miércoles, 19 de junio de 2019

CAPITULO 14 (TERCERA HISTORIA)




Pedro empezaba a pensar que la sopa le había salvado la vida al menos tanto como la propia Paula. La sentía deslizarse cálida y vigorizante por su cuerpo.


—Me caí de un yate —dijo bruscamente.


—Eso puede explicar lo que te ocurrió.


—Pero no sé lo que estaba haciendo en ese yate, exactamente.


Paula, sentada a su lado en un silla, levantó una pierna para colocarse en la posición del loto.


—¿Estabas de vacaciones?


—No —frunció el ceño—, yo nunca tengo vacaciones.


—¿Por qué no? —estiró la mano para tomar una de las galletas saladas que había en el plato de Pedro. Llevaba un trío de anillos en la mano.


—Trabajo.


—Pero en verano no hay clases —repuso Paula, estirándose con pereza.


—Siempre hay cursos. Pero… —había algo que golpeaba ligeramente su cerebro, como si estuviera provocándolo—, este verano iba a hacer algo distinto. Tenía un proyecto de investigación. Y pensaba empezar a escribir un libro.


—¿Un libro? ¿De verdad? —saboreaba la galleta como si estuviera cubierta de caviar. Pedro no pudo menos que admirar aquel sensual y básico disfrute—. ¿Qué tipo de libro?


Sus preguntas lo hicieron retroceder. Nunca le había hablado a nadie de su proyecto. Ninguno de sus conocidos habría creído nunca que el perseverante y aburrido Alfonso soñara con convertirse en novelista.


—Solo es algo en lo que llevo pensando algún tiempo, pero me surgió la oportunidad de trabajar en ese proyecto… en la historia de una familia.


—Bueno, supongo que eso es algo que encaja con una persona como tú. Yo era una estudiante terrible. Muy perezosa —dijo con una sonrisa en la mirada—. Me cuesta imaginarme a alguien que quiera pasarse la vida dentro de un aula. ¿A
ti te gusta?


No era cuestión de que le gustara o no. 


Sencillamente, era lo que hacía.


—Se me da bien —sí, advirtió, se le daba bien. Sus alumnos aprendían, unos más que otros. La gente asistía a sus conferencias y estas eran bien recibidas.


—No es lo mismo. ¿Puedo verte la mano?


—¿La qué?


—La mano —repitió.


Paula le tomó la mano y se la volvió para estudiar su palma.


—¿Qué haces?


Durante un loco instante, Pedro pensó que se iba a llevar su mano a los labios.


—Leerte la mano. Eres más inteligente que intuitivo. O quizá confías más en tu cerebro que en tu intuición.


Pedro clavó la mirada en la cabeza inclinada de Paula y soltó una risa nerviosa.


—No creerás en ese tipo de cosas, ¿verdad? Como en la capacidad de leer el destino en las manos.


—Claro que sí… Pero no son las líneas las que se interpretan, sino lo que se siente —alzó la mirada hacia él con una sonrisa que era a la vez lánguida y eléctrica—. Tienes unas manos muy bonitas. Mira —deslizó un dedo por la palma de la mano de Pedro, haciendo que este tragara saliva—. Tienes una larga vida por delante, ¿pero ves esta ruptura? Muestra una experiencia cercana a la muerte.


—Te lo estás inventando.


—Está en tu mano —le recordó—. Tienes una gran imaginación. Creo que podrás escribir ese libro… Pero tendrás que trabajarte la confianza en ti mismo.


Alzó la mirada nuevamente y lo estudió con expresión compasiva.


—¿Tuviste una infancia difícil?


—Sí… No —avergonzado, se aclaró la garganta—. Imagino que no más que la de otros.


Paula arqueó una ceja, pero lo dejó pasar.


—Bueno, ahora ya eres un chico grande —con la naturalidad que la caracterizaba, se echó el pelo hacia atrás y estudió nuevamente su mano—. Sí, mira, esto representa tu trabajo y esta es una rama que se desvía. Profesionalmente las cosas han sido muy fáciles para ti, te has marcado un sendero muy cómodo, pero esta otra línea se cruza con tu vida actual. Podría ser el esfuerzo de la literatura. Tendrás que elegir.


—Realmente no creo que…


—Claro que sí. Has estado pensando en ello durante años. Y aquí está el Monte de Venus. Eres un hombre muy sensual —lo miró a los ojos—. Y un amante muy cuidadoso.


