sábado, 3 de agosto de 2019
CAPITULO 23 (QUINTA HISTORIA)
Momentos después llegaron al salón de la familia. En aquel lugar, el papel de las paredes estaba descolorido, roto en algunos sitios. Había marcas en el suelo, en frente de la chimenea, en los lugares donde había saltado alguna chispa.
—Veo que aquí nada ha cambiado —dijo Carolina, sentada en una silla como una reina.
—Nos hemos concentrado en el hotel —dijo Coco, sirviendo el coñac. Estaba nerviosa y hablaba atropelladamente—. Ahora que está terminado, hemos empezado con la reforma de la casa. Hemos quitado dos habitaciones y construido una habitación de juegos.
—Mmm.
La tía Carolina había ido, específicamente, a ver a los niños y, solo de modo accesorio, a volver loca a Coco.
—¿Dónde están todos? He venido a ver a mi familia y solo me encuentro con extraños.
—Ya llegarán. Esta noche tenemos una cena familiar, tía Carolina —dijo Coco, esforzándose por mantener su brillante sonrisa—. El padre de Teo ha venido para quedarse con nosotros unos días.
—Es un playboy —masculló tía Carolina—. Tú —dijo señalando a Paula—, eres contable, ¿no?
—Sí.
—Paula es una maga con los números —dijo Coco—. Nos alegramos mucho de que esté aquí. Y de que esté Kevin, por supuesto. Es un niño encantador.
—Estoy hablando con la chica, Cordelia. Vete a la cocina a hacer tus cosas.
—Pero…
—Vete, vete.
Coco, dirigiendo a Paula una mirada de disculpa, se marchó.
—El niño va a cumplir nueve años, ¿verdad?
—Sí, dentro de dos meses —dijo Paula, preparándose para algún comentario ácido sobre su ascendencia.
Carolina asintió, dando golpecitos con los dedos en los brazos de la silla.
—Se lleva muy bien con los chicos de Susana, ¿verdad?
—Muy bien, no se han separado desde que llegamos —dijo Paula, haciendo esfuerzos por no gritar—. Ha sido maravilloso para él, y para mí.
—¿Dumont te ha molestado?
Paula parpadeó.
—¿Perdón?
—No te hagas la tonta. Te he preguntado si ese sinvergüenza te ha molestado.
Paula se puso tiesa como un palo.
—No. No lo he visto ni he oído hablar de él desde que nació Kevin.
—Ya oirás hablar de él —dijo Carolina, frunciendo el ceño e inclinándose hacia delante—. Ha estado haciendo preguntas.
Paula apretó la copa de coñac.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque aguzo el oído cuando se trata de la familia —dijo Carolina, esperando alguna reacción, que no se produjo—. Te has venido a vivir aquí, ¿verdad? Tu hijo ha sido aceptado igual que si fuera hermano de Alex o Jazmin, o de Christian.
Paula tenía un nudo en el estómago.
—Eso no tiene nada que ver con él.
—No seas tonta. Un hombre como Dumont piensa que el mundo se mueve a su alrededor. Está metido en política, hija, y en vista de cómo anda ese circo, unas palabras bien elegidas por ti frente a la prensa… —dijo Carolina con una sonrisa—. Bueno, su camino a Washington se convertiría en una cuesta muy empinada.
—No tengo intención de ir a la prensa, ni de exponer a Kevin a la atención pública.
—Una decisión muy sabia —dijo Carolina, dando otro trago de coñac—. Es una pena, pero es una decisión muy sabia. Si intenta algo, dímelo. Me gustaría vérmelas con él otra vez.
—Puedo arreglármelas por mí misma.
—Tal vez —dijo Carolina.
CAPITULO 22 (QUINTA HISTORIA)
—No sé por qué hay que armar tanto jaleo —masculló El Holandés, preparando una crema para su pastel especial sorpresa.
—Teo St. James II es miembro de la familia.
Coco estaba muy agitada desde que aquella mañana se pusiera la crema de pepinos, lo que le hizo retrasar todo su horario.
—Y presidente de los hoteles St. James —dijo comprobando la temperatura del guisado de cordero—. Y es la primera vez que viene a Las Torres. Es importante que todo salga bien.
—Sí, un rico bastardo a ver a los esclavos que le están haciendo más rico.
—¡Señor Van Home! —exclamó Coco, que después de seis meses, sabía que no debía sorprenderse por lo que dijera aquel hombre, pero…—. Conozco al señor St. James desde… bueno, hace muchos años. Puede asegurarle que es un hombre de negocios con mucho éxito y un gran trabajador, no un explotador.
