lunes, 29 de julio de 2019

CAPITULO 6 (QUINTA HISTORIA)




Pedro no compartía el desprecio de su amigo por las mujeres, al contrario, las mujeres le encantaban, todas las mujeres. Le gustaban sus miradas, su olor, su voz, y estaba muy satisfecho de sentarse en el comedor con seis de las mujeres más bellas que había conocido a lo largo de su vida.


Las Calhoun eran fuente de constante deleite para él. Susana, con sus tiernos ojos; Lila, con su perezosa sexualidad; Amelia, práctica y firme; Catalina, con su sonrisa maliciosa, por no mencionar la femenina elegancia de Coco.


Ellas constituían el pequeño pedazo de cielo al que Pedro tenía acceso en Las Torres.


En cuanto a la sexta… Bebió otro trago de whisky con agua y observó a Paula Chaves. Le daba la impresión de que debía ser una mujer llena de sorpresas. Sus ojos no eran inferiores a los de ninguna de las Calhoun. Su voz, con el lento deje de Oklahoma, era atractiva. Lo único que le faltaba era la sencilla calidez que emanaba de las otras.


Todavía no sabía si era el resultado de una frialdad innata o simple timidez. Fuera lo que fuese, tenía causas profundas. Era difícil permanecer frío o tímido en una habitación llena de gente risueña, bebés alegres y niños revoltosos.


Él, por su parte, en aquellos momentos tenía entre sus brazos a una de sus mujeres favoritas. Jazmin saltaba sobre su regazo y le bombardeaba con preguntas.


—¿Vas a casarte con tía Coco?


—Ella no quiere.


—Pues yo sí —dijo Jazmin. Era una aprendiz de rompecorazones con un diente roto—. Podemos casarnos en el jardín, como hicieron papá y mamá. Luego puedes venir a vivir con nosotros.


—Es la mejor oferta que me han hecho en mucho tiempo —dijo Pedro, acariciando la mejilla de la niña.


—Pero tienes que esperar a que sea mayor.


—Sabía decisión. A los hombres siempre hay que hacerlos esperar —intervino Lila, que estaba sentada en el sofá, apoyada en el brazo de su marido y sosteniendo a su bebé—. No te precipites, Jazmin. Lo mejor es ir poco a poco.


—Hazle caso —dijo Amelia—. Lila siempre ha ido poco a poco y le ha ido bien.


—Todavía no estoy preparado para ceder a mi chica —dijo Hernan tomando a Jazmin—. Y menos a un marinero de agua dulce.


—Perdona, Bradford, pero puedo pilotar mejor que tú con los ojos cerrados.


—No —intervino Alex, para defender el honor de la familia—. Papá es mejor marinero que nadie. Aunque le dispararan —dijo y abrazó la pierna de su padre—. Una vez le dieron un tiro. Una bala le hizo un agujero.


Hernan sonrió mirando a su amigo.


—Ya ves, a ver cuándo tienes tu club de fans —dijo.


—¿A ti te han disparado alguna vez? —le preguntó Alex a Pedro.


—No puedo decir que sí —dijo Pedro moviendo el vaso de whisky entre las manos—. Pero había un griego en Corfú que quería rebanarme la garganta.


Alex puso los ojos como platos. Kevin se incorporó en la alfombra.


—¿De verdad?


Alex buscó señales de alguna herida en el cuello de Pepe. Sabía que Pedro tenía un dragón tatuado en un hombro, pero una cicatriz era algo de mucha más categoría.


—¿Lo mataste con un puñal?


—No —dijo Pedro, y se fijó en la mirada de suspicacia y desaprobación de Paula—. Falló y me dio en el hombro, y El Holandés lo tumbó dándole un golpe con una botella.


Cada vez más impresionado, Kevin se acercó a Pedro.


—¿Tienes alguna cicatriz?


—Sí —dijo Pedro.


Amelia le impidió quitarse la camisa de un manotazo.


—¡Quieto! O todos los hombres de esta habitación van a empezar a quitarse la camisa para mostrar sus heridas de guerra. Samuel está muy orgulloso de la que se hizo con alambre de espino.


—Es preciosa —asintió Samuel—. Pero la de Pau es todavía mejor.


—Cállate, Samuel.


