miércoles, 29 de mayo de 2019
CAPITULO 28 (PRIMERA HISTORIA)
Para los Chaves, las reuniones familiares eran tradicionalmente ruidosas, apasionadas y estaban llenas de lágrimas y risas. Esa mostraba una quietud anormal. Amelia, en su calidad de consejera de finanzas, se sentaba a la cabecera de la mesa.
En la habitación reinaba el silencio.
Susana y a había metido a los niños en la cama. Había resultado algo más fácil de lo habitual, y a que los dos se habían agotado con Fred… y viceversa.
Justo después de la cena, Pedro se había excusado con discreción. « Como si importara» , pensó Paula. Él no iba a tardar en conocer el resultado.
Temía que todo el mundo y a lo conociera.
—Creo que todas sabemos qué hacemos aquí —comenzó Amelia—. Pedro regresa a Boston el miércoles, y sería mejor para todos si le comunicáramos nuestra decisión sobre la casa antes de que se marchara.
—Sería mejor si nos concentráramos en encontrar el collar —la expresión obstinada de Lila se vio descompensada por la forma nerviosa con que daba vueltas a los cristales de obsidiana que tenía alrededor del cuello.
—Todas seguimos buscando los papeles —Susana apoyó una mano en el brazo de Lila—. Pero creo que hemos de enfrentarnos a la realidad de que encontrar el collar podría tomarnos mucho tiempo. Más del que disponemos.
—Treinta días es todo lo que disponemos —todos los ojos se volvieron hacia Amelia—. La semana pasada recibí una notificación del abogado.
—¡La semana pasada! —exclamó Coco—. ¿Stridley se puso en contacto contigo y ni siquiera lo mencionaste?
—Esperaba poder conseguir una prórroga sin preocupar a nadie —apoyó la mano sobre la carpeta que depositó en la mesa—. No ha sido posible. Hemos estado pagando los impuestos atrasados, pero la dura realidad es que no hemos progresado mucho. Nos va a llegar el pago del seguro. Podemos cubrirlo, y la hipoteca… por el momento. Las facturas de servicios por el invierno han sido más altas de lo acostumbrado, y la nueva caldera y la reparación del techo se han comido gran parte de nuestro presupuesto.
—¿Cuán grave es la situación? —Paula levantó una mano.
—Peor imposible —Amelia se frotó la sien con la esperanza de desterrar el dolor que comenzaba a sentir—. Podríamos vender algunas piezas más y mantener la cabeza por encima del agua. Justo. Pero dentro de un par de meses debemos pagar impuestos otra vez, y volveremos al sitio de partida.
—Puedo vender mis perlas —empezó Coco, pero Lila la cortó.
—No. Bajo ningún concepto. Hace tiempo acordamos que había algunas cosas que no se podían vender. Si hemos de enfrentarnos a los hechos —añadió con tono lúgubre—, hagámoslo ya.
—Las cañerías están rotas —continuó Amelia, y tuvo que carraspear para eliminar el nudo que le atenazó la garganta—. Si no cambiamos el cableado eléctrico, podríamos terminar rodeadas de cenizas. La minuta de los abogados de Susana…
—Ese es problema mío —interrumpió Susana.
—Ese es nuestro problema —corrigió Amelia, y recibió una nota unánime de aceptación—. Somos familia —prosiguió—. Juntas hemos pasado por lo peor, y lo arreglamos. Hace seis o siete años, daba la impresión de que todo iba a ir bien. Pero… los impuestos han subido, junto con el seguro, las reparaciones, todo. No somos indigentes, pero la casa nos come cada centavo libre, y algo más. Si pensara que podíamos capearlo, aguantar uno o dos años más, estaría a favor de vender la Limoges o algunas antigüedades. Pero es como tratar de tapar un agujero en un dique y ver cómo surgen otros nuevos mientras tus dedos resbalan.
—¿Qué quieres decir, Amelia ? —preguntó Paula.
