miércoles, 31 de julio de 2019

CAPITULO 14 (QUINTA HISTORIA)




Nadie habría dicho que las mujeres reunidas en el comedor eran delicadas, no cuando tenía lugar una de las discusiones que sacudían el hogar de los Calhoun de vez en cuando.


—Yo digo que lo quememos —decía Catalina, cruzada de brazos—. Después de todo lo que supimos de Felipe por el diario de Bianca, no sé por qué tenemos que guardar este libro.


—No podemos quemarlo —replicó Amelia—. Es parte de nuestra historia.


—A mí me da malas vibraciones —dijo Lila mirando el libro, que estaba en el centro de la mesa—, muy malas.


—Puede ser —dijo Max, sacudiendo la cabeza—, pero no puedo quemar un libro, ningún libro.


—No es literatura exactamente —masculló Catalina


Teo dio unas palmadas en el hombro a su mujer.

—Podemos dejarlo donde estaba, o pensar en lo que sugiere Samuel.


—Creo que podríamos construir una sala con objetos relacionados con la historia de Las Torres —dijo Samuel—. Creo que sería bueno no solo para el hotel sino también para la familia.


—No sé —dijo Susana, apretando los labios y tratando de ser objetiva—. No quiero poner este libro al lado de las cosas de Bianca o de tía Carolina o del tío Sergio.


—Fue un canalla, pero es parte de la historia —dijo Hernan—. Estoy de acuerdo con Samuel.


Aquella opinión, por supuesto, despertó una serie de asentimientos, disensiones y otras sugerencias. Lo único que Paula podía hacer era permanecer sentada y observar con asombro.


No había querido estar allí, pero había sido convocada sumariamente. Las reuniones familiares de los Calhoun eran sagradas.


La discusión seguía y ella se fijó en el objeto en cuestión. Cuando Amelia lo dejó en su despacho, sucumbió a la tentación. Le quitó el polvo y lo hojeó, sin poder evitar fijarse en las columnas repletas de números, en ocasionales errores de aritmética. Asimismo, se había fijado en las notas al margen y, después de leer algunas, se daba cuenta de que Fergus Chaves era un hombre frío, ambicioso y egoísta.


Pero no entendía por qué un simple libro de contabilidad ocasionaba tantos problemas. Sobre todo, cuando las últimas páginas estaban llenas de números, solo números, sin ninguna explicación.


Se estaba diciendo, una vez más, que no debía intervenir, cuando fue blanco de todas las miradas.


—¿Tú qué opinas, Paula? —le preguntó Coco.


—¿Perdón?


—¿Tú qué piensas? No has dicho nada y, al fin y al cabo, tu opinión sería la más cualificada.


—¿Por…?


—Es un libro de contabilidad —señaló Coco—. Tú eres contable.


La lógica de aquella aseveración derrotó a Paula.


—No es asunto mío —dijo, pero un coro de respuestas le dijo todo lo contrario—. Bueno, yo… Supongo que sería un recuerdo interesante, y es muy interesante revisar un libro de contabilidad de hace tanto tiempo. Ver los sueldos, calcular el valor en dólares actuales, obtener la renta de la familia en aquel año.


—¡Claro! —dijo Coco, aplaudiendo—. Anoche estuve pensando en ti, Pau, mientras me echaba las cartas. Y me acordé de que tu carta decía que te verías inmersa en un proyecto, un proyecto con números.


—Tía Coco —dijo Catalina con paciencia—, Paula es nuestra contable.


—Ya lo sé, cariño —dijo Coco con una brillante sonrisa—. Así que, al principio, no pensé mucho en ello. Pero seguía con la sensación de que se trataba de algo más y estoy segura de que el proyecto va a deparar algo maravilloso, algo que nos hará muy felices a todos. Me alegro mucho de que lo hagas.


—¿Que haga el qué? —dijo Paula, y miró a su hermano, que estaba sonriendo.


—Estudiar el libro de Felipe. Incluso podrías archivarlo en el ordenador, ¿verdad? Samuel nos ha dicho que eres muy lista.


—Podría, pero…


El llanto de un niño, que llegaba través de un altavoz, la interrumpió.


—¿Es Bianca? —dijo Max.


—Elias —dijeron Catalina y Lila al unísono.


Y la reunión concluyó.



