sábado, 25 de mayo de 2019

CAPITULO 14 (PRIMERA HISTORIA)




«Cuando no puedes dormir, lo mejor es levantarte» . Eso es lo que se dijo Paula al sentarse a la mesa de la cocina a contemplar la salida del sol con su segunda taza de café.


Tenía muchas cosas en la cabeza, eso era todo. 


Facturas, el Oldsmobile que debía arreglar aquella mañana, facturas, la inminente cita con el dentista. Más facturas. Pedro Alfonso figuraba muy atrás en su lista de preocupaciones. En alguna parte entre una caries potencial y un tubo de escape averiado.


Bajo ningún concepto perdía el sueño por él. Y un beso, ese ridículo… accidente era la mejor palabra para describirlo, ni siquiera merecía 
un pensamiento.


«No me comporto como si nunca hubiera recibido un beso» , se reprendió.


Aunque ninguno había mostrado una destreza tan impresionante. Lo que solo demostraba que Pedro había dedicado una gran parte de su vida a tener los labios pegados a los de alguna mujer. Muchas mujeres.


En ese momento pensó que había sido una jugarreta. En especial en medio de lo que había empezado a ser una discusión muy satisfactoria. 


Los hombres como Pedro no sabían cómo pelear con limpieza, con ingenio y palabras y una furia honesta. Se los enseñaba a dominar, del modo que mejor funcionara.


« Bueno, pues ha funcionado» , pensó al pasar un dedo por sus labios. Había funcionado como un hechizo, porque durante un momento, un breve y trémulo momento, ella había sentido algo bonito… algo más que la excitante presión de sus labios, más que sus manos posesivas.


Había estado en su interior, debajo del pánico y el placer, más allá del remolino de sensaciones. Un fulgor, cálido y dorado, como una lámpara en la ventana en una noche tormentosa.


Luego él había apagado esa lámpara con un movimiento rápido e indiferente, dejándola otra vez en la oscuridad.


Apesadumbrada, pensó que podría haberlo odiado solo por eso, si y a no tuviera suficientes motivos por los que odiarlo.


—Eh, pequeña —Lila entró con los pantalones caqui de su trabajo. Llevaba la mata de pelo recogida en una trenza a la espalda. De cada oreja oscilaba un trío de bolas de ámbar—. Te has levantado pronto.


—¿Yo? —Paula olvidó su estado de ánimo el tiempo suficiente para mirarla con incredulidad—. ¿Eres mi hermana o una impostora inteligente?


—Tú debes juzgarlo.


—Debes ser una impostora. Lila Chaves jamás se levanta antes de las ocho, exactamente veinte minutos antes de que tenga que salir corriendo de la casa para llegar cinco minutos tarde al trabajo.


—Dios, odio ser tan predecible. Mi horóscopo… —adelantó, mientras inspeccionaba la nevera—. Ponía que hoy tenía que levantarme pronto para contemplar la salida del sol.


—¿Y qué te ha parecido? —le preguntó mientras su hermana iba hacia la mesa con una lata de refresco frío y una porción de tarta.


—Bastante espectacular —dio un bocado a la tarta—. ¿Cuál es tu excusa?


—No podía dormir.


—¿Algo que ver con el desconocido que hay en el otro extremo del pasillo?


Paula frunció la nariz y tomó una cereza del plato de Lila.


—Los tipos como él no me perturban.


—Los tipos como él fueron creados para perturbar a las mujeres, y hay que darle las gracias a Dios. De modo… —estiró las piernas y las apoyó en una silla vacía. El grifo de la cocina volvía a gotear, pero le gustaba el sonido—. ¿Cuál es la historia?


—No dije que hubiera una.


—No es necesario, lo llevas grabado en la cara.


—Simplemente no me gusta que esté aquí, eso es todo —se incorporó para llevar su taza al fregadero—. Es como si y a nos quisieran echar de nuestra casa. Sé que hemos hablado de vender, pero todo era tan vago y lejano —se volvió hacia su hermana—. Lila, ¿qué vamos a hacer?


