viernes, 26 de julio de 2019
CAPITULO 63 (CUARTA HISTORIA)
Lo miró fijamente mientras se acercaba. No se parecía al hombre que Paula recordaba. El color de pelo no era el adecuado, tampoco la forma de la cara. Se levantó muy despacio, sujetando el diario y los pendientes en una mano y el collar en la otra.
—No me reconoces. Pero yo te conozco. Os conozco a todos. Eres Paula, una de las mujeres Chaves que tanto me deben.
—No sé de qué está hablando.
—Tres meses de mi tiempo, y unos cuantos problemas. Luego está la pérdida de Hawkins, desde luego. No era un gran socio, pero era mío. Igual que esas son mías —bajó la vista a las esmeraldas y se le hizo agua la boca. Lo deslumbraron. Eran más que lo que había soñado e imaginado. Eran todo lo que quería. Los dedos que empuñaban el arma le temblaron un poco al alargar la mano. Paula se apartó. El hombre enarcó una ceja—. ¿De verdad crees que me las vas a poder negar? Su destino es ser mías. Y cuando así sea, todo lo que son y representan será mío —se acercó más y, mientras ella buscaba la mejor vía de escape, la tomó por el pelo—. Algunas piedras tienen poder —le explicó con suavidad—. La tragedia entra en ellas y las fortalece. La muerte y el dolor las aviva. Hawkins no comprendió eso, pero se trataba de un hombre simple.
—El collar pertenece a los Chaves —afirmó ella, dándose cuenta de que se enfrentaba a un loco—. Siempre ha sido así y siempre lo será.
Él la sacudió con fuerza. Paula habría gritado, pero en ese instante el otro le clavó el cañón del arma en el cuello.
—Me pertenecen a mí. Porque he sido lo bastante inteligente y paciente como para aguardar que cayera en mis manos. En cuanto leí sobre el collar lo supe. Y esta noche al fin es mío.
Paula no sabía qué habría hecho, si entregárselo o tratar de razonar. Pero en ese momento su pequeña apareció en la puerta.
—Mami —la voz le temblaba mientras se frotaba los ojos—. Hay truenos y llueve. Se supone que cuando hay truenos tienes que venir a mi lado.
Sucedió deprisa. Él se volvió con el arma. Con todas sus fuerzas, Paula lo empujó para bloquearle la mira.
—¡Corre! —le gritó a Jazmin —. Ve a buscar a Pedro—lo empujó y corrió detrás de su hija.
Tuvo que tomar una decisión nada más llegar a la puerta. En cuanto vio que Jazmin giraba a la derecha y, eso esperaba, a la seguridad, ella se
lanzó en la dirección opuesta.
Se dijo que el otro la seguiría a ella, no a su hija.
Porque aún tenía el collar.
La siguiente decisión tuvo que tomarla al llegar a la escalera. Bajar para ir con su familia y someterla al mismo riesgo en que se encontraba ella o subir, y estar sola. Se hallaba a mitad de camino de la subida cuando lo oyó perseguirla.
Se sobresaltó cuando una bala impactó en la escay ola a unos centímetros de su hombro.
Sin aire, continuó subiendo, y en ese instante oyó los truenos que habían asustado a Jazmin.
Su único pensamiento era poner tanta distancia como fuera posible entre ese loco y su hija. Sus pisadas resonaron en los escalones metálicos de la escalera que conducía a la torre de Bianca.
Al sentir los dedos de él en el tobillo, soltó un grito de terror y furia y dio una patada para liberarse, luego concluyó la ascensión para encontrar que la puerta estaba cerrada. Estuvo a punto de llorar al lanzar el peso de su cuerpo contra la gruesa madera. Cedió con dolorosa lentitud, luego le permitió caer en su interior.
Pero antes de poder cerrarla, él hacía acto de presencia.
Paula se preparó para lo peor, convencida de que en segundos sentiría la bala. El otro jadeaba, sudaba y tenía los ojos vidriosos. Un tic le movía la comisura de los labios.
