martes, 11 de junio de 2019

CAPITULO 32 (SEGUNDA HISTORIA)




Pedro yacía en la cama con los labios todavía en contacto con la piel de su cuello, deleitado con su sabor. La respiración de Paula era firme, regular.


Preguntándose si estaría dormida, empezó a apartarse. Pero ella alzó los brazos y lo atrajo hacia sí.


—No —su voz era un ronco murmullo que le aceleró nuevamente el pulso—. No quiero que esto termine.


Pedro cambió de postura, colocándola encima suyo.


—¿Te ha gustado?


—Claro que sí. Ha sido precioso. Precioso de verdad. ¿Sabes? Creo que nunca en toda mi vida me había sentido tan relajada.


—Bien —le apartó el pelo de los ojos para contemplar su rostro—. Se está haciendo demasiado oscuro para ver algo —extendió un brazo y encendió la luz.


—¿Por qué has hecho eso? —le preguntó Paula, protegiéndose los ojos.


—Porque quiero verte cuando volvamos a hacer el amor otra vez.


—¿Otra vez? —riendo, dejó caer la cabeza contra su hombro—. Tienes que estar de broma.


—Para nada. Creo que podría seguir hasta el amanecer.


Saboreando aquella deliciosa languidez, se acurrucó contra él.


—No puedo quedarme toda la noche.


—¿Quieres apostar?


—No, de verdad —se arqueó como un gato cuando Pedro le acarició la espalda—. Ojalá pudiera, pero tengo muchísimas cosas que hacer por la mañana. Oh… —se estremeció bajo su contacto—. ¿Sabes? Tienes unas manos maravillosas… —murmuró mientras se perdía en un largo, soñador beso.


—Quédate.


—Bueno, quizá un poquito más…





CAPITULO 31 (SEGUNDA HISTORIA)




La hizo entrar en la habitación, dejando abierta la puerta de la terraza para que entrara la brisa del mar, perfumada por el aroma de las flores. 


Le acarició primeramente el cabello, deleitándose con su textura. Luego, muy suavemente, como si fuera la caricia de una pluma, le rozó los labios con los suyos. No, no quería escuchar ninguna palabra suya, porque no estaba seguro de poder encontrar, a su vez, las palabras necesarias para decirle que la tenía dentro del corazón. Pero se lo iba a demostrar.


Vacilante, Paula se abrazó a su pecho. No quería mostrarse débil en aquel momento, sino fuerte. Pero aun así, al sentir sus labios en su rostro, tembló.


Con exquisita lentitud, tocándola apenas, Pedro le desabrochó la blusa y se la deslizó por los hombros. Llevaba debajo una camiseta blanca de algodón. Sin dejar de mirarla a los ojos le soltó los pantalones, que cayeron al suelo. Luego, cuando ella se disponía a acariciarlo, le tomó las manos.


—No, déjame tocarte.


Indefensa, cerró los ojos mientras Pedro delineaba con las yemas de los
dedos la curva de sus senos. Acariciándola como si estuviera hecha del cristal más fino y delicado del mundo. Elegantemente erótica, aquella levísima caricia le inflamó la sangre hasta que, por un instante, creyó morirse de puro placer.


Echó la cabeza hacia atrás, y un gemido escapó de su garganta mientras Pedro proseguía su lánguida exploración con paciente ternura. Podía ver el oscuro brillo que relumbraba en sus ojos, sentir el temblor que recorría su cuerpo. 


Cada vez más excitado, comenzó a acariciar con los pulgares los pezones que se tensaban contra la tela. Luego su lengua sustituyó a sus manos, y Paula se aferró frenéticamente a sus hombros para sostenerse.


—Por favor… no puedo…


En aquel instante se sentía ya cayendo rápidamente al vacío, pero él estaba allí para recogerla. Cuando sintió que se le doblaban las rodillas, Pedro la levantó en brazos y la tumbó sobre la cama.


—Nadie… —murmuró ella contra sus labios— …nadie me había hecho nunca el amor así.


—Pues apenas he empezado.


Y se lo demostró. Con exquisita paciencia fue acariciando y excitando sensibles zonas de su cuerpo que ella ni siquiera sabía que existían. 


Con cada caricia era como si descubriera puertas hasta ese momento firmemente cerradas, abriéndolas de par en par para que entrara la luz, el aire.


