miércoles, 14 de agosto de 2019
EPÍLOGO (QUINTA HISTORIA)
—¡Mamá, ya hemos llegado!
Paula levantó la vista de su mesa. Kevin entró en el despacho.
—¡Qué guapo estás! —dijo Paula con sinceridad al ver a su hijo con traje y corbata.
—Has dicho que tenía que vestirme bien para la cena de cumpleaños de la tía Coco. Supongo que así está bien —dijo Kevin, arreglándose el cuello—. Papá me ha enseñado a hacer el nudo de la corbata.
—Y lo has hecho muy bien. ¿Qué tal el negocio hoy? ¿Ha habido muchos turistas?
—Muy bien. El mar estaba en calma y corría la brisa. Vimos la primera ballena nada más salir del puerto. Si no fuera al colegio, trabajaría con papá y Hernan todos los días y no solo los sábados.
—Si no fueras al colegio, nunca sabrías más de lo que sabes hoy. Tendrás que conformarte con los sábados, compañero —dijo Paula, revolviéndole el pelo.
Lo cierto era que a Kevin no le molestaba ir al colegio. Después de todo, iba con Alex.
—¿Todo el mundo ha venido? ¿Cuándo van a nacer los niños? —dijo.
Con las Calhoun en varios estados de embarazo, aquella era una pregunta difícil
de responder.
—Pues entre el mes que viene y Año Nuevo.
Kevin pasó la mano por el borde de la mesa.
—¿Quién crees que será la primera? ¿Catalina o Susana?
—¿Por qué? —le preguntó Paula, frunciendo el ceño—. Kevin, ¿no habrás apostado a ver quién da a luz primero?
—Pero, mamá…
—No se te ocurra apostar —dijo Paula, y sonrió—. Dame un minuto.
—Date prisa. La fiesta ya ha empezado.
—De acuerdo, solo tengo que… —dijo Paula. «Pero nada,» se dijo, y cerró la carpeta—. Se acabó el trabajo, vamos a la fiesta.
—¡Venga! —dijo Kevin, y, tomándola de la mano, la sacó de la habitación—. El Holandés ha hecho una tarta gigante, con casi cien velas.
—¿Cómo que cien velas? Ya serán menos —dijo Paula, sonriendo. Al llegar al ala de la familia, miró al techo—. Cariño, será mejor que suba.
—¿Buscas a alguien? —dijo Pedro bajando por las escaleras, con un bulto rosa en los brazos.
—Ya decía yo que ibas a despertarla.
—Estaba despierta. ¿Verdad, nena? —dijo Pedro y besó a su hija—. Estaba preguntando por mí.
—¿De verdad?
—Todavía no sabe hablar —le dijo Kevin a su padre—. Solo tiene seis semanas.
—Es muy lista para su edad. Tan lista como su madre.
—Lo bastante para reconocer a un tonto cuando lo ve.
Hacían una imagen enternecedora. El hombrón con el chico a su lado y el bebé en sus brazos, pensó Paula y sonrió.
—Ven aquí, Luna.
—También quiere ir a la fiesta —dijo Kevin, acariciando a su hermana.
—Claro que sí. Me lo ha dicho.
—Oh, papá.
Sonriendo, Pedro le dio a su hijo una palmadita en la cabeza.
—Tengo hambre. Podría comerme una ballena, compañero, ¿y tú?
—Más o menos —dijo Kevin, y se dirigió al salón—. Vamos, todo el mundo está esperando.
—Tengo que hacer esto primero —dijo Pedro inclinándose para besar a Paula.
—Buah —dijo Kevin, y se dirigió hacia donde estaba el ruido y la diversión de verdad.
—Pareces muy satisfecho de ti mismo —dijo Paula.
—¿Y cómo no iba a estarlo? Tengo una mujer muy guapa, un hijo magnífico y una hija increíble —dijo pasando un dedo por el collar de perlas de Paula—. ¿Qué más se puede pedir? ¿Y tú qué tal?
Paula volvió a besarlo.
—Yo tengo la luna y las estrellas.