—Dámelos —le temblaba el arma al acercarse. El resplandor de un relámpago hizo que mirara con expresión salvaje en torno a la habitación en penumbra—. Dámelos ahora.
Ella comprendió que el ladrón tenía miedo. De ese cuarto.
—Ha estado antes aquí.
Así era, y había huido despavorido. Había algo en esa habitación, algo que lo odiaba. Reptaba como hielo por su piel.
—Dame el collar y los pendientes o te mataré y me apoderaré de ellos.
—Esta era su habitación —murmuró Paula, sin quitarle los ojos de encima —. La habitación de Bianca. Murió cuando su marido la tiró por esa ventana — incapaz de resistirlo, él miró hacia el cristal, luego apartó la vista—. Sigue viniendo aquí, para esperar y contemplar los riscos —oyó, tal como había sabido que pasaría, los pasos de Pedro subiendo a toda carrera—. Ahora mismo está aquí. Tómelas —extendió las esmeraldas—. Pero no va a dejar que se marche con ellas.
El rostro del ladrón estaba blanco como los huesos y lo bañaba una capa de sudor cuando alargó la mano hacia las joyas. Tomó el collar, pero en vez del calor que había sentido Paula, solo experimentó frío. Y terror.
—Ahora son mías —tembló y trastabilló.
—Paula —musitó Pedro desde la puerta—. Aléjate de él —sostenía su arma con ambas manos—. Aléjate —repitió—. Despacio.
Ella retrocedió un paso, luego dos, pero Livingston no le prestó atención. Se pasaba la mano que empuñaba el arma por los labios resecos.
—Se ha acabado —le dijo Pedro—. Suelta el arma y aléjala de ti con el pie — pero Livingston seguía contemplando el collar con respiración entrecortada—. Suéltalo —Pedro se acercó—. Sal de aquí, Paula.
—No, no pienso dejarte.
No tenía tiempo para maldecir. Aunque estaba preparado para matar, vio que al hombre no le preocupaba el arma que lo apuntaba ni la idea de huir. Solo observaba las esmeraldas y temblaba.
Pedro alargó la mano para asir la muñeca del otro que sostenía el arma.
—Se ha acabado —repitió.
—Son mías —salvaje por la ira y el miedo, Livingston dio un salto.
Disparó una vez al techo antes de que Pedro lo desarmara. Incluso entonces se debatió, pero la lucha fue breve. Al sonar el siguiente trueno, emitió un aullido en el momento en que los demás entraban en la habitación. Desorientado o aterrado, aturdido por el puñetazo que le había propinado Pedro en el mentón o perdida ya la cordura, giró en redondo.
Se oyó el estrépito del cristal al romperse. Luego un sonido que Paula jamás olvidaría. El grito de un hombre asustado. Cuando Pedro saltó tras él con la intención de salvarlo, Livingston atravesó la ventana rota y cayó sobre las rocas bañadas por la lluvia.
—Dios mío —Paula pegó la espalda a la pared, con las manos sobre la boca para evitar sus propios gritos. Había brazos a su alrededor y voces entremezcladas. Su familia entró en la habitación de la torre. Se agachó junto a sus hijos y les llenó la cara de besos—. No pasa nada —los tranquilizó—. Ya ha terminado todo. No hay nada que temer —alzó los ojos hacia Pedro. La miraba con el espacio negro a su espalda, el resplandor de las esmeraldas a sus pies—. Todo está bien. Os llevaré abajo.
—Los llevaremos abajo —Pedro enfundó la pistola.
CAPITULO 62 (CUARTA HISTORIA)
Era peor de lo que él había imaginado. Era un desastre, incluso pasando por alto las telarañas y el polvo. Cajas, alfombras enrolladas, mesas rotas, lámparas sin pantallas, eso y más cubría cada centímetro de espacio. Mudo, se volvió hacia Paula, quien le sonrió con timidez.