—Que la única elección realista que veo es vender la casa —Amelia apretó los labios—. Con la oferta de Alfonso, podemos pagar las deudas, conservar casi todo lo que tiene importancia para nosotras y comprar otra. Si no vendemos, de todos modos dentro de unos meses nos la van a quitar —una lágrima cayó por su mejilla—. Lo siento. Me es imposible encontrar otra salida.
—No es culpa tuya —Susana le tomó la mano—. Todas sabíamos que iba a suceder.
—La protección que teníamos —Amelia movió la cabeza—, la hemos perdido en el colapso de los mercados financieros. No hemos sido capaces de recuperarnos. Sé que fui yo quien realizó las inversiones…
—Nosotras las realizamos —Lila inclinó el torso para tomarle también la mano—. Con la recomendación de un importante agente de bolsa. Si el suelo no se nos hubiera abierto, si nos hubiera tocado la lotería, si Bruno no hubiera sido un canalla codicioso, tal vez ahora las cosas fueran diferentes. Pero no lo son.
—Seguiremos estando juntas —Coco añadió su mano—. Eso es lo que importa.
—Eso es lo que importa —convino Paula y puso su mano encima de todas. Y eso, aunque solo fuera eso, estaba bien—. ¿Qué hacemos ahora?
Luchando por mantenerse serena, Amelia se recostó en la silla.
—Supongo que pedirle a Pedro que baje para asegurarnos de que su oferta sigue vigente.
—Iré a buscarlo —Paula se apartó de la mesa para salir aturdida de la habitación.
No podía creerlo. Incluso al atravesar todos los cuartos, salir al vestíbulo, subir por la escalera con la mano apoyada en la barandilla, no podía creerlo. Nada de eso sería suyo durante mucho más tiempo.
Dentro de poco no podría salir de su habitación a la terraza de piedra para contemplar el mar.
No podría subir hasta la torre de Bianca y encontrar a Lila acurrucada en el mirador, soñando a través del cristal polvoriento. O a Susana trabajar en el jardín con los niños corriendo por el césped cercano. Amelia no
bajaría a toda velocidad la escalera para ir a alguna parte o en busca de algo. La tía Coco no volvería a estar con sus recetas en la cocina.
En cuestión de momentos, la vida que había conocido se terminaría. La nueva aún tenía que llegar. Se encontraba en alguna parte de un purgatorio, demasiado aturdida por la pérdida para sentir dolor.
CAPITULO 27 (PRIMERA HISTORIA)
Paula encendió el soplete, se bajó la protección facial y se preparó a cortar el tubo de escape oxidado de un Ply mouth del 62.
El día no iba bien.
No era capaz de quitarse de la cabeza la reunión familiar. No había aparecido ningún otro papel sobre el collar, a pesar de que habían repasado montones y montones de recibos y viejos cuadernos de cuentas. Sabía, debido a la negativa de Amelia a hablar, que las noticias no eran buenas.
A eso se sumaba otra noche inquieta. Había oído los gemidos de Fred y bajado para ver cómo se encontraba, solo para escuchar los murmullos bajos de Pedro al calmar al cachorrito detrás de la puerta de su dormitorio.
Se había quedado allí mucho rato.
El hecho de que se hubiera llevado al animal a su cuarto, de que le importara lo suficiente como para tranquilizarlo y alimentarlo, hacía que Paula lo amara más. Y cuanto más lo amaba, más le dolía.
Sabía que esa mañana tenía ojeras, pues había cometido el error de mirarse en el espejo. Eso podía tolerarlo. Su aspecto jamás había sido una preocupación importante. Pero las facturas que encontró en el correo sí le preocuparon.
Había contado la verdad cuando le dijo a Susana que el taller marchaba bien. Sin embargo, aún tenía puntos delicados. No todos los clientes pagaban en el acto, y el dinero en efectivo del que disponía muchas veces era reducido. «Seis meses» , se dijo mientras cortaba el viejo metal. Solo necesitaba seis meses.
