sábado, 8 de junio de 2019
CAPITULO 23 (SEGUNDA HISTORIA)
Pedro tuvo el presentimiento de que iba a necesitarla. Y, para cuando llegó a la terraza, estaba absolutamente seguro de ello. Allí estaba Paula, colgando guirnaldas y serpentinas mientras Lila ataba globos blancos en los respaldos de las sillas. Habían desplegado una larga mesa cubierta con una fina mantelería.
Paula oyó los pasos de sus botas en los escalones y se volvió para lanzarle una mirada letal.
—Bueno —pronunció Lila mientras terminaba de atar un globo—, creo que iré a ver si tía Coco ya ha terminado con esos pastelitos de chocolate —al pasar al lado de Pedro, se detuvo por un instante. Al contrario que la mirada de Paula, la suya no revelaba hostilidad, pero el sentido de sus palabras no dejaba lugar a dudas—. Detestaría haberme equivocado contigo —y salió de la terraza, dejándolos a solas.
Paula, por su parte, no perdió el tiempo:
—¿Todavía tienes el descaro de aparecer ante mí después de lo que has hecho?
—Susana y yo ya lo hemos arreglado todo.
—Ah, ¿eso crees? Cuando pienso que hace apenas unas horas estuviste a punto de convencerme de que eras el tipo de hombre al que yo… Cuando vuelvo a casa, voy y me encuentro con que has hecho llorar a mi hermana. Quiero saber lo que le hiciste.
—Tenía una información equivocada sobre ella. Y lo siento terriblemente.
—No me basta con eso.
Después de todo lo ocurrido, Pedro no se sentía en condiciones de mostrarse razonable.
—Bueno, pues tendrá que bastarte. Si quieres saber más, solo tienes que preguntárselo a ella.
—Te lo estoy preguntando a ti.
—Y yo te estoy diciendo que lo que sucedió fue algo privado entre ella y yo. No tiene nada que ver contigo.
—Ahí es donde te equivocas —cruzó la terraza y se acercó a él—. Si has molestado a una Chaves, has molestado a todas las demás. Cuando termine la boda, haré todo lo posible por conseguir que te vuelvas por donde has venido.
Cada vez más tenso, Pedro la agarró de las solapas de la chaqueta.
—Ya te lo dije antes: yo siempre acabo lo que empiezo.
—Eres tú el que está acabado, Alfonso. Esta casa no te necesita, y yo tampoco.
Estaba a punto de demostrarle lo equivocada que estaba cuando Teo salió a la terraza. Después de lanzar una mirada a su amigo y a su futura cuñada, claramente enzarzados en una discusión, se aclaró la garganta.
—Vaya, me parece que he sido muy poco oportuno al…
—Efectivamente —lo interrumpió Paula—. Esta noche es la fiesta de Catalina y no queremos hombres en la casa. Así que… ¿por qué no te llevas a este estúpido y os perdéis por ahí?
Se marchó de la terraza, furiosa.
—Bueno —suspiró Teo—, mucho me temo que no te hablé del temperamento de las Chaves cuando te llamé para ofrecerte este trabajo.
—No, no me avisaste. Dime, ¿hay en este pueblo algún oscuro y ruidoso bar donde se pueda tomar algo?
—Supongo que podríamos encontrar alguno.
—Bien. Pues vamos a emborracharnos.
CAPITULO 22 (SEGUNDA HISTORIA)
Aquella misma tarde Pedro se encontraba en la terraza del piso bajo, haciendo bocetos del exterior de Las Torres. Quería añadir otra escalera externa pero sin que afectara a la armonía del edificio. De pronto, dejó de dibujar cuando apareció Susana con dos cestas de flores.
—Perdone —vaciló, y a continuación ensayó una sonrisa—. No sabía que estaba aquí. Quería decorar la terraza para la fiesta de Catalina.
—Me iré dentro de un momento.
—Oh, no importa —dejó las cestas en el suelo y volvió a entrar en la casa.
Durante los siguientes minutos estuvo entrando y saliendo, cargada con sillas y artículos decorativos. Y todo ello en medio de un tenso y violento silencio, hasta que finalmente se detuvo para mirarlo.
—Señor Alfonso, ¿nos hemos visto antes? Me lo preguntaba porque tenía la sensación de que usted me conocía… y que tenía una muy pobre opinión de mí.
—No la conozco… señora Dumont.
—¿Entonces por qué…? —se interrumpió.