El Holandés dio un bufido y miró a Coco. La verdad era que se había puesto muy guapa.
Llevaba un vestido de seda gris brillante y delicado, que dejaba al descubierto gran parte de sus piernas, que no estaban nada mal. Tenía las mejillas sonrosadas, pero no era por el calor de la cocina.
—¿Qué pasa? ¿Es su novio?
El rosa de las mejillas se convirtió en rojo vivo.
—Por supuesto que no. Una mujer de mi… experiencia no tiene novios —dijo Coco, y se miró de reojo en la puerta de vidrio de uno de los hornos—. Admiradores, quizá.
¡Admiradores! ¡Ja!
—Me han dicho que ha estado casado cuatro veces y les paga a sus ex mujeres bastante dinero para equilibrar la deuda nacional. ¿Quiere ser la quinta?
Coco se llevó la mano al corazón, no sabía qué decir.
—Es usted… imposible, y grosero.
—Eh, que a mí no me importa que quiera pescar un pez gordo.
Coco profirió una exclamación. Aunque tenía temperamento, era, después de todo, una mujer educada, pero no pudo evitar abalanzarse sobre aquel hombre con la intención de clavarle las uñas.
—¡No pienso tolerar sus insultos!
—¿No? ¿Y qué va a hacer al respecto?
Coco se puso de puntillas, hasta que quedaron nariz con nariz.
—Lo despediré.
—Me rompe el corazón. Adelante, preciosa, deme la patada y a ver cómo se las arregla con la cena de esta noche.
—Le aseguro que saldremos adelante —dijo Coco, el corazón le palpitaba con tanta fuerza que pensaba que iba a saltarle del pecho.
—Y un cuerno —dijo El Holandés. Odiaba el perfume de Coco, porque se le hacía la boca agua—. Cuando llegué aquí, lo único que sabían era hervir el agua.
Coco no podía respirar.
—Esta cocina no lo necesita, señor Van Home. Y yo tampoco.
—Usted sí me necesita y mucho.
¿Cómo había llegado a ponerle las manos sobre los hombros? ¿Por qué sentía sus senos apretándose contra su pecho? Al infierno con todo, había que darle su merecido de una vez por todas.
Coco puso los ojos como platos cuando El Holandés la besó, de forma arrebatadora. Todo su mundo, tan seguro, tembló bajo sus pies. Por eso, por supuesto, solo por eso, le echó los brazos al cuello.
Le daría una bofetada, sin dudarlo.
Pero luego.
Malditas mujeres, pensó El Holandés. Malditas fueran todas las mujeres. Sobre todo las altas, llenas de curvas y con labios que sabían a… a guindas. Siempre había tenido debilidad por las guindas.
La apartó de sí, pero siguió agarrando sus hombros.
—Vamos a dejar algo claro…
—Cómo se atreve a… —dijo Coco al mismo tiempo.
Los dos se separaron como niños culpables cuando la puerta de la cocina se abrió.
Paula se quedó de piedra, boquiabierta, en el umbral. No podía haber visto lo que había visto.
Coco estaba comprobando el guisado y El Holandés haciendo una crema. No podían estar… abrazados. Pero a los dos se les habían subido los colores.
—Perdón —dijo—. Siento…
—Oh, Paula, querida —dijo Coco, aturdida y retocándose el peinado. Estaba temblando, de vergüenza, se dijo—. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Solo quería comprobar los gastos de la cocina contigo —dijo Paula, que no dejaba de mirar a El Holandés y a Coco. La tensión era tan fuerte que el aire se podía cortar con un cuchillo—. Pero si estás ocupada, podemos hacerlo después.
—Tonterías —dijo Coco, limpiándose el sudor de las manos en el delantal—. Solo un poco frenéticos preparando la llegada de Teo.
—¿Teo? Oh, me había olvidado. Llega el padre de Teo —dijo Paula, y comenzó a retroceder—. Entonces no es necesario que…
—No, no —«Oh, Dios», pensó Coco, «no me dejes»—. Es la ocasión perfecta. Aquí todo está bajo control. Vamos a tu despacho si quieres —dijo tomando a Paula del brazo—. El señor Van Home puede ocuparse de todo.
Salieron al pasillo. Coco se agarraba a Paula como a un salvavidas en medio de una tormenta.
—Detalles, detalles —decía—. Cuanto más te ocupas de ellos, más aparecen.
—Coco, ¿estás bien?
—Oh, por supuesto —dijo Coco, pero sostuvo una mano sobre su corazón—. Solo he tenido un pequeño contratiempo con el señor Van Home, pero no pasa nada. ¿Cómo van tus cuentas, querida? Espero que encuentres tiempo para ocuparte del libro de Felipe.
