miércoles, 12 de junio de 2019
CAPITULO 37 (SEGUNDA HISTORIA)
—Sí, señor Stenerson —murmuró Paula mientras soportaba el interminable sermón de su jefe. Paciencia. Solo faltaban diez minutos para que su jornada laboral tocara a su fin. Ni siquiera la inminente sesión de espiritismo podía opacar aquel placer.
Muy pronto se reuniría con Pedro. Quizá tuvieran tiempo para dar un paseo antes de cenar.
—No parece tener la mente puesta en su trabajo, señorita Chaves.
Aquel comentario la hizo sentir una punzada de culpa.
—Me preocupa mucho que uno de nuestros camareros dejara caer una bandeja entera de copas sobre el regazo de la señora Wicken.
—Sí, lo entiendo, señor. Pero ya nos ocupamos de llevarle la ropa a la tintorería, y de obsequiarles con una cena gratis a ella y a su marido durante el resto de su estancia en el hotel. Y, al final, los dos se quedaron satisfechos.
—¿Y despidió usted al camarero?
—No, señor.
—¿Puedo preguntar por qué… —arqueó las cejas—, …cuando le ordené específicamente que lo hiciera?
—Porque Tim lleva nada menos que tres años con nosotros, y difícilmente se le podía echar la culpa de lo sucedido cuando fue el hijo del matrimonio Wicken el culpable de su caída, por haberle puesto una zancadilla. Otros camareros y varios clientes vieron lo que pasó.
—Tal vez, pero yo le di una orden muy concreta.
—Sí, señor. Pero después de conocer las circunstancias del caso, decidí actuar de manera distinta.
—¿Necesito recordarle quién está al mando de este hotel, señorita Chaves?
—No, señor, pero pensaba que después de todos los años que llevo trabajando en el Bay Watch, confiaría usted en mi buen juicio —aspiró profundamente, y decidió asumir un gran riesgo—. Pero si no es así, será mejor que le presente mi renuncia.
El señor Stenerson parpadeó varias veces.
—¿No le parece que esa reacción es un tanto… drástica? —le preguntó, después de aclararse la garganta.
—No, señor. Si no me siento con competencia suficiente para tomar ciertas decisiones, no me será posible seguir aquí.
—No se trata de un asunto de competencia, sino de falta de experiencia. Sin embargo… —añadió, alzando una mano— …estoy seguro de que, en este caso concreto, hizo lo que juzgó era lo mejor.
—Sí, señor Stenerson.
Para cuando abandonó su despacho, le dolía la mandíbula de tanto apretarla.
Se obligó a relajarse cuando Guillermo la abordó en el vestíbulo.
—Solo quería darte nuevamente las gracias por lo mucho que disfruté visitando tu casa, y también por la maravillosa cena.
—Fue un placer.
—¿Sabes? Tengo la sensación de que si te pidiera que volviéramos a cenar juntos, te negarías por una razón distinta a la que me diste acerca de las normas del hotel.
—Guillermo, yo…
—No, no —le dio una cariñosa palmadita en una mano—. Lo comprendo. Estoy desolado, pero lo comprendo. Supongo que el señor O’Riley participará en la sesión de espiritismo de esta noche, ¿verdad?
Paula se echó a reír.
—Desde luego. Tanto si le gusta como si no.
—Lamento sinceramente no poder participar. Será a las ocho, ¿no?
—No, a las nueve. Para esa hora tía Coco nos habrá reunido en torno a la mesa del comedor, para que nos demos las manos y emitamos ondas alfa, o lo que sea…
—Confío en que me lo harás saber si recibes algún mensaje de… del otro lado.
—Te lo prometo. Buenas noches.
—Buenas noches —mientras ella se marchaba, Guillermo miró su reloj.
Disponía de tiempo más que de sobra para prepararse.
CAPITULO 36 (SEGUNDA HISTORIA)
Mientras lo esperaba, Paula se recriminaba por su nerviosismo: casi parecía una novia en su noche de bodas. Se había puesto un ligero vestido azul, transparente, un capricho que se había permitido unos meses atrás.
