domingo, 14 de julio de 2019

CAPITULO 23 (CUARTA HISTORIA)




Paula pensó en abrir la puerta y marcharse. 


Pero él simplemente la detendría. Había aprendido a la fuerza que algunas batallas una mujer no las podía ganar.


—No vale la pena —repuso con voz cansada—. No debía haber venido mientras me encontraba agitada, pero consideré que estaba bajo control.


—¿Agitada por qué?


—No es importante.


—Entonces no ha de representar ningún problema que me lo digas.


—Bruno llamó. Mi ex marido —para consolarse, se puso a caminar por la habitación.


Pedro estudió la punta del cigarrillo y se recordó que los celos estaban fuera de lugar.


— Al parecer, todavía puede agitarte.


—Una llamada de teléfono. Una, y sigo bajo su dominio —Pedro no había esperado captar esa amargura en su voz. Guardó silencio—. No hay nada que pueda hacer. Nada. Se va a llevar a los niños dos semanas. No puedo detenerlo.


—Por el amor de Dios, ¿a eso se debe toda esta histeria? —suspiró con gesto impaciente—. Así que los niños se van con papá un par de semanas —disgustado, apagó el cigarrillo. Y pensar que se había preocupado por ella—. Ahórrame ese rollo de esposa vengativa, encanto. Él tiene derechos.


—Oh, sí, tiene derechos —la voz le tembló con una emoción tan profunda que Pedro volvió a prestar atención—. Porque lo dice en un trozo de papel. Y estuvo presente cuando fueron concebidos, de modo que eso lo convierte en su padre. Por supuesto, no significa que tenga que quererlos, o preocuparse por ellos o luchar para educarlos con bondad. No significa que tenga que recordar la Navidad o los cumpleaños. Es como Bruno me dijo por teléfono. No hay nada en el acuerdo de custodia que lo obligue a enviar postales de felicitación. Pero sí me
obliga a mí a entregarle a los niños cuando le entra el capricho —las lágrimas volvían a amenazar con hacer acto de presencia, pero las negó. Llorar delante de un hombre nunca aportaba otra cosa que no fuera humillación—. ¿Crees que esto es acerca de mí? Él ya no puede hacerme daño. Pero mis hijos no merecen ser utilizados para que pueda vengarse por ser mucho menos que lo que él quería.


Pedro sintió algo ardiente y letal extenderse por sus entrañas.


—Hizo un buen trabajo contigo, ¿verdad?


—Esa no es la cuestión. La cuestión es Alex y Jazmin. De algún modo debo convencerlos de que el padre que no se ha molestado en ponerse en contacto con ellos durante meses, que apenas era capaz de tolerarlos cuando vivían bajo el mismo techo, va a llevárselos a unas vacaciones maravillosas de dos semanas — cansada de pronto, se mesó el pelo—. No he venido aquí a hablar de esto.


—Sí has venido para hablar de esto —más calmado, encendió otro cigarrillo. Si no hacía algo con las manos, iba a volver a tocarla, y no estaba seguro de que ninguno de los dos pudiera controlarse—. No soy familia, así supones que puedes descargarte conmigo sin que pierda el sueño.


—Puede que tengas razón —sonrió un poco—. Lo siento.


—No pedí una disculpa. ¿Qué sienten por él los chicos?


—Es un desconocido.


—Entonces lo más probable es que no tengan ninguna expectativa. Me da la impresión de que pueden considerar todo como una aventura… y que dejas que sea él quien apriete tus botones. Si lo está usando para provocarte, ha dado en el
blanco.


—Yo ya había llegado a esas conclusiones. Necesitaba soltar un exceso de frustración —intentó sonreír otra vez—. Por lo general me dedico a arrancar malas hierbas.


—Creo que besarme funcionó mejor.


—Al menos fue diferente.


Él apagó el cigarrillo y se puso de pie. Al demonio con lo que pudieran controlar.


—¿Esa es la mejor descripción que se te ocurre?


Pedro —comenzó cuando la rodeó con los brazos.


—¿Sí? —le mordisqueó la barbilla, luego la boca.


—No quiero ser abrazada —pero lo deseaba, y mucho.


—Es una pena —apretó los brazos y la acercó aún más.


—Me pediste que viniera para… —emitió un leve sonido de angustia cuandole mordisqueó el lóbulo de la oreja—. Para poder enseñarme algo de tu abuelo.


—Así es —la piel de ella olía al aire de los riscos… a mar, flores silvestres y al ardiente sol del verano—. También para poder volver a tocarte. Iremos una cosa por vez.


