jueves, 30 de mayo de 2019
CAPITULO 31 (PRIMERA HISTORIA)
Ajeno a lo que lo esperaba, Pedro estaba sentado en el salón con Coco. Ya había hecho las maletas. Le habría gustado encontrar una excusa razonable para quedarse unos pocos días más.
—Hemos disfrutado mucho con su presencia —le dijo Coco cuando él expresó agradecimiento por la hospitalidad recibida—. Estoy segura de que pronto volveremos a vernos —se recordó que su bola de cristal no mentía.
Seguía vinculando a Pedro con una de sus sobrinas, por lo que aún no estaba dispuesta a rendirse.
—Ciertamente es lo que espero. He de decirle, Coco, lo mucho que la admiro por haber educado a cuatro mujeres tan adorables.
—A veces creo que nos hemos educado mutuamente —sonrió al echar un vistazo a la estancia—. Voy a echar de menos este lugar. Para ser sincera, no creí que me importara hasta que… bueno, hasta ahora. Yo no crecí aquí como lo hicieron las chicas. Viajábamos bastante, y mi padre solo regresaba de vez en cuando. Siempre pensé que eso se debió a que su madre hubiera muerto aquí. Luego pasé mi vida de casada y los primeros años de viudez en Filadelfia. Después, cuando Julio y Delia fallecieron, vine aquí por las chicas —le sonrió
con expresión triste y de disculpa—. Lamento haberme puesto sentimental con usted, Pedro.
—No se disculpe —bebió pensativo el aperitivo—. Mi familia jamás ha tenido una relación estrecha, y por ello nunca ha habido un hogar como este en mi vida. Me parece que es por eso que he comenzado a comprender lo que podría significar.
—Debería establecerse —comentó con lo que consideró astucia—. Encuentre una buena chica, funde un hogar y una familia propios. No se me ocurre nada más solitario que no tener a nadie al llegar a casa.
Deseando evitar ese curso de pensamiento, se agachó para echarle una pelota a Fred. Los dos observaron al perro ir en pos de ella, tropezar y caer con las patas extendidas.
—No es demasiado grácil —musitó Pedro.
Se levantó para ir a recoger la pelota. Mientras le acariciaba el lomo al animal, miró por encima del hombro. Lo primero que vio fue un par de zapatos negros muy estilizados. Lentamente alzó la vista por unas piernas largas y hermosas.
Con aliento contenido, se puso en cuclillas. Vio un resplandor rojo sobre una espléndida forma femenina.
—¿Has perdido algo? —preguntó Paula cuando los ojos de él se clavaron en su cara.
Le sonrieron unos labios rojos y brillantes. Pedro se pasó la lengua por los dientes para asegurarse de que no se la había tragado. Se incorporó con piernas inseguras.
—¿Paula?
—Íbamos a cenar juntos, ¿verdad?
—Nosotros… sí. Estás magnífica.
—¿Te gusta? —dio una vuelta para dejarlo ver que el escote de la espalda era más pronunciado que el del pecho—. Creo que el rojo es un color alegre —«y poderoso» , pensó sin dejar de sonreír.
—Te sienta bien. Nunca antes te había visto con un vestido.
—Son poco prácticos cuando se trata de cambiar bombas de gasolina. ¿Estás listo para irnos?
—¿Ir adónde?
—A cenar —no había duda de que iba a pasárselo en grande.
—Cierto. Sí.
Ella inclinó la cabeza tal como le había enseñado Susana y le entregó la capa. Era algo que él había hecho cientos de veces con otras mujeres. Pero le temblaron las manos.
—No nos esperes, tía Coco.
—No, querida —sonrió a sus espaldas y levantó los puños al aire.
En cuanto se cerró la puerta, las tres hermanas se felicitaron.
CAPITULO 30 (PRIMERA HISTORIA)
«Vaya, vaya, vaya» , pensó Paula Le maravilló la diferencia que podían marcar un día y un vestido ajustado de seda. Con los labios fruncidos, giró delante del espejo agrietado que había en un rincón de su dormitorio. El vestido era una pizca demasiado pequeño para ella, incluso con los rápidos retoques que le había hecho Susana.
