sábado, 13 de julio de 2019

CAPITULO 20 (CUARTA HISTORIA)




No conseguía relajarse en sus brazos. Se dijo que era una tontería, que el baile no era más que un gesto social casual. Pero su cuerpo estaba cerca, firme, la mano que tenía a la espalda era posesiva. Le recordaba con demasiada claridad el momento en que la había tenido en sus brazos para hacerla volar con un beso.


—Es una casa magnifica —dijo él, y se dio el placer de sentir el pelo de ella contra su mejilla—. Siempre me pregunté cómo sería por dentro.


—Algún día te daré un recorrido.


—Me sorprende que no hayas vuelto para insistir.


Los ojos de Paula mostraron irritación al echar la cabeza atrás para contestar.


—No tengo intención de insistir.


—Bien —pasó el pulgar por encima de los nudillos de ella y la sintió temblar —. Pero volverás.


—Solo porque se lo prometí a la tía Coco.


—No —incrementó la presión sobre la espalda de ella y la acercó unos centímetros más—. No solo por eso. Te preguntas cómo sería, igual que yo me lo he preguntado la mitad de mi vida.


—Este no es el lugar —los dedos de él por la espalda iban dejando una pequeña línea de pánico.


—Yo elijo mi propio terreno —bajó los labios hasta dejarlos a unos centímetros de los de ella. Observó como sus ojos se oscurecían y nublaban—. Te deseo, Paula.


—¿Se supone que he de sentirme halagada? —preguntó con voz ronca por el nudo que tenía en la garganta.


—No. Lo inteligente sería que te asustara. No haré que las cosas sean fáciles para ti.


—No siento ningún interés —comentó con más control.


—Podría besarte ahora y demostrar que te equivocas —sonrió.


—No toleraré una escena en la boda de mi hermana.


—Bien, entonces ven a mi casa mañana.


—No.


—De acuerdo —bajó la cabeza. Ella giró la suya, de modo que le rozó la sien con los labios, para luego mordisquearle el lóbulo de la oreja.


—Para. Mis hijos…


—No deberían sorprenderse de que un hombre bese a su madre —pero paró, porque se le habían aflojado las rodillas—. Mañana, Paula. Hay algo que necesito mostrarte. Algo de mi abuelo.


—Si se trata de algún tipo de juego, no quiero participar.


—No es ningún juego. Te deseo, y en esta ocasión voy a tenerte. Pero hay algo de mi abuelo que tienes derecho a ver. A menos que te dé miedo estar a solas conmigo.


—Allí estaré —repuso con el torso rígido.




CAPITULO 19 (CUARTA HISTORIA)




Pedro se lo pensó mucho. Hasta el momento en que sacó el traje del armario había tenido la certeza de que no iba a asistir. ¿Qué diablos se suponía que iba a hacer en una boda? No le gustaban los actos sociales, ni las conversaciones intrascendentes ni comer esos canapés diminutos. Nunca se sabía de qué estaban hechos.


No le gustaba estrangularse con una corbata o tener que planchar una camisa.


Se preguntó por qué lo hacia.


Se aflojó el odiado nudo de la corbata y, ceñudo, se observó en el espejo que había encima de la mesa. Porque era un idiota y quería ver otra vez a Paula.


Había pasado más de una semana desde que plantaron el arbusto amarillo.


Una semana desde que la había besado. Y una semana desde que había reconocido que ese beso, sin importar lo turbulento que había sido, no iba a ser suficiente.


Quería comprenderla y pensaba que el mejor modo para conseguirlo era observarla en medio de la familia que parecía querer tanto. No estaba muy seguro de si era la princesa indiferente y remota de su juventud, la mujer ardiente que había tenido en brazos o la mujer vulnerable cuyos ojos acosaban sus sueños.


Pedro era un hombre al que le gustaba saber exactamente a qué se enfrentaba, ya fuera un sospechoso, un motor estropeado o una mujer. 


En cuanto analizara a Paula, se movería a su propio ritmo.


No quería admitir que lo había conmovido con su ardiente creencia de que existía una conexión entre sus antepasados. Más aún, odiaba reconocer que la visita de Coco McPike lo había hecho sentir culpable y responsable.