Pedro no podía apartar la mirada de su boca. Era una boca llena, sin pintar, que se curvaba tentadoramente en una sonrisa. Besarla habría sido como hundirse en un sueño, en un sueño erótico y oscuro. Si un hombre sobrevivía a un sueño como aquel, terminaría rezando para no despertar nunca.


Paula sentía que algo avanzaba sigilosamente por encima de su diversión.


Algo inesperado y excitante. Era la forma en la que Pedro la miraba. Con aquella concentración tan absoluta. Como si ella fuera la única mujer sobre la tierra, o al menos la única que importaba.


No podía haber una mujer en el mundo que no sintiera como se debilitaban sus defensas bajo aquella mirada.


Por primera vez en su vida, se sentía a punto de perder el equilibrio por un hombre. Paula estaba acostumbrada a tener el control, a marcar el tono de sus relaciones con su abierta naturalidad. Desde que había comprendido que los hombres y las mujeres eran diferentes, había utilizado el poder con el que había nacido para guiar a los representantes del sexo opuesto por el camino que ella misma elegía.


Pero Pedro estaba consiguiendo confundirla con solo una mirada.


Esforzándose para recuperar el tono abierto y desenfadado que normalmente le era tan fácil, comenzó a soltar la mano de Pedro. Este la sorprendió, y se sorprendió, aferrándose a ella con fuerza.


—Eres —dijo lentamente—, la mujer más hermosa que he visto nunca.


Era una frase muy poco original, trillada incluso. 


Y no debería haber hecho que le diera un vuelco el corazón. Paula se rio de sí misma mientras se apartaba.


—¿No sales mucho, verdad profesor?


Paula advirtió un fogonazo de enfado en su mirada antes de que volviera a sentarse. Estaba tan furioso consigo mismo como con ella. Él nunca había sido un Casanova. Y tampoco le habían puesto nunca de aquella manera en su lugar.


—No, pero en realidad era una simple declaración. Ahora supongo que debería ponerte una moneda de plata en la mano, pero acabo de quedarme sin blanca.


—La lectura de mano corre a cargo de la casa —arrepintiéndose de haber sido tan brusca, le sonrió otra vez—. Cuando te encuentres mejor, te llevaré a dar una vuelta por la torre encantada.


—Estoy deseándolo.


La sequedad de su respuesta la hizo reír a carcajadas.


—Tengo una sensación sobre ti, Pedro. Creo que serías mucho más divertido si te olvidaras de ser tan intenso y pensativo. Ahora me iré un rato al piso de abajo para que tengas un poco de tranquilidad. Sé un buen chico y descansa un poco.


Pedro podía estar débil, pero no era ningún niño. 


Se levantó cuando Paula lo hizo. Aunque aquel movimiento la sorprendió, Paula le dirigió una de sus lentas y lánguidas sonrisas. El color había vuelto a su rostro, advirtió. Tenía los ojos más claros y, como era solo unos centímetros más alto que ella, los veía al mismo nivel que los suyos.


—¿Puedo hacer algo más por ti, Pedro?


—Solo respóndeme una pregunta. ¿Tienes relaciones con alguien?


Paula lo miró arqueando una ceja, al tiempo que se apartaba un mechón de pelo de la cara.


—¿En qué sentido?


—Es una pregunta muy sencilla, Paula, y se merece una respuesta igualmente sencilla.


Su tono regañón hizo que Paula lo mirara con el ceño fruncido.


—Si te refieres a si tengo relaciones sexuales o sentimentales con alguien, la respuesta es no. En este momento.


—Bien —la vaga irritación que vio en sus ojos lo complació. Quería una respuesta y la había conseguido.


—Mira, profesor, yo te saqué del agua. Y me pareces un hombre demasiado inteligente como para confundir la gratitud con otro tipo de sentimientos.


En aquella ocasión fue él el que sonrió.


—¿Para confundirla con qué tipo de sentimientos?


—Por ejemplo, con la lujuria.


—Tienes razón. Conozco la diferencia… sobre todo cuando siento las dos cosas al mismo tiempo.


Sus propias palabras lo sorprendieron. Quizá aquella experiencia tan cercana a la muerte había sacudido su cerebro. Por un momento, Paula pareció estar a punto de abofetearlo. 


Después, brusca y maravillosamente, se echó a reír.


—Supongo que es otra sencilla declaración. Eres un hombre interesante, Pedro.


Y, se dijo a sí misma mientras se llevaba la bandeja, inofensivo.