—No quiero un compromiso —pero incluso al decirlo acercaba la boca para encontrarse con la suya.


—Yo tampoco —cambió el ángulo y succionó el labio inferior de ella.


—Esto no es más que… oh… química —cerró los dedos en su pelo.


—Puedes apostarlo —introdujo las palmas ásperas bajo la blusa de ella para explorar.


—No puede llegar a ninguna parte.


—Ya ha llegado.




CAPITULO 22 (CUARTA HISTORIA)





Pensó que estaba tranquila cuando se detuvo ante la casa de él. Al salir de la camioneta, se pasó una mano por el pelo revuelto por el viento. 


Se guardó las llaves en los bolsillos y llamó a la puerta.


El perro ladró como poseído. Pedro retuvo a Sadie por el collar al abrir.


—Has llegado. Pensé que tendría que ir a buscarte.


—Te dije que vendría —entró—. ¿Qué tienes que mostrarme?


Cuando tuvo la seguridad de que Sadie no haría más que olisquear y gemir en busca de atención, la soltó.


—Tu tía mostró mucho más interés en la cabaña.


—Voy con el tiempo justo —después de palmear al perro con gesto distraído, se metió las manos en los bolsillos de los pantalones amplios—. Es muy bonita — miró alrededor—. Debes estar cómodo aquí.


—Me las arreglo —convino despacio, sin apartar los ojos penetrantes de su cara. No había ni rastro de color en sus mejillas. Tenía los ojos demasiado oscuros. Había querido que fuera consciente de él, quizá con cierta incomodidad,
pero no que la dominara el miedo ante la idea de verlo otra vez—. Puedes relajarte, Paula —indicó con voz seca—. No voy a tirarme encima de ti.


—¿Podemos acabar con lo que nos ocupa? —repuso a punto de perder el control.


—Si, podemos, en cuanto dejes de estar ahí de pie como si te encontraras encadenada. Todavía no te hecho nada para que me mires de esa manera.


—No te miro de ninguna manera.


—Y un cuerno. Maldita sea, te tiemblan las manos —furioso, se las sujetó—. Para —exigió—. No voy a hacerte daño.


—No tiene nada que ver contigo —se soltó, odiando no ser capaz de evitar que le siguieran temblando—. ¿Por qué crees que cualquier cosa que sienta o la expresión que tenga dependen de ti? Tengo mi propia vida, mis sentimientos. No soy una mujer débil y aterrada que se viene abajo en cuanto un hombre alza la voz. ¿De verdad crees que te tengo miedo? ¿De verdad crees que podrías hacerme daño después…? —calló, consternada. Había estado gritando y las lágrimas furiosas todavía le quemaban los ojos. Tenía un nudo tan tenso en el estómago que apenas podía respirar. Pedro la observaba con ojos analíticos—. He de irme —logró decir al tiempo que corría a la puerta. La mano de él la cerró—. Déjame ir —cuando se le quebró la voz, se mordió el labio. Giró y lo miró con ojos centelleantes—. He dicho que me dejes ir.


—Adelante —dijo con asombrosa calma—, pégame. Pero no vas a ir a ninguna parte mientras estés así de agitada.


—Si estoy agitada, es asunto mío. Te he dicho que esto no tiene nada que ver contigo.


—De acuerdo, así que no vas a pegarme. Probemos con otra válvula de escape —apoyó las manos a cada lado de la cara de ella y le cubrió la boca.


No era un beso para apaciguar o consolar. 


Transmitió la misma emoción descarnada y turbulenta que los sentimientos de Paula.


Los brazos de ella se hallaban atrapados entre los dos, con las manos todavía cerradas; la piel se le encendió. Al primer destello de respuesta, Pedro se zambulló en el beso duro y desesperado hasta que estuvo seguro de que lo único que quedaba en la mente de Paula era él.


Luego se demoró un poco más para satisfacerse a sí mismo. Ella era un volcán a la espera de estallar, una tormenta lista para caer. Su pasión contenida la tenía más pegada que sus manos, y Pedro pretendía estar presente cuando explotara.


En el momento de soltarla, Paula se apoyó en la puerta con los ojos cerrados y la respiración entrecortada. Al observarla, se dio cuenta de que nunca había visto a nadie luchar tanto para mantener el control.


—Siéntate —dijo. Ella movió la cabeza—. De acuerdo, quédate de pie —se encogió de hombros y se alejó para encender un cigarrillo—. De cualquier modo vas a contarme qué te ha puesto así.


—No quiero hablar contigo.


Pedro se sentó en el reposabrazos de un sillón y exhaló una bocanada de humo.


