lunes, 1 de julio de 2019

CAPITULO 52 (TERCERA HISTORIA)




Cuando el reloj de cuco de la pared cantó, Pedro se sobresaltó y se dio cuenta de que eran las doce y media. ¿Dónde estaría Paula?


Continuó paseando por la habitación, iba desde la ventana hasta el recipiente de cobre lleno de flores secas y desde allí hasta la estantería del tocador. Con los nervios a flor de piel, tomó un frasquito de color cobalto, lo abrió y aspiró. Olía a ella. Lo dejó precipitadamente cuando se abrió la puerta.


Paula tenía un aspecto… increíble. Con el pelo ondeando por el viento y el rostro sonrojado. Llevaba un vestido de un rojo intenso que se ajustaba a sus piernas. Una larga columna de cuentas de colores colgaba de cada una de sus orejas. Al ver a Pedro allí, arqueó la ceja y cerró la puerta.


—Bueno —dijo—, estás en tu casa.


—¿Dónde demonios has estado? —le gritó, lleno de frustración y preocupación.


—¿He sobrepasado el toque de queda, papá?


Arrojó el bolso, también de abalorios, encima del tocador. Y estaba comenzando a quitarse el pendiente cuando Pedro la obligó a darse la vuelta.


—No te hagas la lista conmigo. Estaba terriblemente preocupado. Llevas horas fuera y nadie sabía dónde estabas —ni con quién, añadió para sí, pero consiguió no decirlo en voz alta.


Paula sacudió furiosa su brazo libre. Pedro vio un relámpago de furia en su mirada, por ella mantuvo la voz fría y aparentemente serena.


—Es posible que te sorprenda, profesor, pero llevo mucho tiempo saliendo cuando me apetece.


—Ahora es diferente.


—¿Ah sí? —se volvió de nuevo hacia el escritorio. Tomándose su tiempo, se quitó el pendiente—. ¿Por qué?


—Porque nosotros… —porque eran amantes—. Porque no sabemos dónde está Caufield —dijo, ya más calmado—. Ni lo peligroso que puede llegar a ser.


—También llevo mucho tiempo cuidándome sola —fingiéndose somnolienta, buscó la mirada de Pedro en el espejo—. ¿Ya ha terminado la regañina?


—No es una regañina, Paula, estaba preocupado. Tengo derecho a conocer tus planes.


Sin apartar la mirada de él, se quitó los brazaletes.


—¿Y cómo has llegado a esa conclusión?


—Somos… amigos.


La sonrisa de Paula no llegó a sus ojos.


—¿Lo somos?


Pedro hundió impotente las manos en los bolsillos.


—Me importas. Y después de lo que sucedió anoche, pensé que nosotros… Pensé que significábamos algo el uno para al otro. Y, sin embargo, veinticuatro horas más tarde, ya estás saliendo con otro. O por lo menos eso era lo que parecía.


Paula se quitó los zapatos.


—Anoche nos acostamos juntos y disfrutamos —estuvo a punto de atragantarse por culpa de la amargura que constreñía su garganta—. Y creo recordar que los dos estuvimos de acuerdo en que no habría complicaciones.


Inclinó la cabeza y lo estudió en silencio. Con un aparentemente despreocupado encogimiento de hombros, consiguió ocultar que tenía las manos cerradas en dos violentos puños.


—Y ya que estás aquí, podríamos repetir la función —con voz ronroneante, se acercó a él y deslizó el dedo por el pecho de su camisa—. Eso es lo que quieres de mí, ¿verdad, Pedro?


Furioso, Pedro le apartó la mano.


—No pienso ser el segundo plato de esta noche.


El rubor de las mejillas de Paula se desvaneció, dejando sus mejillas blancas como el papel mientras se volvía.


—Felicidades —susurró—. Ha sido un golpe directo.


—¿Qué quieres que diga? ¿Que puedes entrar y salir cuando te apetezca, con quien te apetezca y yo estaré dispuesto a suplicar las migajas que caigan de la mesa?


—No quiero que digas nada. Solo quiero que me dejes en paz.


—No pienso salir de aquí hasta que no hayamos arreglado esto.


—Estupendo —el cuco volvió a cantar alegremente mientras Paula se desabrochaba la cremallera del vestido—. Quédate todo lo que quieras. Yo voy a meterme en la cama.


