martes, 4 de junio de 2019
CAPITULO 9 (SEGUNDA HISTORIA)
Paula se sumergió de golpe en el agua fría de la piscina. Y empezó a nadar sus habituales cincuenta largos. No había nada que le gustara más que empezar el día con un vigoroso ejercicio físico. Un ejercicio que la descargara de la tensión acumulada y la pusiera a punto para afrontar una nueva jornada de trabajo.
No le disgustaba trabajar de ayudante ejecutiva en el hotel Bay Watch. Sobre todo desde que gozaba del privilegio de utilizar la piscina del hotel antes de que se llenara de clientes. Mayo tocaba a su fin y cada vez hacía más calor.
Por supuesto, aquello no era nada comparado con las temperaturas de mediados del verano, pero la mayor parte de las habitaciones estaban y a ocupadas, lo que significaba que a Paula no le faltaba trabajo.
Mientras nadaba, pensó que al cabo de un año sería ya directora de El Refugio de Las Torres.
Un hotel de la cadena de St. James. El objetivo que se había marcado desde que aceptó su primer trabajo a tiempo parcial como recepcionista de hotel, con solo dieciséis años, estaba y a al alcance de su mano.
No podía negar que, de vez en cuando, le molestaba pensar que ese trabajo solamente sería suyo porque Teo iba a casarse con su hermana. Pero ese pensamiento siempre acababa por fortalecer su voluntad de demostrar a todo el mundo que se lo merecía. Que era la persona más capacitada para ese puesto.
Al cabo de un año llegaría a dirigir un hotel de élite, perteneciente a una de las cadenas más importantes del país. Y no simplemente un hotel, se recordó, sino Las Torres. Parte de su propia herencia, de su propia historia, de su propia familia.
Las diez lujosas suites que Teo pretendía crear en el ala oeste estarían bajo su directa responsabilidad. Y si sus previsiones eran ciertas, el aura legendaria que rodeaba Las Torres mantendría esas suites llenas durante todo el año. Haría un trabajo estupendo, excepcional; estaba segura de ello. Cada cliente de las Torres volvería a su casa con el recuerdo de un excelente e impecable servicio.
No tendría ya que depender de un exigente y quisquilloso superior, ni frustrarse al ver que ella hacía el trabajo y otros se llevaban los beneficios, o el mérito. Al final, el éxito o el fracaso serían solamente suyos. Solo era cuestión de esperar a que se reformara el edificio.
Y el curso de esos pensamientos la llevaba inevitablemente a Pedro Alfonso.
Ciertamente esperaba que Teo supiera lo que estaba haciendo al haberlo contratado. Lo que más la desconcertaba era cómo un hombre tan refinado y sofisticado como Teo St. James III había podido hacer amistad con un tipo como Alfonso.
Paula continuó nadando con energía. No se arrepentía ni por un momento de la grosería con la que lo había tratado. Aquel tipo se había comportado con tanta arrogancia e insolencia desde el momento en que lo conoció… Y, además, se había atrevido a besarla. Ella no lo había animado en absoluto a hacerlo. Pero él había esbozado una estúpida sonrisa y la había besado.
No había disfrutado de ese beso, por supuesto.
Si Catalina no hubiera entrado en aquel preciso instante, le habría dado su merecido a Alfonso.
El problema era que no había podido hacerlo.
No era posible que se sintiera atraída por un tipo duro, habituado al parecer a la vida al aire libre, de grandes manos callosas y viejas botas llenas de polvo. No era tan estúpida como para dejarse atraer por un par de ojos verdes como los suyos, siempre con aquel brillo de diversión. Su imagen de hombre ideal incluía un cierto refinamiento, finos modales, cultura y una cierta aura de éxito.
Cuando estuviera interesada en entablar una relación, esos serían sus requisitos. Abstenerse vaqueros arrogantes.
Quizá había creído vislumbrar algo tierno en aquel tipo cuando les habló a los niños, pero eso no bastaba para compensar sus otros defectos.