—Se acumulan muchas cosas en ochenta y tantos años —lo informó—. Casi todo lo valioso ya se ha sacado, y mucho se vendió cuando estábamos… bueno, cuando las cosas eran difíciles. Esta planta ha permanecido cerrada mucho tiempo, ya que no podíamos permitirnos el lujo de tener calefacción aquí.
—Será mejor que empecemos.
Trabajaron durante dos fatigosas y polvorientas horas. Encontraron un parasol roto, una asombrosa colección de objetos eróticos del siglo diecinueve, un baúl lleno de ropa mohosa de los años veinte y una caja llena de juguetes, una locomotora en miniatura y una muñeca de trapo triste y descolorida. Entre esas cosas había unos bonitos cuentos de hadas que Paula apartó.
—No creo que Felipe llevara una casa muy ordenada tras la muerte de Bianca. Si alguna de estas cosas pertenecieron a sus hijos, apuesto que la niñera las habría guardado. A él le habría importado poco.
—Sí —le quitó una telaraña del pelo—. ¿Por qué no te tomas un descanso?
—Estoy bien.
Era inútil recordarle que llevaba trabajando todo el día, de modo que empleó otra táctica.
—Me gustaría beber algo. ¿Crees que Coco tendrá algo frío en la nevera… y quizá un sándwich para acompañarlo?
—Claro. Iré a ver.
Sabía que su tía insistiría en preparar el refrigerio, por lo que Paula dispondría de ese rato para sentarse y no hacer nada.
—Que sean dos —añadió, dándole un beso.
—Bien —se levantó y se estiró—. Es triste pensar en esos tres niños, acostados aquí sabiendo que su madre nunca más volvería a arroparlos. Hablando de lo cual, será mejor que vaya a arropar a los míos antes de volver aquí.
—Tómate tu tiempo —ya había empezado a abrir otra caja.
Salió sintiéndose melancólica por los hijos de Bianca. El pequeño Sergio, que apenas gatearía entonces; Elias, que crecería para ser padre de su padre, y Carolina, que en ese momento se hallaba abajo sin duda cuestionando algo que
había hecho Coco. No sabía como alguna vez había sido una pequeña dulce… «Una pequeña» , pensó, deteniéndose en el rellano de la primera planta. La hija mayor habría tenido cinco o seis años al morir su madre. Cambió de rumbo y llamó a la puerta de su tía abuela.
—Pasa, maldición. No pienso levantarme.
—Tía Carolina —entró, divertida al ver que la anciana se hallaba enfrascada leyendo una novela romántica—. Lamento molestarte.
—¿Por qué? Nadie más lo lamenta.
Paula se mordió la lengua.
—Quería saber si el verano… aquel último verano, ¿seguías en la habitación de los niños con tus hermanos?
—No era un bebé; podía tener mi habitación propia.
—¿Estaba cerca de la habitación de tus hermanos? —instó, tratando de contener el entusiasmo.
—En el otro extremo del ala este. Estaba la habitación de los niños, la de la niñera, el cuarto de baño de los niños, y los tres dormitorios que se reservaban para hijos de invitados. Yo tenía la habitación del rincón en lo alto de las escaleras —observó el libro ceñuda—. El verano siguiente me trasladé a uno de los cuartos de invitados. No quería dormir en la habitación que mi madre había decorado para mí, sabiendo que jamás volvería a entrar para verme.
—Lo siento. Cuando Bianca te contó que os ibais a ir, ¿lo hizo en tu habitación?
—Sí. Dejó que eligiera alguno de mis vestidos favoritos, luego fue ella quién los guardó en la maleta.
—Supongo que después… volveríais a sacarlos.
—Nunca más me puse esos vestidos. No quise hacerlo. Metí el baúl bajo mi cama.
—Comprendo —había esperanza—. Gracias.