CAPITULO 13 (QUINTA HISTORIA)




—Esa mujer va a acabar conmigo —dijo El Holandés. Estaba en la despensa, con una botella de ron en la mano—. Escucha bien lo que te digo, muchacho.


Pedro estaba sentado a su lado, relajado, después de disfrutar de una cena con las Calhoun. La cocina del hotel estaba inmaculada, después de la cena, y Coco estaba con la familia. De otro modo, El Holandés no se habría atrevido con el ron.


—No estarás pensando en abandonar el barco, ¿verdad, compañero?


El Holandés rebufó. Le hacía gracia, ¿cómo iba a abandonar solo porque una mujer se le subía a las barbas?


—Me quedo —dijo y, después de una mirada a la puerta, sirvió ron para los dos —. Pero te lo advierto, muchacho, antes o después, esa mujer va a recibir su merecido. Y se lo va a dar quien yo me sé —dijo señalándose el pecho con el pulgar.


Pedro bebió un trago de ron. Le rechinaron los dientes y le quemó la garganta.


—¿Dónde está la botella que te regalé?


—La usamos en una tarta. Este es bastante bueno para beber.


—Sí, si quieres tener una úlcera —masculló Pedro—. Bueno, ¿qué problemas tienes con Coco?


—No es un problema, son dos —dijo El Holandés, y frunció el ceño cuando sonó el teléfono de servicio. Servicio de habitaciones, pensó haciendo una mueca, nunca había tenido servicio de habitaciones en sus barcos—. Sí, ¿qué?


Pedro sonrió. La diplomacia no era el punto fuerte de El Holandés.


—Se creerá que no tenemos nada más que hacer —dijo El Holandés—. Se lo llevaremos cuando esté listo —dijo, y colgó—. Champán y tarta a estas horas. Recién casados. No les hemos visto el pelo en toda la semana.


—¿Dónde está tu romanticismo, Holandés?


—Eso te lo dejo a ti, muchacho —dijo cortando un pedazo de tarta de chocolate con sus manazas—. Ya he visto cómo mirabas a la pelirroja.


—Es rubia, aunque con reflejos rojizos —lo corrigió Pedro, y se atrevió a beber otro trago—. Es guapa, ¿eh?


—Como todas las que te gustan —dijo El Holandés, y acompañó los trozos de tarta con natillas y fresas. Tiene un niño, ¿no?


—Sí —dijo Pedro, la tarta tenía tan buen aspecto que le apeteció un trozo—. Kevin, pelo castaño, alto para su edad, ojos grandes.


—Ya lo he visto —dijo El Holandés, que tenía una debilidad por los niños que trataba de ocultar—. Ha bajado con los otros dos pillos a buscar dulces.


Que, como Pedro sabía, se los había dado con gran placer, a pesar de su máscara de gruñón.


—Lo tuvo demasiado joven, ¿no?


Pedro frunció el ceño. Aquella frase parecía indicar el pensamiento de El Holandés, que Paula era la única responsable de su embarazo.


—Aquel cerdo la engañó —dijo.


—Lo sé, lo sé, he oído algo. Es difícil que se me escape algo —dijo El Holandés. 


No era difícil recabar información acerca de Coco, si buscaba en los sitios convenientes. Aunque no lo admitía, era algo que hacía diariamente. Llamó a un camarero por el intercomunicador.


—Prepara una bandeja para la número tres —dijo—. Dos tartas y una botella de champán de la casa, y no te olvides de las servilletas, maldita sea.


Una vez servida la bandeja, apuró su ron.


—Apuesto a que te apetece un trozo.


—No diría que no.


—Nunca he visto que rechaces una buena comida, o una mujer —dijo El Holandés, y cortó un trozo de tarta, bastante más grande que los anteriores.


—¿No me vas a poner fresas?


—Come y calla. Es demasiado delgada, ¿no? ¿Cómo es que no estás ligando con ella?


—Voy poco a poco —dijo Pedro con la boca llena—. Están todos en el comedor, reunión familiar —dijo Pedro. Se levantó, se sirvió una taza de café y echó en él el ron que le quedaba—. Han encontrado un libro antiguo. Y no es demasiado delgada, es delicada.