O al menos eso esperaba.




CAPITULO 13 (TERCERA HISTORIA)




Un hombre salió a otra de las terrazas de la casa. Tenía el pelo rubio rojizo, enmarcando un rostro bronceado. Al ver a Pedro, se metió los pulgares en los bolsillos.


—Veo que te has levantado y estás dando una vuelta por los alrededores.


—Más o menos.


Aquel tipo tenía el aspecto de haber sido coceado por todo un equipo de mulas, pensó Samuel. Tenía el rostro mortalmente blanco, los ojos enrojecidos y la piel le sudaba por el esfuerzo de mantenerse en pie. El único motivo por el que no caía al suelo era por pura cabezonería. Eso le hizo contemplarlo con recelo.


—Me llamo Samuel O’Riley —le dijo, y le tendió la mano.


Pedro Alfonso.


—Sí, ya me lo han comentado. Paula dice que eres profesor de historia. ¿Estabas de vacaciones?


—No —Pedro frunció el ceño—. Creo que no.


No fue una forma de evadirse lo que Samuel vio en sus ojos, sino estupefacción mezclada con frustración.


—Supongo que todavía estás un poco afectado por lo ocurrido.


—Supongo que sí —con aire ausente, se llevó la mano al vendaje de la sien —. Estaba en un yate —musitó, mientras se esforzaba en visualizarlo—. Trabajando —¿pero en qué?—. El mar estaba muy agitado. Yo quería salir a cubierta, para tomar aire —se veía a sí mismo aferrado a la barandilla de cubierta. Aterrado—. Creo que me caí. —¿Saltó? ¿Lo tiraron?—. Debí caerme por la borda.


—Es extraño que nadie lo hay a denunciado.


—Samuel, déjalo en paz. ¿Acaso tiene aspecto de ser un ladrón de joyas? — Paula subió a grandes y lentas zancadas los escalones, con un perrillo negro a los pies. El perro corrió hacia Samuel, se enderezó e intentó sujetarse con las patas en sus vaqueros.


—Me preguntaba adónde habrías ido —continuó Paula. Lo tomó por la barbilla para examinar su rostro—. Parece que estás un poco mejor —decidió, mientras el cachorro comenzaba a olfatear los pies descalzos de Pedro—. Este es
Fred —le dijo—. Solo muerde a los delincuentes.


—Oh, estupendo.


—Y como tú acabas de contar con su aprobación, ¿por qué no descansas un
poco más? Puedes sentarte al sol y comer algo.
Pedro comprendió que no había nada que le apeteciera más y se dejó conducir por Paula.


—¿Esta es tu casa?


—Mi único y verdadero hogar. Mi bisabuelo la mandó construir en los años veinte. Cuidado con Fred —el cachorro se tambaleó, cayó entre ambos y gimió. Pedro, que se sentía tan torpe como él, lo compadeció al instante—. Estamos
pensando en enseñarle a bailar —comentó Paula mientras el perro intentaba levantarse. Al advertir la palidez de Pedro, le palmeó la mejilla—. Creo que deberías tomar un poco más de la sopa de tía Coco.


Lo hizo sentarse y no apartó la mirada de él mientras comía. Normalmente, sus instintos protectores estaban reservados a la familia o a pequeños pájaros heridos. Pero había algo en aquel hombre que la conmovía. Parecía tan fuera de su elemento, pensó. Y tan indefenso.


Algo ocurría detrás de aquellos enormes ojos azules, reflexionó. Algo que iba más allá del cansancio. Casi podía ver el esfuerzo mental que estaba haciendo para organizar sus pensamientos.




CAPITULO 12 (TERCERA HISTORIA)





Cuando volvió a despertarse, estaba solo. Pero tenía una docena de dolores palpitantes haciéndole compañía. Advirtió que Paula le había dejado las aspirinas y una botella de agua en la mesilla de noche y, agradecido, se tomó dos pastillas.


Cuando el pequeño coro de dolores lo agotó, se tumbó de nuevo, intentando recobrar el ritmo normal de la respiración. La luz del sol era intensa, y se extendía por la habitación a través de las puertas de la terraza, que también dejaban pasar la brisa fresca del mar. Había perdido el sentido del tiempo, y aunque le tentaba tumbarse y cerrar los ojos otra vez, necesitaba intentar recuperar el control.