Recordaba muy bien sus flirteos con Coco durante la cena. Había logrado divertir a Catalina con anécdotas de sus tiempos de estudiante con Teo en la universidad, y había
respondido de buen humor a las preguntas que los críos le habían hecho sobre indios, vaqueros y caballos.
Pero había mirado a Susana con demasiado detenimiento para el gusto de Paula, aunque también con una cierta sospecha. Sí, debía de ser un impenitente mujeriego. Si Lila hubiera estado presente, probablemente habría flirteado asimismo con ella. Pero Lila, por lo que se refería a los hombres, sabía muy bien cómo defenderse.
Susana era diferente. Era hermosa, sensible y vulnerable. Su ex marido le había hecho sufrir mucho, y nadie, ni siquiera el arrogante Pedro Alfonso tendría la menor oportunidad de infligirle más daño. La propia Paula se aseguraría de ello.
Esa vez, cuando por enésima vez llegó al extremo de la piscina, creyó ver a alguien en el borde.
—Buenos días —le sonrió Pedro. El sol arrancaba reflejos cobrizos a su cabello despeinado—. Veo que gozas de una buena forma física.
—¿Qué diablos estás haciendo aquí?
—¿Aquí? —señaló con el pulgar el edificio del hotel, a su espalda—. Bueno, como dicen los vaqueros, he colgado mi sombrero en este sitio. Habitación 320.
—¿Estás alojado en el Bay Watch? —Paula apoyó los brazos en el borde de la piscina—. Me lo figuraba.
Sin dejar de sonreír, Pedro se puso en cuclillas.
Y contempló admirado la blancura de su piel, que parecía una característica de las Chaves.
—Una buena manera de comenzar el día.
—Lo era —frunció el ceño.
—Puestos a preguntar… ¿qué estás haciendo tú aquí?
—Yo trabajo aquí.
—¿Ah, sí? —pensó que las cosas se estaban poniendo cada vez más interesantes.
—Soy ayudante ejecutiva.
—Vaya —señaló el agua—. ¿Y estás comprobando la temperatura del agua de la piscina para los clientes? Eso sí que es dedicación.
—La piscina no se abre hasta las diez.
—No te preocupes —enganchó los pulgares en las trabillas de sus vaqueros—. Todavía no estaba pensando en darme un chapuzón —lo que sí había pensado hacer era dar un paseo, largo y solitario. Pero eso había sido antes de verla nadar —. Supongo que, entonces, si tengo alguna pregunta sobre el hotel, podría hacértela a ti.
—Así es —Paula se acercó a la escalerilla para salir de la piscina. Su traje de baño color azul zafiro, de una sola pieza, se ceñía a su cuerpo como una segunda piel—. ¿Te resulta satisfactoria tu habitación?
—¿Mmm? —pensó que aquellas piernas parecían haber sido diseñadas para hacer sudar a un hombre. Tan largas y bien torneadas…
—Tu habitación —repitió mientras recogía su toalla—. ¿Te satisface?
—Me satisface mucho —fue subiendo la mirada desde sus finos tobillos hasta sus muslos y caderas—. Creo que, por ese precio, la vista merece mucho la pena.
Paula se puso la toalla al cuello.
—La vista de la bahía es gratis… así como el desayuno europeo que ahora mismo están sirviendo en el restaurante. Supongo que querrás aprovecharlo.
—He descubierto ya que un par de cruasanes y una taza de café nunca logran saciar del todo mi apetito —como no quería que se marchara todavía, le agarró la toalla de los dos extremos—. ¿Por qué no te sientas a disfrutar conmigo de un desayuno de verdad?
—Lo siento —el corazón se le estaba acelerando de una manera preocupante —. A los empleados no se nos permite relacionarnos con los clientes.
—Supongo que podríamos hacer una excepción en este caso, dado que somos… viejos amigos.
—Ni siquiera somos nuevos amigos.
«Otra vez esa sonrisa» , pensó Paula. Lenta, insistente, demasiado conocedora.
—Eso es algo que podríamos arreglar delante de un buen desayuno.
