martes, 16 de julio de 2019

CAPITULO 29 (CUARTA HISTORIA)




«Santo Dios, la mujer trabaja como un elefante. No, como dos elefantes» , corrigió Pedro mientras el sudor le caía por la espalda. Se veía con un pico o una pala en la mano tan a menudo, que daba la impresión de hallarse en una cuadrilla de trabajos forzados.


En los tres días que llevaba con ella, había abandonado la idea de tratar de que no hiciera ninguno de los trabajos pesados. Paula no le prestaba atención y hacía lo que se le antojaba. Cuando regresaba a casa a media tarde, con cada músculo vibrándole, se preguntaba cómo diablos era capaz ella de mantener ese ritmo.


Él no podía darle más de cuatro o cinco horas entre sus propias tareas. Pero sabía que Paula hacía de ocho a diez todos los días. No costaba ver que se enfrascaba en el trabajo para no pensar en el hecho de que los chicos se marcharían al día siguiente.


Bajó el pico y encontró roca. La vibración le recorrió los brazos. Al oír un torrente de maldiciones, Paula alzó la vista desde donde estaba.


—¿Por qué no descansas un poco? Yo puedo acabar eso.


—¿Has traído la dinamita?


Ella sonrió un instante.


—No, de verdad. Ve a sacar un refresco de la nevera. Ya casi estamos listos para plantar.


—Perfecto —odiaba reconocer que todo eso empezaba a poder con él. Tenía ampollas encima de ampollas y sentía los músculos como si hubiera pasado diez asaltos con el campeón… y perdido. Se secó la cara y el cuello y se dirigió a la nevera pequeña que habían dejado a la sombra de un hay a. Al sacar una tónica, oyó el pico golpear contra el suelo rocoso—. Eres una lunática, Paula. Este es el tipo de trabajo que le dan a los presidiarios. ¿Qué diablos crees que va a crecer en esa roca?


—Te sorprendería —se secó el sudor que le chorreaba a los ojos—. ¿Ves los lirios que hay en ese caballón? —gruñó al remover una piedra—. Los planté hace dos años.


Él observó la profusión de flores altas y coloridas con renuente admiración.


Tenía que reconocer que mejoraban el terreno rocoso y agreste, aunque no sabía si valía la pena.


—Los Snyder me dieron mi primer trabajo de verdad —alzó una roca y la arrojó a la carretilla. Estiró la espalda—. Fue un trabajo nacido de la simpatía, y a que eran amigos de la familia y vieron que la pobre Paula necesitaba una oportunidad. Los sorprendí al demostrarles que sabía lo que hacía, y desde entonces vuelvo a trabajar aquí de vez en cuando.


—Estupendo. ¿Quieres dejar esa maldita cosa durante un minuto?


—Casi he terminado.


—No terminarás hasta que te derrumbes. ¿Quién va a ver unas pocas flores aquí arriba?


—Los Snyder las verán, sus invitados las verán —movió la cabeza para despejarse del calor—. El fotógrafo de Jardines de Nueva Inglaterra las verá — se llevó una mano a la cabeza y la pasó por encima de los ojos—. En septiembre plantaremos algunos bulbos. Lirios enanos, flores silvestres. Algunos nardos y…
—trastabilló bajo una oleada ardiente de mareo.


Pedro se lanzó desde la sombra al sol cuando vio que el pico se le escurría de las manos. Al sostenerla, dio la impresión de que se derretía en sus brazos.


Maldecirla lo ayudó a desterrar el miedo mientras la llevaba a la sombra del árbol. Al depositarla sobre la hierba fresca el cuerpo de ella era como cera caliente.


—Se acabó —metió la mano en la nevera y luego le pasó agua helada por la cara—. Has terminado, ¿me oyes? Si te vuelvo a ver con un pico en la mano, te mato. 


—Estoy bien —dijo con voz débil, pero claramente irritada—. He recibido un poco más de sol —el agua en la cara le pareció celestial, aunque las manos de Pedro fueran un poco ásperas. Le quitó el bote de tónica y bebió con cuidado.


—Demasiado sol, demasiado trabajo —se quejaba él—. Y por lo que veo, poca comida o descanso. Eres un desastre, Paula, y ya me he cansado.


—Muchas gracias —le apartó las manos y se apoyó contra el árbol. Reconocía que necesitaba un minuto, pero no un discurso—. Lo sé, pero tengo cosas en la cabeza.


—No me importa lo que tengas en la cabeza —« Dios, está blanca como un papel» . Quiso abrazarla hasta que sus mejillas recuperaban el color, acariciarle el pelo hasta que estuviera otra vez fuerte y descansada. Pero manifestó la preocupación en forma de furia—. Te voy a llevar a casa y te vas a meter en la cama.


