jueves, 4 de julio de 2019

CAPITULO 63 (TERCERA HISTORIA)




Pedro encontró a Christian. Fue mucho más fácil de lo que había imaginado. Solo tuvo que sentarse y estudiar atentamente el libro que tenía entre las manos. En menos de media jornada en la biblioteca, tropezó con aquel nombre en un polvoriento volumen titulado Pintores y su Arte: 1900-1950. Había revisado
pacientemente la lista de apellidos que comenzaban con la letra A, y estaba revisando atentamente los que empezaban por la B cuando lo encontró. Christian Bradford, nacido en mil ochocientos ochenta y cuatro y fallecido en mil novecientos setenta y seis. Aunque Pedro se había animado al encontrar su nombre, no esperaba que fuera tan fácil. Pero pronto cada pieza encajó en su lugar.


« Aunque Bradford no disfrutó de un auténtico éxito hasta los últimos años de su vida, sus primeros trabajos han llegado a adquirir un considerable valor tras su muerte» .


Pedro leyó por encima las características artísticas del pintor


»Considerado como un nómada en su vida, debido a su costumbre de trasladarse de un lugar a otro, Bradford a menudo vendía su trabajo a cambio de alojamiento y comida. Era un prolífico artista, capaz de terminar un cuadro en cuestión de días. Se decía que era capaz de trabajar durante veinticuatro horas seguidas cuando estaba inspirado.
Continúa siendo un misterio por qué no produjo nada entre mil novecientos catorce y mil novecientos dieciséis.


Oh, Dios, pensó Pedro, y se frotó las palmas de las manos en los pantalones.


»Casado en mil novecientos veinticinco con Margaret Doogan, Bradford tuvo un único hijo. Poco más se sabe de su vida personal, puesto
que fue un hombre obsesionado con conservar su intimidad. Sufrió un ataque cardiaco cerca de los sesenta años, pero continuó pintando. Murió en Bar Harbor, Maine, donde había conservado su casa durante más de cincuenta años. Lo sobrevivieron su hijo y su nieto.


—Te he encontrado —murmuró Pedro.


Volvió la página y estudió la reproducción de uno de los trabajos de Bradford.


Era una tormenta, abriéndose camino desde el mar. Apasionada, violenta, furiosa. Era una vista que Pedro conocía… La vista que se veía desde los acantilados, bajo Las Torres.


Una hora después, llegaba a casa con media docena de libros bajo el brazo.


Todavía faltaba una hora para que pudiera ir a buscar a Paula al parque, una hora para poder decirle que habían vencido el siguiente obstáculo. Riendo por su éxito, saludó tan alegremente a Fred que el perro comenzó a correr por el pasillo, saltando y moviendo la cola.


—Dios mío —Coco bajó trotando las escaleras—. Qué conmoción.


—Lo siento.


—No tienes por qué disculparte. No sabría qué hacer si un día transcurriera sin ningún tumulto. Además, Pedro, es evidente que estás encantado.


—Bueno, el caso es que…


Se interrumpió cuando llegaron Alex y Jazmin cruzando el fuego invisible de sus pistolas láser.


—¡Hombre muerto! —gritó Alex—. ¡Hombre muerto!


—Si tienes que matar a alguien —le dijo Coco—, por favor, hazlo fuera. Fred necesita tomar un poco de aire fresco.


—Muerte a los invasores —anunció Alex—. ¡Los freiremos como beicon!


Completamente de acuerdo con él, Jazmin apuntó a Fred con su pistola, haciendo que Fred saliera correteando por el pasillo otra vez. Decidiendo que era el invasor que tenían más a mano, los niños salieron corriendo tras él. Incluso en la distancia, el sonido del portazo retumbó en toda la casa.


—No sé de dónde sacan esa imaginación tan violenta —comentó Coco con un suspiro de alivio—. Susana tiene un carácter tan tranquilo, y su padre… —algo oscureció sus ojos cuando se interrumpió—. Bueno, esa es otra historia. Ahora, dime, ¿por qué estás tan contento?


—Acabo de salir de la biblioteca y…


En aquella ocasión fue el teléfono el que los interrumpió. Coco se quitó un pendiente mientras levantaba el auricular.


