domingo, 28 de julio de 2019

CAPITULO 3 (QUINTA HISTORIA)




El personaje estaba terminando la comida, compuesta de pollo frito, ensalada de patatas y tarta de limón. Con un suspiro de satisfacción, se levantó de la mesa y dirigió a su anfitriona una mirada seductora.


—¿Qué tengo que hacer para que te cases conmigo?


La mujer se rio e hizo un gesto con la mano.


—Eres un bromista, Pepe.


—¿Quién está bromeando? —dijo Pedro levantándose y besando a la mujer en la mano. Siempre olía a mujer: un olor dulce, seductor, espléndido. Sonrió y la besó en la muñeca—. Sabes que estoy loco por ti, Coco.
Cordelia Calhoun McPike volvió a reírse y le dio unos golpecitos en la mejilla.


—Lo que te gusta es la comida que te preparo.


—Eso también —dijo Pedro, sonriendo.


Cordelia se apartó de él y fue a servirle un café.


Era toda una mujer, pensó Pedro.


Alta, con personalidad, encantadora. Pedro se asombraba de que ningún hombre hubiera atrapado todavía a la viuda McPike.


—¿Con quién tengo que competir esta semana?


—Ahora que el hotel ha vuelto a abrir, no tengo tiempo para romances.


Cordelia estaba satisfecha con la vida que llevaba. Todas sus queridas sobrinas estaban felizmente casadas y, además, dirigía la cocina del hotel St. James Towers. Le dio a Pedro café y, al ver que se fijaba en una tarta casera, le cortó un trozo.


—Me has leído el pensamiento.


Cordelia suspiró. No había nada que la satisficiera más que ver a un hombre disfrutando de su comida.


La vuelta de Pedro Alfonso a la ciudad no le pasó desapercibida a nadie, y menos a Coco. ¿Cómo iba a pasar desapercibido un hombre alto, moreno, apuesto y con unos ojos grises y de mirada profunda, que, además, poseía un considerable encanto?


Llevaba camiseta y vaqueros negros, que destacaban su cuerpo atlético, de anchos
hombros, brazos musculosos y cadera estrecha.


Luego, estaba aquel aura de misterio y exotismo. Un exotismo que no se debía a
su aspecto, sino más bien a una cuestión de presencia, adquirida en los años que había
pasado en el extranjero.


Si fuera veinte años más joven…, pensó Coco.


Aunque solo fueran diez, se corrigió, mesando su cabello castaño.


Pero no lo era, de modo que había dado a Pedro el lugar en su corazón del hijo que nunca había tenido, y estaba decidida a encontrar la mujer más adecuada para él y a ayudarlo a que fuera feliz. Igual que había hecho con sus preciosas sobrinas.


Tenía la impresión de que había sido ella la que había facilitado personalmente los romances de sus niñas y confiaba en hacer lo mismo por Pedro.


—Anoche te hice la carta astral —dijo, y comprobó el estofado de pescado que preparaba para la cena.


—¿Ah, sí? —dijo Pedro, tomando otro bocado de tarta. Dios, aquella mujer sabía cocinar.


—Estás entrando en una nueva fase de tu vida, Pepe.


Había visto demasiado mundo para despreciar totalmente la astrología, o cualquier otra cosa. De modo que sonrió.


—Creo que has dado en el blanco, Coco. Quiero montar un negocio y construir una casa.


—No, no, esta fase es más personal —dijo Cordelia, frunciendo el ceño—. Tiene que ver con Venus.


Pedro sonrió.


—De modo que al final te vas a casar conmigo.


Coco lo señaló con el dedo.


—Antes de que acabe el verano —dijo—, vas a pedirle a alguien que se case contigo, pero en serio. Te veo enamorándote dos veces, aunque no estoy segura de qué significa eso —dijo Coco, y reflexionó unos instantes—. Nada decía que pudieras elegir, aunque había muchas interferencias, y puede que algún peligro.


—Enamorarse de dos mujeres solo puede traer problemas —dijo Pedro, que, por otro lado, estaba contento de no tener, ninguna relación en aquellos momentos. Las mujeres, sencillamente, siempre querían que el hombre con el que se relacionaban cumpliera con sus expectativas, pero él, por su parte, solo aspiraba a satisfacer las suyas—. Además, yo estoy enamorado de ti… —dijo y se acercó a Coco para besarla en la mejilla.