CAPITULO 59 (QUINTA HISTORIA)
Más tarde, cuando la luna empezaba a asomarse al borde del mar, Paula salió a pasear con Pedro por los acantilados. La brisa parecía susurrar secretos silbando sobre la hierba y las flores.
Paula iba vestida de azul, con un vestido veraniego. Las perlas brillaban como pequeñas y perfectas lunas en su cuello.
—Vaya día que has tenido, Paula.
—Todavía me da vueltas la cabeza. Lo ha regalado todo, Pedro, pero todavía no comprendo por qué ha querido regalarme el collar.
—Es toda una mujer. Y solo alguien tan especial como ella se da cuenta de cuando ocurre algo mágico.
—¿Magia?
—Paula, eres tan apegada a la tierra —dijo Pedro, dándole una palmada en la mano—. No te has preguntado, ni por un momento, ¿por qué cada regalo encajaba tan perfectamente con cada uno? ¿Por qué hace ochenta años Felipe Calhoun se vio impulsado a guardar precisamente esos objetos? El broche para Susana, el reloj para Amelia, poesía de Yeats para Lila y un figura de jade para Catalina, aparte de la fotografía.
—Es una coincidencia —murmuró Paula, pero dudaba.
Pedro se echó a reír y la besó.
—El destino funciona a base de coincidencias —dijo.
—¿Y el collar?
—Un símbolo de familia. Te queda muy bien.
—Sé que tenía que haber encontrado el modo de no aceptarlo, pero cuando Susana me lo puso en la habitación, parecía que hubieran sido mías toda la vida.
—Y lo son. Pregúntate por qué las encontraste, por qué nadie las había encontrado hasta ahora. El libro de Felipe solo apareció cuando tú viniste a vivir aquí. El mensaje está escrito con números, ¿quién mejor que tú para resolverlo?
Paula sacudió la cabeza y dejó escapar un suspiro.
—No puedo explicarlo.
—Entonces, acéptalo.
—Una piedra mágica para Jazmin, soldados para los niños —dijo apoyando la cabeza en el hombro de Pedro—. Supongo que no puedo discutir tantas coincidencias —dijo, cerró los ojos y dejó que la brisa le acariciara las mejillas—. Es difícil creer que hace pocos días me moría de preocupación. Lo encontraste cerca de aquí, ¿verdad?
—Sí, siguiendo a la gaviota.
—¿La gaviota? —preguntó Paula, desconcertada—. Qué extraño. Kevin me contó que un pájaro blanco con los ojos verdes estuvo con él toda la noche. Tiene mucha imaginación.
—Había un pájaro —dijo Pedro—. Una gaviota completamente blanca con los ojos verdes. Los ojos de Bianca.
—Pero…
—Si te topas con un hecho mágico, acéptalo —dijo Pedro, poniéndole un brazo sobre los hombros. Los dos disfrutaban del sonido del mar rompiendo contra las rocas—. Tengo algo para ti, Paula.
Paula estaba muy a gusto, casi adormilada y protestó cuando Pedro le quitó el brazo de los hombros.
Pedro buscó en su chaqueta y sacó unos papeles.
—A lo mejor no puedes leerlo con tan poca luz.
—¿Qué es?
—Es un seguro de vida.
—¿Un seguro? Por el amor de Dios, ponlo en una caja fuerte o en el banco.
—Cállate —dijo Pedro, que empezaba a estar nervioso—. Tiene una póliza de hospitalización, mi hipoteca, un par de bonos. Querías seguridad y yo quiero darte seguridad.
—Lo has hecho por mí.
—Haría cualquier cosa por ti. Y si quieres que invierta en acciones del zoológico o luche contra un dragón, lo haré.
Paula lo miró. Tenía el océano y el cielo a su espalda, los pies separados igual que si estuviera en un barco y la mirada intensa, desafiando a la oscuridad. Y todavía le quedaban moretones en la cara.