—Hola. Sí. Ah, sí, ahora mismo está aquí —cubrió con la mano el auricular —. Es el decano, cariño. Quiere hablar contigo.


Pedro dejó los libros en la mesita del teléfono mientras Coco enderezaba algunas fotografías y se separaba discretamente de allí.


—¿Dean Hodgins? Sí, soy yo, gracias. Es una buena noticia. Bueno, todavía no he decidido cuándo voy a volver… ¿El profesor Blake?


Coco advirtió un deje de alarma en su voz.


—¿Cuándo? ¿Es en serio? Siento que esté enfermo. Espero… ¿perdón? —dejó escapar un largo suspiro y se apoyó contra la mesa—. Me siento halagado, pero… —se produjo otro lapsus. Pedro se pasó nervioso la mano por el pelo—. Gracias. Lo comprendo. Si pudiera disponer de un día o dos para considerarlo. Se lo agradezco. Sí, señor. Adiós.


Como Pedro permanecía sin moverse, con la mirada perdida en el vacío, Coco se aclaró la garganta.


—Espero que no sean malas noticias, querido.


—¿Qué? —fijó en ella la mirada y sacudió la cabeza—. No, bueno, sí. El director del departamento de historia sufrió un infarto la semana pasada.


—Oh —inmediatamente compasiva, Coco se acercó a él—. Es terrible.


—En realidad ha sido bastante suave, si se puede utilizar un término así en este caso. Los médicos lo consideran una advertencia. Le han recomendado que recorte sus cargas laborales y al parecer él se lo ha tomado muy en serio, pues ha decidido retirarse —miró a Coco desconcertado—. Y por lo visto me han recomendado para ocupar su puesto.


—Muy bien —sonrió y le palmeó cariñosamente la mejilla, pero él la observaba con recelo—. Es un honor, ¿no?


—Tengo que volver la semana que viene —dijo para sí—. Y sustituir al director del departamento hasta que se tome la decisión final.


—A veces es difícil saber lo que se tiene que hacer, qué camino tomar. ¿Por qué no te tomas un té? —le sugirió—. Después leeré las hojas y veremos lo que dicen. 


—En realidad no creo… —la siguiente interrupción fue un alivio, pero Coco chasqueó molesta la lengua mientras se acercaba a abrir la puerta.


—Oh, Dios mío —fue lo único que dijo. Se llevó la mano al pecho y volvió a repetir—: ¡Oh, Dios mío!


—No te quedes ahí con la boca abierta, Cordelia —exigió una voz crispada y autoritaria—. Dile a alguien que se ocupe de mis maletas.


—¡Tía Carolina! —las manos de Coco revoloteaban—. Qué sorpresa tan… agradable.


—¡Ja! Parece que acabas de ver al mismísimo Satán en la puerta de tu casa —apoyándose en un bastón con el puño dorado, entró en el vestíbulo.


Pedro vio a una mujer alta, extremadamente delgada, con una exuberante mata de pelo blanco. Vestía un elegante traje blanco y unas perlas resplandecientes. Su piel, generosamente arrugada, era pálida como el lino.


Podría haber sido un fantasma, salvo por aquellos ojos azules con los que lo escudriñaba.


—¿Quién demonios es ese?


—Hum… Hum…


—Habla, chica. No tartamudees —Carolina golpeó el suelo con el bastón y una buena dosis de impaciencia—. No has conservado ni una pizca del sentido común que Dios te dio.


Coco comenzó a retorcerse las manos.


—Tía Carolina, este es el Doctor Alfonso. Pedro, Carolina Chaves.


—Doctor —ladró Carolina—. ¿Quién está enfermo? Maldita sea, no pienso quedarme en una casa en la que hay a alguien con una enfermedad contagiosa.


—Yo soy doctor en historia, señorita Chaves —le explicó Pedro con una cautelosa sonrisa—. Encantado de conocerla.


—¡Ja! —arrugó la nariz y miró a su alrededor—. Así que continuáis dejando que esta casa se caiga delante de vuestras narices. Sería mejor que la partiera un rayo. O que se achicharrara en un incendio. Llévate esas maletas, Cordelia, y tráeme una taza de té. He hecho un largo viaje —y sin más, se dirigió con paso firme hacia el salón.


