sábado, 6 de julio de 2019

CAPITULO 69 (TERCERA HISTORIA)




Paula fue a la habitación de Pedro, pero no lo encontró allí. Así que tendría que decidir si ir a buscarlo para hablar abiertamente de sus planes o debía esperar a que se los comunicara él mismo. Al final, decidió dejarse llevar por su intuición.


Acarició con aire ausente la camiseta que Pedro había dejado a los pies de la cama. Era aquella tonta camiseta que le había hecho comprarse el día que habían ido de compras. La camiseta y los recuerdos la hicieron sonreír. La dejó a un lado y se acercó a su escritorio.


Tenía varias pilas de libros. Gruesos volúmenes de la Primera Guerra Mundial, una historia de Maine, y un ensay o sobre la Revolución Industrial.


Arqueó una ceja al ver un libro de la moda de mil novecientos. Pedro también conservaba uno de los folletos del parque natural en el que aparecía un detallado mapa de la isla.


En otra pila había libros de arte. Paula tomó uno de ellos y lo abrió en la página que Pedro había dejado marcada. Y sintió una fuerte emoción al leer el nombre de Christian Bradford. Se sentó en la silla que había delante de la máquina de escribir y leyó dos veces la biografía.


Fascinada, emocionada, dejó el libro para buscar otro. Fue entonces cuando se fijó en aquellas páginas mecanografiadas y pulcramente amontonadas. Más informes, pensó con una débil sonrisa. Y pensó en el cuidado con el que Pedro había transcrito la entrevista con Millie Tobías.



Desde lo alto de la torre, se enfrentaba al mar…



Con curiosidad, y sentándose más cómodamente, continuó leyendo. Estaba a

mitad del segundo capítulo cuando Pedro entró. 


Las emociones de Paula eran tan violentas que tardó algunos segundos en poder hablar.


—Tu novela. Has empezado tu novela.


—Sí —se metió las manos en los bolsillos—. Estaba buscándote.


—Es Bianca, ¿verdad? —Paula dejó la página que estaba leyendo—. Laura… es Bianca.


—En parte.


Pedro no podría haberle explicado cómo se sentía al saber que acababa de leer sus palabras, palabras que no hacía mucho habían brotado directamente de su cabeza y de su corazón.


—La has ambientado aquí, en la isla.


—Me ha parecido adecuado —no se acercaba a ella, ni siquiera sonreía.


Permanecía cerca de la puerta, con aspecto de sentirse incómodo.


—Lo siento —fue una disculpa tan tensa como exageradamente educada—. No debería haberla leído sin pedirte permiso, pero me ha llamado la atención y…


—No pasa nada —sin sacar las manos de los bolsillos, se encogió de hombros. A Paula le había parecido aborrecible la novela, pensó—. No importa.


—¿Por qué no me lo has contado?


—No había nada que contar. Solo llevo cincuenta páginas, son muy malas. Pensé que…


—Es maravillosa.


Luchó para dominar el dolor mientras se levantaba.


—Es maravillosa —repitió, y descubrió que el dolor se transformaba rápidamente en enfado—. Y creo que tienes capacidad suficiente para saberlo. Has leído miles de libros en tu vida y sabes distinguir un buen libro de uno malo. Si no quieres compartir tu novela conmigo, eso es problema tuyo.


Todavía estupefacto, Pedro sacudió la cabeza.


—No era eso lo que…


—¿Qué era entonces? ¿Soy suficientemente importante para compartir tu cama, pero no para participar de ninguna de las decisiones más importantes de tu vida?


— No seas ridícula.


—Estupendo —dejándose envolver por la furia, se echó el pelo hacia atrás—. Pues sí, quiero ser ridícula. Todo lo ridícula que al parecer llevo siendo algún tiempo.


Las lágrimas se agolpaban en su voz, confundiendo e irritando a Pedro al mismo tiempo.


—¿Por qué no nos sentamos y me cuentas a qué viene todo esto?


Paula continuó dejándose llevar por su intuición y empujó una silla hacia él.