—No lo sé —los ojos de Lila se nublaron. Era una de las pocas cosas por las que no podía dejar de preocuparse. Sus debilidades eran la casa y la familia—. Supongo que podríamos vender algunas de las vajillas. Y luego tenemos la plata.


—Eso partiría el corazón de la tía Coco.


—Lo sé. Pero existe la posibilidad de que tengamos que vender pieza tras pieza… o dar un paso importante —comió un poco de tarta—. A pesar de lo mucho que odio decirlo, vamos a tener que pensar mucho, en serio y con pragmatismo.


—Pero ¿para que se convierta en un hotel?


Lila se encogió de hombros.


—Eso no me causa ningún problema moral profundo. La casa la construyó el loco Felipe para recibir a un ejército de invitados, con toda clase de personal para atenderlos. Me parece que un hotel encaja con el propósito original —
suspiró al observar la expresión de Paula—. Sabes que adoro este lugar tanto como tú.


—Lo sé.


Lo que Lila no dijo fue que le partiría el corazón tener que vender, pero que estaba preparada para hacer lo que fuera mejor para la familia.


—Le daremos al magnífico señor Alfonso un par de días más, luego celebraremos una reunión familiar —animó con una sonrisa a Paula—. Nosotras cuatro juntas no podemos equivocarnos.


—Espero que tengas razón.


—Cariño, siempre tengo razón… es la pequeña cruz que me toca llevar — bebió un sorbo del refresco—. Y ahora por qué no me cuentas qué te ha producido insomnio.


—Acabo de hacerlo.


—No —con la cabeza ladeada, agitó el tenedor en dirección a Paula—. No olvides que Lila lo ve y lo sabe todo… y lo que no, lo averigua. Suéltalo.


—La tía Coco hizo que lo llevara al jardín.


—Sí —Lila sonrió—. Es una diablesa taimada. Deduje que tramaba algún romance. La luna, flores, el sonido distante del agua al romper sobre las rocas. ¿Funcionó?


—Nos peleamos.


—Es un buen comienzo. ¿Por la casa?


—Por eso… y otras cosas.


—¿Cuáles?


—Nombres de amantes —musitó Paula—. Familias importantes de Boston. Sus zapatos.


—Una discusión ecléctica. Las que yo prefiero. ¿Y luego?


—Me besó —metió las manos en los bolsillos.


—Ah, la trama se complica —sentía el mismo amor que Coco por el cotilleo, por lo que se adelantó y apoyó el mentón en las manos—. ¿Cómo fue? Tiene una boca fantástica. Lo noté de inmediato.


—Pues bésalo tú misma.


Tras meditarlo un momento, Lila movió la cabeza, no sin cierto pesar.


—No, con o sin boca fantástica, no es mi tipo. Además, tú ya lo has besado, así que cuéntamelo. ¿Es bueno?


—Sí —reconoció a regañadientes—. Supongo que se podría decir que sí.


—¿Qué puntuación le darías en una escala del uno al diez?


La risita escapó de labios de Paula antes de que se diera cuenta de ello.


—En ese momento no pensaba en un sistema de evaluación.


—Mejor y mejor —Lila lamió el tenedor—. De manera que te besó y fue estupendo. ¿Y después?


—Se disculpó —suspiró y el humor se desvaneció de su voz.


Lila la miró fijamente y despacio dejó el tenedor.


—¿Que hizo qué?


—Se disculpó… muy correctamente por su conducta inexcusable y prometió que no se repetiría. El idiota. ¿Qué clase de hombre cree que una mujer desea una disculpa después de que la hayan besado hasta quitarle el aliento?


—Bueno, tal como yo lo veo, hay tres elecciones —Lila movió la cabeza—. Es un idiota, ha sido educado para mostrarse excesivamente cortés o era incapaz de pensar de forma racional.


—Yo voto por lo de idiota.


—Mmm. Voy a tener que meditarlo —tamborileó con los dedos sobre la mesa—. Quizá debería hacerle la carta astral.