—Pues ya he…
—No queremos que trabajes demasiado —dijo Coco. Le daba vueltas la cabeza, de modo que no escuchaba una palabra de lo que le decía Paula—. Queremos que te encuentres a gusto en esta casa, que disfrutes, que descanses. Después de lo agitado que fue el año pasado, todos queremos tranquilizarnos y descansar. No creo que podamos soportar más crisis…
—¿Que no tengo reserva? ¡Es un escándalo!
Coco se detuvo en seco, y el rosa de sus mejillas se transformó en blanco al escuchar aquella voz airada.
—Dios mío, no, no puede ser.
—¿Coco? —dijo Paula apretando el brazo de su amiga. Estaba temblando, y se preguntó si podría sostenerla si se desmayaba.
—Jovencito —dijo la misma voz, cada vez más alto—. ¿Sabe quién soy yo?
—La tía Carolina —susurró Coco, suspiró profundamente y se encaminó, armada de valor, al vestíbulo.
—¡Tía Carolina! —dijo con un tono completamente distinto—. ¡Qué sorpresa!
—No me digas que te alegras de verme —dijo Carolina, aceptando el beso de su sobrina. Era una anciana alta, delgada y formidable. Llevaba un vestido de seda de color crudo y un collar de perlas tan blancas como sus cabellos—. Ya veo que habéis llenado esto de extraños. Habría sido mejor quemarlo. Dile a este insolente que suba mis maletas.
—Claro —dijo Coco, llamando a un botones—. En el ala de la familia, segunda planta, primera habitación a la derecha.
—Y no le dé ningún golpe a las maletas, joven —dijo Carolina, dando unos golpes en el suelo con su bastón dorado—. ¿Quién es esta? —preguntó, refiriéndose a Paula.
—¿Se acuerda de Paula, tía Carolina, la hermana de Samuel? La conoció en la boda de Amelia.
—Sí, sí —dijo la tía Carolina sin dejar de mirar a Paula—. Tienes un hijo, ¿no?
En realidad, sabía todo lo que hacía falta saber respecto a Kevin.
—Sí. Me alegro de verla, señora Calhoun.
—Pues debes de ser la única —dijo la tía Carolina, e ignorando a las dos, se acercó al retrato de Bianca y estudió las esmeraldas que brillaban en la urna. Suspiró, pero tan calladamente que nadie la oyó.
—Necesito un coñac, Cordelia, antes de ver qué habéis hecho con este sitio.
—Claro. Ahora mismo vamos al ala de la familia. Paula, por favor, únete a nosotras.
Era imposible negarse. Coco se lo suplicaba con la mirada.
CAPITULO 21 (QUINTA HISTORIA)
Para sorpresa de Paula, así fue. No era una sorpresa que Kevin dejara el plato limpio, estaba creciendo y necesitaba comer, pero Pedro comió plato y medio sin pestañear.
—¿Siempre has comido así? —le preguntó Paula una vez en el coche.
—No. Aunque siempre he querido. Cuando era niño nunca me sentía lleno — probablemente porque no había bastante comida—. En el mar, aprendes a comer cualquier cosa, y en grandes cantidades.
—Tendrías que pesar cien kilos.
—Alguna gente quema lo que come —dijo Pedro, mirando a Paula a los ojos—. Como tú. Toda esa energía nerviosa consume tus calorías.
—No estoy tan delgada.
—No, pero es lo que yo pensaba hasta que te abracé. Eres muy suave cuando te aprietas contra un hombre.
Paula le indicó que se callara y miró hacia el asiento trasero.
—Se ha dormido en cuanto hemos arrancado —dijo Pedro. Efectivamente, Kevin estaba echado en el asiento, con la cabeza apoyada en los brazos y durmiendo —. Aunque no sé qué daño puede hacerle saber que un hombre se interesa por su madre.
—Es un niño —dijo Paula—. No quiero que piense que soy…
—¿Humana?
—No es asunto tuyo. Es mi hijo.
—Sí, y lo has educado muy bien —dijo Pedro.
Paula lo miró con cautela.
—Gracias.
—No me las des. Es un hecho. Es difícil educar a un niño, y más si estás sola. Tú lo has hecho muy bien.
Era imposible enfadarse con él, sobre todo recordando lo que Coco le había contado de él.
—Perdiste a tu madre cuando eras pequeño… Me lo ha dicho Coco.
—Veo que Coco ha dicho muchas cosas.