Guardaba varias velas en la mesilla para una emergencia, y cuando las encendió el ambiente adquirió un tinte íntimo, romántico. Susana había decorado la habitación con flores, como tenía por costumbre. En esa ocasión eran unas
delicadas lilas, que despedían un fragante aroma. Y había abierto las puertas de la terraza, de forma que pudiera oírse el rumor del mar contra las rocas.
Finalmente llegó Pedro. Ella lo esperaba de pie en el umbral, con la negra noche a su espalda.
Al verla, se olvidó de todo. Solo podía mirarla fijamente, con el corazón en la garganta. Tenerla allí, esperándolo, tan deseable a la luz de las velas, ver aquella sonrisa de bienvenida… eso era todo lo que podía desear en el mundo.
Quería mostrarse tierno con ella, tanto como lo había sido la noche anterior.
Pero cuando se le acercó, el lento fuego que lo abrasaba por dentro terminó por consumirlo.
—Creía ya que no vendrías nunca —le dijo Paula antes de besarlo en los labios.
Pedro se preguntó cómo podría sobrevivir la ternura ante semejante ardor. O la paciencia ante tanta urgencia. Sentía y a su cuerpo vibrando de deseo bajo sus dedos, amoldándose a la perfección al suyo. La finísima tela de su vestido parecía tentar su pecho desnudo, provocándolo a que lo rasgara e hiciera a un lado. Su delicioso aroma había impregnado su cerebro, embriagándolo con oscuros secretos, seduciéndolo con febriles promesas…
En aquel preciso instante se sintió tan lleno de ella, que no pudo encontrarse a sí mismo. Sin aliento, desorientado, alzó la cabeza. Sabía que su deseo era enorme, y que podía hacerle daño si no conservaba el control.
—Espera —necesitaba recuperar el resuello y la cordura, pero vio que ella negaba con la cabeza.
—No —enterrando los dedos en su pelo, lo atrajo hacia sí.
Paula no supo cuándo aquella terrible necesidad se apoderó de ella; solo que lo arrastró a la cama y, agresiva y desperada, comenzó a acariciarlo. Esa vez no hubo debilidad alguna por su parte. Ni sumisión. Quería poder, el poder de saber que podía hacerle perder todo control, y convertirlo en un ser tan vulnerable como él la convertía a ella.
Eran una maraña de brazos y piernas rodando sobre la cama. Cada vez que Pedro intentaba refrenarla, ella se le adelantaba, ansiosa, con una carcajada de júbilo resonando en sus venas.
Le desabrochó a toda prisa los vaqueros, deslizándoselos por los muslos. Los músculos de su estómago se tensaron bajo el contacto de aquellos dedos. Pedro maldijo entre dientes, sujetándola de las muñecas antes de que fuera demasiado tarde.
Respirando aceleradamente, la miró, sin soltarle las manos. Sus ojos tenían el color del cobalto, brillantes en medio de la penumbra. Podía escuchar, por encima del rumor de sus respectivos jadeos, el tictac del reloj de la mesilla.
Entonces sonrió. Fue una lenta sonrisa, que indicaba que lo había comprendido. Ardiendo de deseo, la besó en los labios. Y ella respondió, demanda por demanda, placer por placer. El control estalló en mil pedazos. Pedro casi pudo oír el chasquido de una cadena rota mientras se saciaba con ella.
Desesperado por sentirla, le rasgó la camiseta.
Su gemido de sorpresa no sirvió más que para excitarlo aún más.
Atrapada en aquel remolino de sensaciones, Paula se dejó llevar, se rindió a la furia. Nada de pensamientos. Ni de preguntas. Con los ojos clavados en los suyos, Pedro se hundía una y otra vez en ella, dejando que el estupor del placer los anegara a ambos.
CAPITULO 35 (SEGUNDA HISTORIA)
—¿Lo ves? —Paula le dio a Pedro un rápido beso en la mejilla—. No ha sido tan malo.
