lunes, 3 de junio de 2019

CAPITULO 6 (SEGUNDA HISTORIA)




—Qué grosería por nuestra parte, Pedro —exclamó Coco—. Tenerte aquí esperando, en la puerta… Pasa, por favor, y siéntate. ¿Qué te apetece tomar? ¿Té, café?


—Una cerveza en una botella de cuello largo —musitó Paula, irónica.


Pedro se volvió hacia ella, sonriente.


—Eso mismo. Has acertado.


—¿Cerveza? —Coco lo hizo pasar al salón—. En la cocina tengo una cerveza muy buena que uso para algunos platos de marisco. Paula, ¿querrás por favor entretener a Pedro mientras se la traigo?


—Claro. ¿Por qué no? —de mala gana, Paula le indicó una silla, tomando asiento frente a la chimenea—. Supongo que debería disculparme.


Pedro se agachó para acariciar a Fred, que los había seguido.


—¿Por qué?


—No habría sido tan brusca de haber sabido a lo que habías venido.


—Ah, ¿tú crees? —mientras el cachorrillo se instalaba en la alfombra entre ellos, Pedro se recostó en su silla y observó tranquilamente a su poco hospitalaria anfitriona.


Después de unos diez segundos de tenso silencio, Paula procuró dominar su impaciencia.


—Fue un equívoco bastante natural.


—Si tú lo dices. Me acusaste de venir a desenterrar unas esmeraldas. ¿A qué te referías?


—A las esmeraldas de las Chaves —al ver que se limitaba a arquear una ceja, sacudió la cabeza—. El collar de esmeraldas de mi bisabuela. Ha salido en todos los periódicos.


—No he tenido oportunidad de leer la prensa durante algún tiempo. Estaba en Budapest —se llevó una mano al bolsillo y sacó un largo y fino cigarro—. ¿Te importa que fume?


—Adelante —se levantó para conseguirle un cenicero—. Me sorprende que Teo no te lo dijera.


Pedro encendió un fósforo y se tomó su tiempo en prender el cigarro. Luego dio una profunda y placentera calada y soltó lentamente una bocanada de humo.


—Teo me envió un mensaje hablándome de la casa y de los planes de reforma, y pidiéndome que me encargara de ellos.


—¿Aceptaste un trabajo como este sin siquiera ver primero la propiedad?


—Sí, me pareció lo más adecuado —pensó que tenía unos ojos preciosos. Cargados de sospecha, pero preciosos—. Además, Teo no me lo habría pedido si no hubiera estado seguro de que el proyecto iba a gustarme.


—Parece que conoces bien a Teo.


—Estudiamos juntos en Harvard.


—¿Harvard? —inquirió sorprendida—. ¿Estuviste en Harvard?


Cualquier otro hombre se habría sentido insultado. Pedro, en cambio, se mostró divertido.


—Para tu asombro… sí —murmuró, viendo cómo se ruborizaba.


—Lo siento, no quería… lo que pasa es que no me parecías…


—¿El tipo clásico de universidad de élite? —le sugirió antes de dar otra calada a su cigarro—. A veces las apariencias engañan. Esta casa, por ejemplo.


—¿La casa?


—Viéndola por fuera resulta difícil saber si es una fortaleza, un castillo o el delirio de un arquitecto. Pero cuando se la contempla detenidamente, resulta que es todo eso a la vez. Una obra intemporal, sobria y poderosa, y al mismo tiempo llena de encanto y fantasía —le sonrió—. Hay gente que piensa que una casa refleja la personalidad de la gente que vive dentro.


Se levantó cuando Coco volvió empujando un carrito con una bandeja.


—Oh, siéntate, por favor. Es un placer tener un hombre en la casa, ¿verdad, Pau ?


—Por supuesto. Tengo el corazón que se me sale del pecho.


—Espero que te guste la cerveza.


—Seguro que sí.