Pero eso era demasiado para ayudarlas a retener Las Torres.
Su vida cambiaba a gran velocidad y no parecía que fuera a mejor.
Pedro se quedó mirándola. Tenía un coche grande en el elevador y se hallaba debajo de él, con un soplete en la mano. Mientras observaba, ella se apartó en el instante en que un tubo de escape caía estrepitosamente al suelo. Otra vez tenía puesto un peto, guantes gruesos y un casco de seguridad. La música que nunca parecía abandonarla salía desde la radio que había en el banco de trabajo.
Sin duda un hombre había perdido un tornillo cuando pensaba en lo magnífico que sería hacer el amor en un suelo de cemento con una mujer que iba vestida como una soldadora.
Paula cambió de postura y lo vio. Con sumo cuidado apagó el soplete antes de subir la protección del casco.
—No pude encontrar nada en tu coche. Tienes las llaves en la oficina. No te cobro nada —volvió a bajar la protección facial.
—Paula.
—¿Qué?
Miró con cautela hacia arriba y se situó junto a ella debajo del coche.
—Me gustaría cenar contigo esta noche.
—Llevo cenando contigo todas las noches desde hace varios días —bajó el protector. Pedro lo levantó de nuevo.
—No, me refería a que me gustaría salir a cenar fuera.
—¿Por qué?
—¿Por qué no?
—Bueno —enarcó una ceja—, eres muy amable, pero esta noche no puedo. Tenemos una reunión familiar —se preparó para volver a encender el soplete.
—Mañana, entonces —irritado, le subió otra vez el casco—. ¿Te importa? Me gusta verte cuando hablo contigo.
—Sí, me importa porque tengo trabajo. Y no, no cenaré contigo mañana.
—¿Por qué?
—Porque no quiero —soltó un suspiro que le agitó el pelo.
—Sigues enfadada conmigo.
—Ya hemos aclarado eso, de modo que no tiene sentido que tengamos una cita.
—Será solo una cena —insistió al descubrir que le resultaba imposible dejarlo —. Nadie ha dicho que fuera una cita. Una simple comida, como amigos, antes de que me vaya a Boston.
—¿Te marchas? —sintió que el corazón le daba un vuelco y giró para buscar entre algunas herramientas.
—Sí, tengo reuniones programadas para mediados de semana. Se me espera en mi despacho el miércoles por la tarde.
«Así de sencillo» , pensó ella al recoger una llave inglesa y volver a soltarla.
«Tengo reuniones programadas, ya nos veremos. Lamento haberte roto el corazón» .
—Bueno, que tengas un buen viaje, entonces.
—Paula —apoyó una mano en su brazo antes de que pudiera volver a ocultarse detrás del casco—. Me gustaría pasar un rato contigo. Me sentiría mucho mejor por todo si supiera que nos separábamos en buenos términos.
—Quieres sentirte mejor por todo —musitó ella, y luego se obligó a relajar la mandíbula—. Claro, ¿por qué no? Mañana a las nueve. Te mereces una buena despedida.
—Te lo agradezco. De verdad —le tocó la mejilla, fue a inclinarse, pero Paula bajó la protección con un sonido seco.
—Será mejor que te apartes del soplete, Pedro —indicó con voz dulce—. Podrías quemarte.
CAPITULO 26 (PRIMERA HISTORIA)
Cuando Pedro regresó, el animal disponía de un lugar de honor junto a la chimenea de la cocina y de la atención absoluta de cuatro mujeres hermosas.
—Esperad a que Susy y los niños vuelvan a casa —decía Amelia—. Les encantará. Tía Coco, por lo que veo le gusta tu paté de hígado.
—Es evidente que se trata de un gastrónomo entre perros —Lila, apoyada sobre manos y rodillas, acercó la nariz al hocico del animal—. ¿Verdad que sí, precioso?
