martes, 25 de junio de 2019

CAPITULO 32 (TERCERA HISTORIA)




Era como adentrarse en un sueño, pensó Pedro mientras se inclinaba hacia Paula. 


Todo lo demás quedaba fuera de su campo de visión, convertido en un fondo borroso. Sus manos se perdieron en la melena de Paula. Bajo sus labios, sentía su boca, cálida, maravillosamente cálida. Paula lo rodeó con sus brazos como si hubiera estado esperando aquel momento. Pedro la oyó exhalar un suspiro largo y profundo.


Los labios de Pedro eran tan delicados… La besaba como si temiera que pudiera desvanecerse si precipitaba las cosas. Paula percibía la tensión en su forma de sujetarla, en la forma en que posaba las manos en su pelo, en el temblor de su respiración mientras rozaba sus labios. Sentía los brazos y las piernas pesadas y la cabeza sorprendentemente ligera. 


Aunque quería mantener los ojos abiertos como él, se le cerraban. El más agradable de los deseos se extendía por su cuerpo mientras Pedro mordisqueaba delicadamente sus labios entreabiertos. Los murmullos de Paula se entremezclaban con los de Pedrohaciéndose del todo indescifrables.


La hierba susurraba mientras Paula se estiraba bajo él. Aquella fría y fresca fragancia parecía asimilarse perfectamente a Pedro. Mientras este deslizaba los dedos por sus senos, Paula se oyó a sí misma emitir un gemido de aceptación.


Era increíblemente perfecta, pensó Pedro aturdido. Como una fantasía conjurada en medio de una noche solitaria. Brazos y piernas largas, piel sedosa y
una boca ávida y generosa. El puro placer físico de sentirla tan cerca de él era como una droga a la que Pedro y a se estaba haciendo adicto.


Musitando su nombre, Pedro rozó apenas su garganta con los labios. Sentía palpitar su pulso y el calor de aquella piel fundido con su exquisita fragancia cada vez que respiraba. Saborear a Paula era como hundirse en el pecado. Tocarla era el paraíso. Pedro regresó hasta sus labios para perderse nuevamente en aquella deliciosa frontera entre el cielo y el infierno.


Paula casi podía sentirse flotando sobre la hierba húmeda. Sentía su cuerpo tan libre como el aire, tan suave como el agua. Cuando sus bocas volvieron a encontrarse, se permitió entregarse sin límites a aquel beso. Y entonces sucedió.


No fue como el dulce clic o la imagen de una puerta abierta que tantas veces había imaginado. Fue como un rugido, como un golpe de viento que sacudió su cuerpo. Tras él, despertando a una velocidad aterradora, el dolor, intenso, dulce y sorprendente. Paula se tensó contra Pedro; su grito de protesta quedó amortiguado contra sus labios.


La pasión de Pedro no se habría enfriado más rápidamente si Paula lo hubiera abofeteado. Retrocedió bruscamente y la vio mirándolo fijamente, con los ojos abiertos como platos, rebosantes de miedo y confusión. Horrorizado por su conducta, se puso de rodillas; estaba temblando, advirtió. Y también ella. No era extraño. Había actuado como un maníaco, tirándola primero y después toqueteándola.


Dios, que el cielo lo ayudara, porque estaba deseando hacerlo otra vez.


—Paula… —su voz era un ronco susurro y carraspeó para aclararla.


Paula no movía un solo músculo. No apartaba los ojos de él. Pedro quería acariciarle la mejilla, acercarse a ella y estrecharla contra él, pero no se atrevía a volver a tocarla.


—Lo siento. Lo siento mucho. Estabas tan hermosa… Supongo que he perdido la cabeza.


Paula esperó un instante, deseando recuperar el equilibrio que siempre había formado parte de ella. Pero no llegaba…


—¿Eso es todo?


—Yo… —¿qué más querría que dijera?, se preguntó Pedro. Él y a se sentía como un monstruo—. Eres una mujer increíblemente deseable —le dijo cuidadosamente—. Pero eso no es excusa para lo que acaba de ocurrir.