—Estarán devorados por las polillas —gruñó Carolina cuando Paula se marchaba. Pensó en su vestido favorito de muselina blanca con faja de satén azul y con un suspiro salió a caminar por la terraza.
Paula subió las escaleras a la carrera. Los sándwiches tendrían que esperar.
Empujó la puerta del viejo dormitorio de Carolina. También se había dedicado para almacenar cosas, pero al ser más pequeño que el cuarto general de los niños, se hallaba menos atestado.
No se molestó con las cajas. Buscaba un baúl de viaje, adecuado para una niña pequeña. «¿Qué mejor lugar que ese?» , pensó mientras apartaba una caja con la etiqueta de «Cortinas de Invierno» . A Felipe no le había importado su
hija. Ni se habría molestado en hurgar en un baúl con vestidos, en particular cuando dicho baúl había sido guardado por una niña traumatizada.
Sabía que podía estar en cualquier parte. Pero el mejor sitio para empezar a buscarlo era su fuente original.
El corazón le palpitó con fuerza cuando dio con un baúl viejo con correas de cuero. Lo abrió y encontró rollos de tela envueltos en papel fino. Pero ningún vestido de niña. Ni esmeraldas.
Como la luz iba menguando, se levantó y se dirigió hacia la puerta. Antes de continuar llamaría a Pedro y buscaría una linterna. En la penumbra, se dio un golpe intenso en la espinilla. Maldiciendo, bajó la vista y vio el baúl.
En el pasado había sido de un blanco resplandeciente, pero en ese instante se veía apagado por el polvo y el paso del tiempo. Unas cajas apiladas encima casi lo ocultaban. Se arrodilló a la luz tenue y lo limpió. Dobló los dedos temblorosos y lo abrió.
La invadió el aroma a lavanda, sellada en el interior quizá décadas. Alzó el primer vestido, una prenda de muselina blanca con volantes, con una descolorida faja azul a la cintura. Lo depositó con cuidado a un lado y sacó otro. Había leotardos y cintas, lazos bonitos y un camisón con encajes. Y allí en el fondo, junto a un osito de peluche, un estuche y una caja.
Se llevó una mano trémula a los labios y despacio la bajó para levantar el libro.
«Su diario» , pensó mientras las lágrimas le nublaban los ojos. El diario de Bianca. Casi sin respirar, pasó la primera página.
Bar Harbor, Maine.
12 de junio de 1912.
Lo vi sobre los riscos que daban a Frenchman Bay.
Soltó el aire y apoyó el libro en el regazo. No era algo que debiera leer sola.
Esperaría hasta que toda la familia estuviera reunida. Con el corazón martilleándole en el pecho, introdujo la mano para alzar el estuche.
Con ojos húmedos lo abrió y descubrió las esmeraldas de Bianca.
Palpitaban como soles verdes, llenas de pasión y vida. Levantó el collar, sus tres hileras gloriosas y sintió el calor en las manos. Oculto durante ochenta años, con esperanza y desesperación, en ese momento era libre. La penumbra de la habitación no era rival para sus piedras.
Al arrodillarse con el collar colgando sobre los dedos, metió la mano en el estuche y sacó los pendientes a juego. Prácticamente los había olvidado. Eran hermosos, exquisitos, pero el collar dominaba.
Aturdida, contempló el poder que había en sus manos. Comprendió que no eran solo joyas. Distaban mucho de ser únicamente piedras hermosas.
Representaban la pasión, la esperanza y los sueños de Bianca. Desde el momento en qué guardó el estuche hasta ese instante, cuando las había encontrado una de sus descendientes, habían aguardado hasta volver a ver la luz.
—Oh, Bianca.
—Qué visión maravillosa.
Alzó la cabeza con brusquedad al oír la voz. Se hallaba en el umbral, poco más que una sombra.
Cuando entró en la habitación, vio el destello de la pistola que sostenía en la mano.