Pero él no parecía muy satisfecho.
—Estuvo nada menos que cinco horas aquí. No sé por qué Coco tuvo que invitarlo a comer.
—Porque es un hombre encantador, y además soltero —bromeó, echándole los brazos al cuell —. Acuérdate de lo de los posos de té…
Se hallaban en la galería alta de la casa, frente al mar.
—¿Qué posos de té? —le mordisqueó suavemente el lóbulo de la oreja.
—Mmm… aquellos en los que la tía Coco leyó que vendría un hombre que sería muy importante para todas nosotras.
—Vaya. Yo creía que ese era yo.
—Quizá —dio un respingo cuando Pedro la mordió—. Salvaje.
—A veces se despierta el indio cherokee que hay en mí.
Paula se apartó un poco para contemplar su rostro. A la mortecina luz del crepúsculo, su tez era casi cobriza, y el verde de sus ojos prácticamente negros.
Sí, en aquel momento podía ver las dos ramas de su ascendencia, la céltica y la cherokee.
—¿Sabes? La verdad es que no sé gran cosa sobre ti. Solo que eres un arquitecto de Oklahoma que se graduó en Harvard.
—Sabes también que me gusta la cerveza y las mujeres de piernas largas.
—Sí, eso también.
Como sabía que aquello era importante para ella, Pedro se apoyó en el muro, de espaldas al mar.
—De acuerdo, Chaves, ¿qué quieres saber?
—No quiero someterte a un interrogatorio —explicó. Sin poder evitarlo, volvía a sentirse inquieta—. Lo que pasa es que tú lo sabes todo sobre mí. Conoces mi familia, el ambiente en el que me muevo, mis sueños.
Pedro sacó un cigarro, lo encendió y empezó a contar:
—Mi tatarabuelo dejó Irlanda para venir al Nuevo Mundo, y emigró al oeste para dedicarse a la caza de castores. Un auténtico hombre de las montañas. Se casó con una mujer cherokee, con la que tuvo tres hijos. Un día salió de cacería y no volvió nunca más. Los hijos montaron un establecimiento comercial, y les fue bien. Uno de ellos encargó una esposa por correo, una bonita chica irlandesa. Tuvieron un montón de hijos, incluido mi abuelo. Él era, y es, un viejo y astuto diablo que compró unas tierras aprovechándose de los precios baratos, y las vendió después sacando un jugoso beneficio. Para seguir la tradición familiar se casó con una irlandesa, una explosiva pelirroja que supuestamente lo volvió loco. Debió de quererla mucho, porque le puso su nombre a su primer pozo de petróleo.
—¿A un pozo de petróleo?
—Lo llamó Maggie —pronunció Pedro con una sonrisa mientras soltaba una bocanada de humo—. A ella debió de gustarle. Y siguió bautizando también los otros pozos.
—Los otros pozos…
—Mi padre se hizo con el control de la compañía en los años sesenta, pero el viejo todavía sigue metiendo baza en los asuntos de la empresa. Le molestó que yo no me metiera en ella, pero y o quería ser arquitecto, y supongo que Industrias
Sun tampoco me necesitaba.
—¿Industrias Sun? —repitió, asombrada. Era una de las mayores corporaciones del país—. Tú… ignoraba que tuvieras tanto dinero.
—Bueno, mi familia lo tiene. ¿Algún problema?
—No. Solo que no me gustaría que pensaras que yo… —se interrumpió, sin saber cómo decirlo.
—¿Que tú andas tras el dinero de mi familia? —se echó a reír—. Cariño, sé perfectamente que andas detrás de mi cuerpo, y no de otra cosa.
Paula pensó que tenía la desconcertante habilidad de hacerla maldecir y reír al mismo tiempo.
—Verdaderamente eres un canalla engreído.
—Pero me amas —tiró el cigarro antes de atraerla hacia sí.
—Quizá… —con fingida reluctancia, deslizó los brazos en torno a su cintura, un poco riendo, lo besó en los labios.
