lunes, 17 de junio de 2019

CAPITULO 6 (TERCERA HISTORIA)




Le flaqueaban las fuerzas. Aunque había conseguido deshacerse de los zapatos, las piernas le pesaban terriblemente. Él siempre había sido un buen nadador. Era el único deporte que se le daba bien. Pero el mar era infinitamente más fuerte que él. Era él el que lo arrastraba, y no sus brazos y sus piernas. Lo hundía a capricho y después lo liberaba, permitiéndole tomar una nueva bocanada de aire.


Ni siquiera podía recordar por qué luchaba. El frío que hacía tiempo y a había entumecido su cuerpo comenzaba a tener el mismo efecto en su cerebro. Sus movimientos eran ya prácticamente automáticos y cada vez más débiles. Era el mar el que lo guiaba, el que lo atrapaba, y el que, estaba empezando a aceptarlo, terminaría matándolo.


Lo sacudió una ola y, exhausto, se dejó arrastrar por ella. Lo único que esperaba y a era ahogarse antes de ser estampado contra las rocas.


Sintió que algo le rodeaba el cuello y, con sus últimas fuerzas, lo empujó.


Alguna serpiente marina, o quizá fueran algas, se había enredado en su cuello.


Entonces su rostro emergió otra vez a la superficie. Sus pulmones sedientos absorbieron el aire. Vio un rostro cerca del suyo. Un rostro pálido y sorprendentemente bello. Un glorioso pelo húmedo y oscuro flotaba sobre él.


—Agárrese —le gritó la chica—. Todo saldrá bien.


Estaba arrastrándolo hacia la orilla, batiéndose contra la estela dejada por una ola. Era una alucinación, pensó Pedro. Tenía que estar alucinando para ser capaz de imaginar a una mujer tan bella llegando en su ayuda justo antes de morir.


Pero la posibilidad de que hubiera ocurrido un milagro reavivó su ya casi agotado instinto de supervivencia y comenzó a colaborar con ella.


Las olas los golpeaban, los arrastraban hacia dentro cada vez que conseguían dar un paso. Por encima de sus cabezas, el cielo se abrió para dejar caer un aguacero. Ella le estaba gritando algo otra vez, pero lo único que Pedro podía oír era el zumbido de su propia cabeza.


Decidió que debía estar muerto. Desde luego, y a no sentía dolor. Lo único que podía ver era el rostro de aquella mujer, el brillo de sus ojos y sus pestañas cubiertas de agua. A un hombre podían ocurrirle cosas peores que morir con aquella imagen en mente.


Pero los ojos de la joven brillaban con enfado, parecían haberse cargado de electricidad. 


Quería que la ayudara, comprendió Pedro


Necesitaba ayuda.


Instintivamente, le pasó el brazo por la cintura, para que se apoyaran el uno en el otro.Perdió la cuenta mientras caminaban, de las veces que caía y volvía a levantarse. Cuando vio las rocas que sobresalían en el agua, las afiladas aristas
que asomaban entre la espuma, sin pensárselo dos veces, volvió su cuerpo agotado hacia ella. 


Una furiosa ola los derrumbó con la misma facilidad con la que un ser humano se deshace de una hormiga.


Se golpeó el hombro contra la roca, pero apenas lo sintió. Sentía también los granos de arena bajo sus rodillas. El agua luchaba por engullirlos, pero, arrastrándose sobre las rocas, consiguieron alcanzar la orilla.


Las náuseas iniciales fueron espantosas, lo atormentaban de tal manera que por un instante pensó que su cuerpo se iba a partir en dos. 


Cuando pasó lo peor, dio media vuelta y, tosiendo, se tumbó de espaldas. El cielo giraba sobre su cabeza, negro y brillante. El rostro estaba otra vez sobre él. Sintió una mano acariciando delicadamente su frente.


—Lo has conseguido, marinero.