Paula deslizó el vestido hasta el suelo y lo sacó con un movimiento rápido del pie, quedándose solo con una combinación de encaje. Se sentó y comenzó a cepillarse el pelo.


—¿Y ahora por qué estás tan enfadada?


—Enfadada —Paula apretó los dientes mientras alisaba sus rizos—. ¿Qué te hace pensar que estoy enfadada? No voy a enfadarme solo porque estés esperándome en mi habitación, indignado porque he tenido el valor de hacer mis propios planes cuando tú no has tenido ni tiempo ni ganas de pasar una sola hora conmigo.


—¿De qué demonios estás hablando? —la agarró del brazo y gimió cuando Paula le dio un duro golpe en los nudillos con el cepillo.


—Ya te avisaré cuando quiera que me toques.


Pedro soltó una maldición, agarró el cepillo y lo tiró al otro extremo de la habitación. Demasiado encolerizado para advertir la sorpresa que se veía en sus ojos, la obligó a levantarse.


—Te he hecho una pregunta.


Paula alzó la barbilla.


—Si ya has terminado esta pataleta… —contestó y Pedro estuvo a punto de levantarla en brazos.


—No me presiones —dijo Pedro entre dientes.


—No me hagas daño —explotó—. Anoche, esta mañana incluso, parecía que al menos me merecía algo de tiempo y atención. Pero, al parecer, todo era cuestión de sexo. Después, esta tarde, ni siquiera me has mirado. No podías esperar el momento de deshacerte de mí, de alejarte de mi lado.


—Eso es una locura.


—Es simplemente lo que ha ocurrido. Maldito seas, has puesto unas pobres excusas y prácticamente me has dado una palmadita en la cabeza. Y, esta noche, tienes el valor de enfadarte porque no estaba aquí para satisfacer tus deseos.


A esas alturas, Pedro  a estaba tan pálido como Paula.


—¿Es eso lo que piensas de mí?


Paula suspiró entonces y el enfado desapareció de su voz.


—Eso es lo que piensas tú de mí, Pedro. Y, ahora, suéltame.


Pedro le soltó el brazo para que ella pudiera alejarse.


—Esta tarde, tenía otras preocupaciones en mente. Pero no era que no quisiera pasar la tarde contigo.


—No quiero excusas —se acercó a las puertas de la terraza y las abrió. Quizá el viento pudiera secarle las lágrimas—. Ya has dejado suficientemente claro lo que sientes.


—Es evidente que no. Lo único que pretendía era no hacerte daño, Paula — pero le había mentido, pensó. Y aquel había sido su primer error—. Justo antes de ir a buscarte, vi a Caufield en el pueblo.


Paula giró sobre sus talones.


—¿Qué? ¿Lo has visto? ¿Dónde?


—Esta tarde, mientras esperaba en un semáforo lo he visto en la acera. Se ha teñido el pelo y se ha dejado crecer la barba. Para cuando me he dado cuenta de que era él, me he visto atrapado en medio del tráfico y no tenía manera de dar la vuelta. Y cuando he conseguido regresar donde estaba, ya se había ido.


—¿Y por qué no me has dicho que lo habías visto?


—No quería preocuparte y además no quería que se te ocurriera la estúpida idea de ir a atraparlo tú misma. Tienes la costumbre de actuar tan impulsivamente y …


—Eres un estúpido —el rubor había vuelto a sus mejillas mientras daba un paso hacia delante para darle un empujón—. Ese hombre está decidido a apoderarse de algo que pertenece a mi familia y no se te ocurre decirme que lo has visto a solo unos kilómetros de aquí. Si lo hubiera sabido, habría podido encontrarlo.


—Eso era exactamente lo que me temía. Y no quería que te involucraras en esto más de lo necesario. Ese es el motivo por el que he pensado que quizá sería mejor que regresara a Nueva York. Ahora ya saben que estoy aquí, y no voy a permitir que te atrapen a ti en medio.


—¿Que tú no lo permitirás? —lo habría empujado otra vez, pero Pedro la agarró por las muñecas.


—Exacto. Vas a mantenerte al margen de todo este asunto.


—No me digas…


—Te lo estoy diciendo —la interrumpió y le encantó verla gemir indignada —. Y es más, hasta que ese hombre no esté encarcelado, no vas a volver a vagabundear por las noches. Pero después de pensarlo detenidamente, he decidido que lo mejor es que me quede cerca de ti, vigilándote. Voy a cuidar de ti, te guste o no.