Pedro empezó a tentarla, a seducirla. Sus manos se mostraban tan pronto tiernas como insistentes, hasta que finalmente Paula se olvidó de todo en aquel beso.
— ¿Cómo puedes hacerme eso? —murmuró, aturdida.
—¿Hacerte qué?
—Hacerme desearte hasta el dolor.
—Vamos dentro —la besó en el cuello—. Así podrás enseñarme mi habitación.
—¿Qué habitación?
—La habitación en la que simularemos dormir cuando me quede a dormir contigo.
—¿De qué estás hablando?
—Estoy hablando de que hagamos el amor hasta que nos falte el aire. Y del hecho de que me quedaré aquí hasta que el sistema de alarma de la casa sea operativo.
—Pero no necesitas…
—Oh, lo necesito —y la besó nuevamente para demostrarle cuánto lo necesitaba
CAPITULO 34 (SEGUNDA HISTORIA)
Antes de salir del coche, Livingston revisó la micrograbadora y la diminuta cámara fotográfica que llevaba en el bolsillo. Era un apasionado de las nuevas tecnologías y pensaba que aquel sofisticado equipo añadía cierta prestancia a su trabajo. Desde el momento en que leyó la primera noticia sobre las esmeraldas de las Chaves, se había obsesionado con ellas quizá más que con cualquier otra joya que hubiera robado en su carrera. Estaba considerado por la Interpol como uno de los ladrones más inteligentes y escurridizos de los dos continentes.
Aquellas esmeraldas constituían un desafío al que no podía resistirse. No estaban expuestas en un museo, ni en el cuello de alguna dama millonaria.
Estaban escondidas en algún rincón de aquella extraña casa, esperando a que alguien las encontrara. Y él pretendía ser ese alguien.
Aunque no se oponía a emplear la violencia como método, rara vez la utilizaba. Lamentaba haber tenido que usarla con Paula el día anterior, pero más lamentaba que ella hubiera interrumpido sus investigaciones.
Era culpa suya, pensó mientras se dirigía a la puerta principal de Las Torres.
Con lo impaciente que estaba, había pensado que la boda sería la distracción ideal que le permitiría investigar en el interior de la casa. Ese día, sin embargo, iba a entrar en el edificio en calidad de invitado.
Llamó y esperó. El ladrido del perro fue la primera contestación que obtuvo, y entrecerró los ojos, contrariado. Detestaba a los perros, y aquella pequeña criatura había estado a punto de delatarlo antes de que consiguiera suministrarle una dosis de somnífero.
Cuando Coco abrió la puerta, Guillermo ya tenía preparada su encantadora sonrisa.
—Señor Livingston, es un placer verlo otra vez —Coco se dispuso a tenderle la mano, pero juzgó más prudente sujetar del collar a Fred antes de que se lanzara a morderle una pierna—. Fred, quieto. Esos modales… —sonrió débilmente—. Es un animalito muy bueno. Generalmente no se porta así, pero ayer sufrió un accidente y es como si y a no fuera él mismo —después de tomar al cachorro en brazos, llamó a Lila—. Pasemos al salón, por favor.
—Espero no haber trastocado sus planes para la tarde del domingo, señora McPike. No pude resistirme a pedirle a Paula que me mostrara su fascinante casa.
— Estamos encantadas de enseñársela —repuso Coco, cada vez más desconcertada por la agresiva reacción de Fred, que seguía gruñendo y ladrando —. Paula todavía no ha venido, y no sé por qué ha podido retrasarse tanto. Siempre es tan puntual…
Bajando las escaleras, Lila soltó una carcajada.
—Yo ya me estoy imaginando lo que ha podido retenerla —sin embargo, no había humor alguno en sus ojos cuando miró al visitante—. Hola, señor Livingston.
—Señorita Chaves.
—Me temo que hoy Fred está un poquito nervioso —volvió a disculparse Coco, entregándole el cachorro a Lila—. ¿Por qué no te lo llevas a la cocina? Tal vez le vendría bien una infusión de hierbas.