—La paciencia da sus frutos —dijo Livingston—. Os vi a ti y al poli entrar en la habitación del otro lado del pasillo. He perdido bastantes horas de sueño para investigar estos cuartos por la noche.
CAPITULO 61 (CUARTA HISTORIA)
Pedro regresó a Las Torres de malhumor. Habían dado con la casa. Vacía. No tuvieron dudas de que Livingston vivía allí. Había entrado con sigilo para inspeccionar el lugar con meticulosidad. Habían encontrado los papeles Chaves robados, las listas que había hecho el ladrón y una copia de los planos originales de Las Torres.
También habían localizado una copia mecanografiada de la agenda semanal de cada una de las mujeres, junto con comentarios manuscritos que no dejaban dudas sobre el hecho de que Livingston había seguido y observado a cada una de ellas. Había un inventario de las habitaciones que había inspeccionado y de los artículos que consideraba lo bastante valiosos como para robar.
Habían esperado una hora su regreso, luego, incómodos por haber dejado solas a las mujeres, le transmitieron la información a Koogar. Mientras la policía sometía a vigilancia la casa alquilada de Bar Island, Pedro y sus compañeros regresaron a Las Torres.
Ya solo era cuestión de esperar. Era algo que había aprendido a hacer bien durante sus años en el departamento de policía. Pero en ese momento no se trataba de un trabajo, y cada momento lo crispaba más.
—Oh, mi querido muchacho —Coco voló hacia él nada más entrar en la casa.
La tomó por las robustas caderas mientras ella lo llenaba de besos.
—Eh —fue lo único que pudo decir mientras la mujer lloraba sobre su hombro. Notó que su pelo ya no era negro, sino de un rojo fuego—. ¿Qué le ha hecho al pelo?
—Oh, era hora de cambiar —se echó para atrás con el fin de limpiarse la nariz con el pañuelo que llevaba en la muñeca, para luego volver a caer en sus brazos.
Impotente, Pedro le palmeó la espalda y miró a los hombres sonrientes que lo rodeaban en busca de ayuda.
—Le sienta bien —aseguró, preguntándose si lloraba por eso—. De verdad.
—¿Te gusta? —volvió a apartarse y se lo ahuecó—. Pensé que necesitaba un toque divertido, y el rojo es tan hermoso —enterró la cara en el pañuelo empapado—. Soy tan feliz —sollozó—. Tan feliz. Verás, lo había esperado. Y las hojas de té indicaban que funcionaría, aunque no pude evitar preocuparme. Ella lo ha pasado tan mal, y también sus dulces y pequeños hijos. Ahora todo va a salir bien. Pensé que podría ser Teo, pero Catalina y él formaban una pareja tan perfecta. Luego Samuel y Amelia. Después, casi antes de que pudiera parpadear, nuestros queridos Max y Lila. ¿Es extraño que me sienta abrumada?
—Supongo que no.
—Y pensar que hace tantos años tú traías langostas a la entrada de servicio. Y aquella ocasión en que cambiaste para mí una rueda de mi coche y fuiste demasiado orgulloso para dejar que te diera las gracias. Y ahora, ahora, vas a casarte con mi pequeña.
—Felicidades —Teo sonrió y palmeó la espalda de Pedro mientras Max sacaba un pañuelo seco para Coco.
—Bienvenido a la familia —Samuel le ofreció una mano—. Imagino que sabes en qué te estás metiendo.
—Empiezo a comprenderlo —repuso Pedro mientras estudiaba a la llorosa Coco.
—Dejad de dar tantos maullidos —Carolina bajó por la escalera—. Podía oír vuestros gimoteos hasta en mi habitación. Por el amor del cielo, llevaos esa mata de pelo rojo a la cocina —indicó con el bastón—. Dadle té hasta que recupere la cordura. Fuera, todos vosotros —añadió—. Quiero hablar con este muchacho.
«Son como ratas abandonando un barco que se hunde» , pensó Pedro mientras lo dejaban solo. Carolina le indicó que lo siguiera y se dirigió hacía el salón.