—Sin importar en qué signo tenga la luna, insisto en lo de idiota —se acercó a Lila para darle un beso en la mejilla—. Gracias. He de irme.


—Paula —esperó hasta que su hermana se dio la vuelta—. Tiene ojos bonitos. Cuando sonríe, tiene ojos muy bonitos.




CAPITULO 13 (PRIMERA HISTORIA)



Ella no había esperado que la boca de él fuera tan ardiente, dura, hambrienta.


Había pensado que el beso sería sofisticado y suave. Que podría resistirlo y olvidarlo con suma facilidad. Pero se había equivocado. Besarlo era como deslizarse en plata fundida. Al jadear en busca de aire, él potenció el beso con la profunda introducción de la lengua, para atormentarla y provocarla. Paula intentó despejar la cabeza, pero lo único que consiguió fue modificar el ángulo.


Las manos que había alzado a los hombros de él en protesta, le rodearon el cuello con gesto posesivo.


Pedro había querido darle una lección… aunque ya había olvidado sobre qué.


Pero él aprendió. Aprendió que algunas mujeres, esa en particular, podían ser fuertes y suaves, irritadoras y encantadoras, todo al mismo tiempo. Mientras las olas rompían abajo, se sintió aporreado por lo inesperado. Y lo no deseado.


Estúpidamente, pensó que podría sentir la luz de las estrellas en la piel de ella, probar el polvo de luna en sus labios. El gemido ronco que oyó fue emitido por él.


Alzó la cabeza y la movió como si quisiera despejar una bruma de su cerebro.


Veía los ojos oscuros de ella que lo miraban aturdidos.


—Le pido disculpas —sorprendido por su acción, la soltó con tanta rapidez que ella trastabilló hacia atrás—. Ha sido completamente inexcusable.


Paula no pudo decir nada. Demasiadas sensaciones le atenazaban la garganta. Realizó un gesto de impotencia con las manos que hizo que él se sintiera un miserable.


—Paula… créame, no tengo por costumbre… —tuvo que parar y carraspear. Se dio cuenta de que quería repetirlo. Quería quitarle el aliento con un beso; parecía tan perdida y desvalida. Y hermosa—. Lo siento mucho. No volverá a suceder.


—Me gustaría que me dejara sola —nunca en su vida se había sentido más conmovida. O devastada. Él acababa de abrir una puerta a un mundo secreto, para volver a cerrársela en la cara.


—Muy bien —tuvo que controlarse de acariciarle el pelo. Regresó por el sendero en dirección a la casa. Al mirar atrás, ella seguía de pie donde la había dejado, con la vista clavada en las sombras, bañada por la luz de la luna.




****



Su nombre es Christian. Una y otra vez he vuelto a caminar por los riscos, con la esperanza de intercambiar unas pocas palabras con él. Me digo que se debe a la fascinación que siento por el arte, no por el artista. Podría ser verdad. Debe ser verdad.


Soy una mujer casada y madre de tres hijos. Y aunque Felipe no es el esposo romántico de mis sueños juveniles, cuida de nosotros y, a veces, es amable. Quizá hay una parte de mí, una parte rebelde, que desea no haber cedido a la insistencia de mis padres de realizar un matrimonio bueno y apropiado. Pero es una tontería, ya que el acto lleva consumado desde hace más de cuatro años.


Es una deslealtad comparar a Felipe con un hombre al que apenas conozco.


Pero aquí, en mi diario privado, se me debe permitir esa indulgencia. Mientras Felipe solo piensa en los negocios, en el siguiente trato o dólar, Christian habla de sueños, imágenes y poesía.


Cuánto ha anhelado mi corazón solo un poco de poesía.


Así como Felipe, con su generosidad distante y despreocupada, me regaló las esmeraldas el día en que nació Ethan, en una ocasión Christian me ofreció una flor silvestre. La he guardado, presionándola entre estas páginas. Cuánto mejor me sentiría llevándola en vez de esas gemas frías y pesadas.