Quizá Paula le había leído el pensamiento, pensó al ver sus pantalones junto a una camisa pulcramente doblada a los pies de la cama. Se levantó penosamente, como un anciano de huesos quebradizos y músculos doloridos. Su cuerpo cantaba una melodía de dolores mientras tomaba la ropa y se asomaba a una puerta lateral. Vio una vieja bañera con patas y una ducha de cromo que contempló con placer.


Las tuberías hicieron un ruido sordo cuando abrió la ducha, y también sus músculos parecieron lamentarse al sentir el agua rozando su piel. Pero diez minutos después, casi se sentía vivo.


No le resultó fácil secarse. Hasta la más simple de las tareas hacía quejarse a sus miembros. Sin estar muy seguro de lo que lo esperaba, quitó el vapor del espejo para estudiar su rostro.


Bajo la sutil sombra de la barba, su piel estaba pálida y demacrada. Por debajo del vendaje de la sien, asomaba una herida. Pedro y a sabía que había muchas otras heridas en el resto de su cuerpo. Y como resultado del agua salada, sus ojos eran una patriótica mezcla de rojo, blanco y azul. Aunque nunca se había considerado un hombre vanidoso, su aspecto nunca le había hecho sentirse orgulloso, volvió a mirarse en el espejo.


Haciendo muecas, gimiendo, y soltando toda clase de juramentos, consiguió vestirse.


La camisa le quedaba bastante bien. Mejor, de hecho, que muchas de las que él tenía. Ir de compras lo aterraba, los dependientes lo intimidaban con sus radiantes e impacientes sonrisas. La mayor parte de sus compras las hacía por catálogo y se quedaba siempre con lo que le enviaban.


Bajó la mirada hacia sus pies desnudos y admitió que tendría que ir, y pronto, a comprarse unos zapatos.


Moviéndose lentamente, salió a la terraza. El sol le escocía en los ojos, pero sentía la brisa, aquel aire húmedo, como una bendición del cielo. Y la vista… Por un momento, solo fue capaz de detenerse y mirar… apenas respiraba siquiera.


Agua, rocas y flores. Era como estar en la cima del mundo y al mirar hacia abajo descubrir una franja perfecta del planeta. Los colores eran vibrantes, zafiro, esmeralda, el rojo rubí de las rosas, el prístino blanco de las velas preñadas por el viento. No se oía nada, salvo el rumor del mar y, de vez en cuando, el distante y musical tañido de una boya. Podía apreciar la fragancia de las flores del verano y el olor penetrante del océano.


Aferrándose a la balaustrada de la terraza, comenzó a caminar. No sabía qué dirección tomar, así que caminó sin norte y no sin esfuerzo. En una ocasión, el mareo lo obligó a detenerse, cerró los ojos, respiró y consiguió superarlo.


Cuando llegó a un tramo de escaleras, decidió subirlas. Las piernas le temblaban y podía sentir que la fatiga lo acosaba. Pero el orgullo y la curiosidad lo ayudaron a continuar.


La casa estaba construida en granito. Una sobria y robusta piedra que no tenía nada que ver con la fantasía de la arquitectura. Pedro tenía la sensación de estar explorando la circunferencia de un castillo, algún obstinado baluarte de la historia que había decidido instalarse en aquellos acantilados y permanecer allí durante generaciones.


Entonces oyó el anacrónico zumbido de una herramienta mecánica y el juramento de un hombre. Caminó un poco más y reconoció los ruidos de una construcción en progreso, el golpe seco del martillo sobre la madera, la música procedente de un aparato de radio, el torbellino de una taladradora. Cuando se encontró el camino bloqueado por unos viejos maderos cubiertos por una lona, supo que había descubierto la fuente de aquellos ruidos.




CAPITULO 11 (TERCERA HISTORIA)




Pedro estaba soñando. Parte de su mente reconocía que era un sueño, pero sentía cómo se le encogían los músculos del estómago y cómo se le aceleraba el pulso.


Estaba solo, en medio de un mar oscuro y enfurecido, luchando para mover las piernas y los brazos a través de las olas. Las olas lo arrastraban, lo hundían hasta un mundo negro, sin aire. Los pulmones se le tensaban y sentía en la cabeza los latidos de su corazón.


La desorientación era completa… un mar negro debajo y un cielo no menos oscuro sobre él. 