—Lo siento. No estoy interesada —empezó a volverse, pero Pedro se lo impidió al no soltar la toalla.
—En el lugar del que procedo la gente es un poquito más amable.
Dado que no le dejaba más remedio, Paula se quedó donde estaba.
—Y en el lugar del que procedo yo, la gente es muchísimo más amable. Si tienes algún problema con el servicio durante tu estancia en Bay Watch, estaré encantada de atenderte. Si tienes alguna pregunta más sobre Las Torres, te la responderé con mucho gusto. Pero, aparte de eso, no tenemos nada que hablar.
La observó pacientemente, admirando su capacidad de adoptar un frío tono de voz que desmentía el brillo de sus ojos. Aquella era una mujer dotada de un gran control de sí misma. Y con muchas agallas.
—¿A qué hora comienza tu jornada aquí?
—A las nueve. Y ahora, si me disculpas, me gustaría vestirme.
Pedro alzó la mirada para comprobar la situación del sol.
—Me parece que todavía dispones de una hora antes de que tengas que entrar. Y por tu manera de moverte, no tardarás ni media en prepararte.
Paula cerró los ojos por un instante, a punto de estallar.
—Pedro, ¿es que estás intentando irritarme?
—No tengo ninguna necesidad. Ya te irritas tú sola —con aparente naturalidad tiró de los dos extremos de la toalla, acercándola hacia sí. Sonrió al ver que levantaba rápidamente la cabeza—. ¿Lo ves?
Paula estaba disgustada consigo misma por la forma en que se le había acelerado el corazón, y por el nudo de tensión que sentía en el estómago.
—¿Qué te pasa, Alfonso ? —preguntó—. Ya te he dejado meridianamente claro que no estoy interesada.
—¿Seguro? —la acercó aún más. El humor que hasta ese momento había brillado en sus ojos se había transformado al instante en algo completamente distinto. Algo tan oscuro y peligroso como excitante—. Eres como un manantial de agua fresca. Cada vez que estoy cerca de ti, me entra una sed terrible —con un último tirón, le hizo perder el equilibrio y cayó directamente sobre él. Las manos se le quedaron aprisionadas contra su poderoso cuerpo—. Y ese pequeño sorbo que tomé ayer no fue ni mucho menos suficiente —inclinando la cabeza, le mordisqueó el labio inferior.
CAPITULO 8 (SEGUNDA HISTORIA)
Pedro alzó la mirada para ver a una mujer alta, de generosas curvas, en el umbral. Llevaba unos vaqueros con un roto en una rodilla, y una camiseta blanca anudada a la cintura. Tenía el pelo corto y liso, con un gracioso flequillo. Sus ojos expresaron primeramente sorpresa, y luego una genuina diversión.
—Hola —miró a Paula, sonriendo al reparar en el rostro ruborizado y en el cabello despeinado de su hermana. El único lugar en el que no esperaba ver a su fría y siempre formal Paula Chaves era el suelo, y además con un desconocido. Un desconocido muy atractivo—. ¿Qué pasa aquí?
—Oh, solo estábamos comprobando el estado del suelo —mintió Pedro. Se levantó y ayudó a levantarse a Paula, que se apartó rápidamente para concentrarse en sacudirse el polvo de los pantalones.
—Esta es mi hermana, Catalina.
—Y tú debes de ser Pedro —entró en la habitación, tendiéndole la mano—. Teo me ha hablado de ti —con un brillo en sus ojos verdes, miró rápidamente a su hermana—. Vaya. Supongo que no exageró nada.
Pedro se dijo que Catalina no encajaba en absoluto con el tipo de mujer con la que había esperado que se relacionara su viejo amigo. Y, como Teo era un gran amigo suyo, no podía alegrarse más.
—Ahora entiendo por qué Teo se encuentra tan atrapado.
—Como puedes ver, Pedro tiene un sentido del humor muy particular — señaló Paula, irónica.
Soltando una carcajada, Catalina le pasó un brazo por los hombros a su hermana.