No hemos hablado de nada íntimo, de nada que pudiera ser considerado impropio. Sin embargo, sé que lo es. El modo en que me mira, me sonríe, me habla, es gloriosamente impropio. El modo en que lo busco en estas luminosas tardes estivales mientras mis pequeños duermen no es la acción de una esposa recatada. El modo en que me palpita el corazón cuando lo veo es una clara deslealtad.


Hoy me he sentado sobre una roca y lo he observado manejando el pincel, dándole a esas piedras rosas y grises, al agua azul, vida en el lienzo. Había un bote deslizándose por su superficie, tan libre y solitario. Por un momento nos imaginé a los dos en él, las caras al viento. 


No entiendo por qué tengo estos pensamientos,
pero mientras permanecieron conmigo, claros como el cristal, pregunté su nombre.


—Christian —repuso—. Christian Bradford. Y usted es Bianca.


La manera en que pronunció mi nombre… como si nunca antes lo hubieran dicho. Jamás lo olvidaré. Jugué con la hierba que sobresalía entre las grietas de la roca. Con la vista baja, le pregunté por qué su esposa jamás iba a verlo trabajar.


—No tengo esposa —me informó—. Y el arte es mi única amante.


No estuvo bien que mi corazón se inflamara con sus palabras. No estuvo bien que sonriera, pero lo hice. Y él también. Si el destino me hubiera tratado de forma diferente, si de algún modo se hubiera podido alterar el tiempo y el lugar, habría podido amarlo.


Creo que no me habría quedado otra elección que amarlo.


Y si ambos lo sabíamos, comenzamos a hablar de cosas sin importancia. Pero cuando me incorporé, sabiendo que mi tiempo allí había llegado a su fin ese día, él se inclinó y arrancó una diminuta brizna de brezo dorado y la colocó en mi pelo.


Por un momento, sus dedos flotaron sobre mi mejilla y sus ojos se clavaron en los míos. Entonces se apartó y me deseó un buen día.


Ahora escribo con la lámpara baja, escuchando la poderosa voz de Felipe mientras le da instrucciones a su valet en la puerta de al lado. Esta noche no vendrá, algo que agradezco. Le he dado tres hijos, dos varones y una niña. Al proporcionarle un heredero, he cumplido con mi deber, y él no encuentra a menudo la necesidad de venir a mi lecho. Igual que los niños, yo he de estar bien vestida y bien educada, para ser presentada en las ocasiones adecuadas, como un buen clarete, ante sus invitados.


Supongo que no es mucho pedir. Es una buena vida, una que debería tenerme satisfecha. Quizá así era, hasta aquel día en que paseé por primera vez por los riscos.


De modo que esta noche dormiré sola en mi cama, y soñaré con un hombre que no es mi esposo.




CAPITULO 12 (PRIMERA HISTORIA)




Pedro salió por el ventanal para encontrar a Paula de pie, moviendo con impaciencia una bota sobre la piedra. «Es hora de que alguien le enseñe buenos modales a la bruja de ojos verdes» .


—No sé nada sobre flores —expuso ella.


—Ni sobre simple cortesía.


—Escuche, amigo... —alzó el mentón.


—No, escuche usted, amiga —soltó la mano y la tomó por el brazo—. Caminemos. Los niños podrían oírnos y no creo que estén preparados para esto.


Era más fuerte de lo que ella había imaginado. 


La dirigió, sin prestar atención a las maldiciones que Paula musitó. Salieron de la terraza a uno de los senderos que serpenteaban por el costado de la casa. Junto a la verja se mecían los narcisos y los jacintos.


Él se detuvo bajo un árbol en el que dentro de un mes crecerían glicinas. Paula no sabía si el rugido que oía en la cabeza se debía al sonido del mar o al de su malhumor.


—No vuelva a repetirlo jamás —alzó una mano para frotar allí donde se habían clavado los dedos de él—. Es posible que logre manejar a la gente en Boston, pero aquí no. Ni conmigo ni con nadie de mi familia.


Él se contuvo, fracasando en su intento de controlar su temperamento.


—Si me conociera, o supiera lo que hago, sabría que no tengo por costumbre manejar a nadie.