—Adelante, siéntate. Pero creo que no hay nada de lo que hablar. Empezaste tu novela, pero no te pareció necesario mencionarlo. Te han ofrecido un ascenso, pero tampoco has considerado importante comentarlo. Tú tienes tu vida, profesor, y yo tengo la mía. Eso es lo que dijimos desde el principio. Ha sido solo cuestión de mala suerte que al final yo me haya enamorado de ti.


—Si solo… —asimiló entonces las últimas palabras de Paula; unas palabras que lo aturdían, asombraban y deleitaban al mismo tiempo—. Dios mío, Paula — corrió hacia delante, pero ella lo detuvo con ambas manos.


—¡No me toques! —le advirtió con tanta fiereza que Pedro se detuvo desconcertado.


—¿Qué esperas entonces que haga?


—No espero nada. Y si hubiera sido capaz de no esperar nada desde el principio, no habrías podido hacerme ningún daño. Como no ha sido así, el problema es mío. Y ahora, si me perdonas…


Pedro la agarró del brazo antes de que hubiera alcanzado la puerta.


—No puedes dejar las cosas así. No puedes decirme que estás enamorada de mí e irte después como si tal cosa.


—Puedo hacer exactamente lo que quiera —con una mirada glacial, se liberó de su brazo—. No tengo nada más que decirte, y ahora mismo tampoco tú puedes decir nada que me apetezca oír.


Salió de la habitación y cerró la puerta tras ella.



CAPITULO 68 (TERCERA HISTORIA)




—No lo tiré de la motocicleta —negó Susana, y hundió su dolorido cuerpo en el agua cálida y fragante de la bañera—. Se cayó de la moto porque no fue capaz de girar. Yo iba por mi carril.


—Eso es igual —Paula se sentó en el borde de la bañera—. ¿Qué sabemos de él?


—Tenía un carácter terrible. Aquel día pensé que iba a matarme. Pero no se habría hecho un solo rasguño si hubiera llevado casco.


—Me refería a su pasado, no a su carácter.


Susana miró a su hermana con cansancio. 


Normalmente, la bañera era el único lugar en el que encontraba un poco de paz e intimidad. Y, de pronto, hasta ese rincón había sido invadido.


—¿Por qué me lo preguntas?


—Te lo diré después. Vamos, Suzy.


—De acuerdo, déjame pensar. En el instituto, iba tres o cuatro cursos por delante de mí. La mayor parte de las chicas estaban locas por él porque les parecía peligroso. Su madre era muy amable.


—Lo recuerdo —murmuró Paula—. Vino a vernos después…


—Sí, después de que mamá y papá murieran. Hacía artesanía. Le hizo algunas piezas preciosas a mamá. Creo que todavía tenemos algunas. Y su marido era pescador de langosta. Se perdió en el mar cuando éramos adolescentes. Aunque de eso no tengo muchos recuerdos.


—¿Alguna vez hablaste con él?


—¿Con Hernan? La verdad es que no. Siempre estaba de mal humor, mirando con rabia a los demás. Cuando tuvimos ese pequeño accidente, me dirigió toda clase de insultos. Después se fue a vivir a otro lugar, a Portland me parece. Recuerdo que la señora Marsley me comentó algo sobre él el otro día, cuando le
vendí unas rosas trepadoras. Al parecer llegó a ser policía, pero tuvo un pequeño incidente y renunció.


—¿Qué clase de incidente?


—No lo sé. En cuanto la señora Portland me empieza hablar, desconecto. Creo que ahora se dedica a arreglar barcos o algo así.


—¿Nunca habló de su familia contigo?


—¿Por qué diablos iba a hablarme de su familia? ¿Y por qué de pronto te importa tanto?


—Porque el apellido de Christian era Bradford y tenía una casa en la isla.


—Oh —Susana dejó escapar un largo suspiro mientras asimilaba aquella información—. Vaya una casualidad.


Paula dejó a su hermana enjabonándose y fue a buscar a Pedro. Antes de que hubiera llegado a su habitación, Coco la abordó.


—Oh, estás aquí.


—Cariño, pareces agotada —Paula le dio un beso en la mejilla.