—Prueba estos canapés. Pau, he traído vino para nosotras —deleitada con aquella oportunidad para socializar, sonrió a Pedro por encima del borde de su copa—. ¿Te ha hablado ya Paula de la casa?


—Estábamos empezando a abordar el tema —Pedro bebió un largo trago de cerveza—. En el mensaje que me envió, Teo me decía que había pertenecido a su familia desde principios de siglo.


—Oh, sí. Con los hijos de Susana, mi sobrina mayor, y a somos cinco las generaciones que han vivido en Las Torres. Felipe —señaló el retrato del hombre de gesto adusto que estaba colgado arriba de la chimenea—, mi abuelo, edificó Las Torres en 1904, como una residencia de verano. Su esposa Bianca y él tuvieron tres hijos antes de que ella se suicidara arrojándose desde la ventana de la torre —como siempre, la idea de la muerte por amor le arrancaba un nostálgico suspiro—. No creo que el abuelo se quedara muy contento después de aquello. Hacia el final de su vida enloqueció, y lo ingresamos en un psiquiátrico muy bueno.


—Tía Coco, estoy segura de que Pedro no está interesado en la historia de la familia.


—Oh, interesado no —exclamó, acercando su cigarro al cenicero—.Fascinado más bien, señora McPike.


—Por favor, llámame Coco. Todo el mundo lo hace —se atusó el pelo—. La casa pasó a manos de mi padre, Elias. Era su segundo vástago, pero el primer varón. El abuelo estaba obsesionado con perpetuar la estirpe de los Chaves. La hermana mayor de Elias, Carolina, se enfadó mucho. Hasta la fecha rara vez nos ha vuelto a dirigir la palabra.


—Algo por lo cual le estaremos eternamente agradecidos —señaló Paula.


—Bueno, sí. Es un poquito… avasalladora. Luego está el tío Sergio, hermano menor de mi padre. Tuvo un montón de problemas con una mujer, se metió a marinero y emigró a las Indias Occidentales antes de que yo naciera. Después
de su matrimonio, mi hermano y su esposa decidieron vivir cerca de un año aquí. Adoraban esta casa. Julio concibió unos planes maravillosos para arreglarla, pero trágicamente Delia y él murieron antes de que pudieran empezarlos. Luego y o me vine aquí para cuidar de Paula y de sus tres hermanas. Toma otro canapé, por favor.


—Gracias. ¿Puedo preguntar por qué decidieron convertir parte de la casa en un hotel?


—Fue idea de Teo. Le estamos tan agradecidos, ¿verdad, Paula?


—Sí, tía.


—Pero, para ser del todo sinceras —tomó delicadamente un sorbo de vino—, estamos pasando ciertos apuros económicos. ¿Crees en el destino, Pedro?


—Soy de origen irlandés y cherokee. No tengo más remedio.


—Bueno, entonces lo comprenderás perfectamente. Estaba escrito que el padre de Teo descubriera Las Torres cuando estaba navegando en su yate por la Bahía del Francés, y que de inmediato se enamorara de la mansión. Cuando la cadena St. James se ofreció a comprar la casa y a convertirla en un hotel de temporada, no supimos qué hacer. Después de todo era nuestro hogar, el único que habían conocido mis niñas, pero su mantenimiento era muy caro.


—Entiendo.


—En cualquier caso, no hay mal que por bien no venga. Todo fue tan romántico y excitante… Estábamos a punto de vender, cuando Teo se enamoró de Catalina. Por supuesto, él sabía lo mucho que esta casa significaba para ella, y
concibió el fantástico plan de convertir solamente el ala oeste en una serie de suites de hotel. De esa manera podremos mantener la casa y superar las dificultades financieras para mantenerla.


—Y, finalmente, todos contentos —asintió Pedro.


—Exactamente —Coco se inclinó hacia él, con un gesto de complicidad—. Imagino que, dados tus antecedentes, también creerás en los espíritus.