—Sé exactamente lo que hace.


—¿Ejecutar las hipotecas de las viudas y los huérfanos? Crezca, Paula.


—Puede ver los jardines usted solo —apretó los dientes—. Vuelvo dentro.


Él simplemente se movió para bloquearle el paso. A la luz de la luna, los ojos de ella brillaban como los de un gato. Cuando levantó las manos para empujarlo, Pedro le sujetó las muñecas. En el breve esfuerzo que siguió, notó que la piel de Paula era del color de la leche fresca y casi tan suave.


—No hemos terminado —su voz irradió una firmeza que ya no estaba oculta bajo una pátina de cortesía—. Tendrá que aprender que cuando se muestra grosera adrede, hay un precio que pagar.


—¿Quiere una disculpa? —espetó—. Muy bien. Siento no tener nada que decirle que no sea grosero o insultante.


Pedro sonrió, sorprendiéndolos a ambos.


—Es usted toda una pieza, Paula Patricia Chaves. Por mi vida que no sé por qué intento ser razonable con usted.


—¿Razonable? —gruñó—. ¿Llama razonable tirar de mí, abusar de mí…?


—Si esto le parece un abuso, ha llevado una vida muy protegida.


—Mi vida no es asunto suyo —afirmó poniéndose colorada.


—Gracias a Dios.


Ella flexionó los dedos y los cerró. Odió el hecho de que bajo el contacto de él su pulso martilleara al doble de velocidad.


—¿Quiere soltarme?


—Solo si promete no escapar a la carrera —se vio persiguiéndola, y la imagen le resultó bochornosa y atractiva al mismo tiempo.


—No escapo de nadie.


—Dicho como una verdadera amazona —murmuró, soltándola. Solo unos reflejos rápidos le permitieron esquivar el puño apuntado a su nariz—. Supongo que debería haber considerado esta reacción. ¿Ha considerado alguna vez mantener una conversación inteligente?


—No tengo nada que decirle —se sentía avergonzada de haber tratado de golpearlo y furiosa por haber fallado—. Si quiere hablar, vaya a hacerle la pelota a la tía Coco un rato más —se dejó caer en un banco de piedra pequeño que había bajo el árbol—. Mejor aún, vuelva a Boston a flagelar a uno de sus subordinados.


—Eso puedo hacerlo cuando me apetezca —movió la cabeza y, convencido de que arriesgaba la vida, se sentó al lado de ella.


Había azaleas y geranios que amenazaban con florecer a su alrededor. Él pensó que tendría que haber sido un lugar apacible. Pero, al sentarse y oler la tierna fragancia de las flores primaverales mezclada con el aroma del mar y escuchar a un pájaro nocturno llamar a su pareja, pensó que ninguna junta directiva había sido jamás tan hostil o tensa.


—Me pregunto dónde ha desarrollado una opinión tan elevada de mí —«y por qué» , añadió para sí mismo, «parece importar tanto» 


—Se presenta aquí…


—Aceptando una invitación.


—No mía —echó la cabeza atrás—. Llega con su gran coche y su traje serio, listo para arrebatarme mi hogar.


—He venido —corrigió— para observar en persona una propiedad. Nadie, y menos yo, puede obligarlas a vender.


Consternada, ella pensó que se equivocaba. 


Había personas que podían forzarlas a vender. Las personas que recaudaban los impuestos, las que emitían las facturas de la electricidad y el teléfono, las del préstamo que se habían visto obligadas a pedir hipotecando la casa. Toda su frustración, y temor, se centraba en el hombre que tenía al lado.


—Conozco a las personas como usted —musitó—. Nacidas ricas y por encima de la gente corriente. Su única meta en la vida es ganar más dinero, sin importar a quién afectan o a quién pisotean con ello. Celebran grandes fiestas, tienen casas veraniegas y amantes llamadas Fawn.


—Jamás he conocido a alguien llamado Fawn —con inteligencia, se tragó la risita que tuvo ganas de soltar.