¿Qué había ocurrido? Ella tenía miedo de haberse enamorado de él y de que, si de verdad lo había hecho, el amor la hiciera sufrir. Porque ella odiaba sufrir.


—Así que me deseas físicamente.


Pedro se aclaró la garganta. «Desear» no era la palabra adecuada. «Ansiar» describiría mejor lo que sentía. Con la misma delicadeza con la que habría tratado a una niña, le cerró la bata.


—Cualquier hombre te desearía —contestó, con todos los nervios en tensión.


Cualquier hombre, pensó Paula y cerró los ojos intentando combatir aquel latigazo de desilusión. Ella no había estado esperando a cualquier hombre, sino a un solo hombre.


—No pasa nada, Pedro —en su voz había una sombra de tensión mientras se sentaba—. No me has hecho ningún daño. Simplemente nos encontramos atractivos el uno al otro. Es algo que sucede constantemente.


—Sí, pero… —no a él, pensó. Y no de aquella manera.


Bajó la mirada hacia una pala que había sobre la hierba con el ceño fruncido.


Para ella era más fácil, pensó. Era tan extravertida y desinhibida. Probablemente había habido docenas de hombres en su vida, pensó con una oleada de furia que le hizo desear partir la pala en dos.


—¿Y qué sugieres que hagamos al respecto? —le preguntó.


—¿Al respecto de qué? —contestó Paula. Su sonrisa era tensa y ni siquiera la miraba a los ojos—. Podemos esperar a ver si se pasa. Como si fuera una gripe.


Pedro la miró entonces con un brillo peligroso en los ojos.


—No se pasará. Por lo menos a mí. Te deseo. Una mujer como tú debería saber cuánto te deseo.


Aquellas palabras avivaron la emoción y el dolor en Paula.


—Una mujer como yo —repitió suavemente—. Sí, esa es la cuestión, ¿verdad, profesor?


—¿La cuestión de qué? —comenzó a preguntar Pedro, pero ella ya se había levantado.


—Una mujer que disfruta con los hombres y que es generosa con ellos, ¿verdad?


—Yo no pretendía…


—Una mujer capaz de tumbarse semidesnuda con un hombre en la hierba. Un poco bohemia para ti, doctor Alfonso, pero tampoco pasa nada por experimentar algunas cosas con una mujer como yo.


—Paula, por el amor de Dios… —él también se levantó, confundido.


—Si fuera tú, yo no volvería a disculparme. No hace ninguna falta —con un terrible dolor, se echó el pelo hacia atrás—, por lo menos con las mujeres como yo. Al fin y al cabo, me has puesto en mi lugar, ¿no? Ya me has puesto la etiqueta, ¿verdad?


Dios santo, ¿eran lágrimas lo que veía en sus ojos? Hizo un gesto de impotencia.


—No tengo la menor idea de a qué te refieres.


—Muy bien. Así que de todo esto lo único que entiendes es lo que tú quieres —se tragó las lágrimas—. Bien, profesor, pensaré en ello y te haré saber la decisión que tome.


Completamente perdido, clavó la mirada en la falda de la bata mientras Paula subía las escaleras como un rayo. Segundos después, las puertas de la terraza se cerraban con un audible clic.




CAPITULO 31 (TERCERA HISTORIA)




Había visto antes mapas como aquel. Algún espíritu emprendedor lo había dibujado y se lo vendía a los crédulos turistas. Tras guardárselo en el bolsillo, Paula decidió darle a sus inesperados invitados una ración extra de estímulo. Los seguiría. Dispuesta a aullar como un fantasma, se adentró en el jardín.


Pero su aullido se transformó en un gruñido al tropezar con otra sombra.


Detenido a media carrera, Pedro perdió el equilibrio, se balanceó y terminó cayendo en el suelo encima de ella.


—¿Qué demonios está haciendo aquí?


—Soy yo —consiguió contestar Paula y tomó aire—. ¿Qué demonios estás haciendo tú?


—He visto a alguien. Quédate aquí.