Pedro se limitó a mirarla fijamente. Era misteriosamente bella, como un ser que hubiera podido conjurar él mismo si hubiera tenido suficiente imaginación.


Bajo los relámpagos, podía ver un hermoso pelo cobrizo. Tenía toneladas de pelo.


Flotaba alrededor de su rostro, bajaba hasta sus hombros y alcanzaba su propio pecho. Sus ojos tenían el mismo color verde de un mar en calma. 


Mientras el agua goteaba desde su melena hasta él, Pedro alzó la mano para tocar su rostro, seguro de que sus dedos atravesarían aquella misteriosa imagen. Pero sintió una piel, fría, húmeda y tan suave como la lluvia de primavera.


—Eres real —dijo con un graznido—. Eres real.


—Condenadamente cierto —sonrió, enmarcó su rostro con las manos y rio—. Estás vivo. ¡Estamos vivos!


Y lo besó. Profunda, generosamente, hasta conseguir que volviera a darle vueltas la cabeza.


Había algo más que risa en aquel beso. Pedro advirtió júbilo en él, pero no la alegría del simple alivio.


Cuando volvió a mirarla, la vio borrosa; aquel rostro etéreo se desvaneció hasta dejar únicamente frente a él unos ojos increíbles y resplandecientes.


—Nunca he creído en las sirenas —musitó, antes de perder la consciencia.




CAPITULO 5 (TERCERA HISTORIA)




Paula había bajado, siguiendo una sinuosa carretera, hasta la base de los acantilados. Se había levantado un viento terrible, que sintió aullar con fiereza y azotar su pelo en cuanto salió del coche. No sabía por qué se había sentido impulsada a acercarse hasta allí, a permanecer sola en aquel estrecho y rocoso pedazo de playa esperando la tormenta.


Pero allí estaba, y sentía la euforia entrando a raudales en su interior, corriendo bajo su piel, imprimiendo velocidad a su corazón. Cuando rio, el sonido de su risa flotó en el viento y el eco lo repitió. El poder y la pasión explotaban a
su alrededor en medio de una guerra que contemplaba con deleite.


El agua se estrellaba contra las rocas, explotaba hasta quedar pulverizada sobre ellas y se alzaba hasta donde estaba Paula. Estaba tan fría que se estremeció, pero no retrocedió. Cerró los ojos, elevó el rostro hacia el cielo y absorbió aquella sensación.


El ruido era terrible, salvaje, primitivo. En el cielo, y cada vez más cerca, se cernía la tormenta. Inmensa, oscura y tempestuosa. La lluvia se sentía con tanta fuerza en el aire que casi se podía saborear, tocar, pero eran los relámpagos los que dominaban la tormenta, cruzando los cielos mientras el retumbar del trueno competía con la violencia del agua y del viento.


Paula tenía la sensación de estar sola en medio de un cuadro, pero no experimentaba soledad y mucho menos miedo. Era anticipación lo que cosquilleaba en su piel. Una pasión tan oscura como la propia tormenta palpitaba en su sangre.


Algo iba a ocurrir, pensó nuevamente, mientras elevaba el rostro hacia el cielo.


Si no hubiera sido por los relámpagos, no lo habría visto. Al principio, observó la oscura forma que se adivinaba en el agua y se preguntó si un delfín habría podido acercarse tanto a las rocas. Con curiosidad, caminó sobre las rocas de esquisto, apartándose con la mano el pelo que el viento llevaba a su rostro.


No era un delfín, advirtió con una punzada de pánico. Era un hombre.


Demasiado estupefacta para moverse, continuó observándolo. Seguramente serían imaginaciones suyas, se dijo. Se había dejado atrapar por la tormenta, por su misterio y por aquella sensación apremiante que la embargaba. Era una locura pensar que había visto a alguien luchando contra las olas en aquel solitario y convulso palmo de agua.


Pero cuando la figura apareció otra vez, flotando, Paula se quitó las sandalias y corrió hacia el agua helada.