—Yo me encargo —cuando se dirigía por el pasillo con el perrillo en brazos, murmuró en voz baja—. A mí tampoco me gusta, Fred. ¿Por qué será?
—Bueno —aliviada, Coco sonrió—. ¿Le apetece una copita de jerez? Voy a enseñarle primero un precioso armario lacado. Me parece que es de estilo Carlos II.
—Me encantará —también se sintió encantado al descubrir que lucía un valioso collar de perlas, con unos pendientes a juego.
Cuando veinte minutos después llegó Paula, acompañada de Pedro, encontró a su tía relatándole a Livingston la historia de la familia mientras admiraban un bargueño del siglo XVIII.
—Guillermo, lamento llegar tan tarde.
—Oh, no te preocupes —con una sola mirada que Livingston le lanzó a Pedro, desechó de inmediato la posibilidad de utilizar a Paula para sus propósitos—. Tu tía es la anfitriona más sabia y encantadora que he conocido nunca.
—Tía Coco sabe más de esos muebles que cualquiera de nosotras. Te presento a Pedro Alfonso. Es el arquitecto que está diseñando las obras de restauración.
—Señor Alfonso. Esas obras deben de representar todo un desafío.
El apretón de manos fue muy breve. Pedro sintió una inmediata aversión por aquel estirado tratante de antigüedades.
—Oh, me las voy arreglando.
—Le estaba contando a Guillermo lo muy tedioso que resulta rebuscar entre todos esos viejos papeles de la familia. No es ni mucho menos tan excitante como creen los periodistas —comentó Coco—. Pero he decidido organizar otra sesión de espiritismo. Mañana por la noche, la primera de luna llena del mes.
—Tía Coco… —protestó Paula—, …estoy segura de que Guillermo no está interesado en esas cosas.
—Al contrario —concentró todo su encanto en Coco mientras un plan cobraba forma en su mente—. Me apasionaría participar en esa sesión, si no estuviera tan ocupado con mi trabajo…
—En otra ocasión, entonces. Quizá quieras subir arriba y …
Pero antes de que pudiera terminar la frase, Alex entró corriendo procedente de la terraza, seguido de Jazmin y de Susana, que no dejaban de reír. Los tres llevaban las manos y los vaqueros llenos de polvo. Entrecerrando los ojos con aire desconfiado, Alex se detuvo delante de Livingston.
—¿Quién es?
—Alex, no seas maleducado —le recriminó Susana—. Lo siento. Estábamos en el jardín… y cometí el error de sugerirles que tomáramos un helado.
—No se disculpe —Livingston forzó una sonrisa. Si había algo que lo disgustara todavía más que los perros, eran los niños—. Son… encantadores.
—No, no lo son —bromeó Susana—, pero hay que aguantarlos. Bueno, nos vamos.
Mientras los llevaba a la cocina, Alex se volvió para mirar por última vez al visitante.
—Tiene ojos de malo —le dijo a su madre.
—No seas tonto —lo despeinó cariñosamente—. Ha debido de enfadarse un poco porque estuviste a punto de arrollarlo.
Pero Alex se volvió muy serio hacia Jazmin, que asintió a su vez.
—Sí, tiene ojos como de serpiente…
CAPITULO 33 (SEGUNDA HISTORIA)
Poco a poco se fue despertando, y abrió los ojos, reacia. La luz del sol entraba en la habitación. Estaba sola en la cama. Apartándose el cabello de los ojos, se levantó.
«Se salió con la suya» , pensó, esbozando una sonrisa. Se había quedado a pasar la noche con Pedro, y no se había saciado de ella, ni ella de él, hasta el amanecer. Había sido la noche más maravillosa de toda su vida.
¿Pero dónde diablos estaba Pedro?
Como si hubiera podido escuchar sus pensamientos, entró de pronto en el dormitorio, empujando un carrito con una bandeja.
—Buenos días.
—Buenos días —sonrió, aunque se sentía un tanto incómoda con él vestido y ella todavía desnuda, en la cama.