—Ya me lo figuraba. Me alegro de conocerte, Pedro. De verdad que sí. Cuando fui a Boston con Teo hace un par de semanas, toda la gente que me encontré era tan…
—¿Estirada? —sugirió él, sonriendo.
—Eso me temo —afirmó, algo azorada—. Supongo que a algunos les resultará difícil aceptar que Teo se vaya a casar con una mecánica poco aficionada a la ópera.
—A mí me parece que Teo va a salir ganando. Muchísimo.
—Ya lo veremos. Tía Coco me dijo que te ibas a quedar a cenar. Esperaba que, durante tu estancia, te instalarías en una de las habitaciones para invitados de la casa.
Pedro no podía verlo, pero habría apostado cualquier cosa a que Paula se estaba mordiendo la lengua. La idea de alterarla hasta ese punto lo incitaba a cambiar de planes.
—Gracias, pero ya estoy alojado en un hotel.
—Bueno, como quieras. Pero que sepas que puedes trasladarte a Las Torres cuando quieras.
—Voy a bajar para ver si tía Coco necesita alguna ayuda —Paula se despidió de Pedro con una fría inclinación de cabeza—. Te dejo en manos de Catalina.
Pedro le guiñó un ojo.
—Gracias por el recorrido, cariño.
Casi pudo oír su rechinar de dientes mientas se retiraba.
—Vaya mal genio que tiene tu hermana.
—Sí —convino Catalina con una sonrisa, y añadió a modo de advertencia—: Teo me dijo que eras un gran mujeriego.
—Aún sigue enfadado porque le quité una mujer de debajo de las narices cuando todavía éramos unos jóvenes alocados —la tomó de la mano mientas salían de la habitación—. ¿De verdad que estás enamorada de él?
Catalina no pudo menos que echarse a reír.
—Ahora entiendo por qué me advirtió de que encerrara a mis hermanas bajo llave.
— Si se parecen a ti, espero que sepan cuidar de sí mismas.
—Oh, sí que saben. Las mujeres Chaves siempre han sido de una madera especial —se detuvo en lo alto de la escalera de caracol—. Será mejor que te avise. La tía Coco mantiene que te vio en los posos del té esta mañana.
—En los… Ah.
—Sí —se encogió de hombros—. Es un hobby que tiene. El caso es que puede empezar a manipularte en cualquier momento, sobre todo si se le mete en la cabeza que el destino te ha ligado con una de mis hermanas. Tiene buenas intenciones, pero…
—Bueno, los hombres Alfonso también saben cuidar de sí mismos.
—Muy bien —le dio unas palmaditas en el hombro—. Allá tú.
—Dime una cosa, Catalina ¿Voy a tener que ahuyentar a algún hombre… con el que Paula esté relacionada?
Catalina se detuvo, mirándolo fijamente.
—No —respondió al cabo de un momento—. Ella sola se encarga de ahuyentarlos.
—Qué bien —se sonrió mientras seguía bajando las escaleras. Cuando llegaron al segundo piso, oyó un eco de griterío infantil mezclado con los ladridos de Fred.
—Son los hijos de mi hermana Susana—explicó Catalina antes de que él pudiera preguntarle—. Alex y Jazmin son los típicos niños tranquilos y nada escandalosos —añadió, irónica.
—Ya lo oigo.
Una especie de misil de pelo rubio subía a toda velocidad por las escaleras.
Pedrobtuvo el reflejo de interceptarlo y se encontró mirando un curioso y simpático rostro, de enormes ojos azules.
—¡Qué alto eres! —exclamó Jazmin.
—Qué va. Eres tú la que eres baja.
—¿Quieres subirme a caballito?
—Monta.
Pedro se la cargó a la espalda y siguió bajando.
Al pie de las escaleras, Paula tenía agarrada de una oreja a la otra criatura, un niño pequeño y moreno.
—¿Dónde está Susana? —le preguntó Catalina a su hermana.
—En la cocina. Me ha dejado encargada de vigilar a esos dos —miró a Jazmin —. Y esa pequeñaja se me acaba de escapar.