—Creo que olvidas quién trabaja para quién —más firme, dejó el refresco en el suelo.


—Cuando te desmayes, tomaré el mando.


—No me he desmayado —cortó crispada—. Me mareé. Y nadie tomará el mando sobre mí, ni ahora ni nunca. Deja de pasarme agua por la cara, vas a ahogarme.


—Eres terca y claramente estúpida.


—Perfecto. Si has terminado de gritarme, voy a tomarme el descanso para almorzar —sabía que tenía que comer. No le importaba ser terca, pero sí estúpida. «Lo que he sido» , reconoció al sacar un sándwich de la nevera, «al saltarme el desayuno» .


—Puede que aún no hay a terminado de gritarte.


Paula se encogió de hombros mientras le quitaba el plástico al sándwich.


—Entonces puedes gritar mientras como. O puedes dejar de perder tiempo y almorzar.


Pensó en arrastarla hasta la camioneta. La idea le gustó, pero los beneficios solo serían a corto plazo. Como no la atara y la encerrara en un cuarto, no podría impedir que se matara a trabajar.


«Pero al menos está comiendo» , reflexionó. Y sus mejillas habían recuperado el color. Quizá hubiera otro enfoque para salirse con la suya. Con gesto casual sacó un sándwich.


—He estado pensando en las esmeraldas.


—¿Oh? —el cambio de tema y de actitud la sorprendió.


—Leí la transcripción que hizo Max de la entrevista con la señora Tobías, la doncella. Y escuché la cinta.


—¿Qué piensas?


—Que tiene una buena memoria y que Bianca la impresionó. Desde su punto de vista, la conclusión es que Bianca era infeliz en su matrimonio, estaba entregada a sus hijos y enamorada de mi abuelo. Felipe y ella y a se hallaban en terreno pantanoso cuando se pelearon por el perro. Supondremos que esa fue la gota que colmó el vaso. Ella decidió dejarlo, pero no se marchó aquella noche. ¿Por qué?


—Aunque al fin hubiera tomado la decisión —respondió Paula despacio—, tendría que haber arreglado muchas cosas. Ella tendría que haber pensado en sus hijos —eso lo entendía muy bien—. Adónde podría llevarlos, cómo tener la certeza de poder mantenerlos. Aunque el matrimonio fuera un desastre, tendría que planificar con cuidado cómo decirles que los iba a alejar de su padre.


—De modo que cuando Felipe se marchó a Boston después de la pelea, ella se puso a planificarlo. Hemos de suponer que fue a ver a mi abuelo, porque él terminó quedándose con el perro.


—Lo amaba —murmuró Paula—. Sería la primera persona a la que habría recurrido. Y él la amaba, de manera que habría querido irse con ella y los niños.


—Si aceptamos eso, hemos de dar el siguiente paso en esa dirección. Ella regresó a Las Torres a hacer las maletas, a reunir a los niños. Pero en vez de reunirse con mi abuelo y cabalgar juntos hacia el crepúsculo, se tira por la ventana de la torre. ¿Por qué?


—Se hallaba conmocionada —con los ojos entornados, Paula clavó la vista en los rayos de sol—. Estaba a punto de dar un paso que pondría fin a su matrimonio y separaría a los niños de su padre. Rompería sus votos. Es tan difícil, tan aterrador. Es como morir. Quizá pensó que era un fracaso como mujer, y cuando su marido volvió a casa y tuvo que enfrentarse a él y a sí misma, no fue capaz.


—¿Fue así para ti? —le acarició el pelo.


—Hablamos de Bianca —puso rígidos los hombros—. Y no veo qué tiene que ver con las esmeraldas el motivo por el que se suicidó.


—Primero descubrimos por qué las escondió —apartó la mano del pelo de ella—, luego nos ocupamos del dónde.


Despacio, ella volvió a relajarse.


—Felipe se las regaló cuando nació su primer hijo varón. No su primera hija. Una chica no alcanzaba el rango que él quería —bebió otro sorbo de tónica para eliminar parte de su propia amargura—. Supongo que a ella eso le habrá dolido. Recibir una recompensa, como si fuera una yegua purasangre, por darle un heredero. Pero, eran suyas porque el niño era suyo —cerró los párpados—. Bruno me regaló diamantes cuando nació Alex. No me sentí culpable de venderlos para montar mi negocio. Porque eran míos. Quizá ella sintiera lo mismo. Las esmeraldas le habrían proporcionado una nueva vida, tanto para ella como para los niños.


