martes, 2 de julio de 2019
CAPITULO 55 (TERCERA HISTORIA)
Caufield colgó el teléfono y cedió a la rabia.
Golpeó el escritorio con los puños,
desgarró varios folletos a mordiscos y terminó estampando un jarrón de cristal contra la pared. Como no era la primera vez que lo veía en aquel estado, Hawkins decidió apartarse hasta que se calmara.
Después de respirar hondo tres veces, Caufield volvió a sentarse. La violencia de su mirada se desvaneció de sus ojos mientras se retorcía las manos.
—Parece que somos víctimas del destino, Hawkins. El coche que llevaba nuestro buen profesor está registrado a nombre de Catalina Chaves St. James.
Con un juramento, Hawkins se separó de la pared sobre la que estaba recostado.
—Te dije que todo este asunto apestaba. Se supone que ese tipo debería estar muerto. Y lo que hizo fue caer directamente en su regazo. Seguro que les habrá contado todo.
Caufield juntó las puntas de los dedos.
—Oh, seguramente.
—Y si te reconoció…
—No me reconoció —con un férreo control, Caufield entrelazó los dedos y posó las manos en el escritorio—. Si me hubiera reconocido, no me habría saludado. No es suficientemente avispado —al sentir que los dedos se tensaban,
los relajó intencionadamente—. Ese hombre es estúpido. Yo aprendí más en un año en las calles que él durante todos esos años en la universidad. Al fin y al cabo, estamos aquí y no en un yate.
—Pero lo sabe todo —insistió Hawkins, haciéndose sonar los nudillos—. A estas alturas, todos estarán enterados de nuestros planes y tomarán precauciones.
—Lo que añade un poco de pimienta a nuestro juego. Y y a es hora de empezar a jugar. Puesto que el doctor Alfonso se ha unido a las Chaves,
creo que ha llegado el momento de acercarme a una de esas damas.
—Estás loco.
—Ten cuidado, amigo —dijo Caufield sin elevar la voz—. Si no te gustan mis reglas, no tienes nada que hacer aquí.
—Yo fui el que pagó ese maldito yate —Hawkins se pasó una mano por el pelo—. Y ya le he dedicado a este asunto más de un mes de trabajo. Estoy haciendo una inversión.
—Entonces déjame terminarlo.
Con expresión pensativa, Caufield se levantó y se acercó a la ventana. Había unas hermosas flores en el exterior. Unas flores que le recordaron que había recorrido un largo camino desde que se movía por las barriadas del sur de Chicago. Con las esmeraldas, podría llegar incluso más lejos.
Quizá a una hermosa localidad de los mares del sur en la que podría relajarse y refrescarse mientras la Interpol lo buscaba. Ya tenía un pasaporte nuevo, un nuevo pasado y un nuevo nombre en la reserva.
Y una considerable suma de dinero produciéndole intereses en un banco
suizo.
Había dedicado a aquellos negocios la mayor parte de su vida y con bastante éxito. No necesitaba las esmeraldas solo por el dinero que podía obtener al venderlas, pero las quería. Y pensaba hacerse con ellas.
Mientras Hawkins caminaba y continuaba machacándose los nudillos, Caufield permanecía asomado a la ventana.
—Por cierto, ahora que me acuerdo, durante mi breve amistad con la adorable Amelia, esta me comentó que su hermana Paula era la que más
información tenía sobre Bianca. Quizá también sea ella la que más sabe de las esmeraldas.
Al menos eso tenía algún sentido para Hawkins.
—¿Vas a secuestrarla?
Caufield hizo una mueca.
—Ese es tu estilo, Hawkins. Concédeme al menos el mérito de ser algo más refinado. Creo que haré una visita a Acadia. Dicen que las excursiones son muy informativas.
CAPITULO 54 (TERCERA HISTORIA)
Pedro silbaba mientras se servía el café. Silbaba la melodía del peripuesto pingüino de porcelana, que le parecía de lo más ajustada a su humor.
Tenía planes.
Grandes planes. Un paseo en coche a lo largo de la costa, cenar en algún lugar con magníficas vistas y una larga y agradable caminata por la playa.
Bebió un sorbo de café, se escaldó la lengua y sonrió.
Estaba viviendo un romance.
—Vaya, es agradable ver a alguien de tan buen humor a primera hora de la mañana.
Coco entró en la cocina. Se había teñido el pelo de un negro azabache la noche anterior y el resultado la había dejado en un agradable estado mental.
—¿Qué te parecerían unas tortitas de arándanos?
—Estás guapísima.
Coco sonrió radiante mientras se ponía un delantal con volantes.
—Vaya, gracias, querido. Una mujer necesita cambiar de aspecto de vez en cuando, como siempre digo. De esa forma se mantiene a los hombres alerta — después de sacar un enorme cuenco del armario, lo miró—. Yo diría, Pedro, que también tú tienes muy buen aspecto esta mañana. El aire del mar o… algo, parece sentarte muy bien.