Se recordó que no iba a la boda para ayudar a nadie. No iba a establecer compromiso alguno. Iba para satisfacerse a sí mismo. En esa ocasión no iba a tener que detenerse en la puerta de la cocina.


No era un trayecto muy largo, pero se tomó su tiempo. El primer vistazo de Las Torres lo devolvió doce años al pasado. Era, como siempre había sido, un lugar llamativo, un laberinto de contrastes. Estaba construido con piedra sombría, pero flanqueado por torres románticas. Desde un ángulo parecía formidable, desde otro grácil. En ese momento había un andamio en el lado oeste, pero en vez de afear la construcción, parecía algo productivo.


El jardín en pendiente era de un verde esmeralda, protegido por árboles nudosos y dignos y moteado con flores fragantes y frágiles. Ya había muchos coches, y Pedro se sintió tonto entregando las llaves de su viejo Chevy al aparcacoches uniformado.


La boda iba a celebrarse en la terraza. Como estaba a punto de comenzar, se mantuvo en la parte de atrás de la multitud. Sonó una música de órgano. Se oyeron unos pocos comentarios murmurados y suspiros cuando las damas de honor avanzaron por la larga alfombra blanca que cubría la hierba.


Casi no fue capaz de reconocer a Catalina como la deslumbrante diosa enfundada en el vestido rosa con su larga cola. «No cabe duda de que las chicas Chaves siempre han sido atractivas» , pensó, clavando la vista en la mujer que iba detrás de ella. El vestido que llevaba era del color de la espuma de mar, pero apenas lo notó. 


Era la cara… la cara del retrato que había en el ático de su abuelo. Pedro soltó el aire contenido. 


Lila Chaves era una copia de su bisabuela.


Pedro ya no iba a ser capaz de negar la conexión.


Metió las manos en los bolsillos y deseó no haber asistido.


Entonces vio a Paula.


Esa era la princesa de su imaginación juvenil. El cabello de un oro pálido caía en suaves rizos hasta sus hombros bajo un velo de un azul tenue. El vestido del mismo color fluía a su alrededor animado por la brisa. En las manos llevaba flores; había más diseminadas por su pelo. Cuando pasó a su lado, con ojos tan suaves y soñadores como el vestido, él sintió un anhelo tan profundo, tan intenso, que apenas consiguió contenerse de pronunciar su nombre.


No recordó nada de la ceremonia breve y bonita excepto la expresión de la cara de Paula cuando la primera lágrima cayó por su mejilla.


Tal como había sucedido tantos años atrás, el salón de baile estaba lleno de luz, música y flores. En cuanto a la comida, Coco se había superado. Los invitados fueron agasajados con croquetas de langosta, almejas al vapor y mousse de salmón, todo acompañado con champán. Docenas de sillas se habían acomodado en las esquinas y a lo largo de las paredes con espejos; las puertas de la terraza se habían abierto para permitir que los invitados salieran al exterior.


Pedro se mantuvo apartado, bebiendo champán frío y dedicándose a observar.


Como su primera visita a Las Torres, decidió que era un espectáculo. Los espejos devolvían el reflejo de mujeres de pie, sentadas o bailando. La música y la fragancia a gardenias llenaban el aire.


La novia estaba arrebatadora, alta e imponente en encaje blanco, el rostro luminoso mientras bailaba con el hombre alto y de pelo broncíneo que en ese momento era su marido. «Hacen una buena pareja» , pensó Pedro. « Como se supone que sucede cuando estás enamorado» . Vio a Coco bailar con un hombre alto y rubio que parecía haber nacido con el esmoquin.


Entonces volvió a contemplar a Paula. En ese momento se inclinaba para decirle algo a un niño de pelo oscuro. Se preguntó si sería su hijo. Era evidente que el pequeño se hallaba al borde de una especie de rebelión. Movía los pies y tiraba de la pajarita. Se ganó la simpatía de Pedro. No podía haber nada peor para un niño que estar vestido con un mini esmoquin una noche de verano y alternar con adultos. 