—Sí, señora —incapaz de dejar quietas las manos, Coco le dirigió a Pedro una mirada de impotencia—. Odio tener que pedir…


—No te preocupes por eso. ¿Dónde tengo que llevar estas maletas?


—Oh, Dios mío —Coco se llevó las manos a las mejillas—. La primera habitación a la derecha, en el segundo piso. Oh, no habrá pagado al taxista. Esta vieja tacaña… Llamaré a Amelia. Ella les avisará a las otras. Pedro… —le tomó las manos—. Si crees que sirve de algo rezar, reza para que esta visita sea corta.


—¿Dónde está ese maldito té? —gritó Carolina, acompañando su grito con un golpe de bastón.


—Ahora mismo va —Coco dio media vuelta y salió corriendo por el pasillo.


CAPITULO 62 (TERCERA HISTORIA)




Hawkins estaba harto y cansado de esperar. En lo que a él concernía, cada día pasado en la isla era una pérdida de tiempo. Y lo peor era que había renunciado a un trabajo en Nueva York que podía haberle permitido ganar al menos diez de los grandes. En vez de eso, había invertido la mitad de lo que podía haber ganado en un robo que cada vez le parecía más un auténtico descalabro.


Sabía que Caufield era bueno. Y había pocas cosas mejores que vivir levantando cerraduras y escapando de la policía. En los diez años que había durado su asociación, habían llevado a cabo varias operaciones sin ningún tipo de complicaciones. Y eso era precisamente lo que lo preocupaba.


En el asunto de las esmeraldas, lo único que parecía haber eran preocupaciones. Aquel maldito profesor de universidad había enredado bien las cosas. Hawkins estaba resentido porque Caufield no le había dejado ocuparse de
Alfonso. Él sabía que Caufield no lo consideraba capaz de finura alguna, pero él podía haber arreglado aquel asunto fingiendo un accidente.


El verdadero problema era que Caufield estaba obsesionado con las esmeraldas. Hablaba de ellas día y noche, y se refería a ellas como si fueran seres vivos y no unas piedras preciosas que podían proporcionarles una considerable cantidad de dinero.


Hawkins estaba comenzando a creer que Caufield no pensaba vender las esmeraldas cuando las consiguiera. Él conocía el olor de la traición y estaba observando a su socio como un halcón. Cada vez que Caufield salía, recorría aquella casa vacía, buscando alguna pista sobre las intenciones de su socio.


Después estaban sus ataques de cólera. Caufield tenía fama de tener un carácter inestable, pero aquellas terribles pataletas eran cada vez más frecuentes.


El día anterior, había entrado en casa hecho una furia, con el rostro pálido, una mirada salvaje y temblando de rabia porque una de las chicas Chaves no estaba en el parque natural; había destrozado una de las habitaciones y había roto un mueble con un cuchillo de cocina antes de conseguir recobrar la calma.


Hawkins le tenía miedo. Aunque él fuera un hombre robusto y de puños ágiles, no tenía ningunas ganas de medirse físicamente con Caufield. Y menos cuando veía aquel fuego salvaje en sus ojos. Su única esperanza era, si quería la parte que le correspondía y fugarse limpiamente de allí, poder burlar a su socio.


Aprovechando que Caufield había vuelto a marcharse al parque natural, Hawkins inició una lenta y metódica búsqueda por la casa. Aunque era un hombre grande, a menudo considerado como falto de ingenio por sus socios, podía registrar toda una habitación sin levantar una sola mota de polvo. Echó un vistazo a los documentos robados y los descartó disgustado. 


Allí no había nada. Si Caufield hubiera encontrado algo, no los habría dejado tan a la vista. Decidió empezar por lo más obvio, por el dormitorio de su socio.


Sacudió primero los libros. Sabía que Caufield fingía ser un hombre formado, incluso erudito, aunque no había recibido más educación que él. Pero en los volúmenes de Shakespeare y Steinbeck no encontró nada más que palabras.


Hawkins buscó bajo el colchón y en los cajones de la cómoda. Como la pistola de Caufield no estaba por los alrededores, decidió que la habría metido en la mochila antes de ir a buscar a Paula. Con infinita paciencia, miró detrás de los
espejos, dentro de los cajones y bajo la alfombra. Cuando se volvía hacia al armario, empezaba a pensar y a que había juzgado equivocadamente a su socio.