El huracán se levantó sin aviso. La puerta de la cocina se abrió de repente y tres torbellinos chillones se precipitaron por ella.


—¡Tía Coco! ¡Ya han llegado!


—Oh, Dios mío —dijo Coco, apoyando una mano sobre su corazón—. Qué susto, Alex, me has quitado un año de vida —dijo, pero sonrió y miró al chico que entró con Alex—. ¿Eres Kevin? ¡Has crecido muchísimo! ¿No vas a darle un beso a tu tía Coco?


—Sí, señora —dijo Kevin, acercándose a ella con gesto inseguro. Y se vio envuelto por el suave olor de Coco, que lo apretó contra sus suaves pechos y lo tranquilizó.


—Me alegro de que estéis aquí —dijo Coco, con lágrimas en los ojos. Era muy sentimental—. Ahora toda la familia está reunida. Kevin, este es el señor Alfonso. Pepe, mi sobrino nieto. 


Pedro conocía la historia, sabía que el crápula de Bruno Dumont había dejado embarazada a una cría poco antes de casarse con Susana. El niño se lo quedó mirando, estaba nervioso, pero tenía aplomo. Pedro se dio cuenta de que sabía la historia o, al menos, parte de ella.


—Bienvenido a Bar Harbour —dijo extendiendo la mano. Kevin se la estrechó educadamente.


Pedro lleva la tienda de barcos y de cosas con mi padre —dijo Alex, a quien la expresión «mi padre» aún le resultaba demasiado nueva—. Kevin quiere ver ballenas —le dijo a Pedro—. Viene de Oklahoma y allí no hay. Ni siquiera tienen agua en Oklahoma.


—Alguna sí que tenemos —dijo Kevin—. Y tenemos vaqueros. Aquí no hay vaqueros.


—Yo tengo un traje de vaquero —intervino Jazmin.


—No es de vaquero, es de vaquera —la corrigió Alex—. Porque eres una niña.


—No.


—Sí.


Jazmin hizo un puchero.


—No.


—Bueno, ya veo que por aquí todo sigue igual —dijo Susana, apareciendo en la puerta en aquellos instantes—. Hola, Pedro, no esperaba verte aquí.


—He tenido suerte —dijo Pedro, rodeando a Coco por los hombros—. He podido pasar una hora con mi mujer.


—¿Otra vez ligando con tía Coco? —dijo Susana, pero se dio cuenta de que la mirada de Pepe había cambiado, y recordó que era la misma que tenía la primera vez que ellos se vieron. Una mirada incisiva, muy observadora. Tomó a Paula del brazo —. Paula Chaves, Pedro Alfonso, el socio de Hernan… y la última conquista de la tía Coco.


—Encantada —dijo Paula.


Estaba cansada, tenía que estarlo para que aquella mirada, firme y clara, la conmoviera tanto. Dejó de prestar atención a Pedro, tal vez demasiado bruscamente para las reglas de buena educación, y sonrió a Coco.


—No has cambiado nada.


—Y eso que estoy con el delantal —dijo Coco, abrazándola con fuerza—. Voy a prepararos algo, tenéis que estar cansados después del viaje.


—Un poco.


—Hemos subido el equipaje y dejado a Christian en la cuna.


Mientras Susana sentaba a los niños a la mesa, sin dejar de charlar, Pedro se fijó en Paula Chaves.


Agradable como la brisa del Atlántico, decidió. 


Algo nerviosa y agotada, pero sin querer demostrarlo, pensó. La piel color de melocotón y el cabello largo y rubio formaban una atractiva combinación.


Pedro solía preferir mujeres morenas y seductoras, pero aquella mujer era algo especial. Tenía los ojos azules, del color del mar en calma al atardecer, y la boca firme, aunque se suavizaba hermosamente cuando sonreía a su hijo.


Tal vez excesivamente delgada, pensó terminando el café. La comida de Coco la ayudaría en ese sentido. O, tal vez, pareciera tan delgada por la chaqueta y los pantalones de pinzas que llevaba.


Consciente de que Pedro la estaba observando, Paula trató de no perder el hilo de la conversación con Coco. Estaba acostumbrada a la mirada de los hombres cuando era joven y soltera, pero había acabado embarazada por el marido de otra mujer.


Sabía cómo reaccionaban muchos hombres al saber que era madre y soltera, pensando que era una mujer fácil, ligera. Pero también sabía cómo hacerles cambiar de opinión.