—Eh, un hombre tiene que presumir de su hermana —dijo Samuel riendo y le puso un brazo sobre los hombros—. Tenía doce años, y era muy revoltosa. Teníamos un semental con tan mal carácter como ella. Un día Pau quiso montarlo, pero no anduvo más de quinientos metros antes de que el caballo la desmontara.


—No me desmontó —dijo Paula—. Se soltaron las bridas.


—Eso dice ella —dijo Samuel, sonriendo—. El hecho es que el caballo la tiró en una alambrada de espino. Cayó de culo, creo que estuvo dos meses sin sentarse.


—Dos semanas —dijo Megan.


—Y menuda cicatriz se hizo —dijo Samuel, dándole unas palmaditas en la pierna.


—No me importaría verla —murmuró Pedro


Susana lo miró con asombro.


—Creo que voy a llevar a Christian a dormir antes de cenar.


—Buena idea —dijo Catalina, y tomó a Elias, que empezaba a removerse, de brazos de Teo—. ¿Alguien tiene hambre?


—Por ejemplo, yo —dijo Lila.


Paula observó cómo las madres se llevaban a sus hijos al piso de arriba y sintió cierta envidia, lo que la sorprendió. Tenía gracia, ni siquiera había pensado en tener hijos hasta llegar allí y verse rodeada de ellos.


—Siento llegar tarde —dijo Coco, entrando en aquellos momentos—. Hemos tenido algunos problemas en la cocina.


Pedro se dio cuenta de su mirada de frustración y contuvo una sonrisa.


—¿Tienes problemas con El Holandés, cariño?


—Bueno… —dijo Coco. No le gustaba quejarse—. Simplemente, tenemos un punto de vista distinto sobre algunas cosas. Oh, gracias, Teo —dijo aceptando el vaso que le ofrecía—. Pero, ¿dónde tengo la cabeza? He olvidado los canapés.


—Voy por ellos —dijo Max, levantándose del sofá y dirigiéndose a la cocina.


—Gracias, querido. Ahora… —dijo tomando la mano de Paula y apretándola afectuosamente—. No hemos tenido tiempo de hablar. ¿Qué te parece el hotel?


—Es maravilloso, tal como decía Samuel. Amelia me ha dicho que las diez suites están ocupadas.


—La temporada ha empezado bien —dijo Coco—. Hace apenas un año estaba desesperada, con miedo a que mis niñas perdieran su casa, aunque las cartas me decían que no había nada que temer. ¿Te he dicho alguna vez que vi a Teo en el tarot? Tengo que echártelas a ti, y ver qué te depara el futuro.


—Bueno…


—¿O quieres que te lea la mano?


Paula suspiró con alivio cuando Max llegó con una bandeja para distraer a Coco.


—¿No te interesa el futuro? —murmuró Pedro.


Paula levantó la vista, sorprendida al verlo a su lado, sin que ella se hubiera dado cuenta de que se había acercado a ella.


—Estoy más interesada en el presente. Hay que ir poco a poco.


Pedro tomó su mano, y le dio la vuelta, aunque se daba cuenta de que estaba tensa.


—Una vez conocí a una anciana, en las costas de Irlanda. Se llamaba Molly Duggin. Me dijo que tenía un don para estas cosas —dijo mirándola a los ojos antes de abrirle la mano para observar la palma. A Paula le dio un escalofrío—. Eres terca, autosuficiente, elegante.


Le acarició la palma con un dedo.


—No creo en esas cosas.


—No tienes por qué. También eres tímida —dijo Pedro—. Las pasiones están ahí, pero reprimidas —dijo y pasó el pulgar por el monte de Venus de la palma de la mano de Paula—, o canalizadas. Tú preferirías decir que están canalizadas, orientadas, que eres una mujer práctica. Preferirías tomar las decisiones con la cabeza, sin importar lo que te diga tu corazón —dijo, y la miró a los ojos—. ¿Acierto?


Sí, acertaba, se dijo Paula, y apartó la mano.


—Un juego interesante, señor Alfonso.


Pedro la miró con una sonrisa, metiendo las manos en los bolsillos.


—¿Verdad?



CAPITULO 5 (QUINTA HISTORIA)




Por lo que a Coco concernía, Niels Van Home era un hombre muy desagradable.