—No —lo agarró del brazo para mantenerlo a su lado—. Solo eran un par de adolescentes con un mapa del tesoro. Acabo de asustarlos.


—Tú… —furioso, se incorporó sobre un codo. A pesar de la oscuridad, se distinguía perfectamente su enfado en la mirada—. ¿Es que te has vuelto loca? — le preguntó—. ¿Cómo se te ocurre venir aquí sola y enfrentarte a dos intrusos?


—A dos adolescentes aterrorizados con un mapa del tesoro —lo corrigió y alzó la barbilla—. Estoy en mi casa.


—Me importa un comino de quién sea esta casa. Podrían haber sido Caufield y Hawkins. Podría haber sido cualquiera. A nadie con un mínimo de sentido común se le ocurriría enfrentarse solo a dos posibles ladrones en medio de la noche.


Paula contuvo la respiración y lo miró atentamente.


—¿Y qué estabas haciendo tú?


—Pensaba ir tras ellos —comenzó a decir, entonces advirtió su expresión—. Pero eso es diferente.


—¿Por qué, porque soy una mujer?


—No. Bueno, sí.


—Eso es una estupidez, falso y además sexista.


—Eso es algo sensato, cierto y sexista —discutían mediante furiosos susurros.
De pronto, Pedro suspiró—. Paula, podrían haberte hecho daño.


—El único que me ha hecho daño has sido tú, con ese placaje.


—No te he hecho ningún placaje —musitó—. Lo que ha pasado ha sido que estaba mirándolos y no te he visto. Y, desde luego, no esperaba encontrarte merodeando en medio de la noche.


—No estaba merodeando —sopló para apartar un mechón de pelo de sus ojos —. Estaba haciendo de fantasma, y con mucho éxito por cierto.


—Haciendo de fantasma —Pedro cerró los ojos—. Ahora ya estoy seguro de que estás completamente loca.


—Pues ha funcionado —le recordó.


—Esa no es la cuestión.


—Esa es precisamente la cuestión. Y la otra cuestión es que me has tirado antes de que pudiera terminar mi trabajo.


—Ya me he disculpado.


—No, no te has disculpado.


—De acuerdo. Lo siento si… —comenzó a apartarse de ella y cometió el error de bajar la mirada.


La bata de seda se había abierto durante la caída y había quedado abierta hasta la cintura. 


Los senos de Paula resplandecían como si fueran de alabastro bajo la luz de la luna.


—Oh Dios —consiguió decir Pedro a través de sus labios repentinamente secos.


Paula había vuelto a quedarse sin respiración. 


Permanecía muy quieta, observando cómo cambiaban los ojos de Pedro. De la irritación a la sorpresa, de la sorpresa al asombro, y del asombro a un profundo y oscuro deseo. Cuando Pedro deslizó la mirada por su cuerpo hasta encontrarse con sus ojos, Paula se sintió
como si cada uno de sus músculos se derritiera como la cera bajo el fuego.


Nadie la había mirado nunca de esa forma. 


Había tanta intensidad en su mirada… Era la misma concentración que había visto en sus ojos cuando Pedro intentaba bloquear y luchar contra el dolor. Sus ojos vagaron por su boca y quedaron detenidos sobre ella hasta que los labios de Paula se entreabrieron para susurrar su nombre.


CAPITULO 30 (TERCERA HISTORIA)




Paula la dejó divagar a su antojo. Mucho después de que Catalina se hubiera ido, el eco de su júbilo permanecía en la habitación.


Aquello era lo que la torre necesitaba, pensó Paula. El júbilo de la más pura felicidad. Permaneció allí donde estaba, sintiéndose satisfecha y contemplando elevarse la luna en el horizonte. Una luna medio llena, blanca, flotando en el cielo y haciéndola soñar.


¿Qué se sentiría viviendo con alguien, estando felizmente casada y sintiendo crecer un bebé en las entrañas? Creando una vida junto a alguien que podía llegar a conocerla tan bien. Alguien capaz de conocerla y amarla a pesar de sus defectos. Quizá incluso a causa de ellos.