Paula le susurró algo al oído, luego le tiró de la oreja. La expresión amotinada del pequeño quedó dominada por una sonrisa.


—Veo que sigues rumiando en las esquinas.


Se volvió y una vez más quedó asombrado por el parecido que tenía Lila Chaves con la mujer que había pintado su abuelo.


—Solo observo el espectáculo.


—Vale el precio de la entrada. Max… —Lila apoyó una mano en el brazo del hombre alto y delgado que la acompañaba—. Te presento a Pedro Alfonso, de quién estuve locamente enamorada durante veinticuatro horas hace unos quince años.


Nunca me lo contaste —Pedro enarcó una ceja.


—Claro que no. Al terminar el día decidí que no quería estar enamorada de alguien hosco y peligroso. Te presento a Max Quartermain, el hombre al que voy a amar el resto de mi vida.


—Felicidades —Pedro aceptó la mano extendida de Max. Apretón y ojos firmes y una sonrisa ligeramente abochornada—. Eres el profesor, ¿verdad?


—Lo era. Y tú eres el nieto de Christian Alfonso.


—Así es —convino con voz más distante.


—No te preocupes, no vamos a hostigarte mientras seas un invitado —Lila lo estudió—. Lo dejaremos para más tarde. Le diré a Max que te enseñe la cicatriz que ganó mientras realizábamos nuestro montaje publicitario.


—Lila —la voz de Max sonó suave con una orden subyacente.


Esta se encogió de hombros y bebió champán.


—¿Te acuerdas de Catalina? —indicó cuando su hermana se reunió con ellos.


—Recuerdo a una chica desgarbada con grasa en la cara —se relajó lo suficiente como para sonreír—. Se te ve bien.


—Gracias. Mi marido, Teo. Pedro Alfonso.


Mientras los dos hombres realizaban un comentario cortés durante la presentación, Pedro vio que se trataba del compañero de baile de Coco.


—Y los novios —anunció Lila, brindando por la pareja antes de volver a beber.


—Hola Pedro —aunque aún resplandecía, los ojos de Amelia irradiaban firmeza y cautela—. Me alegro de que hay as podido venir.


Mientras ella le presentaba a Samuel, Pedro comprendió que lo habían rodeado.


No lo presionaron. En ningún momento se mencionaron las esmeraldas. «Pero han unido filas» , pensó; habían formado una sólida pared de determinación que tuvo que admirar, aun cuando le desagradaba.


—¿Qué es esto, una reunión familiar? —inquirió Paula al llegar a su lado—. Se supone que debéis mezclaros con los invitados, no juntaros en una esquina. Oh, Pedro—la sonrisa vaciló un poco—. No sabía que estuvieras aquí.


—Tu tía me invitó.


—Si, lo sé pero… —calló y recompuso su sonrisa de anfitriona—. Me complace que pudieras venir.


«Y un cuerno» , pensó él al levantar la copa.


—Ha sido… interesante hasta ahora.


Ante una señal muda, la familia se dispersó, dejándolos solos en el rincón junto a unas gardenias.


—Espero que no te hayan incomodado.


—Puedo manejarlo.


—Es posible, pero no quiero que te importunen en la boda de mi hermana.


—Pero no te molesta si es en otra parte.


Antes de que pudiera replicar, unas manos pequeñas e impacientes tiraban de su vestido.


—Mamá, ¿cuándo podemos comer la tarta?


—Cuando Amelia y Samuel estén preparados para cortarla —bajó un dedo por la nariz de Alex.


—Pero tenemos hambre.


—Entonces ve a la mesa del bufé y come lo que quieras.


El pequeño emitió una risita, pero no cejó en su empeño.


—La tarta…


—Es para más tarde. Alex, te presento al señor Alfonso.


No demasiado interesado en conocer a otro adulto que le daría una palmadita en la cabeza y le diría lo grande que era, lo miró con un mohín. Cuando le ofreció un apretón de manos de hombre, se irguió un poco.


—¿Es usted el policía?


—Lo fui.


—¿Recibió alguna vez un disparo en la cabeza?