—Tía Coco…


—Pau, por favor. Tú siempre tan escéptica. Es increíble —le dijo a Pedro —. Toda esa sangre celta que corre por sus venas y no tiene ni un gramo de espiritualismo en el cuerpo.


Paula la señaló con su copa.


—Eso te lo dejo a ti y a Lila.


—Lila es mi otra sobrina —le informó Coco a Pedro—. Es muy fantasiosa. Pero ahora estamos hablando de lo sobrenatural. ¿Tienes alguna opinión formada al respecto?


Pedro dejó su vaso a un lado.


—No creo que se pueda tener una casa como esta sin convivir con un par de fantasmas.


—Ajá —Coco juntó las manos, entusiasmada—. Tan pronto como te vi supe que seríamos almas gemelas. Bianca todavía sigue aquí. En nuestra última sesión de espiritismo la sentí con tanta intensidad… —ignoró el gruñido de disgusto de Paula—. Catalina también participó, y eso que es tan escéptica como Paula. Bianca quiere que encontremos el collar.


—¿Las esmeraldas de los Chaves? —inquirió Pedro.


—Sí. Hemos estado buscando alguna pista, pero es difícil, después de ochenta años. Y la publicidad ha sido una molestia.


—Por utilizar un eufemismo —apuntó Paula, frunciendo el ceño.


—Tal vez aparezca durante las obras de reforma —sugirió Pedro.


—Ojalá —Coco se llevó un dedo a los labios, pensativa—. Creo que se impone organizar otra sesión de espiritismo. Estoy seguro de que tienes una sensibilidad especial.


Paula se atragantó con el vino.


—Tía Coco, Pedro ha venido aquí a trabajar, no a jugar con fantasmas.


—Oh, siempre me ha gustado mezclar los negocios con el placer —levantó su vaso hacia Paula, a modo de brindis—. De hecho, es una costumbre que tengo.


Un nuevo pensamiento asaltó la mente de Coco.


—Tú no eres de la isla, Pedro.


—No. Soy de Oklahoma.


—¿De verdad? Eso está muy lejos de aquí —miró a su sobrina, satisfecha—. Como arquitecto encargado de realizar las reformas, vas a ser muy importante para todas nosotras…


—Me gustaría pensar eso —repuso, desconcertado por la manera en que estaba mirando a su sobrina.


—Los posos del té —musitó entre dientes Coco, y se levantó—. Bueno, tengo que seguir preparando la cena. Espero que nos harás los honores de acompañarnos.


Pedro había planeado echar un rápido vistazo a la casa y después volver al hotel para dormir diez horas seguidas. Pero la expresión de disgusto que vio en los ojos de Paula le hizo cambiar de idea. Una tarde con ella podría ser la mejor manera de reponerse del cansancio del viaje.


—Sería un placer.


—Maravilloso. Paula, ¿por qué no le enseñas a Pedro el ala oeste mientras yo termino de preparar la cena?




CAPITULO 5 (SEGUNDA HISTORIA)




«Es muy bonita» , se dijo Pedro mientras esperaba a que terminara con su perorata. Era alta y delgada. Pero no demasiado delgada: con voluptuosas curvas en los lugares adecuados. 


Daba la impresión de tener una energía inagotable. Le gustaba su barbilla saliente, indicio de tenacidad. Su melena de color castaño se agitaba a cada movimiento que hacía con la cabeza, con verdadera furia.


Tenía unos enormes ojos azules. Y aquella boca fresca, de aspecto tan sabroso…


—¿Ya ha terminado? —le preguntó cuando Paula se había interrumpido para tomar aliento.


—No, y si no se marcha ahora mismo, le echaré al perro.


Dándose por aludido, Fred saltó de sus brazos y emitió un gruñido.


—Parece muy fiero —comentó Pedro, y se agachó para acercarle suavemente el dorso de una mano. Fred se la olfateó, y al instante empezó a mover alegremente el rabo mientras se dejaba rascar las orejas—. Vaya, qué ferocidad…


—Muy bien —dijo Paula, con las manos en las caderas—. Pues entonces iré por la escopeta.