—Sí, eso —dijo El Holandés, y pensó en Coco, llena de curvas—. Todas las mujeres son delicadas hasta que te ponen un anillo delante de las narices.




CAPITULO 12 (QUINTA HISTORIA)



Paula se apoyó en la pared y dejó que la brisa le diera en la cara. Al otro lado de la cubierta los niños jugaban, esperando encontrar a Moby Dick tras la espuma de cada ola. Paula se fijó en las colinas, pero luego cerró los ojos.


Suspiró, después empezó a formular una complicada fórmula trigonométrica.


Extrañamente, cuando dio con la solución, se sentía mucho mejor.


Probablemente porque tenía los ojos cerrados, se dijo. Pero no podía mantenerlos cerrados durante tres horas, y menos cuando estaba al cargo de tres niños.


Para probar, abrió un ojo. El barco seguía meciéndose, pero ella seguía sintiéndose bien. Abrió el otro ojo. Al no ver a los niños sintió pánico. Se puso en pie, olvidando el mareo, y los vio en la cabina, rodeando a Pedro.


Qué bien, se dijo con disgusto, ella allí sentada, mareada, mientras Pedro, que tenía que pilotar el barco, cuidaba de los niños. Se puso una mano en el estómago y avanzó un paso.


Pero no le sucedió nada.


Frunciendo el ceño, avanzó otro paso, y otro. Se sentía algo débil, ciertamente, pero ya no vacilaba, ni sentía náuseas. Se atrevió a hacer la última prueba, y miró por la ventana.


Sintió un tirón, pero fue casi una sensación agradable, como la de montar en un tiovivo. Agachó la vista y se miró las vendas de las muñecas con asombro.


Pedro la miró por encima del hombro. A Paula le había vuelto el color.


—¿Mejor?


—Sí —dijo Paula sonriendo—. Gracias.


Les puso a los niños las cazadoras y ella se puso la chaqueta. Sobre el Atlántico, el verano se desvanecía.


—La primera vez que salí a navegar, nos vimos metidos en una tormenta. Pasé las dos peores horas de mi vida asomado a la baranda. Venga, toma el timón.


—¿El timón? No.


—¿Por qué no?


—Venga, mamá. Es muy divertido.


Empujada por los tres niños, Paula se encontró metida en la cabina. Dio con la espalda contra el pecho de Pedro, que le agarró las manos.


Paula se estremeció. El cuerpo de Pedro era fuerte como el acero y sus manos seguras y firmes. Podía oler el mar, pero también lo olía a él. No importaba lo mucho que tratara de concentrarse en el agua que fluía interminablemente a su alrededor, Pedro estaba allí, justo allí, acariciándole la cabeza con la barbilla.


—No hay nada como pilotar para no marearse —comentó Pedro.


Paula profirió un sonido de asentimiento. 


Imaginaba lo que sería sentir sus manos sobre su cuerpo. Si se daba la vuelta para quedar frente a él e inclinaba la cabeza hasta alcanzar el ángulo correcto…


Desconcertada por aquel pensamiento, volvió a hacer un cálculo matemático.


—Velocidad a un cuarto —ordenó Pedro.


El cambio de velocidad hizo perder el equilibrio a Paula. Al tratar de recobrarlo, Pedro le dio la vuelta, de modo que quedó frente a él. Por la sonrisa de PedroPaula se preguntó si sabía lo que ella estaba imaginando.


—Mira esa lucecita en la pantalla, Kevin —dijo Pedro, pero no dejaba de mirar a Paula, cautivándola con su mirada profunda, con aquellos ojos azules oscuros, ojos de hechicero, pensó tristemente—. ¿Sabes lo que quiere decir? —añadió, inclinando la cabeza, acercándola a la de Paula—. Que hay ballenas.


—¿Dónde? ¿Dónde, Pedro? —dijo el niño, y corrió a la ventana.


—Sigue mirando. Cuando las veamos, paramos.


Al detenerse, el barco se meció con más entusiasmo, ¿o era ella la que estaba más agitada?, se preguntó Paula. Pedro habló por la megafonía del barco, haciendo un comentario acerca de las ballenas que veían en el mar. Paula sacó los prismáticos y la cámara del bolso.

—¡Mira! —exclamó Kevin, saltando sobre la cubierta—. ¡Mamá, mira!