Sería adorable, pensó. Sería, sencillamente, adorable. Y aunque ella todavía no hubiera encontrado aquel amor, le bastaba mirar a Catalina y a Amelia para saberlo.


Con cierto pesar, apagó la luz de la habitación y comenzó a bajar a su habitación. La casa estaba en completo silencio. Suponía que debía ser y a media noche y todo el mundo se habría ido a la cama. Una opción inteligente, pensó, pero ella todavía estaba demasiado inquieta para descansar.


Intentando tranquilizarse, se dio un largo y fragante baño y después se puso su bata favorita. Aquel era uno de los pequeños placeres con los que a menudo se complacía, agua caliente y perfumada, después, el frío tacto de la seda. Todavía nerviosa, salió a la terraza para dejarse arrullar por la brisa nocturna.


Era demasiado romántico, pensó. Los rayos plateados de la luna sobre los árboles, el quedo chapoteo del agua en las rocas, los dulces aromas del jardín.


Mientras permanecía allí, un pájaro tan inquieto como ella comenzó a entonar una solitaria canción nocturna. Aquella música la hizo anhelar algo. A alguien.


Una caricia, un susurro en la oscuridad. Un brazo sobre sus hombros.


Un compañero.


No solo una pareja física, sino una pareja sentimental y espiritual. Había conocido a hombres que la habían deseado y sabía que eso nunca sería suficiente. Tenía que haber alguien capaz de ver más allá del color de su pelo o de la forma de su rostro, alguien capaz de encontrar su corazón.


Quizá estuviera pidiendo demasiado, pensó Paula con un suspiro. ¿Pero no era preferible a pedir poco? Mientras tanto, tendría que concentrarse en otras cosas y dejar su corazón en las caprichosas manos del destino.


Comenzaba a volverse para entrar en su dormitorio cuando un movimiento le llamó la atención. Bajo la luz de la luna, vio dos sombras inclinadas, moviéndose silenciosa y rápidamente por el jardín. Antes de que hubiera podido hacer nada más que registrar su existencia, las sombras y a se habían fundido con las del jardín.


No se lo pensó dos veces. Una casa era algo que merecía la pena defender.


Con los pies descalzos para no hacer ruido, bajó los escalones y caminó hacia las sombras. Quien quiera que hubiera traspasado el territorio de las Chaves, iba a llevarse el susto de su vida.


Como un fantasma, se deslizó por el jardín, dejando que la bata flotara a su alrededor. Oyó voces, amortiguadas y emocionadas al mismo tiempo y distinguió el débil haz de luz de una linterna. Se oyó una risa que fue rápidamente
sofocada y después el sonido de una pala removiendo la tierra.


Aquel sonido, más que ninguna otra cosa, sacó a la superficie todo el temperamento de los Chaves. Con el valor de saberse con la razón, caminó hacia delante.


—¿Qué demonios pensáis que estáis haciendo?


Se oyó el golpe de la pala contra una piedra, como si la hubieran dejado caer.


La luz de la linterna iluminó las azaleas. Dos nerviosos adolescentes, con el mapa del tesoro en la mano, miraron asustados a su alrededor, buscando la fuente de aquella voz. Vieron la figura de una mujer vestida de blanco. 


Consciente de su imagen, Paula alzó los brazos, sabiendo que las mangas se inflarían de manera
perfecta.


—Soy la guardiana de las esmeraldas —estuvo a punto de echarse a reír, complacida por el tono de su voz—. ¿Os atrevéis a enfrentaros a la maldición de los Chaves? A cualquiera que se atreva a profanar estas tierras le espera una muerte terrible. Si apreciáis en algo vuestras vidas, salid corriendo ahora mismo de aquí.


No tuvo que decírselo dos veces. El mapa del tesoro por el que habían pagado diez dólares salió volando mientras ellos corrían por el camino, empujándose el uno al otro y tropezando con sus propios pies. Riéndose de sí misma, Paula fue a buscar el mapa.