Pero antes de que pudiera buscar aquel arma imaginaria, Coco bajó las escaleras.


—¿Quién es, Paula?


—Un cadáver.


—¿Cómo? —se acercó a la puerta. En el preciso instante en que vio a Pedrosufrió un ataque de coquetería y se quitó como un rayo el delantal—. Hola — esbozó una radiante sonrisa mientras le tendía la mano—. Soy Cordelia McPike.


—Es un verdadero placer, señora —Pedro se llevó su mano a los labios—. Precisamente le estaba diciendo a su hermana que…


—Oh, no —Coco soltó una carcajada de puro deleite—. Paula no es mi hermana. Es mi sobrina. La tercera hija de mi hermano mayor… que era bastante mayor que yo.


—Perdón.


—Tía Coco, este tipo me tiró al suelo en la puerta de la boutique, y luego me siguió hasta casa. Solo quiere meterse aquí por lo del collar.


—Pau, por favor, esos modales…


—Tiene parte de razón, señora McPike —pronunció Pedro—. Su sobrina y yo tuvimos un… encontronazo en la calle. Supongo que no pude evitar apartarme a tiempo de su camino. Y también estoy interesado en ver la casa, eso no puedo negarlo.


—Entiendo —dividida entre la esperanza y las dudas, Coco suspiró—. Lo lamento terriblemente, pero me temo que no me va a ser posible enseñarle la entrada. Estamos muy ocupadas con la boda y…


Pedro se volvió para mirar a Paula.


—¿Se va a casar?


—Yo no, mi hermana —respondió, tensa—. Pero eso no es asunto suyo. Y ahora, si nos disculpa…


—Oh, no es mi intención molestarlas, así que seguiré mi camino. Si son ustedes tan amables de decirle a Teo que Alfonso se ha pasado por aquí, les estaría muy agradecido.


—¿Alfonso? —repitió Coco, juntando las manos—. Dios mío, ¿es usted el señor Alfonso ? Por favor, entre. Oh, perdóneme…


—Tía Coco…


—Es el señor Alfonso, Paula.


—Ya me doy cuenta. ¿Pero por qué diablos acabas de dejarlo entrar?


—El señor Alfonso —continuó Coco—. El mismo del que nos habló Teo esta mañana, avisándonos de que venía. ¿No te acuerdas…? Claro que no te acuerdas, como que no te lo dije —se llevó las manos a las mejillas—. Ay, estoy tan avergonzada de haberlo tenido tanto tiempo esperando en la puerta…


—Oh, no se preocupe —le dijo Pedro a Coco—. Es un error comprensible.


—Tía Coco —Paula no se apartó de la puerta, todavía dispuesta a echar a trompicones a aquel intruso—. ¿Quién es Alfonso y por qué Teo te dijo que esperaba que viniera?


—El señor Alfonso es el arquitecto —explicó Coco, radiante.


Entornando los párpados, Paula lo miró de los pies a la cabeza: desde las puntas de sus polvorientas botas hasta su pelo despeinado.


—¿Es arquitecto?


—Es nuestro arquitecto. El señor Alfonso se va a hacer cargo de las reformas de todo el edificio: tanto del nuevo hospedaje como de nuestras viviendas. Trabajaremos mano a mano con él.


—Llámeme Pedro, por favor.


—Trabajaremos con Pedro… —Coco batió graciosamente las pestañas— … durante algún tiempo.


—Fantástico —repuso Paula, cerrando de un portazo.


Con los pulgares enganchados en las trabillas de sus vaqueros, Pedro le lanzó una lenta sonrisa.


—Eso es exactamente lo que pienso yo.