—¿Quién es ese? —quiso saber Alex.
—Pedro Alfonso —Pedro le tendió la mano. El niño vaciló por un instante antes de estrechársela.
—Hablas muy gracioso. ¿Eres de Texas?
—Oklahoma.
—Hey, eso es casi igual de estupendo. ¿Alguna vez has matado a alguien de un disparo?
—Últimamente no.
—Ya es suficiente, ¡qué niño más morboso! —exclamó Catalina—. Vamos, a lavarse para cenar —y bajó a Jazmin de la espalda de Pedro.
—Parecen buenos chicos —comentó Pedro cuando ya Catalina se los llevaba escaleras abajo.
—Lo son —Paula le lanzó una genuina sonrisa. El hecho de haberlo visto llevando a Jazmin a caballito parecía haberla enternecido—. Se pasan la mayor parte del día en el colegio, así que no creo que te molesten mucho en tu trabajo.
—Oh, seguro que no me molestarán. Me gustan los niños. En casa tengo un sobrino que es un verdadero diablillo.
—Me temo que estos todavía pueden ser peores. ¿Sabes? —sonrió de nuevo —. Es bueno que vean de vez en cuando a un hombre en casa.
—¿Y el marido de tu hermana?
Paula dejó de sonreír.
—Están divorciados. Se llama Bruno Dumont.
—He oído hablar de él —respondió, adoptando de pronto un tono frío, distante.
—Bueno, pero eso y a es historia. La cena está casi a punto. ¿Quieres que te enseñe el cuarto de baño para que te refresques un poco?
—Gracias —distraído, Pedro la siguió. Estaba pensando que había algunos episodios de la historia que tenían la mala costumbre de coincidir en el tiempo. Y de solaparse unos con otros.
CAPITULO 7 (SEGUNDA HISTORIA)
—¿Posos del té? —le preguntó Pedro a Paula una vez que Coco abandonó el salón.
—Será mejor que no te lo diga —resignada, se levantó—. Bueno, ¿empezamos con el recorrido?
—Sería una buena idea —la siguió al vestíbulo, y subieron luego por la escalera de caracol—. ¿Cómo te gusta que te llame? ¿Paula o Pau ?
—Responderé a cualquiera de los dos nombres —se encogió de hombros.
—Bueno, yo creo que son bastante distintos, evocan diferentes imágenes. Paula evoca una imagen de frialdad y formalidad. Pau… es más suave, más tierno —pensó que olía maravillosamente bien. Como a brisa fresca en un día de calor sofocante.
Ya en lo alto de las escaleras, se volvió para mirarlo.
—¿Qué tipo de imagen evoca Pedro?
Se quedó un escalón por debajo de ella, para que sus ojos quedaran a la misma altura.
—Dímelo tú.
Paula se dijo que aquel tipo tenía la sonrisa más engreída que había visto en toda su vida.
Siempre que la usaba con ella, experimentaba un temblor que no podía ser más que de disgusto.
—¿Dodge City ? —inquirió con tono suave—. En la costa este no vemos muchos vaqueros —se volvió, y ya había dado un par de pasos por el pasillo cuando él la sujetó de un brazo.
—¿Siempre tienes tanta prisa?
—No me gusta perder el tiempo.
No la soltó mientras continuaron caminando.
—Lo tendré en cuenta.
«Dios mío, este lugar es fabuloso» , pensó Pedro al contemplar los artesonados de los techos, los dinteles esculpidos, las paredes forradas de madera de caoba. Se detuvo ante una vidriera en forma de arco, para acariciar el cristal esmerilado, policromo. Tenía que ser original, al igual que el suelo de madera de castaño y el estucado de las paredes.
Ciertamente había grietas en los muros, algunas de ellas muy grandes. Aquí y allá el techo presentaba agujeros, y faltaban algunos pedazos de moldura. Constituiría todo un desafío devolverle a aquella casa su antigua gloria. Un desafío y un verdadero placer.