—Creo que debería comer algo más suave —Coco también se hallaba en el suelo, cautivada—. Con el cuidado adecuado, será muy guapo.
El cachorro, sorprendido por su buena suerte, corrió en círculos. Al ver a Pedro, fue hacia él, tropezando con sus propias patas. Las mujeres se levantaron y le hicieron preguntas al unísono.
—Un momento —dejó la bolsa de la compra sobre la mesa y luego se agachó para acariciar la barriga del cachorro—. No sé de dónde viene. Lo encontré cuando daba un paseo por los riscos. Estaba escondido. ¿Verdad, amigo?
—Supongo que deberíamos preguntar por aquí, para ver si alguien lo ha perdido —comenzó Coco, luego alzó una mano cuando sus sobrinas manifestaron unánime desacuerdo—. Es lo justo. Pero depende de Pedro, y a que es él quien lo ha encontrado.
—Creo que deberíais hacer lo que os pareciera mejor —se levantó para sacar la leche de la bolsa—. Sin duda le gustaría un poco.
Amelia y a había sacado un plato y discutía con Lila sobre la cantidad adecuada para el nuevo invitado.
—¿Qué más has traído? —Paula señaló la bolsa.
—Unas pocas cosas —se encogió de hombros y se rindió—. Pensé que tendría que llevar un collar —sacó un collar rojo con remaches plateados.
—Muy a la moda —Paula no pudo contener la sonrisa.
—Y una correa —también la depositó en la mesa—. Comida para cachorro.
—Mmm —Paula se puso a revisar la bolsa—. Y un manjar: un hueso.
—Querrá mordisquear algo —informó él.
—Claro que sí. Una pelota y un ratón de goma —riendo, apretó el juguete.
—Debería tener algo con lo que jugar —no quiso añadir que había buscado una casa y un cojín para perros, pero sin poder encontrarlos.
—No sabía que fueras un blando.
—Yo tampoco —bajó la vista al cachorro saltarín y feliz.
—¿Cómo se llama? —quiso saber Lila.
—Bueno, yo…
—Tú lo encontraste, así que serás tú quien lo bautice.
—Date prisa —aconsejó Amelia—. Antes de que Lila lo esclavice con algo como Griswold.
—Fred —dijo impulsivamente—. A mí me parece un Fred.
En absoluto impresionado por el nombre recibido, Fred se echó con una oreja en el plato con leche y se puso a dormir.
—Bueno, arreglado —Amelia acarició al cachorro una última vez antes de ponerse de pie—. Vamos, Lila, es tu turno.
—Os echaré una mano —con el instinto a flor de piel, Coco se llevó a sus dos sobrinas fuera de la habitación para dejarlos a solas.
—Será mejor que yo también me vaya —Paula se dirigió hacia la puerta.
—Espera —Pedro la detuvo con una mano en el brazo.
—¿Para qué?
—Para… espera.
—Espero —se quedó allí, conteniendo el dolor.
—Yo… ¿cómo tienes la mano?
—Bien.
—Estupendo —se sentía como un idiota—. Es estupendo.
—Si eso es todo…
—No. Quería decirte… noté un traqueteo en el coche al ir a la ciudad.
—¿Un traqueteo? —frunció los labios—. ¿Qué clase de traqueteo?
«Uno imaginario» , pensó Pedro, pero se encogió de hombros.
—Simplemente un traqueteo. Esperaba que pudieras echarle un vistazo.
—De acuerdo. Llévalo mañana al taller.
—¿Mañana?
—Tengo las herramientas allí. ¿Querías algo más?
—Al pasear, no dejé de desear que estuvieras a mi lado.
Paula apartó la vista hasta que tuvo la certeza de que había reconstruido la brecha en su muralla defensiva.