No se detenía nunca. Cuando sentía la tentación de apresurarse, de proceder a su propio desahogo, se descubría a sí mismo ansioso de explorar, de saborear más. Deslizó las manos por sus costados subiéndole la camiseta, hasta sacársela por la cabeza. Y al fin pudo paladear la finísima piel de sus senos. Paula enterró los dedos en su pelo, estrechándolo contra su pecho con verdadera desesperación. 


«Quemarse a fuego lento» ; ¿no era eso lo que le había dicho antes?, se preguntó frenéticamente mientras los labios de Pedro descendían poco a poco por su cuerpo. Ahora podía entenderlo, cuando el cuerpo le ardía por dentro cada vez más, grado a grado.


Para entonces Pedro ya estaba apartando la última barrera de ropa, y ella no podía hacer otra cosa que retorcerse bajo sus dedos, jadeante.


Cuando comenzó a acariciarla con la lengua, se arqueó contra él, aferrando con fuerza las sábanas. Inefables sensaciones asaltaban su cerebro, demasiado rápidas, demasiado agudas. Y por mucho que se esforzara por separarlas, por discernirlas, parecían anudarse en una confusa maraña sin principio ni final.


¿Era consciente de que estaba gritando su nombre una y otra vez?, se preguntó. ¿Sabía que su cuerpo se movía con voluntad propia, con un ritmo lento y sinuoso, como si y a hubiera entrado en ella? Pedro continuaba excitándola
incansable, gradualmente, saboreando cada instante, cada necesidad, cada anhelo.


Paula abrió los ojos, aturdida. Solo podía ver su rostro, tan cerca del suyo, con aquella mirada tan intensa. Alzó las manos para abrirle la camisa y acariciarlo tan lenta y meticulosamente como él la había acariciado a ella.


Luego se incorporó para besarle el pecho y deslizar los labios lentamente hasta su garganta.


Atardecía, y la luz se volvía por momentos más débil, hasta convertirse en penumbra. Ágilmente procedió Paula a desvestirlo, y le fue sembrando el cuerpo de besos, sintiéndolo temblar bajo sus labios.


Poco después, con un suspiro, Pedro se deslizaba en su interior. Paula contuvo el aliento, y se fue relajando poco a poco. Comenzaron a moverse juntos, a un ritmo deliberadamente lento, deliciosamente suave. Era una sensación tan dulce que se le llenaron los ojos de lágrimas, que él enjugó beso a beso.


Pero gradualmente la dulzura se fue transformando en ardor, y el ardor en un verdadero incendio. Nublada la mirada de pasión, sintió que Pedro le tomaba las manos entrelazando los dedos con los suyos y apretándoselos conforme la arrastraba a la cumbre del placer. Y su nombre estalló en sus labios en el instante en que se reunió en aquella misma cumbre con ella.



CAPITULO 30 (SEGUNDA HISTORIA)




Pedro se prometió a sí mismo que no la molestaría más. Aquella mujer y a había trastornado bastante su cerebro. Demasiado.


Salió a la terraza de su habitación para disfrutar de aquella cálida tarde primaveral. Había abandonado Las Torres lo antes posible. Por supuesto, había cumplido escrupulosamente con sus obligaciones. Paula no era la única persona capaz de hacer siempre lo que se esperaba de ella. Con la ayuda de Susana y de los niños, había decorado el coche de los recién casados. Forzando una sonrisa, les había lanzado arroz junto con todos los demás. Incluso le había
ofrecido a Coco su pañuelo para que se enjugara las lágrimas de felicidad que corrían por su rostro. Y, en compañía de una preocupada Lila, había esperado a que Fred se despertara y soltara su primer ladrido.


Y luego se había largado a toda prisa de allí.


Paula no lo necesitaba. El hecho de que hasta entonces no se hubiera dado cuenta de lo mucho que necesitaba que ella lo necesitara le servía de bien poco.


Y allí estaba él, esperando ayudarla y protegerla, mientras ella salía corriendo tras algún ladrón o se citaba con un tipo llamado Guillermo. Pues bien, y a estaba harto de hacer el ridículo.


Tenía un trabajo que hacer, y lo haría. Paula tenía una vida que vivir, y él también. Ya era hora de que contemplara su situación con un poco de perspectiva. Un hombre tenía que estar loco para enredarse con una mujer así.