—Hace años que nadie usa esta parte de la casa —Paula abrió una puerta de madera de roble, labrada, y apartó una telaraña—. Por eso no la hemos calentado durante el invierno.
Pedro entró. El suelo crujió lúgubremente bajo sus botas. Faltaban dos de los pequeños cristales de las puertas de la terraza, que habían sido reemplazados con contrachapado. Los ratones se habían dado un festín con el rodapié.
En el techo se podía ver un deteriorado fresco que representaba ángeles y amorcillos.
—Esta era la habitación de los invitados —le explicó Paula—. Felipe la reservaba para la gente a la que quería impresionar. Supuestamente aquí estuvieron varios miembros de la familia Rockefeller. Tiene su propio baño y su vestidor —empujó una puerta rota.
Ignorándola, Pedro se acercó a la chimenea de mármol negro. La pared, empapelada con seda, estaba oscurecida por el humo. La esquina astillada de la repisa le partió el corazón.
—¿Cómo habéis podido…?
—¿Perdón?
—¿Cómo habéis podido dejar que se deteriorara tanto un lugar como este? — la mirada que en esa ocasión le lanzó no fue ni seductora ni divertida. Fue de auténtica ira—. Una chimenea como esta es única en el mundo.
Ruborizada, contempló culpable la repisa de mármol.
—Bueno, yo no la rompí…
—Y mira estas paredes. El trabajo del estucado es una joya, un arte tan puro como una obra de Rembrandt. Un Rembrandt sí que lo cuidarías, ¿verdad?
—Por supuesto, pero…
—Al menos tuviste el buen sentido de no pintar la moldura —pasó de largo ante ella y entró en el cuarto de baño adjunto. Y se puso a maldecir—. Y estos baldosines, por el amor de Dios. Mira estas grietas.
—No entiendo lo que…
—Claro que no lo entiendes —se volvió hacia ella—. No tienes ni la más remota idea de lo que hay aquí. Esta casa es un monumento al arte de principios del siglo XX, y habéis dejado que se venga poco a poco abajo. ¿Ves esto? Son auténticas lámparas de gas.
—Sé perfectamente lo que son —le espetó Paula—. Puede que esta casa sea un monumento para ti, pero para mí es mi hogar. Hemos hecho todo lo posible para conservar los tejados. Si el estucado está roto es porque hemos tenido que concentrarnos en mantener en funcionamiento las calderas. Y si no
nos hemos preocupado de reparar los baldosines de una habitación que no usa nadie, es porque tuvimos que arreglar la fontanería de otra. Se te ha contratado para reformar, no para filosofar.
—Pierde cuidado, que haré las dos cosas por el mismo precio —extendió una mano hacia Paula. Asustada, retrocedió un paso.
—¿Qué estás haciendo?
—Tranquila, cariño. Tienes un hilo de telaraña en el cabello.
—Puedo quitármelo yo —dijo, tensándose cuando sintió sus dedos en el pelo —. Y no me llames «cariño» .
—Vaya mal genio. ¿Por qué no continúas enseñándome el resto de la casa?
—No sé para qué. No estás anotando nada de lo que ves.
Pedro bajó la mirada hasta sus labios, la detuvo allí por un instante y volvió luego a mirarla a los ojos.
—Me gusta echar un primer vistazo antes de empezar a preocuparme… por los detalles. Bueno —la tomó del brazo—. Sigamos con el recorrido.
Paula continuó enseñándole el ala oeste, haciendo todo lo posible por guardar las distancias. Pero Pedro tenía tendencia a acercarse demasiado, interponiéndose siempre cuando iba a salir de una habitación, acorralándola contra una esquina, volviéndose de pronto hacia ella.
Estaban en la torre del oeste cuando, por tercera vez, Paula tropezó con él.
—Me gustaría que dejaras de hacer eso.
—¿Hacer qué?
—Estar siempre en medio. En mi camino.
—Eres tú la que siempre tiene demasiada prisa. Parece que, en vez de valorar el lugar donde estás, siempre quieras ir a alguna otra parte.