No aceptaba críticas constructivas, ni la más sutil de las sugerencias para mejorar.


Ella trataba de ser cortés, puesto que aquel hombre era miembro del personal de Las Torres y viejo amigo de Pedro.


Pero era igual que una china en el zapato.


En primer lugar, era demasiado corpulento. La cocina del hotel estaba primorosamente diseñada y bien organizada. Samuel y ella habían trabajado juntos en el diseño, de modo que el producto final cumpliera con sus deseos. 


Adoraba la gran cocina, los hornos, los estantes de acero inoxidable y el lavavajillas completamente silencioso. Le encantaba el olor de los platos cocinados, el zumbido de los ventiladores, el brillo del suelo de baldosas.


Y allí estaba Van Home, o El Holandés, como solían llamarlo, igual que un elefante en una cacharrería, con unos hombros tan anchos como un coche y los brazos llenos de tatuajes. Se negaba a vestir el delantal blanco y prefería llevar una camisa remangada y unos vaqueros mugrientos, sujetos a la cintura con una cuerda.


Llevaba el pelo largo, atado en una coleta. Su rostro era redondo y grandón, normalmente enfurruñado, por lo que sus ojos verdes estaban rodeados de arrugas. La nariz, que se había roto en varias disputas, de lo que parecía muy orgulloso, la tenía aplastada y torcida, y la piel oscura y tan curtida como una vieja silla de montar.


En cuanto a su lenguaje… Coco no se consideraba una mojigata, pero, después de todo, era una dama.


A pesar de todo, aquel hombre sabía cocinar.


Mientras El Holandés preparaba los hornos, ella supervisaba los menús. La especialidad de aquella noche era el estofado de pescado al estilo de Nueva Inglaterra y trucha rellena a la francesa. Todo parecía en orden.


—Señor Van Home —comenzó a decir, con firmeza—. Lo dejo a cargo de todo. No creo que tengamos ningún problema, pero si surge alguno, estoy en el comedor familiar.


El Holandés notó una más de las duras miradas de aquella mujer sobre sus espaldas. Estaba muy elegante, se dijo, igual que si fuera a la ópera. Se había puesto un vestido de seda rojo y un collar de perlas.


—He cocinado para trescientos hombres —dijo—. Puedo arreglármelas con unos cuantos turistas.


—Nuestros huéspedes —dijo Coco, apretando los dientes— tal vez sean más exigentes que una panda de marineros atrapados en un bote oxidado.


Uno de los camareros entró en la cocina en aquellos instantes, llevando unos platos. El holandés se fijó en uno de ellos, a medio terminar. Torció el gesto. En su barco, nadie dejaba los platos a medias.


—No tienen mucha hambre, ¿eh?


—Señor Van Home —dijo Coco, resoplando—. Tiene que quedarse en la cocina permanentemente. No voy a permitir que salga al restaurante y vuelva a reprender a algún huésped sobre sus hábitos de comida —dijo, y se dirigió a otro cocinero—. Ponga más aliño en esa ensalada, por favor —concluyó, y se marchó.


—A veces me dan ganas de largarme —masculló El Holandés, y pensó que, de no ser por Pedro, no aceptaría órdenes de una mujer.




CAPITULO 4 (QUINTA HISTORIA)




Muchas cosas habían cambiado en Las Torres, aunque las habitaciones de la familia, en las dos primeras plantas, y el ala Este permanecían igual. Teo St. James, junto con el hermano de Paula, Samuel, que era arquitecto, había concentrado su tiempo y sus esfuerzos en las diez suites del ala Oeste, el nuevo restaurante y la torre Oeste. Toda esa zona comprendía el hotel.


Después de una rápida visita, Paula se dio cuenta de que el esfuerzo de remodelación y construcción había merecido la pena.


El diseño de Samuel era acorde con la estructura original, semejante a una fortaleza, conservando las estancias de altos techos, escaleras circulares y chimeneas, que funcionaban perfectamente. Además, había conservado los ventanales que daban acceso a las terrazas y balcones.


El vestíbulo era suntuoso, lleno de antigüedades y diseñado con multitud de acogedores rincones que invitaban al recogimiento de los huéspedes cuando llovía o hacía viento. La vista de la bahía y las colinas o de los fabulosos jardines de Susana era espectacular.