—Venciste a tu dragón hace mucho tiempo, Pedro. Yo he tenido problemas para enfrentarme al mío —dijo Paula—. Esta tarde he estado hablando con tía Carolina. Me ha dicho muchas cosas, me ha dicho que yo, como ella, era demasiado lista para arriesgarme, para dejar que un hombre se convirtiera en algo demasiado importante. Que para mí era mejor estar sola que darle a alguien mi confianza, mi corazón. Me ha dado miedo. Me ha costado darme cuenta de lo que se proponía al decirme eso. Lo que quería era que me enfrentara conmigo misma.
—¿Y lo has hecho?
—No es fácil para mí. No me gusta todo lo que veo, Pedro. Llevo años convenciéndome de que era fuerte y segura de mí misma, y no dejando que alguien se uniera a mí, me protegía y protegía a mi hijo.
—Has hecho un gran trabajo.
—Demasiado bueno, en algunos aspectos. Me cerré al mundo porque era más seguro. Y entonces, llegaste tú —dijo Paula, acariciándole la mejilla—. Tenía tanto miedo de lo que sentía por ti… Pero ya no tengo miedo. Te quiero, Pedro. No importa si es el destino o una coincidencia, o pura suerte. Solo me alegro de haberte encontrado —añadió Paula y lo miró y lo besó. Alegre de sentir la libertad de estar en sus brazos, mecidos por la brisa del mar—. No necesito seguros de vida, Pedro —murmuró—. Aunque no quiero decir que tú no. Es importante que… deja de reírte.
—Estoy loco por ti —dijo Pedro riendo, elevándola en el aire, girando en círculos.
—¿Estás loco? —dijo Paula, aferrándose a él—. Nos vamos a caer.
—Esta noche, no. Esta noche nada puede pasarnos. ¿No te das cuenta? Ahora somos mágicos —dijo Pedro, dejándola en el suelo y abrazándola—. Te quiero, Pau, aunque no me pidas que me ponga de rodillas.
Paula se quedó quieta.
—Pedro, pienso que no…
—No pienses, escucha. He dado la vuelta al mundo más de una vez y he visto en diez años más que la mayoría de la gente en toda su vida. Pero he tenido que volver a casa para encontrarte. No digas nada —murmuró Pedro—. Vamos a sentarnos.
La condujo a una roca y se sentaron.
—Tengo algo más para ti. Lo del seguro solo era para allanar el camino. Mira — dijo Pedro, sacando una cajita del bolsillo—. Y dime que el destino no existe.
Con dedos temblorosos, Paula abrió la caja. Y con admiración, observó su contenido.
—Una perla —susurró.
—Iba a comprar un diamante, es lo normal, pero, cuando vi la perla, supe que era para ti. ¿Coincidencia?
—No lo sé. ¿Cuándo la has comprado?
—La semana pasada. Pensé en venir aquí contigo, con la luna y las estrellas — dijo Pedro observando el anillo. Una perla rodeada de pequeños diamantes—. La luna y las estrellas —repitió tomando las manos de Paula—. Eso es lo que quiero darte, Paula.
—Pedro —dijo Paula. Se decía que iba demasiado deprisa, pero no era verdad—. Es precioso.
—Cásate conmigo, Paula. Empieza una nueva vida conmigo, déjame ser el padre de Kevin y tengamos más niños. Deja que me haga viejo amándote.
Paula no podía recurrir a la lógica, o pensar en razones por las que retrasar la boda, así que respondió con el corazón.
—Sí, sí a todo —dijo riendo y echándole los brazos al cuello—. Oh, Pedro, sí, sí, sí.
Pedro la miró con amor.
—¿Seguro que no quieres sopesarlo?
—Seguro, seguro —dijo Paula, y le ofreció la mano izquierda—. Por favor, quiero la luna y las estrellas. Te quiero a ti.
Pedro le puso el anillo.
—Ya me tienes, cariño.
Cuando la estrechó entre sus brazos, Pedro tuvo la impresión de que el aire suspiraba con voz de mujer.
CAPITULO 58 (QUINTA HISTORIA)
—No sé dónde puede estar —decía Amelia, dando vueltas por el salón—. No está en su despacho ni en su habitación.
—Estaba revolviendo en un armario cuando la he visto —dijo Carolina—. Es una mujer adulta. Puede que se haya ido a dar un paseo.