Detestaba los enfrentamientos, le provocaban una tensión insoportable. Volviéndose, se dispuso a retroceder. Podía sentir su mirada fija en ella, fría y resentida—. No, no voy a irme. Estoy en mi casa, señor Alfonso, y quiero saber qué problema tiene usted conmigo.
Pedro lanzó su cuaderno de bocetos sobre la mesa más cercana.
—¿Mi apellido no le suena de nada, señora Dumont?
—No, ¿por qué habría de sonarme?
—Tal vez sí le sonara si le añadiera un nombre: Marina Alfonso. ¿Lo recuerda ahora?
—No —frustrada, se pasó una mano por el pelo—. ¿Adónde quiere llegar?
—Supongo que a alguien como usted le resulta fácil olvidar. Sí, ella no fue más que una ligera inconveniencia en su vida.
—¿Quién?
—Marina. Mi hermana Marina.
Completamente desorientada, Susana negó con la cabeza.
—Yo no conozco a su hermana.
El hecho de que su nombre nada significara para ella no hizo más que aumentar su irritación. Se levantó, ignorando el temor que se reflejaba en sus ojos.
—No, claro, tú nunca llegaste a enfrentarte con ella cara a cara —la tuteó, furioso—. ¿Para qué molestarse? Conseguiste desembarazarte de ella, como si fuera una engorrosa molestia. Bruno Dumont siempre fue un miserable, pero ella lo amaba.
—¿Su hermana? —Susana se llevó una mano temblorosa a una sien—. Su hermana y Bruno.
—¿Ya empiezas a recordar? —cuando ella empezó a volverse, se lo impidió agarrándola de un brazo—. ¿Fue por amor o por dinero? —le preguntó—. En cualquier caso, pudiste haber tenido un poco de compasión. Maldita sea, ella solo tenía diecisiete años y estaba embarazada. ¿Tanto esfuerzo te costaba permitirle al menos a ese canalla que viera a su hijo?
Se había quedado blanca como la cera.
—Su hijo —susurró.
—Solo era un niño, un niño asustado que se creía todas las mentiras que le contaban. Yo quería matar a su padre, pero con ello solo habría conseguido empeorar las cosas para Marina. Sin embargo tú… tú no sentiste piedad alguna. Seguiste adelante con tu vida fácil y regalada, como si ni Marina ni el niño existieran. Y cuando ella te llamó suplicándote que le permitieras a Bruno ver al chico una o dos veces al año, tú la insultaste y la amenazaste con quitarle al niño si se le ocurría volver a molestar a tu maridito.
Susana no podía respirar.
—Por favor. Por favor, necesito sentarme.
Pero Pedro seguía mirándola fijamente. Mientras el ímpetu de su rabia cedía poco a poco, pudo ver que no había vergüenza en sus ojos, ni tampoco desprecio, o furia. No. Solo había un puro asombro.
—Dios mío —exclamó en voz baja—. No lo sabías.
Lo único que pudo hacer Susana fue negar con la cabeza. Al sentir que se aflojaba la presión de su mano, se volvió y entró en la casa. Pedro se quedó durante unos segundos donde estaba, sin moverse. Todo el disgusto que había sentido por Susana se había vuelto de pronto contra sí mismo.
Cuando ya salía en su busca, tropezó con una furiosa Paula en el umbral.
—¿Qué diablos le has dicho para que esté llorando así?
—¿Adónde ha ido?
—No volverás a acercarte a ella. Cuando pienso que había empezado a creer que podría… maldito seas, Pedro.
—Nada de lo que digas podrá empeorar la opinión que tengo ya de mí mismo. ¿Dónde está?
—Vete al infierno —cerró bruscamente la puerta de la terraza y echó el cerrojo.
Pedro pensó por un instante en derribarla de una patada, pero luego, maldiciendo entre dientes, se dirigió a la escalera de piedra que rodeaba la casa.
Encontró a Susana en la terraza del segundo piso, contemplando los acantilados y el mar. Ya había dado un paso hacia ella cuando Paula apareció de nuevo.
—Aléjate de ella —le gritó, rodeando con un brazo los hombros de su hermana—. Lárgate. Y no te detengas hasta que regreses a Oklahoma.
—Esto no es asunto tuyo.
—Está bien —musitó Susana, apretando la mano de Paula—. Necesito hablar con él, Pau. A solas.
—Pero…
—Por favor. Es importante. Baja y termina de prepararlo todo, ¿quieres?
Reacia, Paula dio un paso atrás.
—Si eso es lo que quieres… —murmuró, pero lanzó luego una mirada asesina a Pedro—. Y tú, ten cuidado.