—Mucha gente no ha querido hablar conmigo. Pero por lo general averiguo lo que quiero saber.


Ella abrió los ojos, que en ese momento estaban secos, algo que alivió considerablemente a Pedro.


—¿Es un interrogatorio?


—Puede ser —volvió a encogerse de hombros y dio otra calada al cigarrillo.


No la ayudaría nada que le ofreciera palabras suaves. Ni siquiera sabía si las tenía.




CAPITULO 21 (CUARTA HISTORIA)




A la mañana siguiente, Paula se hallaba en la terraza con Marina.


Contemplaban a sus hijos correr por el jardín con Fred.


—Ojalá pudierais quedaros más tiempo.


Marina movió la cabeza con una expresión jovial en la cara.


—Me sorprende decir que a mí también me gustaría. Mañana he de volver al trabajo.


—Kevin y tú sois bienvenidos aquí en todo momento. Quiero que lo sepas.


—Lo sé —la miró. En la cara de Paula vio una tristeza que entendía, aunque rara vez se permitía sentirla—. Si tú y los chicos decidís visitar Oklahoma, tenéis un hogar con nosotros. No quiero que perdamos el contacto. Kevin necesita conocer a esta rama de su familia.


—No lo perderemos —se agachó para recoger un pétalo de rosa que había terminado allí en la terraza—. Ha sido una boda preciosa. Samuel y Amelia van a ser felices… y todos tendremos sobrinos en común.


—Dios, el mundo es un lugar extraño —tomó la mano de Paula—. Me gustaría pensar que podemos ser amigas, no solo por el bien de nuestros hijos o por Samuel y Amelia.


—Creo que ya lo somos —sonrió.


—¡Paula! —llamó Coco desde la puerta de la cocina—. Una llamada para ti —se mordía el labio cuando Paula llegó a su lado—. Es Bruno.


—Oh —sintió que el sencillo placer de la mañana se evaporaba—. Contestaré desde la otra habitación.


Se preparó para todo mientras marchaba por el vestíbulo. Se recordó que y a no podía herirla. Ni física ni emocionalmente. Entró en la biblioteca, respiró hondo y alzó el auricular.


—Hola, Bruno.


—Supongo que te habrá parecido divertido tenerme esperando al teléfono.


Allí estaba el tono cortante y crítico que en el pasado le había provocado escalofríos. En ese momento simplemente suspiró.


—Lo siento. Estaba fuera.


—Supongo que excavando en el jardín. ¿Todavía finges que puedes ganarte la vida recortando rosales?


—Estoy convencida de que no has llamado para saber cómo marcha mi negocio.


—Tu negocio, según lo llamas tú, no es más que un leve bochorno. Que mi ex mujer venda flores en la esquina de la calle…


—Mancilla tu imagen, lo sé —se pasó la mano por el pelo—. No vamos a pasar otra vez por lo mismo, ¿verdad?


—Veo que te has vuelto una fierecilla —lo oyó murmurar algo a otra persona y luego reír—. No, no te llamo para recordarte que estás quedando como una tonta. Quiero a los niños.


—¿Qué? —se le heló la sangre.


El susurro trémulo de Paula lo satisfizo enormemente.


—Creo que en el acuerdo de custodia queda estipulado con suma claridad que tengo derecho a tenerlos dos semanas durante el verano. Los recogeré el viernes.


—Pero… si nunca has…


—No tartamudees, Paula. Es uno de tus rasgos más molestos. Si no lo has comprendido, te lo repetiré. Ejerzo mis derechos de padre. Recogeré a los niños el viernes, al mediodía.


—No los has visto en casi un año. No puedes venir a recogerlos y…


—Desde luego que sí. Si decides no respetar el acuerdo, simplemente volveré a llevarte ante los tribunales. No es legal ni inteligente que trates de mantener a los chicos lejos de mí.


—Nunca he tratado de hacer eso. Tú no te has molestado en verlos.


—No tengo intención de cambiar mi agenda para complacerte a ti. Yvette y yo nos vamos a pasar dos semanas a Martha’s Vineyard y he decidido llevarme a los niños. Es hora de que vean algo del mundo aparte del pequeño rincón en el que te escondes.


Le temblaban las manos. Agarró el auricular con más fuerza.


—Ni siquiera le enviaste una postal a Alex por su cumpleaños.


—Creo que en el acuerdo no se estipula nada sobre postales de cumpleaños —espetó—. Pero es muy específico sobre los derechos de visita. Si quieres consúltalo con tu abogado, Paula.


—¿Y si ellos no quieren ir?