—He pedido que nos trajeran el desayuno —percibiendo su dilema, le entregó su bata y le dio un beso—. Oye, ¿por qué no desayunamos en la terraza?
—Estaría bien. Dame un minuto.
Cuando volvió a reunirse con él en la terraza, la mesa y a estaba puesta, incluso decorada con una solitaria rosa roja en una copa. Y se sintió conmovida al ver que se estaba mostrando tan tierno por el día como durante la noche anterior.
—Estás en todo.
—Todo es poco tratándose de ti —sonrió, sentándose frente a ella—. Podemos considerar esto como nuestra primera cita, ya que nunca pude convencerte de que comiéramos juntos.
—Es verdad —sirvió las dos tazas de café—. Eso no llegaste a conseguirlo.
Empezó a comer. Pensó, admirada, que estaba desayunando tranquilamente después de una larga noche de placer. Y, sin embargo, se conocían tan poco… No pudo evitar sentirse un tanto asustada.
—Pedro, y a sé que es un poco estúpido a estas alturas, pero… yo no tengo por costumbre pasar la noche con un hombre en una habitación de hotel. No suelo intimar tanto con alguien a quien conozco de tan poco tiempo.
—No tienes necesidad de decírmelo —repuso Pedro, cerrando una mano sobre la suya—. Esto ha sido demasiado rápido para ambos. Quizá sea porque lo que sucedió entre nosotros es especial. Estoy enamorado de ti, Paula. No, no te retraigas —le apretó la mano—. Habitualmente soy un hombre paciente, pero
contigo tengo que contenerme mucho. Esta vez haré todo lo posible por darte tiempo.
—Si te dijera que estoy enamorada de ti… ¿qué pasaría a continuación?
Vio en sus ojos una extraña expresión, que le aceleró el pulso.
—Algunas veces hay que vivir sin saber de antemano las respuestas. Tienes que tener ganas de jugar, de arriesgarte.
—A mí nunca me ha gustado el riesgo —se mordió el labio, decidida a sobreponerse a su miedo—. No habría venido aquí anoche si no hubiera estado enamorada de ti.
Pedro alzó su mano para llevársela a los labios, y sonrió.
—Lo sé.
Paula soltó una carcajada que era tanto de alivio como de diversión.
—Lo sabías, pero tenías que oírmelo decir…
—Exacto —de repente se puso serio—. Tenía que oírlo de tus labios.
—Te amo, pero aún estoy algo asustada. Me gustaría que fuéramos lentamente, paso a paso.
—Me parece justo. Así que sigamos disfrutando de nuestra primera cita antes de que se nos enfríe el desayuno.
Más relajada, se untó una tostada con mantequilla.
—¿Sabes? Desde que empecé a trabajar aquí, ni una sola vez me he sentado en una de estas terrazas a contemplar la bahía.
—¿Nunca te metiste en una habitación y jugaste a hacer de cliente? —rio Pedro—. No, claro. No se te habría ocurrido. Bueno, ¿y qué se siente al estar al otro lado?
—Bueno, la cama es cómoda, y la vista maravillosa —respondió con tono alegre—. Sin embargo, en El Refugio de Las Torres, ofreceremos mucho más que eso. Gimnasios privados, románticas chimeneas, una botella del mejor champán con cada reserva, exquisitas comidas Cordón Bleu preparadas por Coco… y todo ello en un ambiente de principios de siglo, adornado con fantasmas y la leyenda de un tesoro oculto —apoyó la barbilla en una mano—. A no ser que encontremos las esmeraldas antes de abrir el hotel.
—¿De verdad crees que ese collar existe todavía?
—Sí, pero no por una cuestión de misticismo, como Coco y Lila. Por simple lógica. El collar existió. Si alguien de la familia lo hubiera vendido, se habría sabido. Así que sigue existiendo. Un cuarto de millón en joyas no puede desaparecer así como así.
—¿Tan valioso es? —inquirió Pedro, asombrado.
—Oh, probablemente más… y eso sin contar con su valor estético.