Sentía un terrible palpitar en la sien y tenía los brazos y las piernas desesperadamente entumecidos. Se hundía de forma irremediable hasta el fondo del mar. Pero había alguien allí; veía una melena flotando alrededor de una mujer, ciñéndose sobre sus adorables senos, rodeando su torso. Tenía una mirada dulce, unos ojos verdes y misteriosos. Ella dijo su nombre, había alegría en su voz…, y una invitación a la risa. Lentamente y con la gracia de una bailarina, le tendió los brazos y lo abrazó. Pedro saboreó la sal y el sexo en sus labios cuando aquella sirena los acercó a los suyos.


Pedro se despertó con un gemido y un serio arrepentimiento. Sentía un dolor crudo y palpitante en el hombro y un dolor afilado en la cabeza. Los pensamientos parecían escapar de su mente. Concentrándose, consiguió encontrar un camino por encima del dolor y enfocar la mirada en un techo altísimo en el que las filigranas de las molduras se entrelazaban con las grietas. Se tensó ligeramente, siendo acusadamente consciente de que le dolía cada uno de los músculos de su cuerpo.


La habitación era enorme… O quizá se lo parecía porque apenas estaba amueblada. Pero qué mobiliario. Había un armario grandísimo, con las puertas intrincadamente talladas. La única silla que había en la habitación era, indudablemente, estilo Luis XV y la polvorienta mesilla de noche era una creación Hepplewhite. El colchón sobre el que descansaba estaba ligeramente combado, pero los pies y el cabecero de la cama eran de estilo georgiano.


Haciendo un considerable esfuerzo para incorporarse sobre el hombro, vio a Paula asomada a la terraza. La brisa agitaba sus larguísimas hebras de pelo. Pedro tragó saliva. Por lo menos ya sabía que no era una sirena. Tenía piernas. Dios, claro que tenía piernas… y le llegaban casi hasta los ojos. Llevaba unos pantalones cortos de flores, una camiseta azul claro y una sonrisa radiante en el rostro.


—Así que estás despierto —Paula se acercó a él y, con el gesto competente de una madre, posó la mano en su frente. Pedro sintió que se le secaba la boca—. No tienes fiebre. Estás de suerte.


—Sí.


Paula sonrió abiertamente.


—¿Estás hambriento?


Definitivamente, Pedro tenía un agujero en el estómago.


—Sí.


Se preguntaba si alguna vez sería capaz de pronunciar algo más que monosílabos delante de ella, y al mismo tiempo, se regañaba a sí mismo por habérsela imaginado desnuda cuando ella había arriesgado la vida para salvarlo.


—Te llamas Paula.


—Exacto —Paula se volvió y se inclinó sobre la bandeja—. No estaba segura de que recordaras nada de lo que ocurrió anoche.


El dolor lo envolvía de tal manera que tuvo que apretar los dientes para luchar contra él y contenerlo seriamente para poder decir sin que se le quebrara la voz:
—Recuerdo a cinco mujeres muy hermosas. Pensaba que estaba en el cielo.


Paula soltó una carcajada, dejó la bandeja a los pies de la cama y se acercó a él para ahuecarle la almohada.


—Eran mis tres hermanas y mi tía. Toma, ¿puedes incorporarte un poco?


Cuando Paula deslizó la mano por su espalda para ayudarlo, Pedro se dio cuenta de que estaba desnudo. Completamente.


—Ah…


—No te preocupes. No miraré —rio otra vez, haciéndole sonrojarse—. Tu ropa estaba destrozada… Creo que la camisa es ya una causa perdida. Relájate —le dijo, mientras colocaba la bandeja en su regazo—. Mi cuñado y mi futuro cuñado fueron los que te metieron en la cama.


—Oh —al parecer, había vuelto a los monosílabos.


—Prueba el té —le sugirió Paula—. Probablemente tragaste un galón de agua salada, así que debes tener la garganta en carne viva —advirtió la intensa concentración de sus ojos y el inmenso dolor que reflejaban—. ¿Te duele la cabeza?


—Muchísimo.


—Ahora mismo vuelvo —lo dejó, dejando tras ella una estela de exótica fragancia.


Pedro utilizó el tiempo que se quedó a solas para reunir las pocas fuerzas que tenía. Odiaba sentirse débil… una obsesión que conservaba desde la infancia, durante la que había sido un niño enclenque y asmático. Su padre había renunciado disgustado a convertir a su único y decepcionante hijo en una estrella del fútbol. Aunque sabía que era absurdo, cualquier enfermedad le hacía evocar Pedro los recuerdos más tristes de su infancia.


Y como Pedro siempre había considerado su mente más fuerte que su cuerpo, la utilizó en aquel momento para bloquear el dolor.