—La elección no es suya… ni tuya. Yo no intentaría predisponerlos en mi contra.


—No me hace falta —murmuró.


—Que tengan todo listo. Ah, Paula, últimamente he estado leyendo mucho sobre tu familia. ¿No te parece raro que no se mencionara ningún collar de esmeraldas en nuestro acuerdo de divorcio?


—No sabía que existiera.


—Me pregunto si los tribunales se lo creerán.


Sintió que los ojos se le llenaban con lágrimas de frustración e ira.


—Por el amor de Dios, ¿es que no te llevaste suficiente?


—Nunca es suficiente, Paula, cuando tenemos en cuenta lo mucho que me decepcionaste. El viernes —repitió—. Al mediodía —colgó.


Temblaba. Aunque se sentó con cuidado en una silla, no podía parar. Era como si la hubieran devuelto cinco años al pasado, a aquella terrible impotencia.


No podía detenerlo. Había leído el acuerdo de custodia palabra por palabra antes de firmarlo, y él tenía derecho. Técnicamente podía haber exigido más tiempo de aviso, pero eso únicamente postergaría lo inevitable. Si Bruno había tomado una decisión, no conseguiría que la cambiara. Cuanto más se opusiera, cuanto más discutiera, más se complacería él en retorcer el cuchillo.


Y más lo pagaría con los niños.


Sus pequeños. Se tapó la cara con las manos. 


Solo sería por un tiempo corto… podría sobrevivir. Pero ¿cómo iban a sentirse ellos cuando los enviara con él, sin darles elección?


Debería hacer que pareciera una aventura. Con un tono de voz adecuado y las palabras precisas los convencería de que era algo que querían hacer. Se puso de pie con los labios apretados. Pero no todavía. Si hablaba con ellos en ese momento no sería capaz de convencerlos de nada salvo de su propia agitación.


—Este maldito sitio es como la Estación Central —el sonido familiar de un bastón a punto estuvo de hacer que Paula volviera a sentarse—. Gente yendo y viniendo, el teléfono sonando. Es como si nunca se hubiera casado alguien — Carolina, la tía abuela de Paula, con el magnífico pelo blanco recogido hacia atrás y diamantes brillando en sus orejas, se detuvo en el umbral—. Quiero comunicarte que esos pequeños monstruos tuyos han llenado la escalera de
tierra.


Lo siento.


Carolina solo bufó. Le gustaba quejarse de los niños porque se había encariñado mucho de ellos.


—Vándalos. El único día de la semana en que no se oyen martillos ni sierras y a cambio hay manadas de niños gritando por la casa. ¿Por qué demonios no están en el colegio?


—Porque estamos en julio, tía Carolina.


—No veo qué diferencia hay —acentuó el ceño al estudiar a Paula—. ¿Y a ti que te pasa, jovencita?


—Nada. Me encuentro un poco cansada.


—Cansada y un cuerno —reconocía la expresión de desesperación e impotencia. Ya la había visto antes en los ojos de su propia madre—. ¿Con quién hablabas por teléfono?


—Eso, tía Carolina —respondió con el mentón alzado—, no es asunto tuyo.


—Vaya, veo que te has vuelto a subir a tu caballo arrogante —lo cual le gustaba. Prefería que su sobrina nieta mordiera antes que aceptara un golpe.


Además, incordiaría a Coco hasta enterarse de lo que estaba pasando.


—Tengo una cita —indicó Paula con la serenidad que pudo acopiar—. ¿Te importaría decirle a la tía Coco que he salido?


—Así que ahora soy la chica de los recados. Se lo diré, se lo diré —musitó, agitando el bastón—. Ya es hora de que me prepare un té.


—Gracias. No tardaré.


—Sal y despéjate la cabeza —dijo Carolina cuando Paula pasó a su lado—. No hay nada que un Chaves no pueda manejar.


—Espero que tengas razón —suspiró y le dio un beso en la mejilla enjuta.


No se permitió pensar. Salió de la casa y subió a la camioneta, diciéndose que haría lo que fuera necesario… pero que primero necesitaba calmarse.


Necesitaba ser muy hábil en el manejo de sus emociones. Una mujer no podía sentarse en un tribunal con el futuro de sus hijos en juego y no aprender a controlarse.


Era posible sentir pánico, ira o tristeza y funcionar de forma normal. Cuando estuviera segura de que podía hacerlo, hablaría con sus hijos.


Debía mantener una cita. Sea lo que fuere lo que Pedro tuviera que enseñarle, podría distraerla lo suficiente como para ayudarla a mantener controladas sus emociones hasta que se normalizaran.