—¿Y cómo no voy a estarlo? Esa mujer… —Coco tomó aire, intentando tranquilizarse—. Todas las mañanas hago veinte minutos de yoga para poder soportarlo mejor. Sé buena y llévale esto.


—¿Qué es?


—El menú de esta noche —respondió Coco entre dientes—. Insiste en actuar como si esto fuera un crucero.


—Mientras no tengamos que montarle un casino…


—Oh, ¿ya te ha dado Pedro la nueva noticia?


—Ah, sí, pero con retraso.


—¿Y ha tomado alguna decisión? Sé que es una oportunidad maravillosa, pero odio pensar que tenga que irse tan pronto.


—¿Irse?


—Si acepta ese puesto, tendrá que volver a Cornell la semana que viene. Pensaba echar las cartas anoche, pero estando en casa tía Carolina, me resulta imposible concentrarme.


—¿De qué puesto hablas, tía Coco?


—De la dirección del departamento de historia —miró a Paula desconcertada —. Pensaba que te lo había dicho.


—Estaba pensando en otra cosa —tuvo que hacer un serio esfuerzo para hablar con naturalidad—. ¿Así que va a irse dentro de unos días?


—Eso tendrá que decidirlo él —Coco tomó a Paula por la barbilla—. Bueno, tendréis que decidirlo entre los dos.


—Creo que Pedro ha elegido no darme oportunidad de decidir nada —fijó la mirada en el menú hasta que las lágrimas le impidieron ver las letras—. Es una oportunidad magnífica. Estoy segura de que querrá aprovecharla.


—En la vida surgen muchas posibilidades.


Paula sacudió la cabeza.


—No voy a hacer nada para desanimarlo o para impedirle hacer algo que desee. Si lo quiero, no puedo hacerle algo así. Así que será él el que tendrá que tomar una decisión.


—¿Qué es todo ese parloteo? —gritó Carolina desde su habitación, golpeando con el bastón en el suelo.


—Me gustaría agarrar ese bastón y…


—Más yoga —le sugirió Paula, forzando una sonrisa—. Yo me encargaré de ella.


—Buena suerte.


—Estabas gritando, tía —dijo Paula mientras cruzaba la puerta.


—No has llamado a la puerta.


—No, no he llamado. El menú de esta noche, señorita Chaves. Espero que lo encuentre de su agrado.


—Mocosa —Carolina dejó el papel a un lado y miró a su sobrina con el ceño fruncido—. ¿Qué te pasa, pequeña? Estás blanca como un fantasma.


—La piel blanca es una peculiaridad de la familia. Es la herencia irlandesa.


—Y el genio es otra —había visto esa mirada otras veces, pensó. Dolor, confusión. Pero entonces era solo una niña, incapaz de comprenderla—. Así que tienes problemas con ese joven.


—¿Por qué dices eso?


—Que no me haya atado nunca a un hombre no quiere decir que no sepa muchas cosas de ellos. En mi época yo también coqueteaba.


—Coquetear —aquella vez, la sonrisa asomó fácilmente a sus labios—. Una bonita palabra. Supongo que algunas de nosotras tenemos que coquetear durante toda la vida —deslizó un dedo por uno de los postes de la cama—. Al igual que hay algunas mujeres a las que los hombres desean, pero de las que nunca se enamoran.


—Estás parloteando.


—No, estoy intentando ser realista. Normalmente no lo soy.


—Ser realista es un duro consuelo.


Paula arqueó la ceja.


—Oh, Dios mío. Me temo que me parezco más a ti de lo que pensaba. Qué idea tan aterradora.


Carolina disimuló una risa.


—Sal de aquí. Me das dolor de cabeza —dijo, y añadió cuando Paula estaba ya en la puerta—. Ningún hombre capaz de poner esa mirada en tus ojos merece la pena.


Paula soltó una corta carcajada.


—Tía, tienes toda la razón.




CAPITULO 67 (TERCERA HISTORIA)





No la perdió en ningún momento de vista. 