Así que se sacaría a Paula Chaves de la cabeza y…


Pedro.


Con una mano todavía apoyada en la barandilla, se volvió. Paula estaba en el umbral. Se había cambiado el vestido de seda por una blusa y unos pantalones de algodón.


—He llamado —empezó a decir, entrando en la terraza—. Pero temía que no quisieras abrirme, así que utilicé mi llave maestra.


—¿No va eso contra las reglas?


—Sí. Lo siento, pero en casa me fue imposible hablar contigo. Después de que se marchó la policía, seguía inquieta —suspiró. Se dijo que, evidentemente, él no iba a facilitarle las cosas. Seguía allí, todavía con los pantalones del frac y la camisa blanca desabrochada, descalzo, mirándola con expresión pensativa—. Supongo que no me sentía cómoda… con este asunto, el nuestro, sin terminar.


—De acuerdo —después de encender un cigarro, se apoyó en la barandilla.


—No es tan sencillo. Antes estaba enfadada y furiosa porque… porque alguien se había metido en la casa. En mi casa. Sé que estabas preocupado por mí, y que fui muy brusca contigo. Y, solo después de que me tranquilizara un poco, me di cuenta de que te sentías dolido porque no se me había ocurrido pedirte ayuda.


—Descuida —soltó una bocanada de humo—. Lo superaré.


—No es solo eso… —se interrumpió y comenzó a caminar de un lado a otro de la estrecha terraza. No, no le iba a poner las cosas nada fáciles—. Estoy acostumbrada a enfrentarme sola a las cosas. Siempre he sido la única capaz de encontrar una solución lógica para todo, o el camino más corto para solucionar un problema. Forma parte de mi carácter. Cuando hay que hacer algo, lo hago. Supongo que no tengo más remedio. No es que no quiera pedir ayuda. Es más bien… que estoy acostumbrada a que me la pidan a mí, más que pedirla yo misma.


—Una de las cosas que admiro de ti, Paula, es tu eficacia, la manera que tienes de hacer las cosas. ¿Por qué no me dices lo que vas a hacer conmigo?


—Porque no lo sé —se esforzó por mantener la calma y siguió caminando por la terraza—. Y eso no me gusta. Siempre sé lo que tengo que hacer. Pero, por mucho que me devano los sesos, no puedo encontrar una respuesta.


—Quizá sea porque dos y dos no siempre hacen cuatro.


—Pero deberían hacer cuatro —insistió—. Al menos para mí. Lo único que sé es que tú me haces sentir… diferente de como me sentía antes. Y eso me asusta —cuando se volvió hacia él, tenía la mirada oscurecida por la furia—. Ya sé que para ti es fácil, pero para mí no.


—¿Que para mí es fácil? —repitió Pedro—. ¿Crees que es fácil para mí? —en un impulso, tiró el cigarro al suelo y lo aplastó con el pie—. He estado quemándome a fuego lento desde la primera vez que te vi. Eso, para un hombre, no es nada fácil, Paula. Créeme.


Como le resultaba difícil incluso respirar, le salió la voz en un murmullo:
—Nadie me había deseado tanto como tú. Eso me asusta —apretó los labios —. Y nunca he deseado a nadie como te deseo a ti. Y eso me aterra.


Pedro extendió una mano y la sujetó de una muñeca.


—No esperes decirme una cosa así, o mirarme como me estás mirando ahora mismo, y luego pedirme que te deje en paz.


Presa de una mezcla de pánico y excitación, Paula negó con la cabeza.


—No es eso lo que te estoy pidiendo.


—Entonces suéltalo.


—Maldita sea, Pedro. No quiero que seas razonable. No quiero pensar. Quiero que dejes de hacerme pensar, ahora mismo —con un gemido le echó los brazos al cuello y lo besó en los labios.


Tenía miedo. Temía estar dando un gigantesco paso en el borde de un profundo acantilado. Y sentía júbilo, también. Porque estaba dando aquel paso con los ojos bien abiertos. Y él estaba con ella en aquella caída. Su cuerpo caía con el suyo.


Pedro


—No digas nada —la abrazó con fuerza mientras deslizaba los labios por su cuello. Su pulso acelerado latía al mismo ritmo que su corazón. Se dio cuenta de que jamás antes había experimentado aquella sensación de unidad, de fusión, con ninguna otra mujer—. Ni una sola palabra.