Minutos después, entró Paula en la habitación con un bote de aspirinas y otro de agua de Virginia.


—Tómate un par de aspirinas. Cuando termines de desayunar, puedo llevarte al hospital.


—¿Al hospital?


—Podrías querer que te viera un médico.


—No —se tragó las aspirinas—. Creo que no.


—Como quieras —se sentó en la cama para estudiarlo, meciendo perezosamente la pierna.


Jamás en su vida había sido Pedro tan consciente de la sexualidad de una mujer. De la textura de su piel, de la sutilidad de su tono, de las formas de su cuerpo, de sus ojos, de su boca. Aquel asalto a los sentidos lo dejaba incómodo y desconcertado. Había estado a punto de ahogarse, se recordó a sí mismo. Y en lo único que era capaz de pensar era en poner las manos sobre la mujer que lo había salvado. 


Que le había salvado la vida, se recordó.


—Todavía no te he dado las gracias.


—Pero imaginaba que lo harías en cuanto pudieras. Prueba esos huevos antes de que se enfríen. Necesitas alimentarte.


Pedro levantó el tenedor, obediente.


—¿Puedes contarme lo que pasó?


—Solo desde el momento en el que aparecí yo —relajada, se colocó el pelo tras el hombro y se sentó más cómodamente en la cama—. Me fui en coche hasta la playa, en un impulso —dijo, encogiéndose lentamente de hombros—. Había estado viendo cómo se acercaba la tormenta desde la torre.


—¿Desde la torre?


—Sí, aquí en la casa —le explicó—. Y de pronto, sentí la necesidad de bajar a verla hasta el mar. Entonces te vi —con un gesto despreocupado, le apartó un mechón de pelo de la frente—. Tenías problemas, así que decidí intervenir. Y no
sé muy bien cómo, pero entre los dos conseguimos llegar a la orilla.


—Lo recuerdo. Me besaste.


Paula curvó los labios en una sonrisa.


—Decidí que nos lo merecíamos —le acarició delicadamente la mano y la alzó después hasta la herida que se extendía por su hombro—. Te estrellaste contra las rocas. ¿Qué estabas haciendo allí?


—Yo… —cerró los ojos, intentando aclarar su confuso cerebro. El esfuerzo perló de sudor su frente—. No estoy seguro.


—De acuerdo. ¿Por qué no empezamos entonces por tu nombre?


—¿Mi nombre? —abrió los ojos y la miró sin comprender—. ¿No lo sabes?


—Todavía no hemos tenido oportunidad de presentarnos formalmente —le dijo, y le tendió la mano.


—Alfonso —aceptó la mano que le tendía, aliviado al ver que al menos eso lo tenía claro—. Pedro Alfonso.


—Bebe un poco más de té, Pedro. El gingseng te vendrá muy bien —tomó el agua de Virginia y comenzó a frotarle delicadamente la herida—. ¿A qué te dedicas?


—Soy, ah, profesor de historia en Cornell —Paula advirtió el dolor de su hombro e intentó ayudarlo a relajarse.


—Háblame de ti, Pedro Alfonso —quería que se olvidara del dolor, quería verlo relajarse y dormir otra vez—. ¿De dónde eres?


—Crecí en Indiana —Paula deslizó los dedos hasta su cuello, intentando destensar sus músculos.


—¿Creciste en una granja?


—No —suspiró al sentir que cedía la tensión, haciendo sonreír a Paula—. Mis padres tenían un supermercado. Yo solía ayudarlos al salir del colegio y durante los veranos.


—¿Y te gustaba?


Sus ojos parecían cada vez más pesados.


—Estaba bien. Tenía mucho tiempo para estudiar. Siempre tenía la cabeza metida en algún libro y mi padre se enfadaba. No lo comprendía. Hice dos cursos en uno y me fui a Cornell.


—Con una beca —asumió Paula.


—Ajá. Allí me doctoré —las palabras fluían lenta y pesadamente—. ¿Sabes lo mucho que ha conseguido el ser humano entre mil ochocientos setenta y mil novecientos setenta?


—Ha sido realmente sorprendente.


—Absolutamente —estaba y a a punto de dormirse, persuadido por la voz queda de Paula y la delicadeza de sus manos—. Me gustaría haber vivido en mil novecientos diez.


—A lo mejor lo hiciste —sonrió, divertida y encantada con él—. Duérmete un rato, Pedro.