Y allí, en el bolsillo de un par de vaqueros, encontró el mapa.


Era un dibujo tosco, en un papel amarillento. 


Para Hawkins, no había ningún posible error de interpretación. Las Torres estaban claramente representadas, junto a algunas direcciones y distancias y algunas marcas, aunque las proporciones no eran muy buenas.


El mapa de las esmeraldas, pensó Hawkins mientras intentaba alisar los pliegues del papel. Una furia amarga lo invadía mientras estudiaba cada una de aquellas líneas. Había descubierto el doble juego de Caufield, pero no se lo diría.


Él también podía jugar al mismo juego, pensó. 


Salió de la habitación con el mapa en el bolsillo. Caufield iba a sufrir un serio ataque de cólera cuando descubriera que su socio le había quitado las esmeraldas delante de sus narices. 


Era una pena que no fuera a estar allí para verlo.





CAPITULO 61 (TERCERA HISTORIA)




Paula hizo algo más que flotar y nadar. Pedro jamás había visto a nadie que realmente fuera capaz de dormir en el agua. Pero Paula podía. Cerraba despreocupadamente los ojos tras las gafas de sol, con el cuerpo completamente relajado. Llevaba un bikini de tirantes estrechos y un estampado de piel de leopardo que hacía que a Pedro le subiera la tensión sanguínea… Y tenía el mismo efecto en todos los hombres que había en cien metros a la redonda. Pero ella continuaba flotando tranquilamente, moviendo las manos con delicadeza en el agua. De vez en cuando, daba una patada perezosa para impulsarse y la melena flotaba a su alrededor. De tanto en tanto, buscaba la mano de Pedro, o le rodeaba el cuello con los brazos, confiando en que la mantuviera a flote.


Y de pronto, lo besó. Sus labios estaban fríos, húmedos. Y su cuerpo tan fluido como el agua que los rodeaba.


—Creo que este es el momento ideal para echarse una siesta —comentó Paula. Lo dejó en la piscina y se estiró en una tumbona, bajo una sombrilla.


Cuando se despertó, las sombras ya eran mucho más largas y solo quedaban algunos acérrimos aficionados a la natación en el agua. 


Miró a su alrededor, buscando a Pedro, y comprobó vagamente desilusionada que no se había quedado con ella. Se envolvió en su pareo y fue a buscarlo.


La habitación estaba vacía, pero había una nota en la cama, escrita con la cuidada caligrafía de Pedro.


«Tengo un par de cosas que hacer. Volveré pronto».


Paula se encogió de hombros, buscó en la radio una emisora de música 
clásica y se dio una larga y cálida ducha.


Reanimada y relajada, se quitó la toalla y comenzó a echarse crema con largas y perezosas caricias. Quizá encontraran un restaurante pequeño y acogedor en el que cenar, se dijo. Algún lugar con iluminación tenue y música en directo. Podrían prolongar la velada a la luz de las velas y deleitarse con un frío y burbujeante champán.


Después volverían al hotel y correrían las cortinas del balcón. Pedro la besaría de aquella forma tan minuciosa y embriagadora, hasta que ninguno de los dos fuera capaz de apartar las manos del otro. Paula tomó un frasquito de perfume y lo vaporizó sobre su piel. Después, harían el amor, lenta o frenéticamente, delicada o desesperadamente, hasta que terminaran durmiéndose abrazados.


No pensarían en la tragedia de Bianca, ni en ladrones de esmeraldas. Aquella noche solo pensarían el uno en el otro.


Soñando en él, Paula se adentró en el dormitorio.


Pedro la estaba esperando. Parecía que hubiera estado esperándola durante toda su vida. Ella se detuvo, con los ojos oscurecidos por la luz de las velas que Pedro había encendido. Su pelo húmedo llameaba frente a aquella delicada luz. Su perfume flotaba en la habitación, misterioso, seductor, mezclado con la fragancia del ramo de fresias que Pedro le había comprado.


Al igual que ella, había imaginado una noche perfecta y estaba intentando ofrecérsela.


La radio continuaba emitiendo melodías románticas. Sobre la mesa situada frente a las puertas del balcón, descansaban dos elegantes velas blancas. El champán acababa de ser servido en dos copas altas previamente escarchadas.