Aunque habían transmitido a las autoridades la descripción de Caufield, Pedro no quería correr riesgos. Para cuando el día terminó, sabía más sobre el régimen de mareas de la zona de lo
que quería y era capaz de reconocer las diferentes clases de musgo de las rocas, aunque todavía arrugaba la nariz cuando Paula comentaba que con el musgo se hacía un helado excelente.


Pero no habían encontrado ni rastro de Caufield.


Por si había alguna posibilidad de que no hubiera mentido cuando había dicho que estaba acampado en el parque, la policía había rastreado la zona, pero no habían encontrado nada.


Nadie había visto a un hombre barbudo observando aquella infructuosa búsqueda tras sus gafas de sol. Y nadie vio tampoco la cólera que reflejaron sus ojos cuando comprendió que lo habían descubierto.


Mientras conducían hacia casa, Paula se deshacía la trenza.


—¿Te sientes mejor? —le preguntó a Pedro.


—No.


Paula hundió las manos bajo su pelo para dejar que el viento la refrescara.


—Pues deberías, aunque has sido muy amable al preocuparte por mí.


—Esto no tiene nada que ver con la amabilidad.


—Creo que estás un poco desilusionado porque no habéis podido tener un combate cuerpo a cuerpo.


—Quizá.


—De acuerdo —se inclinó hacia él y le mordisqueó la oreja—. ¿Quieres pelea?


—Esto no es ninguna broma —musitó Pedro—. Y no voy a sentirme bien hasta que lo hayan atrapado.


Paula se removió en su asiento.


—Si tiene un ápice de sentido común, renunciará y se irá. Nosotros vivimos en Las Torres y no hemos hecho muchos progresos.


—Eso no es cierto. Hemos verificado la existencia de las esmeraldas. Hemos encontrado una fotografía de ellas. Hemos localizado a la señora Tobías y tenemos un testigo de lo que ocurrió el día anterior a la muerte de Bianca. Y hemos identificado a Christian.


—¿Que hemos qué? —Paula se enderezó al instante—. ¿Cuándo hemos identificado a Christian?


Pedro hizo una mueca mientras la miraba.


—Se me había olvidado decírtelo. No me mires así. Primero, invade tu casa tu tía abuela y comienza a causar problemas a toda la familia. Después me hablas de ese hombre del parque. Creía que te lo había dicho.


Paula inspiró y exhaló intentando no perder la paciencia.


—¿Y por qué no me lo cuentas ahora?


—Lo descubrí ayer, en la biblioteca —comenzó a contarle y completó su explicación sobre lo que había encontrado.


—Christian Bradford —dijo Paula en voz alta, intentando ver cómo sonaba el nombre—. Me resulta familiar. Me pregunto si alguna vez habré visto alguno de sus cuadros. Supongo que no sería extraño, puesto que vivió y murió en esta zona.


—¿No lo estudiaste en el instituto?


—En el instituto yo no estudiaba nada, a menos que me gustara. No iba demasiado bien en clase y para mí la pintura ha sido más una afición que otra cosa. No quería trabajar como pintora porque me gustaba disfrutar de la pintura. Y siempre he querido ser naturalista.


—¿Una ambición? —Pedro sonrió—. Paula, estás arruinando tu imagen.


—Bueno, ha sido la única. Todo el mundo tiene derecho a tener alguna. Bradford, Bradford —repitió—. Juraría que me suena —cerró los ojos y volvió a abrirlos cuando llegaron a Las Torres—. ¡Ya lo tengo! Conocimos a un Bradford. Creció en la isla. Hernan, Hernan Bradford. Era un chico sombrío, malhumorado. Tenía algunos años más que yo. Probablemente ahora tenga treinta. Se fue de aquí hace diez o doce años, pero me parece haber oído que ha vuelto. Tiene una casa en el pueblo. Dios mío, Pedro, si es el nieto de Christian, quizá sea la misma casa.


—No adelantemos acontecimientos. Es preferible ir paso a paso.


—Si estás buscando una pista más razonable, hablaré con Susana. Ella lo conocía un poco mejor. Recuerdo que lo tiró de su motocicleta el día que le dieron el carné de conducir.