—Queremos cosas diferentes, Pedro. Dejémoslo así —se volvió hacia la puerta—. Trata de llevarme el coche temprano —añadió sin darse la vuelta—. Mañana he de cambiar un tubo de escape.
CAPITULO 25 (PRIMERA HISTORIA)
Pedro regresó a su habitación. Allí tenía el maletín, lleno de trabajo que había querido terminar durante su ausencia de la oficina. Se sentó ante la mesa y abrió una carpeta.
Diez minutos más tarde, miraba por la ventana sin haber leído la primera palabra del informe.
Movió la cabeza, recogió la pluma y se ordenó concentrarse. Consiguió leer la primera palabra, incluso el primer párrafo. Tres veces.
Disgustado, dejó la pluma y se levantó para caminar.
«Es ridículo» , pensó. Había trabajado en suites de hoteles de todo el mundo.
¿Por qué iba a ser distinta esa habitación? Tenía paredes y ventanas, un techo… por decirlo de alguna manera. La mesa era más que apropiada. Y si lo quería, incluso podía encender un fuego para añadir algo de alegría. Y calor.
Dios sabía que no le iría mal un poco de calor después de los gélidos treinta minutos que había pasado en el almacén. No había motivo para que no pudiera sentarse y ocuparse de algunos negocios durante una o dos horas.
Salvo que no dejaba de recordar lo hermosa que había estado Paula al aparecer en su habitación con la bata de franela gris y descalza. Aún podía ver el brillo que había emanado de sus ojos y de su sonrisa. Frunció el ceño y se frotó el pecho.
No estaba acostumbrado a ese dolor. Sí a los dolores de cabeza. Jamás del corazón.
Pero lo acosaba el recuerdo del modo en que se había introducido en sus brazos. Y su sabor… se preguntó por qué casi podía sentirlo todavía en los labios.
«Es la culpabilidad, nada más» , se aseguró. La había herido como sabía que nunca heriría a otra mujer. Sin importar lo indiferente que hubiera estado antes, era una culpa con la que iba a tener que vivir durante mucho tiempo.
Tal vez debería subir para hablar otra vez con ella. Se detuvo justo cuando tenía la mano en el picaporte. Eso solo empeoraría las cosas, si era posible. El hecho de que él deseara aliviar un poco de culpa no era excusa para volver a ponerla en una situación incómoda.
No cabía duda de que Paula sobrellevaba todo mejor que él. Era fuerte, resistente. Orgullosa. Suave. Notó que su mente empezaba a divagar. Cálida. Increíblemente hermosa.
Maldijo y otra vez se puso a andar. Lo mejor que podía hacer era concentrarse en la casa y no en sus ocupantes. Quizá los pocos días que llevaba allí le hubieran causado una conmoción personal, pero le habían dado la oportunidad de formular planes. Desde dentro. Le habían brindado un sabor de la atmósfera y la historia. Si podía serenarse unos momentos, lograría plasmar esos pensamientos en papel.
Pero fue inútil. En cuanto sus dedos aferraron la pluma, la mente se le quedó en blanco. Se dijo que se sentía encerrado. Necesitaba un poco de aire. Recogió su cazadora e hizo algo para lo que no se había concedido tiempo en los últimos
meses.
Dio un paseo.
Siguiendo su instinto, se dirigió hacia los riscos.
Bajó por el césped irregular y rodeó una tambaleante pared de piedra. En dirección al mar. El aire estaba fresco. Daba la impresión de que la primavera había decidido emprender la retirada. El cielo mostraba una tonalidad gris tormentosa, aunque había algunos fragmentos aislados de color azul. Unas valerosas flores silvestres se agitaban al viento.
Caminó con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha. La depresión no era una sensación familiar, y estaba decidido a eliminarla con un buen ejercicio. Al mirar atrás, pudo ver las cumbres de las torres a su espalda. Giró otra vez hacia el mar, imitando sin saberlo la postura de un hombre que tres décadas antes había pintado allí.
