se le estaba curando.


—Tampoco conozco esa versión.


Al cabo de unos segundos de silencio, Paula continuó.


—Bianca se tiró por esa ventana una de las últimas noches del verano de mil novecientos trece. Pero su espíritu continúa aquí.



—¿Por qué se suicidó?


—Es una larga historia —Paula se sentó en el asiento, a los pies de la ventana, con la barbilla cómodamente apoyada en las rodillas y se lo explicó.