—No pretendía hacer nada malo, ya sabes cómo es, se preocupa mucho por la gente y quiere verlos…
—¿Alineados de dos en dos? Sí, la conozco. Te ha traído aquí para mí.
—¿Que ha…? ¡Eso es ridículo!
—Sí, casi tiene unas fechas previstas.
—Es una suerte que estés avisado —dijo Paula con indignación.
—Pues sí. Lleva meses cantando tus alabanzas. Y la verdad es que casi superas tu propia publicidad.
Paula lo miró y le hizo un gesto de que se callara. Su sonrisa, y la situación, transformaron su indignación en alegría.
—Gracias —dijo, estirando las piernas, decidida a relajarse—. Odiaría decepcionarte. Me han dicho que eres misterioso, romántico y encantador. Casi superas tu propia publicidad —dijo Paula.
—Nena… —replicó Pedro, tomando su mano y besándola—, puedo ser mucho mejor.
—Seguro que puedes —dijo Paula apartando la mano, queriendo evitar el estremecimiento que el beso le causó—. Si no me cayera tan bien, estaría molesta, pero es tan amable.
—Tiene un gran corazón. Cuando era pequeño, pensaba que me gustaría que fuera mi madre.
Antes de poder resistirlo, Paula le acarició una mano.
—Tiene que haber sido muy duro perder a tu madre siendo niño.
—No importa, fue hace mucho tiempo —dijo Pedro, e hizo una pausa—. Me acuerdo de cuando veía a Coco en el pueblo, o en Las Torres, era una mujer espléndida, parecía una reina, y nunca se sabía de qué color iba a tener el pelo a la semana siguiente.
—Hoy lo tiene castaño —dijo Paula.
—La primera mujer de la que me enamoré. Vino a casa un par de veces, a leerle la cartilla a mi padre porque bebía mucho. Supongo que pensaba que si estuviera sobrio no me pegaría —dijo Pedro, y miró a Paula a los ojos—. Supongo que también te lo ha dicho.
—Sí —dijo Paula, y apartó la mirada—. Lo siento, Pedro. Odio que la gente hable de mí, por muy buenas intenciones que tenga. Me parece algo demasiado íntimo.
—Yo no soy tan sensible. Todo el mundo sabe cómo era mi padre —dijo Pedro, que recordaba muy bien las miradas de compasión, los comentarios—. Entonces me molestaba, pero ya no.
—¿Las visitas de Coco… sirvieron de algo?
Pedro guardó silencio unos instantes, con la vista fija en la carretera.
—Mi padre le tenía miedo, así que, cuando se iba, me pegaba más fuerte que nunca.
—Dios mío.
—Pero no quiero que lo sepa.
—No —dijo Paula, tragando saliva—, no le diré nada. Por eso te fuiste, ¿verdad? Para escapar de él.
—Era una de las razones —dijo Pedro y miró a Paula—. Si hubiera sabido que te conmovería tanto que me dieran una torta de vez en cuando, te lo habría dicho antes.
—No es para reírse —dijo Paula con rabia—. No hay excusa para tratar así a un niño.
—Eh, que ya lo he superado.
Paula se lo quedó mirando.
—¿Has dejado de odiarlo?
—No —dijo Pedro—. Pero he dejado de darle importancia, y creo que es lo mejor.
Al cabo de un rato, llegaron a Las Torres. Pedro detuvo el coche.
—Si alguien te hace mucho daño, un daño permanente, la mejor venganza es que te importe lo menos posible.
Paula lo miró.
—Estás hablando del padre de Kevin, y no es lo mismo. Yo no era un niño indefenso.
—Depende de dónde traces la línea —dijo Pedro, y se bajó del coche—. Yo llevaré a Kevin.
—No tienes por qué —dijo Paula apresurándose a llevar a su hijo, pero Pedro lo sostenía ya en sus brazos.
Permanecieron allí de pie unos momentos, en las últimas luces del día, con el niño, que apoyaba la cabeza en el hombro de Pedro, entre ellos. Paula acarició a su hijo.
—Ha sido un día muy largo para él.
—Y para ti, Paula. Tienes ojeras. Como seguramente eso significa que anoche dormiste tan poco como yo, me alegro de verlas.
Era duro, pensó Paula, muy duro, mantenerse firme frente a la corriente que la empujaba hacia él.
—No estoy preparada, Pedro.
—Algunas veces se levanta un viento y nos lleva. No estás preparado, pero, si tienes suerte, acaba por dejarte en un sitio mucho mejor del que estabas.
—No me gusta depender de la suerte.
—No importa, a mí sí —dijo Pedro, y llevó al niño hacia la casa.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)