Una enorme ballena emergió del agua, elevándose, suave y espléndidamente. La gente que estaba en cubierta rompió en exclamaciones de admiración. Paula contuvo el aliento.


Había una suerte de magia en que un animal tan grande, tan magnífico, pudiera no solo deslizarse tan suavemente, sino existir.


El animal expulsó un chorro de agua por el orificio superior, y fue igual que si un trueno resonara en el cielo.


El agua salpicó el aire, esparciéndose como gotas de diamante. Paula se quedó mirando con un nudo en la garganta, olvidándose de los prismáticos y de la cámara.


—Su pareja se acerca —dijo Pedro.


Paula despertó de su abstracción y tomó la cámara.


La otra ballena emergió y las dos se deslizaron sobre el agua, resoplando.


Los niños aplaudieron entusiasmados. Paula se echó a reír y tomó en brazos a Jazmin para que pudiera ver mejor. Los tres niños miraron por turno, y con impaciencia, por los prismáticos.


Paula se apoyó en la ventana, observando con tanto interés como los pequeños, mientras el barco seguía a las ballenas en su travesía. Luego, las ballenas dieron un enorme bufido y se sumergieron en el mar con un golpe de sus enormes aletas. En la cubierta inferior, la gente, aunque salpicada de agua, profirió exclamaciones de entusiasmo.


Dos veces más, el Mariner buscó y encontró más ejemplares, proporcionando a los pasajeros el espectáculo de su vida. Tiempo después, viraron y pusieron proa al puerto. Paula miró por la ventana, esperando ver ballenas una vez más.


—Bonito, ¿verdad?


Paula miró a Pedro, le brillaban los ojos.


—Increíble. No podía imaginarlo. Lo había visto en televisión, pero es mucho más espectacular.


—No hay nada como verlo y hacerlo tú mismo —dijo Pedro con una mueca—. ¿Sigues bien?


Paula se rio y se miró las muñecas.


—Otro pequeño milagro. No habría apostado ni un céntimo.


—«Hay más cosas en el cielo y en la Tierra, Horacio».


Un pirata citando Hamlet.


—Eso parece —murmuró Paula—. Mira, Las Torres —dijo señalando.


—Estás aprendiendo, nena.


Cuando alcanzaron la bahía, Pedro dio las órdenes para atracar.


—¿Cuánto tiempo llevas navegando? —le preguntó Paula.


—Toda mi vida. Me fugué y me enrolé en la marina mercante a los dieciocho años.


—¿Te fugaste? —dijo Paula sonriendo—. ¿Buscando aventuras?


—Buscando libertad.


Pedro atracó con tanta suavidad como si se pusiera un guante.


Paula se preguntaba por qué un chico se marcharía en busca de libertad. Y pensó en sí misma a la misma edad, una cría con un hijo. Había entregado su libertad, pero, nueve años después, no se arrepentía de ello. El precio de su libertad había sido su hijo.


—¿Podemos ir a beber? —le preguntó Kevin—. Tenemos sed.


—Claro, yo os llevo.


—Podemos ir solos —dijo Alex con orgullo—. Yo tengo dinero. Queremos sentarnos abajo y ver bajar a la gente.


—Muy bien, pero quedaos dentro —dijo Paula—. Despliegan sus alas demasiado pronto.


—A tu hijo todavía le queda mucho tiempo para dejarte.


—Eso espero —dijo Paula, y se calló a tiempo de añadir: «es todo lo que tengo»—. Ha sido un día estupendo para él, y para mí también. Gracias.


—Ha sido un placer.


Estaban solos en la cabina, amarrados. Los pasajeros empezaban a desembarcar.


—Volverás.


—No puedo dejar solo a Kevin. Voy a buscarlos.


—Están bien, no te preocupes —dijo Pedro, y se acercó a Paula antes de que esta se evadiera—. Tranquila, no te pongas nerviosa.


—No estoy nerviosa.


—Yo creo que sí. Era una delicia observar tu cara cuando vimos la ballena. Siempre es una delicia, pero cuando te ríes y el viento te revuelve el pelo, volverías loco a cualquier hombre.


Avanzó otro paso. Paula retrocedió hasta dar con la rueda del timón. Tal vez no tuviera derecho, se decía Pedro, pero ya pensaría en eso después.