Pedro pensó que aquel dato cambiaba completamente su visión de los hechos.
—Así que tenemos a cinco mujeres y dos niños viviendo solos en una casa llena de antigüedades, más una fortuna en joyas. Y sin sistema alguno de alarma.
—No está precisamente llena de antigüedades… —repuso Paula, frunciendo levemente el ceño—, dado que, con los años, hemos tenido que vender muchas. Y eso nunca ha sido un problema. No estamos indefensas.
—Ya lo sé. Las mujeres de la familia Chaves siempre se las han arreglado solas. Estoy empezando a pensar que, además de duras, son tontas.
—Hey, espera un momento…
—No, espera tú —para subrayar lo que iba a decir, la acusó con su tenedor —. Lo primero que vamos a hacer esta mañana es buscar un buen sistema de alarma.
Paula ya había tomado esa misma decisión después del incidente del día anterior. Pero eso no significaba que él tuviera que decirle lo que debía o no hacer.
—Oye, no vas a empezar ahora a tomar las riendas de mi vida…
—Entonces sigue siendo igual de testaruda, ignora lo obvio y arriésgate a que alguien vuelva a entrar en la casa y haga daño a los niños.
—Soy consciente de todo eso. Para tu información, llevo dos semanas mirando sistemas de alarma.
—¿Y por qué no me lo has dicho?
—Porque estabas demasiado ocupado dándome órdenes —podía haber seguido haciéndole recriminaciones, pero la distrajo el sonido de la sirena de uno de los barcos de turistas—. ¿Qué hora es?
—La una.
—¿La una? —abrió mucho los ojos—. ¿La una de la tarde? No es posible, si acabamos de levantarnos.
—Es muy posible cuando nos hemos pasado toda la mañana durmiendo.
—Tengo un millón de cosas que hacer —se levantó de la mesa—. Tengo que arreglar y ordenar la casa después del lío de la boda. El padre de Teo iba a comer con nosotras hace una hora, y Guillermo se pasará a las tres…
—Espera un poco —Pedro también se levantó—. ¿Vas a seguir viéndolo?
—¿Al señor St. James? Supongo que a estas horas y a se habrá marchado. ¿Cómo he podido ser tan…?
—A Guillermo —la interrumpió—. Al hombre inteligente y atractivo con quien cenaste la otra noche.
—¿Guillermo? Bueno, claro que voy a verlo.
—No. No irás.
—Ya te he dicho que no vas a tomar las riendas de mi vida.
—No me importa lo que me hay as dicho. No voy a consentir que saltes de mi cama para ir a ver a otro hombre.
—Puedo hacer lo que quiera; entérate. Y además, no se trata de una cita. Guillermo Livingston es tratante de antigüedades, y le prometí que le mostraría algunas piezas de Las Torres. Ya está bien. Me voy —salió de la terraza y se dirigió al cuarto de baño. Sin dejar de murmurar entre dientes, se quitó la bata. Acababa de ajustar la temperatura del agua, entrar en la ducha y cerrar la cortina, cuando él la abrió de un tirón—. ¡Maldita sea, Pedro!
—¿Es tratante de antigüedades?
—Eso es lo que me dijo.
—¿Y quiere ver el mobiliario?
—Exactamente.
—Te acompaño —pronunció, enganchando los pulgares en las trabillas de sus vaqueros.
—Estupendo —encogiéndose de hombros, se echó un poco de jabón en la mano y empezó a frotarse los hombros—. Ahora ponte a representar el papel de marido posesivo.
—De acuerdo.
Paula intentó decirse que no le encontraba la gracia a aquella situación. De pronto vio que se quitaba la camisa.
—¿Qué estás haciendo?
—Adivínalo —sonrió—. Una dama tan inteligente como tú debería adivinarlo a la primera.
Procuró contener una carcajada mientras veía cómo se desabrochaba los vaqueros.
—De acuerdo —no pudo resistirse más y lo salpicó, riendo—. Pero antes enjabóname la espalda.
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