—¿Por qué las escondió?


—Para cerciorarse de que él no las encontrara si le impedía irse. Así Bianca sabría que tenía algo suyo.


—¿Escondiste tú los diamantes, Paula?


—Los puse en la bolsa de los pañales de Jazmin. El último sitio en el que Bruno miraría —rio y arrancó unas briznas de hierba—. Suena tan melodramático.


Pero notó qué él no sonreía.


—A mí me parece muy inteligente. Bianca pasaba mucho tiempo en la torre,¿cierto?


—Ya hemos mirado allí.


—Volveremos a hacerlo, y desmontaremos su dormitorio.


—A Paula le encantará —volvió a cerrar los ojos. El sándwich y la sombra le empezaban a dar sueño—. Ahora es su dormitorio. Y también hemos mirado allí.


—Yo no.


—No —decidió que no le haría ningún daño estirarse mientras terminaban de analizar la situación. La hierba estaba fresca y blanda—. Si encontráramos su diario, sabríamos las respuestas. Amelia repasó todos los libros de la biblioteca, por si se hubiera mezclado igual que la carta robada.


—Echaremos otro vistazo —comenzó a acariciarle otra vez el pelo.


—A Amelia no se le habrá pasado nada por alto. Es muy organizada.


—Prefiero comprobar terreno viejo antes que depender de una sesión espiritista.


Ella emitió un sonido a medias entre una risa y un suspiro.


—La tía Coco te convencerá —comentó con fatiga—. Primero debemos plantar las rosas.


—De acuerdo —con delicadeza le masajeó los hombros.


Ella murmuró algo sobre las rocas y se quedó dormida.


Pedro la dejó allí a la sombra y regresó al sol.





CAPITULO 28 (CUARTA HISTORIA)




Llevaba el pelo suelto, con una gorra azul que le daba aspecto de tener dieciséis años. De pronto Pedro se sintió tonto e incómodo como un adolescente al solicitar su primera cita.


—¿Sigues necesitando ayuda a tiempo parcial?


—Sí —comenzó a cortar begonias—. Todos los chicos del instituto tienen trabajo para el verano.


—Yo puedo darte unas cuatro horas al día.


—¿Qué?


—Quizá cinco —continuó mientras ella lo miraba—. He de realizar un par de trabajos de reparación, pero puedo estipular mi propio horario.


—¿Quieres trabajar para mí?


—Siempre y cuando solo tenga que cargar y plantar cosas. No pienso vender flores.


—No puedes hablar en serio.


—Claro que sí. No las venderé.


—No, me refiero a eso de trabajar para mí. Ya has puesto tu propio negocio, y yo no puedo permitirme el lujo de pagar más que el salario mínimo.


—No quiero tu dinero.


—Ahora sí que no sé que pensar —se apartó el pelo de los ojos.


—Mira, pensé que podríamos hacer un intercambio. Yo te ayudaré con el trabajo más pesado, y tú puedes arreglar un poco mi jardín.


—¿Quieres que arregle tu jardín? —sonrió.


—No quiero que te vuelvas loca ni nada parecido —las mujeres siempre complicaban las cosas—. Un par de arbustos más, eso es todo. Y bien, ¿quieres que cerremos un trato o no?


La sonrisa de ella se transformó en una carcajada.


—Uno de los vecinos de los Anderson admiró nuestro trabajo en equipo. Empiezo mañana con ellos —extendió la mano—. Ven a las seis.


—¿De la mañana? —preguntó con una mueca.


—Exacto. Y ahora, ¿qué te parece si comes con nosotros?


—Perfecto —le estrechó la mano—. Invitas tú.




CAPITULO 27 (CUARTA HISTORIA)




Pedro se dijo que no jugaba a ser un buen samaritano. Después de tener unos datos más claros de la situación, hacía lo que consideraba mejor. Alguien tenía que vigilarla hasta que atraparan a Livingston. El mejor modo de no perderla de vista era mantenerse cerca de ella.


Entró en el aparcamiento y se situó al lado de la camioneta. Vio que Paula se hallaba en el exterior con unos clientes, así que se puso a dar una vuelta.


Ya había pasado por delante de Jardines de la Isla, pero nunca se había detenido. No había tenido motivo para ello. Había muchas plantas sobre mesas de madera o en macetas llamativas. Aunque no sabría distinguirlas, sí podía reconocer su atractivo. O quizá se debía al hecho de que el aire olía a Paula.


Llegó a la conclusión de que era evidente que ella sabía lo que hacía allí.


Reinaba un gran orden, potenciado por una informalidad que invitaba a los curiosos a echar un vistazo, al tiempo que los tentaba a comprar.