Sostuvo la mirada de Pedro, con frialdad, pero él no apartó la suya, como hacían la mayoría, sino que continuó mirándola sin parpadear. Ella acabó por apretar los dientes.


«Bien», pensó él, «tiene agallas». Sonrió, levantó la taza de café en un brindis silencioso y miró a Coco.


—Tengo que irme, tengo una visita. Gracias por la comida, Coco.


—No te olvides, la cena es a las ocho. Con toda la familia.


Pedro miró a Paula.


—No me la perderé.


—Más te vale —dijo Coco, consultando el reloj y cerrando los ojos—. ¿Dónde estará ese hombre? Otra vez llega tarde.


—¿El holandés?


—¿Quién si no? Le he mandado al carnicero hace dos horas.


Pedro se encogió de hombros. Su compañero de barco y nuevo asistente de Las Torres se regía según su propio horario.



—Si lo veo en el muelle, le diré que venga.


—Dame un beso de adiós —dijo Jazmin, encantada cuando Pedro la tomó en brazos.


—Eres la vaquera más guapa de la isla —le dijo este al oído.


Al volver al suelo, Jazmin miró a su hermano con un gesto de burla.


—Y tú —le dijo Pedro a Kevin—, vete pensando cuándo quieres que te dé un paseo en barca —dijo—. Encantado de conocerla, señora Chaves.


—Pepe es marinero —dijo Jazmin, dándose importancia, una vez que Pedro había abandonado la habitación—. Ha estado en todo el mundo y ha sido muchas cosas.


Paula no tenía la menor duda.



CAPITULO 2 (QUINTA HISTORIA)




En el aeropuerto, otro niño no paraba de imaginar aventuras. Le daba la impresión de que llevaba horas esperando a su hermano. Su madre le tomaba de la mano y él tomaba de la mano a su hermana Jazmin, porque, su madre le decía que era el mayor y tenía que cuidar de ella.


Su madre, además, sostenía al bebé en brazos, a su nuevo hermano. Alex estaba impaciente.


—¿Por qué tardan tanto?


—Porque se tarda mucho en salir del avión y llegar hasta la puerta.


—¿Por qué la llaman puerta si no es una puerta? —dijo Jazmin.


—Creo que antes sí había puertas, así que las siguen llamando así.


Era la mejor explicación que se le ocurrió a Susana, después de lidiar durante media hora con tres niños impacientes.


El bebé hizo una mueca y sonrió.


—¡Mira, mamá! ¡Míralos! —exclamó Alex y salió corriendo hacia Kevin.


Su hermana Jazmin fue detrás de él, y entre los dos atropellaron a unos cuantos pasajeros. 


Susana puso gesto de disculpa y saludó a Paula con la mano.


—¡Hola! —dijo Alex, que, siguiendo las instrucciones de su madre, tomó el equipaje de Kevin—. Tengo que llevar tu maleta porque vais a venir a nuestra casa.


Lo molestó ver que, aunque su madre le decía a menudo que estaba muy alto para su edad, Kevin fuera todavía más alto.


—¿Todavía tienes el fuerte?


—Sí, en la casa grande. Y tengo uno nuevo en el chalé. Nosotros vivimos en el chalé.


—Con papá —intervino Jazmin—. Tenemos nombres nuevos y todo. Puede arreglar todo lo que está roto y me ha hecho mi habitación.


—Tiene cortinas rosas —dijo Alex con un gesto de burla.


Sabiendo que había peligro de discusión, Susana separó a sus hijos.


—¿Qué tal el viaje? —dijo, se inclinó para besar a Kevin y luego besó a Paula.


—Muy bien, gracias.


Paula seguía sin saber cómo responder al amable afecto de Susana. Le dieron ganas de gritar: «Me acosté con tu marido, ¿entiendes? Puede que entonces no fuera tu marido todavía y que yo no supiera que estaba comprometido contigo, pero los hechos son los hechos». Pero, en vez de eso, dijo:
—Aunque con algún retraso. Espero que no hayáis tenido que esperar mucho.


—Horas —dijo Alex.


—Media hora —lo corrigió Susana, riendo—. ¿No traéis más equipaje?


—Lo he mandado en un vuelo de carga. Por ahora no hay más que esto —dijo Paula dando unos golpecitos en su bolsa de viaje e, incapaz de resistirlo, tuvo que mirar al bebé de brillantes ojos que se agitaba en brazos de Susana. Era rosado y suave, con los ojos azules oscuros de los bebés y el pelo, escaso, brillante y negro, y frotaba un puño cerrado contra la nariz.