—No, lo siento —vio que perdía imagen—. Pero una vez me dieron en la pierna.


—¿Si? —Alex se animó—. ¿No paró de sangrar?


—Mucho —tuvo que sonreír.


—Vaya. ¿Le disparó a muchos hombres malos?


—A docenas.


—¡Vale! Espere un momento —salió corriendo.


—Lo siento —comenzó Paula—. Está pasando por una fase de asesinato y mutilación.


—Oh, no pasa nada —rio.


—Lo compensaste al decirle que le habías disparado a un montón de tipos malos —se preguntó si habría contado la verdad, aunque no lo manifestó en voz alta.


—Paula, ¿querrías…?


—Eh —Alex frenó seguido de otros dos niños—. Les dije que te habían pegado un tiro en la pierna.


—¿Dolió? —quiso saber Jazmin.


—Un poco.


—No paró de sangrar —comentó Alex con entusiasmo—. Esta es Jazmin, es mi hermana. Y este es mi hermano Kevin.


Paula quiso besarlo. Quiso levantarlo en brazos y llenarlo de besos por aceptar con tanta facilidad lo que los adultos habían complicado tanto. Le pasó la mano por el pelo.


Los tres bombardearon a Pedro a preguntas hasta que Paula puso fin a la situación.


—Creo que por el momento ha habido demasiada sangre.


—Pero, mamá…


—Pero, Alex —imitó ella—. ¿Por qué no vais a beber un poco de ponche?


Como les pareció una buena idea, se marcharon.


—Vaya pandilla —murmuro Pedro, y miró a Paula—. Creía que tenías dos hijos. 


—Y así es.


—Me dio la impresión de ver a tres.


—Kevin es el hijo de mi ex marido —respondió con frialdad—. Y ahora, si me disculpas.


La frenó con una mano en el brazo. «Otro secreto» , pensó, y decidió que ya buscaría esa respuesta. No en ese instante. En ese momento iba a hacer algo en lo que había pensado desde que la vio caminar por la alfombra de satén enfundada en su etéreo vestido azul.


—¿Querrías bailar?




CAPITULO 18 (CUARTA HISTORIA)




—¿Crees que vendrá? —le preguntaba Catalina a Paula al terminar de limpiar el cristal de las paredes con espejos.


—Lo dudo.


—No veo por qué no —Catalina se apartó el pelo negro al echarse hacia atrás en busca de alguna marca—. Y quizá si le insistimos todos, termine por ceder y unirse a nosotros.


—No es de esos —Paula miró alrededor y vio a los dos hombres con la mesa—. Oh, va contra esa pared. Gracias.


—De nada —logró responder Rick con los dientes apretados.


Marshall simplemente sonrió y no dijo nada.


—Quizá si ve la foto de Bianca y escucha la cinta de la entrevista que Max y Lila tuvieron con la doncella que solía trabajar aquí entonces, lo acepte. Es el único familiar vivo de Christian.


—¡Eh! —Rick contuvo un juramento cuando a Marshall se le ladeó la mesa.


—No me parece que le importe mucho la familia —indicó Paula—. Una cosa que no ha cambiado en Pedro Alfonso es que se trata de un solitario.


Pedro Alfonso. Marshall fijó el nombre en su memoria antes de decir:
—¿Hay algo más que podamos hacer por ustedes, señoras?


—No, ahora no —respondió Paula por encima del hombro con gesto distraído—. Muchas gracias.


—No tiene que darlas —Marshall sonrió.


—Qué guapas son, ¿verdad? —musitó Rick al marcharse.


—Oh, sí —pero Marshall pensaba en las esmeraldas.


—Te diré una cosa, amigo, me gustaría… —Rick se interrumpió cuando otras dos mujeres con un niño pequeño llegaron hasta lo alto de las escaleras. Les dedicó a ambas una sonrisa de grandes dientes. Lila le devolvió una perezosa y siguió andando—. Tío, tío —Rick se llevó una mano al corazón—. Este lugar está lleno de nenas.


—Disculpa las miradas —indicó Lila con voz suave—. Casi todos son inofensivos.