—Este lugar es maravilloso. Nunca podré agradeceros lo suficiente que me hayáis dejado quedarme aquí.
—Tonterías.
Y con su particular y desordenado estilo, comenzó a mezclar ingredientes en el cuenco. A Pedro nunca dejaba de sorprenderlo que pudiera cocinar de forma tan descuidada y después obtener tan exquisitos resultados.
—Tenía que ser así. Lo supe desde el momento en el que Paula te trajo a casa. Ella se ha pasado la vida trayendo cosas a casa. Pájaros heridos, conejos casi recién nacidos. Incluso una vez trajo una serpiente —se llevó la mano al pecho al recordarlo—. Esta ha sido la primera vez que ha traído a un hombre inconsciente. Así es Paula —continuó, batiendo alegremente la mezcla mientras hablaba—. Siempre actuando de manera inesperada. También tiene mucho talento. Conoce todos esos términos latinos para las plantas, las costumbres migratorias de los pájaros y todas esas cosas. Y cuando está de humor, dibuja magníficamente.
—Lo sé. He visto los dibujos de su habitación.
Coco lo miró de reojo.
—¿Ah sí?
—Yo… —dio un rápido sorbo a su café—. Sí. ¿Quieres una taza?
—No. Me tomaré el café cuando hay a terminado con esto —«vaya, vaya» , pensó, aquella historia estaba siendo preciosa, las cartas no mentían—. Sí, nuestra Paula es una mujer fascinante. Es muy testaruda, como las otras, pero de una forma natural y engañosamente afable. Yo siempre he dicho que en cuanto llegara el hombre adecuado, reconocería lo especial que es —sin apartar la mirada de Pedro, lavó y secó los arándanos—. Ese hombre tiene que ser paciente, pero no maleable. Suficientemente fuerte para evitar que se desvíe demasiado y suficientemente sabio como para no intentar cambiarla —mezcló los arándanos con la mantequilla y sonrió—. Pero, claro, si amas a una persona, ¿por qué vas a intentar cambiarla?
—Tía Coco, ¿estás acribillando a preguntas al pobre Pedro? —Paula entró bostezando en la cocina.
—Qué cosas dices —Coco calentó la plancha y chasqueó la lengua—. Pedro y yo estamos teniendo una conversación muy agradable, ¿verdad, Pedro?
—Fascinante, de hecho.
—¿De verdad? —Paula le quitó la taza a Pedro y, como este no se movía, se inclinó para darle un beso de buenos días. Vio que Coco se frotaba las manos—. Lo tomaré como un cumplido y, como veo tortitas de arándanos en el horizonte, no me quejaré.
Encantada con aquel beso, Coco canturreaba mientras sacaba los platos.
—Te has levantado temprano esta mañana.
—Se está convirtiendo en un hábito —dio un sorbo al café de Pedro y le dirigió a este una sonrisa—. Un hábito con el que pronto tendré que acabar.
—El resto de la familia entrará en tropel de un momento a otro —y a Coco no había nada que le gustara más que tener a todos sus polluelos reunidos—. Paula, ¿por qué no te sientas a la mesa?
—Definitivamente, tendré que acabar con esa costumbre —con un suspiro, le devolvió a Pedro su café, pero besó a Coco en la mejilla—. Me gusta tu pelo. Muy francés.
Haciendo un ruido que recordaba a una risa, Coco comenzó a batir la mantequilla.
—Pon la vajilla buena, querida. Tengo la sensación de que hay algo que celebrar
CAPITULO 53 (TERCERA HISTORIA)
El enfado de Paula se transformó en simple estupefacción.
—No lo haré.
—Sí —respondió Pedro sin alterarse—, lo harás —deslizó las manos detrás de su espalda, para acercarla a él—. Acerca de esta noche… —comenzó a decir cuando sus cuerpos se rozaron—. Evidentemente, has malinterpretado tanto mis motivos como mis sentimientos.
Paula arqueó la espalda. Estaba más sorprendida que enfadada cuando Pedro la soltó.
—No quiero hablar de ello.
—No, supongo que prefieres que nos gritemos, pero me parece poco constructivo y además no es mi estilo —no disminuía en ningún momento la firmeza de sus manos y de su voz—. Para ser más preciso, no he venido aquí porque quisiera satisfacer mis deseos, aunque puedes estar segura de que tengo intención de hacer el amor contigo.
Paula se quedó mirándolo desconcertada.
—¿Qué diablos te ha pasado?
—De pronto, me he dado cuenta de que la mejor forma de tratarte es la misma que utilizo con mis alumnos más difíciles. Hace falta algo más que paciencia. Se requiere mano firme y una línea clara de intenciones y objetivos.