—Oh, ¿qué importa? —se levantó para ponerse a caminar junto al banco—. Kiki, Vanessa, Aya, es lo mismo.


—Si usted lo dice —tuvo que reconocer que tenía un aspecto magnífico envuelta en la luz de la luna como si fuera un fuego blanco. La atracción que sentía lo irritaba bastante, pero siguió sentado. Se recordó que había mucho que hacer. Y Paula Chaves representaba el principal obstáculo. Se prometió que sería paciente—. Dígame cómo es que conoce tanto sobre las personas como yo.


—Porque mi hermana se casó con uno de los suyos.


—Con Bruno Dumont.


—¿Lo conoce? —entonces movió la cabeza y metió las manos en los bolsillos —. Una pregunta estúpida. Lo más probable es que juegue al golf con él todos los miércoles.


—No, en realidad apenas nos conocemos. Más bien, sé de él y de su familia. También soy consciente de que su hermana y él llevan divorciados más o menos un año.


—Hizo de su vida un infierno, le destrozó la autoestima y luego la dejó junto con sus hijos por un bombón francés. Y como es un abogado importante procedente de una familia importante, a mi hermana no le ha quedado nada más que una miserable pensión para mantener a los niños y que todos los meses llega tarde.


— Lamento lo que le pasó a su hermana —se puso de pie. Su voz ya no sonaba cortante, sino fatalista—. El matrimonio a veces es la menos agradable de todas las transacciones de negocios. Pero el comportamiento de Bruno Dumont no significa que cada miembro de cada familia prominente de Boston carezca de ética o de moral.


—Desde mi punto de vista, todos son iguales.


—Entonces quizá deba cambiar de perspectiva. Pero no lo hará, porque también usted es obstinada y pertinaz en sus opiniones.


—Porque soy lo bastante inteligente para ver más allá de su fachada.


—No sabe nada de mí, y los dos sabemos que le causé un profundo desagrado antes incluso de que conociera mi nombre.


—No me gustaron sus zapatos.


Eso lo frenó en seco.


—¿Perdone?


—Ya me ha oído —cruzó los brazos y comprendió que empezaba a pasárselo bien—. No me gustaron sus zapatos —bajó la vista—. Y siguen sin gustarme.


—Eso lo explica todo.


—Tampoco me gustó su corbata —clavó un dedo en ella y pasó por alto el brillo de furia en los ojos de él—. Ni su llamativa pluma de oro —con suavidad dio con el puño cerrado contra el bolsillo de la pechera.


—Lo dice una experta en moda —estudió los vaqueros de ella, gastados en las rodillas, la camiseta y las botas.


—Es usted quien está fuera de lugar aquí, señor Alfonso III.


Él se acercó un paso. Paula esbozó una sonrisa de desafío.


—Supongo que se viste como un hombre porque no ha descubierto cómo comportarse como una mujer.


Eso la encrespó aún más.


—El hecho de saber defenderme en vez de arrojarme a sus pies no hace que sea menos mujer.


—¿Es así cómo llama a esto? —le asió los antebrazos—. ¿Defenderse?


—Exacto. Yo… —calló cuando la acercó más. Sus cuerpos chocaron. En sus ojos reinó la confusión—. ¿Qué cree que está haciendo?


—Probar la teoría —observó la boca de ella. 


Tenía unos labios sensuales, entreabiertos. Muy tentadores. Se preguntó por qué no los había notado antes. Esa boca grande y agresiva de Paula era muy arrebatadora.


—No se atreva —su intención era que sonara a orden, pero la voz le tembló.


—¿Tiene miedo? —la inmovilizó con los ojos.


—Por supuesto que no —repuso con rigidez—. Lo que pasa es que preferiría que me besara una mofeta rabiosa —quiso apartarse, pero volvió a encontrarse pegada a él, con los ojos y la boca alineados, el aliento cálido entremezclándose.


Él no había tenido intención de besarla, bajo ningún concepto, hasta que escuchó el último insulto.


—Nunca sabe cuándo debe dejarlo, Paula. Es un defecto que la va a meter en problemas, empezando por ahora mismo.