La rubia esbelta esbozó una sonrisa débil. Dos obreros lascivos en ese momento eran la última de sus preocupaciones.


—De verdad que no quiero ser un incordio —comenzó con su delicado acento del sudoeste—. Sé lo que dijo Samuel, pero de verdad creo que sería mejor si Kevin y y o pasáramos la noche en un hotel.


—Con la temporada tan avanzada, no conseguiríais pasar la noche ni en una tienda de campaña. Y os queremos aquí. Todos nosotros. La familia de Samuel ahora es nuestra familia —Lila le sonrió al pequeño de pelo oscuro que miraba boquiabierto todo lo que aparecía a la vista—. Es un lugar peculiar, ¿verdad? Tu tío se está encargando de que no se caiga sobre nuestras cabezas —entró en el salón de baile.


Paula se hallaba en una escalera, sacándole brillo a un cristal, mientras Catalina, sentada en el suelo, se ocupaba de la superficie inferior.


Paula giró la cabeza. Los esperaba desde hacía semanas. Pero verlos allí, sabiendo quiénes eran, le tensó los nervios.


La mujer no solo era la hermana de Samuel, ni el pequeño solo su sobrino.


Hacía poco Paula se había enterado de que Marina O’Riley había sido amante de su marido, y el pequeño, hijo de aquel. La mujer que la miraba en ese momento, con la mano del niño en la suya, apenas tenía diecisiete años cuando
Bruno la sedujo con juramentos de amor eterno y promesas de matrimonio para llevársela a la cama. Pero en todo momento había planeado casarse con Paula.


«¿Cuál de nosotras ha sido la otra?» , se preguntó Paula. Mientras bajaba se dijo que ya no importaba. No cuando podía ver con toda claridad los nervios en los ojos de Marina O’Riley, la tensión en su cuerpo y su valor en el ángulo del mentón.


Lilla realizó las presentaciones con tanta suavidad que alguien de fuera habría creído que reinaba una atmósfera placentera en el salón. 


Cuando Paula le ofreció la mano, Marina solo pudo pensar en que se había excedido en la
forma de vestirse. Se sintió rígida y tonta con su traje sobrio de color bronce, mientras Paula parecía tan relajada y hermosa con sus vaqueros viejos.


Esa era la mujer a la que durante años había odiado por arrebatarle el hombre al que había amado y robarle el padre de su hijo. Incluso después de que Samuel le hubiera explicado la inocencia de Paula, incluso al saber que el odio había sido en balde, Marina no era capaz de relajarse.


—Me alegro tanto de conocerte —Paula tomó la mano rígida de Marina entre las suyas.


—Gracias —incómoda, Marina retiró la mano—. Tenemos ganas de asistir a la boda.


—Y todas nosotras —tras un momento de incertidumbre, Paula se permitió bajar la vista a Kevin, el hermanastro de sus hijos. El corazón se le derritió un poco. Era más alto que su hijo y un año mayor. Pero los dos habían heredado el
atractivo moreno de su padre. 


Inconscientemente, alargó la mano para apartarle un mechón de pelo de la frente, igual que el de Alex. Marina rodeó los hombros del pequeño en un gesto instintivo de defensa. 


Paula bajó la mano—. Es un placer conocerte, Kevin. Alex y Jazmin casi no pudieron dormir anoche al saber que vendrías hoy.


Kevin le ofreció una sonrisa fugaz, luego miró a su madre. Le había dicho que iba a conocer a sus hermanastros y no sabía muy bien si eso lo alegraba.


Creía que a su madre le pasaba lo mismo.


—¿Por qué no bajamos a buscarlos? —Catalina apoyó una mano en el hombro de Paula.


Marina notó que Lila ya la había flanqueado por el otro lado. No las culpó por apoyarse contra una extraña.


—Quizá sería mejor si…


Nunca llegó a terminar la frase. Alex y Jazmin entraron corriendo en el salón, jadeantes y acalorados.


—¿Está aquí? —quiso saber Alex—. La tía Coco ha dicho que sí, y queremos ver… —se interrumpió al dejar de patinar sobre el suelo recién lustrado.