—Ni me gusta ni necesito que me cuiden.


—Tonterías —y dio por zanjada toda posible discusión.


Entonces fue ella la que empezó a tartamudear.


—Eres arrogante… engreído…


—Ya es suficiente —replicó Pedro, con su tono más severo de profesor, haciéndola pestañear—. No tiene sentido discutir cuando ya se ha tomado la decisión más inteligente. Ahora creo que lo mejor será que te lleve al trabajo cada día. Y cuando tengas otros planes, házmelo saber.




CAPITULO 51 (TERCERA HISTORIA)




Pedro se sentó a cenar, esforzándose en fingir que tenía apetito y que el espacio vacío que quedaba en la mesa no tenía ninguna importancia para él. Discutió con Amelia sobre los progresos que había hecho en la lista de los sirvientes, esquivó la petición de Coco, que estaba deseando leerle las cartas y se sintió, principalmente, triste. Fred, sentado a los pies, era el beneficiario de su lúgubre humor y devoraba los suculentos pedazos del pollo que Pedro le deslizaba por debajo de la mesa.


Consideró la posibilidad de conducir hasta la ciudad y detenerse en varios restaurantes y cafés. Pero decidió que aquello le haría parecer mucho más estúpido de lo que ya se sentía. Al final, se refugió en su habitación y decidió concentrarse en el libro.


La novela no fluía con la misma facilidad de la noche anterior. En aquella ocasión, se producían largas y numerosas pausas entre frase y frase. Incluso así, descubrió que hasta las pausas resultaban constructivas mientras iba pasando una hora, dos y tres. Hasta que no miró el reloj y vio que eran las doce, no se dio cuenta de que Paula todavía no había vuelto a casa. Había dejado la puerta ligeramente entornada para enterarse del momento en el que entrara en casa.


Pero había muchas posibilidades de que hubiera estado tan concentrado en su trabajo que no la hubiera oído dirigirse a su habitación. Si había salido a cenar, seguramente y a estaría de vuelta en casa. Nadie podía pasarse cinco horas comiendo. Pero tenía que comprobarlo.


Salió lentamente. Había luz en la habitación de Susana, pero las demás estaban a oscuras. En la puerta del dormitorio de Paula, vaciló y después llamó suavemente. Sintiéndose terriblemente torpe, puso la mano en el picaporte. Había pasado la noche anterior con ella, se recordó. Difícilmente podría ofenderse si entraba y la veía dormida.


Pero no estaba. Paula no estaba allí. La cama estaba hecha; el antiguo cabecero y los pies de hierro forjado, que probablemente habían pertenecido a la cama de algún sirviente, estaban pintados de un blanco resplandeciente. 


El resto era color, demasiado deslumbrante para sus ojos.


La colcha estaba hecha con trozos de tela de diferentes formas y colores.


Retales moteados, cuadriculados, a rayas, sombras de rojos y azules. Estaba cubierta de una infinita variedad de cojines. La cama de una reina, pensó Pedrouna persona podía hundirse en ella y dormir durante todo un día. Era la cama apropiada para Paula.


La habitación era enorme, al igual que la mayoría de las de Las Torres, pero ella había conseguido decorarla con un acogedor desorden. Una de las paredes estaba pintada en un intenso azul verdoso y sobre ella colgaban dibujos de flores silvestre. La firma que en ellos aparecía le indicó que los había hecho Paula. Pedro ni siquiera sabía que Paula dibujaba. Eso le hizo darse cuenta de que eran muchas las cosas que no sabía sobre la mujer de la que se había enamorado.


Después de cerrar la puerta tras él, paseó por la habitación, buscando retazos de Paula. Había un cesto lleno de libros. Keats y Byron mezclados con espantosas novelas de misterio y romances contemporáneos. En frente de una de las ventanas, había montado una pequeña salita. Sobre el respaldo de una silla Reina Anne, había dejado descuidadamente una blusa y sobre la mesa Hepplewhite resplandecían montones de pendientes, brazaletes y collares. Al lado de un pingüino de porcelana china, había un cuenco lleno de piedras semipreciosas.


Cuando levantó el pájaro, comenzó a sonar una versión jazzística de That’s Entertainment.