Una vez que se quedaron solos, Pedro no sabía por dónde empezar.
—Susana…
—¿Cómo se llama el niño?
—No…
—Maldita sea, ¿cómo se llama? —su expresión de estupor había sido sustituida por unas lágrimas de furia—. Es el hermanastro de mis hijos. Quiero saber cómo se llama.
—Kevin. Kevin Alfonso.
—¿Cuántos años tiene?
—Siete.
Volviéndose de nuevo de cara al mar, Susana cerró los ojos. Siete años atrás ella había sido una joven feliz y enamorada, llena de sueños e ilusiones.
—¿Y Bruno lo sabía? ¿Sabía que ella había tenido un hijo suyo?
—Sí, lo sabía. Al principio Marina no le dijo a nadie quién era el padre. Pero después de que te llamó y habló contigo… pero en realidad no habló contigo, ¿verdad?
—No —Susana continuaba con la mirada fija en el mar—. Quizá fuera con la madre de Bruno.
—Quiero disculparme.
—No hay necesidad. Si eso le hubiera ocurrido a una de mis hermanas, creo que habría reaccionado mucho peor que tú. Continúa.
Pedro se dijo que era más dura de lo que había creído, pero eso no consiguió aliviar en nada el peso de su culpa.
—Después de hacer aquella llamada, se vino abajo. Fue entonces cuando finalmente me lo contó todo. Había conocido a Dumont en un viaje que hizo a Nueva York, con unos amigos. Él debía de encontrarse por cuestiones de negocios y se mostró interesado por ella. Mi hermana nunca había estado en Nueva York antes, y se sintió entusiasmada. Solo era una chiquilla.
—Diecisiete años —murmuró Susana.
—Era muy ingenua —añadió Pedro con un tono de amargura—. Bruno le contó la historia de costumbre: que estaba dispuesto a ir a Oklahoma a conocer a su familia, y que quería casarse con ella. Pero una vez que Marina regresó a casa, ya no volvió a tener noticias suyas. Pudo contactar telefónicamente con él
varias veces, y solo recibió excusas y más promesas. Luego descubrió que estaba embarazada —se esforzó por dominarse, procurando no recordar lo furioso y aterrado que se había sentido al enterarse de la noticia—. Cuando se lo dijo, Bruno cambió de táctica. Le soltó unas cuantas palabras horribles, y mi hermana maduró. Demasiado rápido.
—Debió ser una situación terriblemente difícil para ella… tener un hijo sola…
—Se las arregló. La familia la apoyó. Afortunadamente, el dinero no constituyó ningún problema, así que pudo atender perfectamente a las necesidades del niño y de ella misma. Ella nunca aceptó su dinero, Susana.
—Lo comprendo.
Pedro asintió lentamente.
—Y cuando nació Kevin… bueno, Marina se comportó estupendamente. Fue solo pensando en Bruno por lo que intentó contactar nuevamente con él, sin éxito, y al final apeló a su esposa. Lo único que quería era que su hijo tuviera algún contacto con su padre.
—Pedro, si yo hubiera tenido alguna influencia sobre Bruno, la habría usado — alzó las manos y al momento las dejó caer, impotente—. Pero no la tenía.
—Supongo que al final fue mejor para Kevin. Susana… —se pasó una mano por el pelo— …¿cómo diablos una mujer como tú pudo relacionarse con un tipo como Dumont?
Susana sonrió levemente.
—Era joven e ingenua, como tu hermana, y creía en las historias con finales felices.
Pedro sintió el impulso de tomarle una mano, pero vaciló. Temía que pudiera rechazarlo.
—Antes me dijiste que no querías que te pidiera disculpas, pero me sentiría muchísimo mejor si las aceptaras.
Finalmente fue ella quien le ofreció su mano.
—Eso, entre familiares, siempre es fácil. Porque supongo que, de una manera ciertamente extraña, tú y yo estamos emparentados —más tarde, se prometió a sí misma, y a encontraría el tiempo y la ocasión adecuada para desahogar su dolor—. Quiero pedirte algo. Me gustaría que mis hijos conocieran a Kevin, y a no ser que tu hermana no quiera, o le afecte demasiado…
—¿Sabes? Creo que eso significaría mucho para ella. Haré todo lo posible.
—A Jazmin y a Alex les encantaría —miró su reloj—. Por cierto, probablemente y a habrán vuelto del colegio y estén volviendo loca a la tía Coco. Será mejor que me vaya.
Pedro desvió la mirada hacia la escalera que conducía a la terraza superior. Y pensó en Paula.
—Yo también. Tengo otro asunto que arreglar.