Los dos niños se observaron, interesados y cautos, como dos sabuesos. Alex no supo si le gustaba que su nuevo hermano fuera más grande que él, pero ya había decidido que estaría bien tener algo más que una hermana.


—Soy Alex, y esta es Jazmin —dijo, ocupándose de las presentaciones—. Solo tiene cinco años.


—Cinco y medio —corrigió Jazmin y se acercó a Kevin—. Y puedo vencerte si tengo que hacerlo.


—Jazmin, no creo que eso sea necesario —Paula habló con suavidad, pero sus cejas enarcadas lo decían todo.


—Bueno, pero podría —musitó Jazmin, sin dejar de evaluarlo—. Pero mamá dice que hemos de ser agradables porque somos familia.


—¿Conoces a algún indio? —inquirió Alex.


—Sí —Kevin ya no se aferraba a la mano de su madre—. A muchos.


—¿Quieres ver nuestro fuerte? —preguntó Alex.


—Sí —miró a su madre con expresión de súplica—. ¿Puedo?


—Bueno, yo…


—Lila y yo nos los llevaremos —Catalina apretó por última vez el hombro de Paula.


—Estarán bien —le aseguró Paula a Marina cuando sus hermanas se llevaron a los niños—. Samuel diseñó el fuerte, así que es robusto —volvió a recoger el trapo para limpiarse las manos—. ¿Lo sabe Kevin?


—Si —Marina no dejó de darle vueltas al bolso—. No quería que conociera a tus hijos sin entenderlo —respiró hondo y se preparó para lanzarse al discurso que había preparado—. Señora Dumont…


—Paula. Esto es difícil para ti.


—No imagino que sea fácil o cómodo para ninguna de nosotras. No habría venido de no ser tan importante para Samuel —continuó—. Quiero a mi hermano y no haría nada para estropear su boda, pero tienes que comprender que se trata de una situación imposible.


—Veo que es doloroso para ti. Lo siento —alzó 
las manos, luego las dejó caer —. Ojalá hubiera sabido antes… sobre ti, sobre Kevin. Es improbable que hubiera podido cambiar algo en lo referente a Bruno, pero ojalá lo hubiera sabido
—bajó la vista al trapo que sostenía con manos tensas, después lo dejó—. Marina, comprendo que mientras tú dabas a luz a Kevin, sola, yo me encontraba en Europa, de luna de miel con el padre de Kevin. Tienes derecho a odiarme por eso.


Marina solo pudo mover la cabeza y mirarla fijamente.


—No eres nada de lo que había esperado. Se suponía que tenías que ser indiferente, distante y estar ofendida.


—Me sería imposible guardarle rencor a una joven de diecisiete años a la que se traicionó y abandonó para criar sola a su hijo. Yo no era mucho mayor cuando me casé con Bruno. Sé lo encantador y convincente que puede ser. Y también cruel.


—Pensé que después viviríamos felices para siempre —Marina suspiró—. Bueno, no tardé en madurar y aprender —miró a Paula—. Te odié por tener todo lo que yo quería. Incluso cuando dejé de amarlo a él, odiarte me ayudó a seguir adelante. Y me aterraba conocerte.


—Otra cosa que tenemos en común.


—No me creo que esté aquí, hablándote de esta manera —para aliviar sus nervios, dio vueltas por el salón—. Lo he imaginado tantas veces en el pasado. Me enfrentaría a ti, exigiría mis derechos —rio en voz baja—. Incluso hoy tenía pensado un discurso. Era muy sofisticado, maduro… quizá un poco cruel. No quería creer que no habías sabido nada de Kevin, que tú también habías sido una víctima. Porque resultaba mucho más fácil considerarme la única a la que habían traicionado. Pero entonces aparecieron tus hijos —cerró los ojos—. ¿Cómo superas el dolor, Paula?


—Te lo haré saber cuando lo descubra.


Con una leve sonrisa, Marina miró por la ventana.


—A ellos no los ha afectado. Mira.


Paula se acercó. En el patio pudo ver a sus hijos y al hijo de Marina subir al fuerte de madera.