Amelia, que, como directora, acompañó a Paula en la visita del hotel, le dijo que cada habitación era única, amueblada con las antigüedades y obras de arte que quedaron después de que la mayoría se vendieran para financiar la reforma.


Algunas suites tenían dos niveles conectados por una escalera art decó, otras tenían las paredes enteladas o forradas de madera. También había tapices o alfombras persas, y en todas las habitaciones flotaba la leyenda de las esmeraldas de los Calhoun y de la mujer que las había portado.


Las propias joyas, descubiertas después de una búsqueda difícil y peligrosa — algunos decían que con la ayuda de los espíritus de Bianca Calhoun y Christian Bradford, el artista que la amó—, estaban expuestas en una urna de cristal en el vestíbulo. Sobre la misma, había un retrato de Bianca, pintado por Bradford ochenta años atrás.


—Son preciosas —susurró Paula—. Asombrosas.


Las esmeraldas, engarzadas con diamantes, despedían un fulgor verde tan intenso que casi parecía que tuvieran vida.


—Algunas veces me paro y me quedo mirándolas —admitió Amelia—, y recuerdo lo que costó encontrarlas. Cómo trató Bianca de utilizarlas para huir con Christian. Supongo que tendría que ponerme triste, pero al tenerlas aquí, bajo su retrato, me parece que se ha cumplido una especie de justicia.


—Así es —dijo Paula, apreciando el brillo de las joyas, incluso a través del cristal de la urna—. Tenerlas aquí, ¿no es un poco arriesgado?


—Hernan se ocupa de la seguridad. Con un ex policía en la familia da la impresión de que se han cuidado todos los detalles. El cristal es a prueba de balas —dijo Amelia, dando unos golpecitos sobre la urna—. Y está conectado con una alarma — dijo, y consultó el reloj, comprobando que tenía unos quince minutos antes de volver a sus deberes de dirección—. Espero que te gusten las habitaciones donde os hemos puesto. Todavía no hemos acabado de reformar la zona familiar.


—Están muy bien —dijo Paula. Lo cierto era que le relajaba ver alguna grieta en el yeso, el lugar era así menos intimidatorio—. Para Kevin es un paraíso. Está fuera jugando con el cachorro, con Alex y Jazmin.


—Sí, la verdad es que es para estar orgulloso de Sadie, la perra de Hernan. ¡Ocho cachorros!


—Como ha dicho Alex, todo el mundo tiene hijos en esta casa. A propósito, tu hija Delia es preciosa.


—Sí, ¿verdad? —dijo Amelia con orgullo maternal—. No puedo creer que haya crecido tanto. Tendrías que haber estado aquí hace seis meses. Estábamos todas así — dijo haciendo un gesto para indicar la barriga hinchada del embarazo—. Los hombres no dejaban de pavonearse. Hicieron apuestas para ver quién daba a luz antes, si Lila o yo. Me ganó por dos días —dijo Amelia, que había apostado veinte dólares a que ella misma daba a luz antes—. Es la primera vez que la veo darse prisa para hacer algo.


—Bianca también está preciosa. Cuando entré en su habitación estaba llorando, reclamando atención. La niñera no sabía qué hacer.


—La señora Billows puede con todo.


—No estaba pensando en los niños, sino en Max —dijo Paula sonriendo al recordar al padre de Bianca, que llegó corriendo, abandonando su nueva novela en la máquina de escribir para atender a su hija, que no paraba de llorar.


—Es tan tierno.


—¿Quién es tierno? —dijo Samuel, entrando en la sala y dando un abrazo a su hermana.


—Tú, no, Chaves —murmuró Amelia, observando la cálida expresión de Samuel al apretar la mejilla contra la de Paula.


—¡Estás aquí! —exclamó Samuel, tomándola en brazos y levantándola en el aire —. Me alegro mucho, Pau.


—Yo también —dijo Paula, mirándolo con ternura—. ¿Qué tal, papaíto?


Samuel se echó a reír y la dejó en el suelo.


—¿Ya la has visto? —preguntó.


Paula fingió ignorancia.


—¿A quién?


—A mi hija, a Delia.