Susana lo miró arqueando una ceja.
—Buena suerte.
CAPITULO 21 (SEGUNDA HISTORIA)
Paula llegó a la hora en punto. « Tan puntual como siempre» , pensó Pedro.
Caminaba con rapidez, como era habitual en ella, así que tuvo que apresurarse para alcanzarla en la puerta que comunicaba el patio con la piscina. Se sobresaltó al verlo.
—¿No tienes nada mejor que hacer?
—Quiero hablar contigo.
—Esta es mi hora libre —abrió la puerta y se volvió hacia él—. Así que no tengo por qué hablar contigo —y, para demostrárselo, le cerró la puerta en las narices.
Pedro suspiró profundamente antes de abrirla de nuevo.
—De acuerdo, entonces tan solo escúchame —se le acercó en el momento en que estaba dejando su toalla sobre una silla.
—Ni voy a hablar contigo ni voy a escucharte. No me interesa nada de lo que puedas decirme —se despojó de su albornoz y, acto seguido, se zambulló en el agua.
Pedro la observó mientras nadaba el primer largo. Si no había funcionado por las buenas, tendría que ser por las malas.
A cada brazada que daba, Paula lo maldecía. Se había pasado la mitad de la noche recordando el encuentro que habían tenido. Y se había sentido humillada, a la par que furiosa. Cuando se despertó aquella mañana, se había prometido a sí misma que nunca más le daría la oportunidad de tocarla otra vez.
Y, sobre todo, jamás le daría la oportunidad de hacerla sentirse tan impotente y necesitada.
Estaba llevando la vida que quería. Y ni Pedro Alfonso ni nadie iba a torcer su camino o alterar sus planes.
Pero cuando estaba haciendo el largo de vuelta, lo vio. Y, más que verlo, casi chocó contra su pecho desnudo. Se había metido en el agua.
—¿Qué estás haciendo?
—Pensé que podría conseguir que me escucharas si me metía en el agua, en vez de quedarme en el borde, gritándote.
Entrecerrando los ojos, se apartó el pelo de la cara. Por mucho que le disgustara reconocerlo, sentía ganas de reír.
—Hasta las diez no se abre la piscina para los clientes.
—Ya, creo que eso ya me lo habías dicho antes. Lo que no me dijiste es que el agua está helada.
En ese momento Paula ya no pudo contenerse más y sonrió.
—Lo sé. Por eso nunca me quedo quieta dentro.
Y continuó nadando. A los pocos segundos, él logró ponerse a su altura.
Paula descubrió que se había quitado algo más que la camisa. De hecho, solo llevaba unos pequeños calzoncillos, de color azul marino. Cada vez que metía la cabeza bajo el agua, no podía resistir la tentación de admirar su cuerpo.
Sus anchos hombros y espaldas terminaban en una estrecha cintura. No parecía tener un solo gramo de grasa superflua. Tenía el estómago plano, musculoso, y le brillaba la piel como si fuera de cobre. Se preguntó por lo que se sentiría al deslizar los dedos por aquella piel, al sentir aquellos fuertes y finos músculos bajo los dedos…
Estaba tan excitada que de repente la piscina parecía haberse convertido en una sauna. Incrementó el ritmo. Tal vez si lo dejaba atrás, podría también dejar atrás aquellos indeseables pensamientos.
Pero Pedro continuaba nadando a su lado.
Ambos atravesaban la piscina en completa armonía, sincronizando sus movimientos. Era maravillosa, casi sensual, la forma que tenían de alzar los brazos y de batir el agua sin esfuerzo aparente, impulsándose al mismo tiempo con los pies. «Casi como si estuviéramos haciendo el amor» , pensó Paula por un instante, antes de sacudir la cabeza para desechar aquella ocurrencia.
Decidió volcar toda aquella frustrada pasión en la velocidad. Aun así, los brazos y piernas de ambos seguían cortando el agua a la vez. Y Paula empezó a disfrutar de aquella especie de tácita competición. Perdió la cuenta de los largos que llevaban, y no le importó. Cuando y a no pudo más, se apoyó en el borde de la piscina, riendo.
Pedro pensó que nunca le había parecido tan hermosa como en aquel momento, con aquel brillo de gozo y deleite en los ojos. Ansiaba más que nunca abrazarla, pero se había hecho una firme promesa durante la noche anterior, en la que no había podido dormir nada. Y tenía intención de cumplirla.
—Nadas muy bien. Para ser de Oklahoma.
—Tú tampoco lo haces mal.