—También me gusta tu mirada. Tu mirada, ahora. Eres todo ojos. Tienes los ojos más bonitos que he visto. Y tu piel dorada, como el melocotón —dijo Pedroacariciándole la mejilla.


—No me afectan los flirteos —dijo Paula. Quería aparentar firmeza, no quedarse sin aliento.


—Es solo la verdad —dijo Pedro, e inclinó la cabeza para besarla—. Si no quieres que te bese, dime que no.


Paula lo habría hecho, de haber sido capaz de hablar. Pero Pedro la besó antes, y empezó a acariciarla. Más tarde, Paula se diría que había intentado protestar, apartarse, pero no era verdad.


Disfrutó de aquel beso, dejándose llevar, invadida por el deseo. Era el primer beso después de muchos años. Enredó los dedos en los cabellos de Pedro, urgiéndolo a que la besara más y más.


Pedro esperaba una respuesta fría, o al menos vacilante. Quizá hubiera visto un brillo de pasión en sus ojos, pero le parecía profundo, escondido, igual que un volcán, que en la superficie parece dormido.


Sin embargo, nada lo había preparado para aquel estallido de fuego.


No pudo pensar en nada, luego solo pensó en Paula, en su olor, en su tacto, en su sabor. La estrechó con fuerza, sintiendo con placer cada curva de su cuerpo, que Paula apretaba sin rubor.


El olor del océano le hizo imaginar que se encontraban en una playa desierta, mientras las olas golpeaban en la orilla y se oían las gaviotas.


Paula sentía que se estaba hundiendo y se agarró a él, buscando equilibrio. Se veía atrapada en un torbellino de sensaciones y las vendas que tenía en las muñecas no bastarían para que recobrara el bienestar, la calma.


Le haría falta fuerza de voluntad, pero le bastó… el recuerdo.


Se apartó de él y habría caído al suelo de no sostenerla Pedro.


—No.


Pedro, que estaba sin aliento, se dijo que más tarde pensaría por qué un solo beso lo dejaba sin respiración, igual que un puñetazo.


—Tendrás que ser más específica. ¿No a qué?


—A esto, a cualquier cosa relacionada con esto —replicó Paula, presa del pánico—. No estaba pensando.


—Yo tampoco. Es una buena señal no pensar cuando te besan.


—No quiero que me beses.


Pedro se metió las manos en los bolsillos. Era lo más seguro, decidió. Paula volvía a pensar.


—Nena, me parece que también ha sido cosa tuya.


No tenía sentido negar lo evidente.


—Eres muy atractivo y he respondido de un modo natural.


Pedro sonrió.


—Nena, si besar así es natural para ti, voy a morir muy feliz.


—No pienso dejar que vuelva a ocurrir.


—Ya, pero las buenas intenciones no siempre se cumplen —dijo Pedro.


Paula estaba tensa. Pedro se daba cuenta y pensaba que la experiencia con Dumont debía haberle dejado muchas cicatrices.


—Tranquilízate, Pau —dijo más amablemente—. No te voy a forzar. Si quieres ir despacio, iremos despacio.


La razonable propuesta de Pedro enfureció a Paula.


—No vamos a ir ni deprisa ni despacio —dijo.


—Me temo que voy a tener que contradecirte. Cuando un hombre y una mujer se atraen tanto, es difícil evitar el deseo.


Paula sabía que tenía razón. Incluso en aquellos momentos, una parte de ella le decía que se dejara llevar.


—No me interesa el deseo. Ahora no quiero tener una relación y menos con un hombre que ni siquiera conozco.


—Pues entonces nos conoceremos mejor —respondió Pedro con un tono irritantemente razonable.


Paula apretó la mandíbula.


—No quiero una relación. Sé que debe ser un gran golpe para tu ego, pero tendrás que acostumbrarte. Ahora, si me perdonas, voy por los niños.


Pedro se apartó para dejarla pasar y esperó a que llegara a la puerta de cristal que llevaba a la cubierta de arriba.


—Pau —dijo. Era solo una parte de su ego la que lo incitaba a hablar, el resto era pura determinación—. Cuando haga el amor contigo no pensarás en él. Ni siquiera recordarás su nombre.


Paula se volvió para mirarlo, con desprecio. 


Abandonó su dignidad y se marchó con un portazo.