—Oh, qué guapo es.


—Tiene tres semanas —dijo Alex, dándose importancia—. Se llama Christian.


—Era el nombre de mi bisabuelo —dijo Jazmin—. Y también tenemos primos nuevos. Bianca, Cordelia, aunque la llamamos Delia, y Elias.


—Todo el mundo tiene niños —dijo Alex con un gesto de autosuficiencia.


—Es guapo —dijo Kevin después de un largo examen del bebé—. ¿También es mi hermano?


—Claro —dijo Susana, adelantándose a la respuesta de Paula—. Me temo que ahora vas a tener una familia muy grande.


Kevin la miró con timidez y tocó la manita del bebé.


—No me importa.


Susana miró a Paula sonriendo.


—¿Quieres sostenerlo? —le dijo, refiriéndose al niño.


—Me encantaría —dijo Paula y tomó a Christian, mientras Susana sostenía su bolsa de viaje—. Dios mío, qué fácil es olvidar lo preciosos que son y lo bien que huelen. Y tú —dijo mirando a Susana según abandonaban la terminal del aeropuerto —, ¿cómo tienes tan buen aspecto si solo han pasado tres semanas del parto?


—Oh, gracias, pero yo creo que estoy hecha un asco. ¡Alex, no corras!


—¡Ni tú, Kevin! ¿Cómo se ha tomado Samuel lo de ser padre? Cuánto sentí no poder venir cuando Amelia dio a luz, pero estaba vendiendo la casa y preparando el traslado y me era imposible.


—No te preocupes, es normal. Samuel es un padre estupendo. Les ha hecho una habitación de juegos a los niños, con columpios y muebles de plástico. La tienen llena de juguetes. Delia y Bianca se pasan las horas allí y, cuando Catalina y Teo vienen a la ciudad, Elias también está allí.


—Es maravilloso que crezcan juntos —dijo Paula mirando a Kevin, Alex y Jazmin, pensando en ellos y en los otros niños.


Susana la comprendía muy bien.


—Sí, así es. Me alegro de que estés aquí, Paula. Es como tener otra hermana — dijo y observó que Paula cerraba los ojos, casi con pesadumbre, de modo que cambió de tema—. Qué alivio que a partir de ahora lleves tú la contabilidad.


—Estoy deseando empezar a trabajar.


Susana se detuvo junto a una pequeña furgoneta y la abrió.


—Adentro —le dijo a los niños y puso a Christian, que seguía en brazos de Paula, en su asiento—. Espero que sigas diciendo lo mismo después de revisar los libros, me temo que Hernan es un administrador desastroso, y Paula…


—Ah, es verdad, Hernan tiene un compañero. ¿Qué me dijo Samuel, que es un viejo amigo?


—Hernan y Pedro crecieron juntos en la isla. Pedro volvió hace unos meses. Estaba en la marina mercante. Bueno, ya está, cariño —dijo Susana, besó al niño y miró de reojo al resto, para asegurarse de que se habían puesto el cinturón de seguridad. Cerró la puerta lateral de la furgoneta y se sentó al volante.


—Es todo un personaje —concluyó dirigiéndose a Paula—. Te va a encantar.




CAPITULO 1 (QUINTA HISTORIA)




No le gustaba asumir riesgos. Siempre se aseguraba de pisar suelo firme antes de dar el siguiente paso. Era parte de su personalidad, al menos, así había sido durante casi diez años. 


Se había entrenado para ser práctica, cautelosa. 


Paula Chaves era una mujer que, por las noches, siempre se aseguraba de tener cerradas las puertas con llave.


Para el vuelo de Oklahoma a Maine, había preparado meticulosamente una bolsa de mano para ella y para su hijo, y había encargado que le enviaran el resto de sus pertenencias en un vuelo de carga. Era una tontería, se decía, perder tiempo esperando en la cinta de recogida de equipajes.


El traslado al Este no respondía a un impulso. 


Llevaba seis meses pensando en ello. Era un viaje práctico y, al mismo tiempo, con cierta dosis de aventura, tanto para ella como para Kevin. La adaptación no podía ser muy difícil, pensó observando a su hijo, apoyado en la ventanilla, adormilado. Tenían familia en Bar Harbor y Kevin era presa de la excitación desde que le dijo que estaba pensando en trasladarse a vivir cerca de su tío y de sus medio hermanos. 