Paula se echó nuevamente a reír y apoy ó la cabeza en los brazos para mirarlo.
—Me gusta competir.
—¿Competir? ¿Es eso lo que hemos estado haciendo? Yo creía que estábamos disfrutando de un relajante baño.
En plan de broma, Paula le tiró agua a los ojos.
—¿Vas a escucharme ahora? —le preguntó Pedro, y ella se puso repentinamente seria.
—Dejemos eso, por favor —tomando impulso, se sentó ágilmente en el borde de la piscina.
—Pau…
—No quiero volver a discutir contigo. ¿Por qué no podemos dejarlo así?
—Porque quiero pedirte disculpas.
—¿Qué? —exclamó, mirándolo asombrada.
—Que quiero disculparme —se sentó también en el borde de la piscina, a su lado, y deslizó las manos por sus brazos hasta apoyarlas ligeramente en sus hombros—. Anoche perdí los estribos, y lo siento.
—Oh —bajó la mirada, desconcertada.
—Ahora se supone que tienes que decir: «de acuerdo, Pedro, acepto tus disculpas» .
Paula lo miró. Se sentía demasiado cómoda con él para persistir en su enfado.
—De acuerdo —sonrió—. Te comportaste como un auténtico estúpido.
—Muchas gracias —esbozó una mueca.
—Sí, como un estúpido y un loco. Escupiendo amenazas y órdenes… Hasta humo te salía por las orejas.
—¿Quieres saber por qué?
Paula se dispuso a levantarse, pero él se lo impidió.
—No podía soportar la idea de que estuvieras viéndote con otro. Mírame —le alzó suavemente la barbilla—. Fue como si activaras un extraño resorte en mi interior. Es algo que no puedo evitar. Ni quiero hacerlo.
—No pienso que…
—Pensar nada tiene que ver con esto. Sé lo que siento cuando te miro.
La punzada de pánico que por un instante sintió Paula no podía competir con la ola de placer que la inundaba.
—Te lo diré más claro —añadió Pedro—: Me estoy enamorando de ti.
—No puedes estar hablando en serio —se volvió para mirarlo, estupefacta.
—Claro que sí. Y tú lo sabes, porque en caso contrario no me estarías mirando así.
—Yo no…
—No te estoy preguntando por lo que sientes —la interrumpió—. Te estoy diciendo lo que siento yo, para que te vayas acostumbrando a ello.
Paula no creía que pudiera llegar a hacer eso nunca. Al menos más de lo que podría acostumbrarse a él. Y, ciertamente, le resultaría imposible acostumbrarse a los sentimientos que bullían en su interior. ¿Sería eso el amor?, se preguntó. ¿Aquella inquietante y aterradora sensación que podía tornarse cálida y tierna sin previo aviso?
—No… no estoy segura de que…
—Bésame, Chaves.
Paula se liberó de su abrazo.
—No voy a volver a besarte, porque cuando lo hago dejo de pensar. Es como si el cerebro se me derritiera.
—Cariño —sonrió—, eso es lo más bonito que me has dicho hasta ahora.
Mientras él terminaba de salir de la piscina, Paula recogió rápidamente su toalla, tensa.
—Mantente alejado de mí. Hablo en serio. O me das tiempo para asimilar todo esto… o te juro que te pegaré. Y y o suelo golpear debajo del cinturón — había tanta diversión como desafío en sus ojos—. En una zona que, en este momento, no tienes nada protegida.
—Estoy a tu disposición. ¿Qué te parece si damos una vuelta por ahí cuando salgas de trabajar?
Pensó que sería estupendo recorrer con él las colinas, disfrutando de la brisa fresca. Pero, lamentablemente, el deber era lo primero.
—No puedo. Esta noche es la fiesta de Catalina Queremos darle una buena sorpresa cuando vuelva del trabajo —de repente frunció el ceño—. Figura en la lista que te di. ¿No te acuerdas?
—Supongo que se me olvidó. Mañana entonces.
—Tengo una cita con el fotógrafo, y después tendré que ayudar a Susana con las flores. Y la tarde siguiente tampoco —se adelantó antes de que pudiera preguntarle—. Vendrán la mayoría de los invitados de fuera, y además está la
cena.
— Y luego la boda —pronunció Pedro, asintiendo—. Y después de la boda…
—Después de la boda… —sonrió, dándose cuenta de repente de que estaba disfrutando con aquella situación—. Ya te lo haré saber —y, recogiendo su albornoz, se dirigió hacia la puerta.
—Hey. Yo no tengo toalla.
—Ya lo sé —repuso, riendo.
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