—Más filosofía barata —rezongó Paula, acercándose a la ventana en forma de arco que daba a los jardines.
Se veía obligada a admitir que aquel hombre la molestaba, la afectaba a un nivel básico, profundo. Quizá fuera su envergadura: aquellas enormes espaldas y aquellas manos anchas, gigantescas. O aquella desproporcionada estatura. Estaba acostumbrada a relacionarse de igual a igual con los hombres.
O tal vez fuera su voz ronca, lenta, perezosa, tan engreída y pagada de sí misma como su sonrisa. O la manera que tenía de mirarla, detenida, insistente, con un cierto brillo de diversión. Fuera lo que fuera, tendría que aprender a soportarlo y superarlo.
—Esta es la última parada —le dijo—. La idea de Teo es convertir esta torre en un comedor, de ambiente más íntimo que el del piso bajo. Aquí deberían caber holgadamente cinco mesas para dos personas, con vistas a los jardines y a la bahía.
Se volvió mientras hablaba, y un rayo del sol del atardecer entró por la ventana creando un maravilloso halo en torno a su cabello. La luz parecía filtrarse por aquellos mechones de color castaño claro, salpicándolos de oro.
Admirado por aquel efecto, con la mente en blanco, Pedro se la quedó mirando de hito en hito.
—¿Pasa algo?
—No —se acercó a ella.
Ya no había diversión alguna en sus ojos, sino algo mucho más peligroso.
Retrocedió un paso. Y otro más.
—Si no tienes ninguna pregunta más que hacerme sobre la torre, o sobre el resto del ala, creo que podríamos… —se interrumpió, sin aliento, cuando de repente Pedro le rodeó la cintura con un brazo, atrayéndola hacia sí—. ¿Qué diablos crees que estás haciendo?
—Evitar que repitas el mismo salto que hizo tu bisabuela —señaló la ventana que tenía a su espalda—. Si hubieras seguido retrocediendo, podrías haber atravesado ese cristal. Esas vidrieras no parecen muy resistentes.
—Vamos —pronunció, con el corazón acelerado.
Pero él no la soltó, sino que incluso acercó el rostro a su cabello, aspirando su perfume.
—Deberías habérmelo agradecido, Paula. Probablemente te haya salvado la vida.
Paula se dijo que su pulso podía estar dando alocados saltos, pero por nada del mundo se dejaría intimidar por aquel vaquero.
—Si no me sueltas ahora mismo, me temo que alguien tendrá que salvarte la tuya.
Pedro se echó a reír, encantado con su salida, y tentado de levantarla en brazos. Pero al momento siguiente, casi sin darse cuenta, se vio impulsado hacia atrás y aterrizó con el trasero en el suelo. Con una sonrisa de inmensa satisfacción, Paula inclinó la cabeza.
—Con esto concluye nuestro recorrido de esta tarde. Y ahora, si me disculpas… —dio media vuelta y se dispuso a salir.
Pero Pedro, desde donde estaba, la agarró de un tobillo. Paula apenas tuvo tiempo de soltar un grito antes de aterrizar también en el suelo, a su lado.
—¡Oh…! ¡Bruto! —le espetó, enfadada, y se apartó el cabello de los ojos.
—Lo que es bueno para el ganso es bueno para la gansa —le alzó la barbilla con un dedo—. Más filosofía barata. Te mueves muy rápido, Paula, pero tienes que recordar no perder nunca de vista tu objetivo.
—Si fuera un hombre…
—Entonces no sería ni mucho menos tan divertido —riendo, le dio un rápido beso, y se dedicó a disfrutar de su azorada reacción—. Vaya. Creo que se impone repetir esto…
Paula habría terminado por empujarlo. Estaba absolutamente segura de ello. A pesar del ardor que le recorría la espalda. A pesar de la melaza derretida, en vez de sangre, que parecía correr por sus venas. Lo habría empujado, e incluso había levantado una mano con esa intención… cuando unos pasos resonaron en los escalones de hierro que llevaban a la torre.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)