Y primos, pensó. Había cuatro nuevos miembros en la familia desde que estuvo en Maine por vez primera, hacía ya algunos años, para asistir a la boda de su hermano con Amelia Calhoun.


Observó dormir a su hijo, a su pequeño. Aunque ya no era tan pequeño, tenía casi nueve años. 


Sería bueno para él formar parte de una gran familia. Los Calhoun eran generosos con sus afectos, gracias a Dios.


Nunca olvidaría cómo Susana Calhoun Dumont, Bradford de segundas nupcias, la había recibido el año anterior. Había sido cálida y afectuosa, incluso sabiendo que Paula había sido amante de su marido, Bruno Dumont, antes de su matrimonio, y que él le había dado un hijo.


Por supuesto, cuando se enamoró de Bruno, Paula ni siquiera conocía la existencia de Paula. Tenía solo diecisiete años y era ingenua y crédula, ansiosa por creer en promesas de amor eterno. No, no sabía que Bruno estaba comprometido con Susana Calhoun.


Cuando nació su hijo, Bruno estaba en su luna de miel. Luego, nunca reconoció o vio al niño que Paula Chaves le había dado.


Años después, cuando el destino unió al hermano de Paula, Samuel, con la hermana de Susana, Amelia, la historia salió a la luz.


Finalmente, gracias a las vueltas y caprichos del destino, Paula y su hijo vivirían en la casa donde Susana y sus hermanas habían crecido. Kevin tendría una familia: un medio hermano, una media hermana, primos y un montón de tías y tíos, todos viviendo en la misma casa, y menuda casa.


—Las Torres —musitó Paula. La gloriosa y antigua estructura de piedra a la que Kevin todavía seguía llamando castillo.


Se preguntó cómo sería vivir allí, trabajar allí.


Había sido remozada, y un ala de la misma se utilizaba como hotel, el Hotel St. James, una idea de Teo St. James III, que se había casado con la menor de las Calhoun, Catalina.


Los hoteles St. James eran conocidos en el mundo entero por su calidad y su clase. La oferta de unirse a la empresa en calidad de administradora general, después de mucha reflexión, era demasiado tentadora como para resistirse a ella.


Y se moría por ver a su hermano, Samuel, al resto de la familia y a la propia casa.


Se decía que era una tontería estarlo, pero aun así, estaba nerviosa. El traslado era un paso muy práctico y muy lógico. Su nuevo cargo, administradora general, satisfacía sus ambiciones y, aunque nunca había tenido problemas de dinero, el salario, desde luego, no era despreciable.


Y lo más importante de todo, podría pasar más tiempo con Kevin.


Cuando anunciaron la maniobra de aproximación al aeropuerto, Paula se inclinó
a un lado y acarició a su hijo. Kevin abrió los ojos con gesto soñoliento.


—¿Ya hemos llegado?


—Casi. Pon recto el respaldo del asiento. Mira, se puede ver la bahía.


—Iremos a montar en barca, ¿verdad? —dijo Kevin. De haber estado completamente despierto tal vez habría pensado que era demasiado mayor para ponerse a dar saltos en el asiento, pero acababa de despertarse, de modo que saltó con excitación—. Y quiero ir a ver ballenas, y montar en el barco del padre nuevo de Alex.


A Paula, la idea de montar en barco le dio náuseas, pero sonrió.


—Claro que sí.


—¿Vamos a vivir en el castillo? —dijo Kevin mirando a su madre.


Era un niño precioso, de cabello negro y rizado y piel dorada.


—Tú dormirás en la antigua habitación de Alex.


—Hay fantasmas —dijo el niño, sonriendo. Le faltaban algunos dientes.


—Eso dicen. Pero fantasmas buenos.


—Puede que no todos sean buenos —dijo Kevin, al menos, eso esperaba él—. Alex dice que hay muchos, y que algunas veces gritan y se quejan. El año pasado un hombre se cayó de la ventana de la torre y se rompió todos los huesos.


Paula se estremeció. Aquella historia era verdad. Las esmeraldas de los Calhoun, descubiertas un año antes, habían dado lugar a más de una leyenda y habían ocasionado un robo y un asesinato.



—Pero ahora ya no hay peligro, Kevin, Las Torres son seguras.


—Ya.


Era un niño, y esperaba que, al menos, hubiera algo de peligro.