Había velas por todas partes, desde una elegante Meissen hasta una cursi reproducción de un unicornio. Y fotografías de su familia donde quiera que se dirigiera la mirada. Pedro levantó una foto enmarcada en la que aparecía una pareja, tomados por la cintura y riendo ante la cámara. Sus padres, pensó. La semejanza de Paula con el hombre y de Susana con la mujer eran suficientes para darle esa certeza.



CAPITULO 50 (TERCERA HISTORIA)




Para cuando hubo transmitido la información a Samuel y a Teo, ordenado mentalmente la descripción e informado de ella a la policía, estaba agotado.


Podía ser por la tensión o porque solo había dormido dos horas la noche anterior, pero cedió a ella, se tumbó en la cama y se olvidó del mundo hasta la hora de la cena.


Ya recuperado del cansancio, bajó al piso de abajo. Pensó en ir a buscar a Paula y preguntarle si quería dar un paseo por el jardín después de cenar. O quizá pudieran dar una vuelta en coche, a la luz de la luna. No había sido una mentira de las peores y, tras haber puesto al corriente a la policía, no tenía por qué mantenerla. En cualquier caso, si decidía que lo mejor era marcharse, quizá no pudiera disfrutar de otra noche con ella.


Sí, irían a dar una vuelta en coche. Quizá pudiera preguntarle si le gustaría ir a verlo cuando estuviera en Nueva York. O proponerle que quedaran para pasar juntos un fin de semana en cualquier parte. Su relación no tenía por qué terminar; no, si él era capaz de dar los pasos adecuados.


Entró en el salón, lo encontró vacío y volvió a salir otra vez. Solos, ellos dos, observando la luna sobre el agua, quizá incluso saliendo a dar un paseo por la playa. Podría comenzar a cortejarla como era debido. Imaginaba que a Paula le haría gracia que utilizara aquella expresión, pero eso era precisamente lo que él quería hacer.


Siguiendo el sonido del piano, llegó hasta el estudio de música. Susana estaba sola, tocando para ella. La música se adecuaba a la expresión de sus ojos. Había en ellos tristeza, una tristeza demasiado profunda para que nadie más pudiera sentirla. Pero en cuanto vio a Pedro, se interrumpió y le sonrió.


—No pretendía interrumpirte.


—No te preocupes. En cualquier caso, y a era hora de que volviera al mundo real. Amelia se ha llevado a los niños al pueblo, así que estaba aprovechando este momento de calma.


—Estaba buscando a Paula.


—Oh, se ha ido.


—¿Que se ha ido?


Susana estaba alejándose del piano cuando Pedro ladró aquella frase.


—Sí, ha salido.


—¿Adónde? ¿Con quién?


—Ha salido hace un rato —Susana lo estudió mientras cruzaba la habitación —. Creo que tenía una cita.


—¿Una… cita? —se sintió como si alguien acabara de golpearle con un mazo en pleno plexo solar.


—Lo siento, Pedro —preocupada, posó la mano sobre la suya. No creía haber visto nunca a un hombre tan miserablemente enamorado—. No me he dado cuenta. Es posible que haya quedado con algunas amigas. O que se haya ido ella sola.


No, pensó Pedro, sacudiendo la cabeza. Tenía que haber ocurrido lo peor. Si había salido sola y Caufield estaba cerca… Intentó sacudirse el pánico. No era detrás de Paula de quien iba aquel hombre, sino de las esmeraldas.


—No importa, solo quería comentarle algo.


—¿Ella sabe lo que sientes?


—No… Sí. No lo sé —contestó con escasa convicción. Veía cómo todos sus sueños románticos de un cortejo a la luz de la luna se convertían en humo—. No importa.


—A ella le importaría. Paula no se toma los sentimientos de los demás a la ligera, Pedro.


Nada de ataduras, pensó Pedro. Ni de trampas. 


Bueno. Él ya había caído en la trampa y sentía sus propios sentimientos como una soga al cuello. Pero ese no era el problema.


—Lo único que pasa es que me preocupa que haya podido salir sola. La policía todavía no ha atrapado ni a Hawkins ni a Caufield.


—Ha salido a cenar. No puedo imaginarme a nadie irrumpiendo de pronto en el restaurante y pidiéndole unas esmeraldas que no tiene —Susana le apretó cariñosamente la mano—. Vamos, te encontrarás mejor en cuanto hayas comido algo. El pollo al limón de la tía Coco y a debería estar listo.