«Grandioso» , fue la única palabra que se le ocurrió. Las rocas descendían casi en picado, rosadas y grises allí donde el viento las sacudía, negras donde el agua las golpeaba. El agua oscura estaba coronada por unas crestas blancas. Había bruma y el aire contenía la amenaza fresca de la lluvia.
Tendría que haber sido una visión sombría. Pero sencillamente era espectacular.
Deseó que Paula estuviera a su lado, antes de que pasara el tiempo o el viento cambiara. «Sonreiría» , pensó. Si hubiera estado allí, la belleza del paisaje no lo haría sentir tan solo. Tan condenadamente solo.
El hormigueo que experimentó en la nuca lo impulsó a darse la vuelta, y a punto estuvo de alargar los brazos. Había estado convencido de que la vería caminar hacia él. No vio nada más que la pendiente pedregosa. Sin embargo, permanecía la sensación de otra presencia, muy real.
«Eres un hombre sensato» , se aseguró. Sabía que se encontraba solo. Pero era como si alguien estuviera a su lado, a la espera, observando. Por un momento, tuvo la certeza de que percibía una leve fragancia a madreselva.
«Es la imaginación» , decidió, aunque su mano no se mostró muy firme cuando la levantó para apartarse el pelo de los ojos.
Entonces captó un llanto. Se quedó quieto al escuchar el sonido triste y sereno de un sollozo justo por debajo del ruido del viento. Subía y bajaba, como el mismo mar. Algo le atenazó el estómago cuando se afanó por escuchar… aunque el sentido común le decía que no había nada que oír.
Se preguntó si sufriría una crisis nerviosa. «Pero el sonido es real, maldita sea. No una alucinación» . Despacio, con todos los sentidos en alerta, bajó por entre un grupo de rocas.
—¿Quién anda ahí? —gritó mientras el sonido se convertía en un suspiro que desaparecía en el viento. Lo persiguió y aceleró el descenso, impulsado por una urgencia que le martilleaba la sangre. Una lluvia de piedras sueltas se desprendió al espacio, devolviéndolo de golpe a la realidad.
Se preguntó qué diablos estaba haciendo.
¿Bajar por un risco en pos de un fantasma? Alzó las manos y vio que a pesar del viento las palmas le sudaban. Lo único que podía oír en ese momento era el latido frenético de su propio corazón.
Después de obligarse a quedarse quieto y respirar hondo para calmarse, miró alrededor.
Acababa de reemprender el regreso cuando oyó otra vez el sonido. Llanto.
«No» , se dijo. Un gemido. Sonaba claro y casi bajo sus pies. Se puso en cuclillas y buscó detrás de un saliente rocoso. Se encontró con una visión desoladora. El pequeño cachorro negro apenas era algo más que una bola de huesos cubierta de pelo. Lo invadió el alivio y rio en voz alta. Después de todo, no se había vuelto loco. Mientras él lo estudiaba, el cachorrito aterrado trató de retroceder, pero no
tenía adonde ir. Tembloroso, sus pequeños y asustados ojos se clavaron en Pedro.
—Has vivido tiempos duros, ¿eh? —con cautela, alargó la mano, listo para retirarla si el cachorro le lanzaba un mordisco. Pero el animalito se encogió y gimió—. No pasa nada, amigo. Relájate. No te haré daño —lo acarició con suavidad entre las orejas. Sin dejar de temblar, el cachorro le lamió la mano—. Supongo que te sientes bastante solo —suspiró mientras lo calmaba—. Yo también. ¿Por qué no volvemos a la casa? —lo alzó y lo metió bajo la cazadora para la ascensión.
Cuando había recorrido la mitad del trayecto, se detuvo. Había como mínimo unos cincuenta metros entre el sitio desde el que había contemplado el mar y el punto donde había encontrado al cachorro. Se le humedecieron otra vez las palmas de las manos al comprender que habría sido imposible oír los gemidos del cachorro desde el risco de arriba. La distancia y el viento habrían absorbido los gimoteos. Sin embargo, había oído algo. Y ello lo había impulsado a bajar para encontrar al animal perdido.