CAPITULO 4 (TERCERA HISTORIA)





La puerta del camarote de Caufield estaba abierta. Pedro, que jamás se habría detenido para escuchar a escondidas, se paró un instante con intención de darle a su estómago un momento de reposo. Oyó entonces a su jefe hablando con el capitán. Cuando consiguió sobreponerse al mareo, se dio cuenta de que no estaban hablando ni del tiempo ni de un posible cambio de rumbo.


—No pienso perder ese collar —dijo Caufield con impaciencia—. Ya me he visto envuelto en bastantes problemas por su culpa.


La respuesta del capitán no fue menos tensa.


—No entiendo por qué has metido a Alfonso en esto. Si llega a averiguar a qué se debe tu interés en esos documentos y cómo los has conseguido, él también se convertirá en un problema.


—No lo averiguará nunca. En lo que a nuestro buen profesor concierne, esos papeles pertenecen a mi familia. Y me considera suficientemente rico y excéntrico como para querer preservarlos.


—Si alguna vez llega a oír algo…


—¿Oír algo? —lo interrumpió Caufield con una carcajada—. Está tan enterrado en el pasado que no es capaz de oír ni su propio nombre. ¿Por qué crees que lo he elegido? Yo sé hacer mi trabajo, Hawkins, y he investigado a Alfonso exhaustivamente. Es un académico con más cerebro que ingenio y solo siente curiosidad por el pasado. Acontecimientos como un robo a mano armada o la desaparición de las esmeraldas de los Chaves le son completamente indiferentes.


En el pasillo, Pedro permanecía quieto y en silencio, mientras su malestar físico comenzaba a mezclarse con una repugnante sospecha. 


Robo a mano armada. Aquella frase se repetía en su cerebro.


—Habría sido mejor irnos a Nueva York —se quejó Hawkins—. Podría haber ido trabajando en el caso Waffingford mientras tú te pasabas todo un mes esperando. Podríamos haber tenido los diamantes de esa vieja dama en menos de una semana.


—Esos diamantes pueden esperar —Caufield endureció la voz—. Quiero esas esmeraldas y voy a conseguirlas. Llevo veinte años en este negocio, Hawkins, y sé que un hombre solo tiene una oportunidad en su vida de conseguir algo tan grande.


—Los diamantes…


—Son piedras —en ese momento su voz parecía mucho más dulce, quizá incluso con algún tinte de locura—. Esas esmeraldas son una leyenda. Y van a ser mías. Cueste lo que cueste.


Pedro permanecía completamente paralizado fuera del camarote. Las desagradables náuseas que minutos antes sacudían su estómago habían cesado a causa de la impresión. No tenía la menor idea de lo que estaban hablando y tampoco de cómo encajar todas aquellas piezas de información. Pero una cosa era evidente: estaba siendo utilizado por un ladrón y había algo más que historia en los documentos que pretendían que investigara.


No le había pasado por alto el fanatismo que reflejaba la voz de Caufield, y tampoco la violencia reprimida de Hawkins. Y a lo largo de la historia, elfanatismo había demostrado ser la más peligrosa de las armas. Solo se la podía combatir mediante el conocimiento.


Él tenía los documentos en su mano, los conservaría y encontraría la manera de abandonar el barco e ir directamente a la policía. Aunque lo que podía llegar a explicar no tenía ningún sentido. Retrocedió, esperando haber aclarado sus pensamientos para cuando llegara de nuevo a su camarote. Pero una inoportuna ola sacudió el barco en ese momento y Pedro se vio lanzado a través de la puerta
abierta.


—Doctor Alfonso —aferrándose a ambos lados de su escritorio, Caufield elevó una ceja—. Bueno, parece que ha llegado al lugar equivocado en el momento equivocado.


Pedro se aferró al marco de la puerta y se tambaleó mientras maldecía la inestabilidad del suelo que tenía a los pies.


—Yo… quería tomar aire.