—Sí, pero… —dijo Susana, y se interrumpió al ver a Kevin. No podían preocupar al niño, se dijo. Solo porque Paula nunca llegaba tarde no había razón para suponer que ocurría algo malo—. Puede que esté en el jardín. Voy a buscarla.
—Ya voy yo —dijo Pedro levantándose. No creía que Paula pudiera olvidar su cita para cenar y hubiera salido a pasear al jardín, pero buscar era mejor que preocuparse—. Si viene cuando esté fuera…
Pero entonces oyeron sus pisadas y miraron hacia la puerta.
Estaba despeinada, con los ojos muy abiertos.
Tenía la cara y la ropa llena de polvo y sonreía de oreja a oreja.
—Siento llegar tarde.
—Paula, ¿qué ha pasado? —le preguntó Samuel desconcertado—. Estás igual que si te hubieras revolcado por el suelo.
—Ya, bueno —dijo Paula, echándose el pelo hacia atrás—. Estaba tan concentrada que ni me he dado cuenta de lo tarde que era. Samuel, he tenido que usar algunas herramientas, están en la torre.
—¿En la…?
Pero Paula cruzó la habitación para acercarse a tía Carolina, arrodillándose a sus pies y poniéndole la caja en el regazo.
—He encontrado algo que le pertenece.
Carolina miró la caja frunciendo el ceño, pero el corazón le latía con fuerza.
—¿Por qué crees que me pertenece?
Paula tomó su mano y la apoyó sobre el metal envejecido.
—La escondió debajo del suelo de la torre cuando ella murió —dijo. Todos estaban pendientes de sus palabras—. Decía que lo tenía obsesionado.
Sacó la hoja donde tenía la transcripción y la dejó encima de la caja.
—No puedo leerlo —dijo Carolina.
—Yo lo leeré —pero cuando Paula iba a empezar a leer, Carolina la detuvo.
—Quiero que Coco la oiga.
Mientras esperaban, Paula se levantó y se acercó a Pedro.
—Era un código —le dijo y se dirigió a todos—. Los números de las últimas páginas del libro de Felipe. No sé cómo no me di cuenta antes… Pero hoy lo he averiguado.
—¿Es como un tesoro? —dijo Kevin.
—Sí —dijo Paula, abrazándolo.
—Mira, querida, ahora no tengo tiempo —decía Coco discutiendo con Amelia, que la llevaba al salón—. Estamos preparando la cena.
—Siéntate y calla —ordenó tía Carolina—. La chica tiene que leernos un cosa y trae algo de beber —le dijo a Catalina—, le hará falta —dijo, y miró a Paula—. Adelante.
Paula leyó la transcripción. Coco suspiraba y los demás escuchaban con atención. Cuando terminó de leer tenía la garganta seca por la emoción.
—Bueno —dijo Paula, con la mano de Pedro entre las suyas—, subí a la torre,
quité algunas tablas y la encontré.
Incluso los niños guardaban silencio. Carolina se dispuso a abrir la caja. Le temblaban los labios mientras abría el cerrojo y luego la tapa. Sacó un pequeño marco oval.
—Una foto —dijo—. De mi madre conmigo, Sergio y Elias. Es del año anterior a su muerte, en Nueva York —dijo, la acarició y se la ofreció a Coco.
—Oh, tía Carolina. Es la única foto de todos vosotros.
—La tenía en su tocador. Un libro de poemas —dijo Carolina sacando el delgado volumen—. Le encantaba la poesía. Es Yeats. Algunas veces me lo leía y me decía que le recordaba a Irlanda. Un broche —dijo sacando un broche esmaltado y decorado con violetas—. Sergio y yo se lo regalamos en Navidad. La niñera nos ayudó a comprarlo, claro. Lo llevaba muy a menudo.
También había un reloj de nácar y un perro de jade, poco más grande que el pulgar de Carolina. También había otros pequeños tesoros. Una piedra blanca, un par de soldados de plomo, el polvo de una flor. Y un collar de perlas.