Parecía manifestar: Te encantaría tenerme.
Paula se pasó las manos por las caderas. Y él podría desearlo hasta que le estallara la cabeza.
El vestido era un ceñido resplandor de fuego cuyas lenguas descendían desde un escote de vértigo hasta un bajo abreviado. Susana lo había recortado para que le llegara a la mitad de los muslos. Las mangas largas terminaban en punta sobre las muñecas. Y Paula había añadido los pendientes de diamantes falsos de Coco con su perverso centelleo.
Los treinta minutos que había dedicado a maquillarse parecían haber dado sus frutos.
Gracias a la contribución de Amelia, tenía los labios tan rojos como el vestido. Y a la aportación de Lila, en los ojos lucía una sombra de color cobre y esmeralda. Llevaba el cabello tan reluciente como el ala de un cuervo, echado hacia atrás en las sienes.
Al volverse, pensó que a Pedro Alfonso III le esperaba una sorpresa.
—Susana dijo que necesitabas unos zapatos —Lila entró y se frenó con un bostezo a medias. Observó fijamente a su hermana con los zapatos colgándole de los dedos—. Sin duda he entrado en un universo paralelo.
—¿Qué te parece? —Paula sonrió y dio una vuelta.
—Que Pedro va a necesitar oxígeno —con expresión de aprobación, le pasó unos zapatos de piel de serpiente con tacones de aguja—. Pequeña, pareces peligrosa.
—Bien —se calzó—. Ahora solo me falta poder caminar con estos zapatos sin caerme de bruces.
—Practica. Voy a buscar a Amelia.
Unos momentos después, las tres hermanas supervisaban el andar de Paula.
—Vas a cenar —indicó Amelia, haciendo una mueca con cada amago de traspié—. De modo que permanecerás sentada la mayor parte del tiempo.
—Empiezo a mejorar —musitó Paula—. Lo que pasa es que no estoy acostumbrada a los tacones. ¿Cómo trabajáis todo el día con estas cosas?
—Talento.
—Camina más despacio —sugirió Lila—. De forma despreocupada. Como si dispusieras de todo el tiempo del mundo.
—Hazle caso —convino Amelia—. Es una experta en lentitud.
—En este caso… —Lila la miró con desaprobación—… la lentitud es sexy. ¿Ves?
Siguiendo el consejo de su hermana, Paula caminó con una intencionalidad cautelosa cuyo resultado fue de provocación. Amelia extendió las manos.
—Me disculpo. ¿Qué abrigo vas a llevar?
—No lo he pensado.
—Puedes ponerte mi capa negra de seda —decidió Amelia—. Te helarás, pero te sentará de maravilla. Perfume. La tía Coco tiene aquel perfume francés delicioso que le regalamos en Navidad.
—No —Susana movió la cabeza—. Debería seguir con su perfume habitual —ladeó la cabeza para estudiar a su hermana y sonreír—. El contraste lo enloquecerá.
CAPITULO 29 (PRIMERA HISTORIA)
Pedro se hallaba sentado junto al fuego donde Fred roncaba sobre el cojín rojo en su nueva casita. Se dio cuenta de que iba a echar de menos al diablillo. Aunque tuviera tiempo o ganas para tener una mascota en Boston, no tenía corazón para llevarse a Fred lejos de los niños, o de las mujeres.
Aquella tarde había visto a Paula llegar del trabajo y tirarle la pelota al cachorro en el patio. Había sido muy agradable oírla reír, verla luchar con el perro y los hijos de Susana.
Extrañamente, le recordaba la imagen que había tenido… «sueño» , se corrigió. El sueño que había tenido cuando su mente se puso a vagar la noche en que celebraron la sesión espiritista.
Estaban Paula y él sentados en un porche soleado, observando a unos niños jugar en el patio.
Era una tontería, desde luego, pero aquella tarde en que permaneció en la puerta viéndola tirarle la pelota a Fred, algo le había atenazado el corazón.