—Ha oído todo lo que hemos dicho —musitó el capitán.


—Soy consciente de ello, Hawkins. No puede decirse que el profesor haya sido dotado con la inexpresividad de un jugador de póquer. Me temo que no va a poder poner un solo pie en la playa durante nuestra estancia en Bar Harbor,
doctor —sacó un revólver cromado—. Un serio inconveniente, lo sé. Pero estoy seguro de que su camarote le resultará más adecuado para satisfacer sus necesidades mientras trabaja. Hawkins, llévatelo y enciérralo.


El retumbar de un trueno hizo vibrar la embarcación. Fue todo lo que Pedro necesitó para comenzar a mover las piernas. Mientras el yate se mecía, volvió corriendo hasta el pasillo. Aferrándose a la barandilla, luchaba contra el movimiento del yate. Los gritos que oía tras él se perdieron en el aullido del viento cuando llegó a cubierta.


Una ráfaga de agua salada le golpeó el rostro, cegándolo por un instante mientras buscaba frenéticamente la manera de escapar. Un rayo rasgó los cielos, mostrándole en aquel instante de luz el mar revuelto, las escarpadas rocas y una franja de tierra a lo lejos. El siguiente movimiento del barco estuvo a punto de tirarlo al suelo, pero consiguió mantenerse en pie gracias a la suerte y a su férrea voluntad de mantenerse erguido. Dejándose llevar por el instinto, echó a correr sobre la húmeda y resbaladiza cubierta. 


Con el siguiente fogonazo de luz, vio a uno de sus dos repentinos enemigos mirándolo. El hombre gritó y le hizo un gesto, pero Pedro dio media vuelta y continuó corriendo.


Intentó pensar, pero tenía la cabeza demasiado abarrotada, demasiado confusa. La tormenta, el movimiento del y ate, el destello de la pistola. 


Era como estar atrapado en medio de una pesadilla de otra persona. Él era un profesor de
historia, un hombre que vivía entre libros y salía escasas veces a la superficie intentando recordar si había comido o se había encargado de la limpieza. Era, lo sabía, terriblemente aburrido, y sus días transcurrían tranquilamente, inmersos en la rutina en la que había convertido su vida. No podía estar en un yate en medio del Atlántico, siendo perseguido por dos ladrones armados.


—Doctor.


La voz de su jefe sonó suficientemente cerca como para hacer que Pedro se volviera. La pistola que vio a menos de dos metros de él le hizo comprender que algunas pesadillas eran reales. Fue girando lentamente hasta quedar atrapado frente a la barandilla del barco. Ya no tenía forma de salir corriendo.


—Sé que esto es una incomodidad para usted —dijo Caufield—, pero creo que sería más inteligente que regresara a su camarote —un relámpago de luz enfatizó su argumento—. La tormenta puede ser corta, pero es muy intensa. Y no nos gustaría que… se cayera por la borda.


—Es usted un ladrón.


—Sí —con las piernas abiertas sobre cubierta, Caufield sonrió. Parecía estar disfrutando de la situación. Del viento, del aire cargado de electricidad y del rostro pálido de la presa que tenía acorralada—. Y ahora que puedo ser sincero con usted, le diré exactamente lo que tiene que buscar. De esa forma nuestro trabajo avanzará mucho más rápido. Vamos, doctor, utilice su tan famoso cerebro.


Por el rabillo del ojo, Pedro vio que Hawkins se acercaba por el otro lado, moviéndose con tanta seguridad sobre la cubierta como una cabra por un accidentado sendero en la montaña. En cuestión de segundos, lo atraparían. Y cuando lo hicieran, estaba seguro, no volvería a ver un aula.


Con un instinto de supervivencia que hasta entonces no había puesto a prueba, se lanzó sobre la barandilla. Oyó el retumbar de otro trueno y sintió que le ardía la sien, después, se sumergió en las aguas convulsas y oscuras del Atlántico.