—Una alumna difícil… —tomó aire, intentando contener su furia—. Pedro, creo que será mejor que te tomes una aspirina y te acuestes.
—Como iba diciendo —le susurró Pedro al oído—. No solo es una cuestión de sexo, a pesar de que en ese aspecto nuestra relación me resultó increíblemente satisfactoria. Es más un asunto de estar completamente hechizado por ti.
—No —dijo Paula débilmente mientras Pedro se inclinaba para mordisquearle el oído.
—Quizá haya cometido el error de dar a entender que es solo tu aspecto, la sensación de tu cuerpo bajo mis manos y tu sabor lo que me atrae hacia ti — mordisqueó su labio inferior, succionándolo delicadamente hasta que Paula desenfocó la mirada—. Pero es más que eso. No sé cómo decírtelo —Paula sentía latir su propio pulso rápido y fuerte contra las manos de Pedro, mientras este la empujaba hacia atrás—. No ha habido nadie como tú en mi vida. Y no quiero que salgas de ella, Paula.
—¿Qué estás haciendo?
—Llevándote a la cama.
Paula intentaba aclarar sus pensamientos mientras Pedro deslizaba los labios por su cuello.
—No, no me vas a llevar a la cama.
Paula estaba enfadada con él, pero mientras continuaba intentando seducirla con sus labios, Pedro no era capaz de adivinar el motivo.
—Necesito demostrarte lo que siento por ti —sin dejar de juguetear con sus labios, descendió con ella hasta la cama.
Liberó las manos de Paula. Entonces ella las deslizó bajo su camisa para acariciar su pálida piel. Ya no quería pensar. Eran demasiados los sentimientos que en aquel momento tenía que asimilar, así que lo atrajo hacia ella con avidez.
—Estaba celoso —murmuró Pedro mientras deslizaba uno de los tirantes de encaje de su hombro para posar los labios sobre él—. No quiero que te toque ningún otro hombre.
—No —Pedro la acariciaba en aquel momento con caricias largas, que deslizaba a lo largo de su tembloroso cuerpo—, solo tú.
Pedro se hundió en aquel beso, deleitándose en el sabor, en la textura de Paula, hasta sentirse completamente embriagado. Después, como un adicto, retrocedió para buscar algo más.
Aquello era el placer, el cuidado, el romanticismo, pensó Paula vagamente.
Continuar flotando junto a él, con aquella brisa que refrescaba sus cuerpos ardientes, susurrando palabras contra sus labios. Era un deseo tan perfectamente equilibrado con el cariño… Nada importaba más que aquel momento, se dijo, intentando contener sus esperanzas de amor.
Tras quitarle la camiseta por encima de la cabeza, dejó que sus manos vagaran por el torso de Pedro. Era tan fuerte. Era algo más que la sutil firmeza de sus músculos. Era su fuerza interior la que la excitaba. La integridad, la dedicación a lo que consideraba correcto. Pedro sería suficientemente fuerte para ser leal, honesto y delicado con aquella mujer a la que amara.
Pedro cambió de postura e instó a Paula a recostarse contra los almohadones.
Se arrodilló a su lado y comenzó a desatarle el diminuto lazo de encaje que descendía sobre su piel marfileña. El contraste de sus dedos pacientes y la urgencia de su mirada dejó a Paula sin aliento. Pedro consiguió deshacer el lazo y acarició con los labios la piel fresca que dejó al descubierto, sorprendido de que la piel de Paula pudiera ser tan suave y sedosa.
Con la misma paciencia que él había demostrado, Paula terminó de desnudarlo. Aunque la necesidad de precipitarse los desgarraba a los dos, conseguían dominar su impaciencia, comunicándose sin necesidad de palabras.
Paula se levantó y le rodeó el cuello con los brazos hasta que quedaron torso con torso, muslo con muslo. Envueltos en la tenue luz de la habitación, se exploraron el uno al otro. Un estremecimiento, un suspiro, una petición, una respuesta. Labios inquisidores buscaban nuevos secretos. Manos ansiosas descubrían placeres nuevos.
Cuando Paula se abrazó a él, Pedro llenó su cuerpo. Deleitándose en aquella sensación, ella arqueó la espalda, hundiéndolo profundamente al tiempo que susurraba su nombre mientras comenzaba a experimentar las primeras oleadas de placer. Pedro podía verla, su cuerpo esbelto se inclinaba, su piel resplandecía bajo la luz mientras su pelo caía como una lluvia brillante por su espalda.
Mientras se estremecía, el maravilloso placer que estaba experimentando se reflejaba en sus ojos.
Entonces Pedro sintió que se le nublaba la visión, su propio cuerpo temblaba.
Deslizó las manos hasta los muslos de Paula. Ella lo rodeó con fuerza mientras volaban ambos hasta la cúspide del deseo.
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