—¿Qué diablos ha sido? —murmuró, pegando al perro a su pecho mientras ponía rumbo a la casa.
Al cruzar el césped empezó a sentirse tonto.
¿Qué se suponía que iba a contarle a sus anfitrionas? « ¿Mirad lo que me ha seguido? ¿Qué os parece…? ¿Sabéis una cosa? Decidí arriesgar mi vida al bajar por el risco. Mirad lo que he encontrado» . Ninguno de los dos comienzos parecía adecuado. Lo sensato sería
meterse en el coche y llevar al perro a la ciudad.
Sin duda allí encontraría a un veterinario o un refugio para animales. Pero descubrió que no podía entregar esa bola temblorosa de piel a unos desconocidos. El pequeñajo confiaba en él e incluso y a se había acurrucado bajo su corazón. Mientras reflexionaba sobre el mejor curso de acción, Paula salió de la casa.
Pedro cambió de postura e intentó parecer natural.
—Hola.
—Hola —ella se detuvo para abrocharse la cazadora vaquera—. Nos hemos quedado sin leche. ¿Necesitas algo de la ciudad?
«Una lata de comida para perros» , pensó, y carraspeó.
—No, gracias. Yo, eh… —el cachorro se retorció contra su camisa—. ¿Habéis encontrado algo?
—Un montón de cosas, pero nada que nos indicara dónde buscar el collar — su infelicidad se transformó en curiosidad al observar las ondas que se formaban debajo de la cazadora de Pedro—. ¿Va todo bien?
—Sí. Desde luego —carraspeó y cruzó los brazos—. He ido a dar un paseo.
—Perfecto —«qué incómodo» , pensó ella. Él era incapaz de mirarla a los ojos—. Si tienes hambre, la tía Coco está preparando un almuerzo ligero.
—Oh… gracias.
Iba a pasar al lado de él cuando un ladrido agudo la hizo frenar en seco.
—¿Qué?
—Nada —ahogó una risita involuntaria cuando el cachorro se movió contra sus costillas.
—¿Estás bien?
—Sí, sí, lo estoy —le sonrió con timidez cuando el perro asomó el hocico por encima de la cremallera de la cazadora.
—¿Qué tienes ahí? —Paula olvidó el juramento de mantener la distancia y se acercó para bajar la cremallera—. ¡Oh! Pedro, es un cachorro.
—Lo encontré entre las rocas —comenzó con celeridad—. No estaba muy seguro de lo que tenía…
—Oh, pobrecito —se llevó al cachorro a su pecho—. ¿Estás perdido? —frotó la mejilla contra el pelaje del animal—. Vamos, vamos, y a ha pasado todo —el perrito meneó el rabo con tanta velocidad que a punto estuvo de escurrirse.
—Es precioso, ¿verdad? —sonriendo, Pedro se acercó para acariciarlo—. Parece que lleva solo un tiempo.
—Es un cachorrito —lo acunó—. ¿Dónde has dicho que lo encontraste?
—Entre las rocas. Daba un paseo —«y pensaba en ti» . Antes de poder detenerse, alargó la mano para tocarle el pelo—. No fui capaz de dejarlo allí.
—Claro que no —alzó la vista y vio que prácticamente estaba en los brazos de él. La miraba fijamente y le acariciaba el pelo.
—Paula…
El cachorro volvió a ladrar y la despertó.
—Lo llevaré dentro. Debe tener frío y hambre.
—De acuerdo —el único sitio que quedaba libre para meter las manos era los bolsillos—. ¿Por qué no voy yo a la ciudad a comprar la leche?
—Vale —sonrió con expresión tensa al retroceder hacia los escalones. Dio la vuelta y, murmurándole al cachorrito, entró en la casa.
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