—Es el regalo de boda de mis abuelos —dijo Carolina, acariciándolo—. Me dijo que me lo regalaría el día de mi boda. A él no le gustaba que lo luciera. Demasiado sencillo, le decía, pero mi madre me lo enseñaba muchas veces. Decía que las perlas regaladas por amor eran más valiosas que los diamantes exhibidos por orgullo. Me dijo que yo tenía que guardarlas bien y llevarlas a menudo, porque… —dijo con un nudo en la garganta—… porque las perlas necesitan cariño.
Cerró los ojos y se recostó sobre el respaldo.
—Yo creía que él las había vendido.
—Estás cansada, tía Carolina —dijo Susana, acercándose a su lado—. ¿Quieres que te acompañe a tu habitación? Puedo llevarte la comida en una bandeja.
—No soy una inválida —dijo Carolina—. Soy vieja, pero no estoy enferma. Bueno... —dijo apretando la mano de Susana y dándole el broche—, esto es para ti.
—Tía Carolina…
—Póntelo —dijo tía Carolina, tomando el libro de poesía—. Te pasas soñando la mitad del tiempo. Toma, sueña con esto.
—Gracias —dijo Lila, besando la mano de su tía.
—Para ti el reloj —le dijo Carolina a Amelia—. Y para ti —le dijo a Catalina—, la figura de jade.
Luego miró a Jazmin.
—¿Estás esperando tu turno?
Jazmin sonrió.
—No, señora.
—Para ti, esto —le dijo dándole la piedra blanca—. Yo era más joven que tú cuando se la di a mi madre, y pensaba que era mágica. Puede que lo sea.
—Es muy bonita —dijo Jazmin, encantada con su nuevo tesoro—. Voy a ponerla en mi estantería.
Carolina se aclaró la garganta.
—Esto para vosotros, chicos —les dijo a los niños dándoles los soldados de plomo—. Eran de mis hermanos.
—Gracias —dijo Alex.
—Gracias —repitió Kevin—. Es como un cofre de los tesoros. ¿No le vas a dar nada a tía Coco?
—Le voy a dar la foto.
—Tía Carolina, no tienes por qué.
—Tómala como regalo de bodas y no se hable más.
—Gracias, no sé qué decir.
—Limpia el marco —dijo Carolina, levantándose apoyada en el bastón, y se dirigió a Paula—. Pareces muy satisfecha.
Paula estaba tan contenta que no podía fingir.
—Sí.
—No me extraña. Eres muy lista, Paula, y tienes recursos. Me recuerdas a mí misma —dijo Carolina, y tomó el collar de perlas.
—Espera —dijo Paula, pensando que quería ponérselas—, deja que te ayude.
Carolina negó con la cabeza.
—Las perlas necesitan juventud. Son para ti.
Perpleja, Paula dejó caer las manos.
—No, no puedes dármelas. Bianca quería que fueran para ti.
—Quería que alguien las luciera.
—Pero alguien de la familia. Deben ser para Coco, o para…
—Son para quien yo diga —dijo Carolina.
—No es justo —dijo Paula mirando a su alrededor, buscando ayuda, pero encontrando solo sonrisas de satisfacción.
—A mí me parece muy bien —dijo Susana.
Amelia acarició el reloj.
—A mí también —dijo.
—Encantador —dijo Coco con lágrimas en los ojos—, encantador.
—Seguro que te quedan muy bien —dijo Catalina
—Es el destino —dijo Lila—. Y no se puede luchar contra el destino.
—Entonces, ¿estamos de acuerdo? —dijo Susana, miró a su alrededor y recibió el consentimiento de todos—. Pues ya está.
—¡Ja! —exclamó Carolina—. Como si necesitara aprobación para disponer de lo que es mío. Toma —dijo dándole el collar a Paula—, sube y límpiate, pareces un deshollinador. Quiero que las luzcas cuando bajes.
—Tía Carolina…
—Nada de quejas. Haz lo que te digo.
—Vamos —dijo Susana, llevándose a Paula—, te ayudo.
Satisfecha, Carolina volvió a sentarse.
—Bueno, ¿dónde está mi refresco?
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