CAPITULO 4 (SEGUNDA HISTORIA)




Ciertamente aquella antigua historia había gozado de una gran repercusión, reflexionó Paula mientras su tía se deshacía en elogios ante las prendas de lencería que le había comprado a su hermana. A principios de la segunda década del siglo XX, cuando la mansión de Bar Harbor se encontraba en su apogeo, Felipe Chaves había construido Las Torres a modo de opulenta residencia veraniega. 


Allí, en los acantilados de la bahía del Francés, era donde había veraneado con su esposa Bianca y sus tres hijos, y organizado incontables fiestas para los miembros de la alta sociedad a la que pertenecían.


Y allí también había conocido Bianca a un joven artista. Se enamoraron. Al parecer, Bianca se había sentido desgarrada entre sus sentimientos y sus deberes conyugales. Su matrimonio, arreglado por sus padres, había sido un fracaso.


Finalmente, siguiendo los dictados de su corazón y decidida a abandonar a su marido, Bianca había preparado un valioso equipaje que incluía las esmeraldas que Felipe le había regalado con ocasión del nacimiento de su primer y de su segundo hijo. El escondrijo del famoso collar era un misterio y a que, según le leyenda, la propia Bianca se había arrojado al vacío desde lo alto de la torre, presa de la culpa y la desesperación.


Ahora, ochenta años después, el interés por aquel collar se había reavivado.


Mientras los últimos miembros de la dinastía Chaves buscaban alguna pista entre montañas de papeles antiguos, los periodistas y los cazadores de fortuna se habían convertido en una molestia cotidiana. Y Paula se lo había tomado muy mal.


La leyenda, y los protagonistas de la leyenda, pertenecían a su familia. Cuanto antes fuera localizado aquel collar, mejor para todos. Una vez que se resolviera el misterio, el interés no tardaría en evaporarse también.


—¿Cuándo regresa Teo? —le preguntó a su tía.


—Pronto —suspirando, Coco se alisó la camisa roja de seda—. Tan pronto como hay a terminado de arreglar sus cosas en Boston, se pondrá en camino. No soporta estar lejos de Catalina. Apenas habrá tiempo de empezar con las reformas del ala oeste antes de que se vayan de luna de miel —se le llenaron nuevamente los ojos de lágrimas.


—No empieces otra vez, tía Coco. Piensa en el fabuloso trabajo de catering que vas a desempeñar en el banquete de bodas. Te vendrá muy bien. Esta vez, el año que viene sí que podrás empezar tu nueva carrera como cocinera en El Refugio de Las Torres, el hotel más acogedor e íntimo de la cadena St. James.


—¿Te imaginas? —Coco se llevó una mano al pecho, emocionada.


De repente llamaron a la puerta. Fred, sobresaltado, comenzó a aullar.


—Quédate aquí y sigue imaginándotelo, tía Coco. Ya abro yo.


Bajó apresurada las escaleras, seguida de Fred. 


Cuando el perrillo volvió a tropezar, Paula lo alzó en brazos, riendo, y abrió la puerta.


—¡Usted!


El tono de su voz asustó al pobre Fred. Pero no al hombre que había aparecido en el umbral, sonriente.


—El mundo es un pañuelo.


—Me ha seguido.


—Oh, no. Aunque no me habría disgustado hacerlo. Me llamo Alfonso. Pedro Alfonso.


—No me importa cómo se llame usted, porque y a puede dar media vuelta y seguir su camino —se dispuso a cerrarle la puerta en las narices, pero él se lo impidió extendiendo una mano.


—No creo que sea una buena idea. He venido desde muy lejos para ver esta casa.


— ¿Ah, sí? —Paula entrecerró los párpados—. Bueno, pues déjeme decirle algo: esta casa es privada. No me importa lo que haya leído en los periódicos o las desesperadas ganas que tenga de buscar las esmeraldas. Esta no es la isla del tesoro, y estoy harta de conocer a personas como usted, que se creen con derecho a llamar a esta puerta y ponerse a picar de noche en el jardín de esta casa.