Recordó que había sido una sensación positiva, hasta que ella se dio la vuelta y lo vio. La risa murió en sus labios y sus ojos adoptaron una expresión fría.
Se irguió y estudió las llamas en el fuego. Era una locura, pero todo en él deseaba que Paula volviera a encenderse, una última vez, que le lanzara un puñetazo, que lo insultara. La peor clase de castigo era su corrección constante y sin pasión.
La llamada a la puerta hizo que Fred emitiera un ladrido apagado en su sueño.
Cuando Pedro encontró a Paula del otro lado del umbral, sintió un aguijonazo de placer y angustia. En esa ocasión no iba a ser capaz de rechazarla. No podría decirle, ni convencerse a sí mismo, de que no era posible. Tenía que…
Entonces la miró a los ojos.
—¿Qué ha pasado? —alargó la mano para consolarla, pero ella se apartó con rigidez.
—Nos gustaría que bajaras, si no te importa.
—Paula… —pero ella había empezado a alejarse con paso vivo para establecer cada vez más distancia. Las encontró a todas reunidas alrededor de la mesa del comedor, con los rostros serenos. Era lo bastante inteligente como para comprender que se enfrentaba a una única voluntad combinada. Las Chaves habían cerrado filas—. ¿Señoras?
—Pedro, siéntese, por favor —Coco indicó la silla que tenía a su lado—. Espero que no lo hayamos importunado.
—En absoluto —miró a Paula.… pero ella tenía la vista clavada en la pared por encima de su cabeza—. ¿Vamos a celebrar otra sesión espiritista?
—Esta vez no —Lila asintió en dirección a Amelia—. ¿Amelia?
—De acuerdo —respiró hondo y sintió alivio cuando la mano de Susana apretó la suya por debajo de la mesa—. Pedro, hemos tratado la oferta que nos has hecho por Las Torres, y hemos decidido aceptarla.
—¿Aceptarla? —la miró sin comprender.
—Sí —Amelia se llevó la mano libre al estómago—. Siempre y cuando, por supuesto, dicha oferta siga en pie.
—Sí, desde luego —miró la habitación y posó la vista en Paula—. ¿Estáis seguras de que queréis vender?
—¿No era eso lo que querías? —la voz de Paula sonó seca—. ¿No viniste por eso?
—Sí —pero había recibido mucho más que lo que habla esperado—. Mi empresa estará encantada de comprar la propiedad. Pero… Quiero estar seguro de que todas estáis de acuerdo. Que es lo que deseáis. Todas.
—Todas lo hemos aceptado —Paula volvió a clavar la vista en la pared.
—Los abogados arreglarán los detalles —comenzó otra vez Amelia—. Pero antes de que les remitamos la negociación, me gustaría repasar los términos.
—Por supuesto —Pedro repitió el precio de compra; oírlo hizo que los ojos de Paula ardieran con lágrimas contenidas—. No hay motivo para que no podamos ser flexibles con el tiempo —continuó—. Comprendo que os gustaría realizar un inventario antes de… trasladaros —se recordó que era lo que ellas querían. Era un negocio. No tendría que hacerlo sentir como si fuera un insecto—. Si hay algo que pueda hacer para ayudaros…
—Ya has hecho suficiente —interrumpió Paula con frialdad—. Podemos cuidar de nosotras.
—Me gustaría añadir una condición —Lila se adelantó—. Estás comprando la casa, y la propiedad. No su contenido.
—No. Es natural que los muebles, las pertenencias familiares y las posesiones
personales permanezcan con vosotras.
—Incluido el collar —inclinó la cabeza—. Ya se encuentre antes de que nos marchemos, o después, el collar Chaves es de los Chaves. Lo quiero por escrito, Pedro. Si en algún momento durante la restauración de la casa se recupera el collar, nos pertenece a nosotras.
—De acuerdo —la cláusula iba a volver locos a los abogados, pero ese era su problema—. Me ocuparé de que se incluya en el contrato.
—La torre de Bianca —habló despacio, temerosa de que se le quebrara la voz —. Tened cuidado con lo que hacéis con ella.