—Ah, a Delia —dijo Paula, encogiéndose de hombros, sonriendo, luego besó a Samuel en la boca—. No solo la he visto, la he tenido en brazos, la he olido y he decidido que voy a mimarla cuanto pueda. Es preciosa, Samuel. Igual que Amelia.


—Sí, igual —dijo Samuel, besando a su esposa—. Solo que ha heredado mi barbilla.


—Es la barbilla de los Calhoun —dijo Amelia.


—No, es la barbilla de los Chaves. Y hablando de los Chaves —prosiguió Samuel —, ¿dónde está Kevin?


—Fuera. Debería ir a buscarlo, todavía no hemos deshecho el equipaje.


—Vamos contigo —dijo Samuel.


—Ve tú, yo tengo que volver al trabajo —dijo Amelia, y como si alguien hubiera oído sus palabras, oyó que sonaba el teléfono de su despacho—. Se acabó el descanso. Nos vemos en la cena, Paula—dijo, y besó a Samuel—. Tú y yo nos vemos antes, Chaves.


—Hum… —dijo Samuel con un suspiro de satisfacción y observó alejarse a su mujer—. Me encanta cómo camina.


—La miras igual que hace un año, en la boda —dijo Paula y tomó su mano a medida que abandonaban el vestíbulo y se dirigían a la terraza—. Es bonito.


—Ella es… —dijo Samuel, y buscó la palabra apropiada— …lo es todo. Me gustaría que fueras tan feliz como yo, Paula.


—Soy feliz —dijo Paula y la brisa meció sus cabellos. Hasta ellos llegó el sonido de la risa de los niños—. Oír a los niños me hace feliz. Y estar aquí.


Descendieron a una terraza de un nivel más bajo y se dirigieron al Oeste.


—Tengo que admitir que estoy un poco nerviosa. Es un gran paso —dijo, y vio a su hijo jugar en lo alto de un fuerte, levantando los brazos en señal de victoria—. Pero es bueno para Kevin.


—¿Y para ti?


—Y para mí —dijo Paula, apoyándose en su hermano—. Voy a echar de menos a mamá y papá, pero dicen que con los dos aquí, tienen el doble de razones para visitarnos —dijo apartándose el flequillo de la cara.


Kevin luchaba, desde el interior del fuerte, por rechazar el ataque de Alex y Jazmin.


—Necesitaba conocer al resto de la familia, y yo… necesitaba un cambio —dijo Paula, y miró a su hermano—. He hablado con Amelia.


—Y te ha dicho que hasta dentro de una semana no puedes empezar a trabajar.


—Algo así.


—En la última reunión familiar decidimos que había que dejarte una semana para que te acomodes antes de que empieces.


—No me hace falta una semana. Solo…


—Lo sé, lo sé, pero las órdenes son que te tomes una semana libre.


—¿Y quién da las órdenes aquí?


—Todo el mundo —dijo Samuel, sonriendo—. Así es más interesante.


Paula miró hacia el mar con gesto pensativo. El cielo estaba claro como un cristal y la brisa era cálida. El verano estaba cerca. Desde allí, se veía el archipiélago de pequeñas islas con nitidez.


Un mundo distinto, pensó, a los prados y las llanuras de casa. Una vida distinta, quizá, para ella y para su hijo.


Una semana. Para relajarse, explorar, para ir de excursión con Kevin. Sí, era tentador. Pero poco responsable.


—Quiero asumir mi responsabilidad cuanto antes.


—Ya lo harás, créeme —dijo Samuel, y miró hacia el mar al oír la sirena de una embarcación—. Hernan y Pedro —dijo Samuel, señalando el barco de pasajeros que surcaba el agua frente a ellos—. El Mariner. Lleva a los turistas a ver ballenas.


En aquellos momentos, los tres niños estaban en el interior del fuerte. Cuando la sirena sonó por segunda vez, profirieron una exclamación de alegría.


—En la cena conocerás a Pedro —dijo Samuel.


—Ya lo conozco.


—¿Mientras comía con Coco?


—Sí.


—Le encanta comer, es un tragón —dijo Samuel con una sonrisa—. ¿Qué te parece? ¿Te gusta?


—No mucho —masculló Paula—. Me parece un poco rudo.


—Ya te acostumbrarás a él. Es uno más de la familia.


Paula murmuró algo. Tal vez fuera cierto, pero no formaba parte de la suya.