Miraba una bandeja de dragoncillos cuando oyó el crujido de hojas en el arbusto de atrás. Se puso tenso por acto reflejo, y los dedos buscaron el arma que ya no llevaba. Suspiró y se maldijo. Tenía que superar esa reacción. Ya no era policía y no era probable que alguien le saltara por la espalda para clavarle un cuchillo de dieciséis centímetros.


Giró un poco la cabeza y vio al joven en cuclillas detrás de un expositor de peonías. Alex sonrió y se puso de pie.


—¡Te tengo! —bailó alegre alrededor de las flores—. Era un pigmeo y te alcancé con un dardo envenenado.


—Soy afortunado de ser inmune al veneno de los pigmeos. Si hubiera sido veneno de los ubangi, estaría muerto. ¿Y tu hermana?


—En el invernadero. Mamá nos dio semillas y esas cosas, pero me aburría. Puedo venir aquí —se apresuró a explicar, sabiendo la rapidez con la que los adultos podían complicar una situación—. Siempre y cuando no me acerque a la calle o tire algo.


—¿Has matado a muchos clientes hoy ? —no quería estropearle la diversión.


—Todo va muy lento. Según mamá, porque es lunes. Por eso podemos venir a trabajar con ella y Carola tener el día libre.


—¿Te gusta venir aquí?


Pedro no supo cómo había pasado, pero el chico y él caminaban por entre las flores y tenía la mano de Alex en la suya.


—Claro, está bien. Plantamos cosas y las regamos. A veces llevamos las compras de los clientes hasta los coches y recibimos monedas de cuarto.


—Parece un buen trato.


—Y mamá cierra al mediodía. Paseamos hasta la pizzería y jugamos en las videoconsolas. Venimos todos los lunes. Excepto… —calló y pateó la grava.


—¿Excepto qué?


—Que la semana próxima estaremos de vacaciones y mamá no vendrá.


Pedro observó la cabeza inclinada del niño y se preguntó qué diablos hacer.


—Ah… supongo que está muy ocupada aquí.


—Podría trabajar Carola u otra persona y ella venir. Pero no lo hará.


—¿No crees que os acompañaría si pudiera?


—Supongo —volvió a dar una patada a la grava y cuando Pedro no lo reprendió, lo hizo una tercera vez—. Tenemos que ir a un sitio llamado Martha’s Vineyard, con mi padre y su nueva esposa. Mamá dice que será divertido, que iremos a la playa y tomaremos helados.


—Suena estupendo.


—Yo no quiero ir. No sé por qué tengo que ir. Yo quiero ir a Disney World con mamá.


Cuando al pequeño se le quebró la voz, Pedro suspiró y se puso en cuclillas.


—Cuesta hacer cosas que no se desea hacer. Supongo que tendrás que cuidar de Jazmin mientras estéis fuera.


—Supongo —Alex se encogió de hombros y aspiró el aire—. Ella tiene miedo de ir. Pero solo tiene cinco años.


—Contigo estará bien. Te diré lo que haremos; durante vuestra ausencia, yo cuidaré de vuestra madre.


—Vale —sintiéndose mejor, Alex se limpió la nariz con el dorso de la mano —. ¿Puedo ver dónde te dispararon en la pierna?


—Claro —Pedro señaló una cicatriz de unos diez centímetros en la pierna izquierda, justo encima de la rodilla.


—Vaya —como a Pedro no parecía importarle, pasó un dedo por encima—. Supongo que al haber sido policía, cuidarás bien de mamá.


—Desde luego que lo haré.


Paula no estuvo segura de lo que sintió al ver a Pedro. Pero supo que algo cálido se agitó en su interior cuando Pedro le acarició el pelo a Alex.


—Vaya, ¿y qué es esto?


Los dos varones intercambiaron una mirada rápida y privada antes de que Pedro se incorporara.


—Una charla de hombres —dijo, y apretó la mano de Alex.


—Sí —el pequeño sacó pecho—. Una charla de hombres.


—Comprendo. Bueno, odio interrumpirla, pero si quieres pizza, será mejor que vayas a lavarte las manos.


—¿Puede venir él? —preguntó Alex.


—Su nombre es señor Alfonso —indicó Paula.


—Su nombre es Pedro —Pedro le guiñó un ojo al pequeño y recibió una sonrisa a cambio.


—¿Puede?


—Ya veremos.


—Eso lo dice mucho —confió Alex, y luego salió corriendo en busca de su hermana.


—Supongo que es verdad —Paula suspiró y 
se volvió hacia Pedro—. ¿Qué puedo hacer por ti?