—¿Qué os parece si bebemos un poco de vino?
—Coco se levantó agitando las manos—. Deberíamos beber vino.
—Perdonadme —Paula se puso de pie lentamente, controlando el impulso de salir corriendo—. Si hemos terminado, creo que subiré. Estoy cansada.
Pedro quiso ir tras ella, pero Susana lo detuvo.
—No creo que sea receptiva en este momento. Iré yo.
Paula se dirigió a la terraza para apoyarse sobre la pared y dejar que el viento frío le secara las lágrimas. «Debería venir una tormenta» , pensó.
Deseó que hubiera una tormenta, algo tan furioso y apasionado como su propio corazón.
Golpeó la pared con un puño y maldijo el día en que conoció a Pedro. No quería llevarse su amor, pero sí su hogar. Claro estaba que, si hubiera aceptado lo primero, correspondiéndolo, jamás habría podido llevarse lo segundo.
—Paula—Susana apareció para pasarle un brazo por los hombros—. Hace frío. ¿Por qué no vamos dentro?
—No es justo.
—No —se acercó más a su hermana—. No lo es.
—Él ni siquiera sabe lo que la casa significa para nosotras —se secó las lágrimas furiosa—. No puede entenderlo. Ni querría hacerlo.
—Es posible. Es posible que nadie pueda entenderlo, salvo nosotras. Pero no es su culpa, Paula. No podemos culparlo porque no seamos capaces de aguantar aquí —apartó la vista de los jardines que amaba y la clavó en los riscos que siempre la atraían—. Ya me marché de aquí una vez, parece que fue hace siglos, pero solo fue hace siete años. Casi ocho —suspiró—. Pensé que dejar la isla para ir a mi nuevo hogar en Boston era el día más feliz de mi vida.
—No tienes por qué hablar de ello. Sé que te duele.
—No tanto como dolió en el pasado. Estaba enamorada, Paula.… era una novia con el futuro en la palma de sus manos. Y cuando me di la vuelta para ver cómo Las Torres desaparecían a mi espalda, lloré como un bebé. Pensé que esta
vez sería más fácil —cerró los ojos ante la amenaza de las lágrimas—. Ojalá lo fuera. ¿Qué tiene este lugar que nos atrae tanto? —se preguntó.
—Sé que podemos encontrar otra casa —Paula tomó la mano de su hermana —. Sé que estaremos bien, que incluso seremos felices. Pero duele. Y tienes razón, no es culpa de Pedro. Pero…
—Hay que culpar a alguien —Susana sonrió.
—Me hizo daño. Odio reconocerlo, pero me hizo daño. Quiero ser capaz de decir que me instó a enamorarme de él. Incluso que dejó que me enamorara de él. Pero fui yo solita.
—¿Y Pedro?
—No está interesado.
—Por la forma en que te mira, diría que te equivocas.
—Oh, está interesado —comentó Paula con tono sombrío—. Pero en ello no tiene nada que ver el amor. Con educación se negó a aprovecharse de mi… mi falta de experiencia, tal como la llamó.
—Oh —Susana volvió a mirar en dirección a los riscos. Sabía que el rechazo era el cuchillo más afilado—. No es de mucha ayuda, pero podría haber sido más difícil para ti si él no hubiera sido… sensato.
—Es sensato, muy bien —reconoció con los dientes apretados—. Y al ser un hombre sensato y civilizado, le gustaría que fuéramos amigos. Incluso va a llevarme a cenar mañana para asegurarse de que no me muero por él y así poder regresar a Boston libre de culpa.
—¿Qué vas a hacer?
—Oh, saldré a cenar. Puedo ser tan condenadamente civilizada como él — adelantó el mentón—. Y cuando termine, va a lamentar haber puesto los ojos en Paula Chaves —giró hacia su hermana—. ¿Tienes todavía el vestido rojo de lentejuelas con un escote de pecado?
—Puedes apostarlo —la sonrisa de Susana se hizo más amplia.
—Vamos a ver cómo me queda.
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