Frente a ellos, el sol se ponía en el cielo, convertido en un globo escarlata que se hundía en el azul profundo del horizonte.


—He pensado que podríamos cenar aquí —le dijo, tendiéndole la mano.


Pedro—la emoción le constreñía la garganta—. ¿Ves como siempre he tenido razón? —entrelazó los dedos con los de Pedro—. Eres un poeta.


—Quería estar a solas contigo —tomó uno de los frágiles capullos y se lo puso en el pelo—. Espero que no te importe.


—No —dejó escapar un trémulo suspiro cuando Pedro le besó la palma de la mano—. No me importa.


Pedro tomó las copas y le tendió una.


—En los restaurantes hay tanta gente…


—Y son tan ruidosos —se mostró de acuerdo Paula, mientras acercaba su copa a la de Pedro.


—Y alguien podría protestar si comienzo a besarte antes de los aperitivos.


Sin dejar de mirarlo, Paula bebió un sorbo de champán.


—Yo no lo haría.


Pedro deslizó un dedo por su cuello y le hizo inclinar la cabeza para que sus labios pudieran encontrarse.


—Creo que deberíamos darle a la cena una oportunidad —susurró Pedro al cabo de un momento.


Se sentaron juntos para contemplar la puesta de sol mientras se iban dando el uno al otro pedacitos de langosta empapada en dulce mantequilla caliente. Paula dejaba que el champán explotara en su lengua y después se volvía hacia él, donde el sabor del champán se convertía en algo sencillamente embriagador.


Mientras les llegaba desde la radio un preludio de Chopin, Pedro besó suavemente su hombro y deslizó los labios hasta su cuello.


—La primera vez que te vi —le dijo mientras introducía un pedazo de langosta entre sus labios—, pensé que eras una sirena. Y aquella primera noche soñé contigo —frotó suavemente sus labios—. Desde entonces, he soñado contigo cada noche.


—Cuando me siento en la torre pienso en ti… de la misma manera que Bianca pensó en otro tiempo en Christian. ¿Crees que llegarían a hacer el amor?


—No creo que Christian pudiera resistirse.


Por los labios de Paula escapaba su trémula respiración.


—No creo que ella quisiera que se resistiera —mirándolo a los ojos, empezó a desabrocharle la camisa—. Ella también se moría de deseo por él, de ganas de acariciarlo —con un suspiro, deslizó las manos por su pecho—. Cuando estaban juntos, solos, nada más importaba.


—Él se volvería loco por ella —tomó a Paula de las manos para hacerla levantarse. La abandonó un momento, para cerrar las ventanas, de manera que quedaran encerrados entre la música y la luz de las velas—. Debían perseguirlo noche y día imágenes de Bianca. Su rostro… —recorrió con los dedos las mejillas de Paula, la barbilla, la garganta—. Cada vez que cerraba los ojos, la vería. Su sabor… —presionó sus labios—. Cada vez que respiraba, estaría allí para recordarle sus besos.


—Y ella permanecería despierta noche tras noche en su cama, deseando sus caricias —con el corazón acelerado, deslizó la camisa por los hombros de Pedro y se estremeció cuando este le desató el cinturón de la bata—, recordando cómo la miraba cuando la desnudaba.


—Christian no podía desearla más de lo que te deseo a ti —la bata resbaló hasta el suelo. Y Pedro se acercó todavía más a Paula—. Déjame demostrártelo.


La luz de las velas era cada vez menos intensa. 


Un solitario rayo de luna se filtraba por una minúscula rendija entre las cortinas. Se sentía la música, la creciente pasión y la fragancia de aquellas frágiles flores.


Promesas susurradas y respuestas desesperadas. Una risa grave y ronca, un gemido sollozante. Desde la paciencia a la urgencia, desde la ternura a la locura, se entregaron el uno al otro. Durante aquella oscura e interminable noche, se mostraron ávidos, incansables. Una delicada caricia podía causar un temblor; un toque más brusco un suspiro. Se acercaban el uno al otro con generoso afecto y al instante siguiente como si fueran belicosos guerreros.


Cada vez que se creían saciados, eran capaces de volver a excitarse.


Y no dejaron de amarse hasta que las velas se fundieron y la luz grisácea del amanecer se filtró sigilosa en la habitación.