—Así que piensas que te vas a casar con mi sobrina nieta.
—No. Voy a casarme con ella.
—Te diré una cosa, como no te comportes mejor que esa basura con la que se casó la primera vez, responderás ante mí —se sentó, complacida con el joven —. ¿Cuáles son tus planes?
—¿Mis qué?
—Planes —repitió con impaciencia—. Ni sueñes con que te vas a pegar a mi dinero cuando te pegues a ella.
Él entrecerró los ojos, lo que satisfizo aún más a Carolina.
—Puede tomar su dinero y …
—Muy bien —asintió con aprobación—. ¿Cómo piensas mantenerla?
—No necesita que la mantengan. Y no necesita que usted ni nadie más se meta en sus cosas. Lo ha hecho muy bien por su cuenta, mejor que bien. Salió del infierno y logró recomponer su vida, cuidar de sus hijos e iniciar un negocio. Lo único que va a cambiar es que va a dejar de matarse a trabajar, y los chicos tendrán a alguien que quiere ser su padre. Puede que yo no sea capaz de darle diamantes ni llevarla a fiestas sofisticadas, pero la haré feliz.
Carolina martilleó los dedos sobre la empuñadura del bastón.
—Lo harás. Si tu abuelo se pareció en algo a ti, no me extraña que mi madre lo amara. Entonces… —fue a levantarse, pero en ese momento vio el retrato sobre la repisa. Donde había estado la cara severa de su padre se veía la hermosa de su madre—. ¿Qué hace eso ahí?
Pedro metió las manos en los bolsillos.
—Me pareció que ese era su sitio natural. Ahí es donde mi abuelo habría querido que estuviera.
—Gracias —se dejó caer otra vez en el sillón. Tenía la voz ahogada, pero su mirada permanecía intensa—. Y ahora vete. Quiero estar sola.
La dejó, sorprendido de ver que empezaba a encariñarse con ella. Aunque no deseaba participar en otra escena, fue a la cocina a preguntarle a Coco dónde podía encontrar a Paula.
Pero él mismo la encontró siguiendo la música que llegaba hasta el recibidor.
Estaba sentada al piano y tocaba una melodía cautivadora que Pedro no reconoció.
Aunque la música era triste, Paula sonreía.
Cuando ella alzó la vista, sus dedos se quedaron quietos, pero no perdió la sonrisa.
—No sabía que tocaras el piano.
—Todas recibimos clases. Yo fui la única que continuó estudiándolo —tomó la mano de Pedro—. Esperaba que tuviéramos un momento a solas, para que pudiera decirte lo maravilloso que habías estado esta mañana con los niños.
Sin soltarle los dedos, estudió el anillo que le había regalado.
—Estaba nervioso —rio un poco—. No sabía cómo se lo iban a tomar. Cuando Jazmin me preguntó si podía llamarme papi… es gracioso con qué rapidez te puedes enamorar. Creo que ahora comprendo lo que sentiría un padre y lo que haría para garantizar que sus hijos estuvieran a salvo. Me gustaría tener más. Sé que necesitarás meditarlo, y no quiero que pienses que Jazmin y Alex van a importarme menos.
—No tengo que meditarlo —le besó la mejilla—. Siempre he querido tener una familia grande.
La abrazó y Paula apoyó la cabeza en su hombro.
—Paula, ¿sabes dónde estaba el cuarto de los niños cuando Bianca vivía aquí?
—En la segunda planta del ala este. Desde que tengo uso de memoria se utiliza como almacén —se irguió—. ¿Crees que escondió allí el collar?
—Creo que lo escondió en algún lugar donde Felipe no miraría. Y no lo imagino pasando mucho tiempo en el cuarto de los niños.
—No, pero lo lógico es que alguien lo hubiera encontrado ya. No sé por qué digo eso —corrigió—. La habitación está llena de cajas y muebles viejos.
—Muéstramela.
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