miércoles, 17 de julio de 2019
CAPITULO 34 (CUARTA HISTORIA)
Paula no había dormido nada. Toda la noche había permanecido despierta tratando de no pensar en las dos maletas pequeñas que había preparado. Cuando al fin consiguió no pensar en eso, lo había hecho en Pedro. Los pensamientos sobre él la habían agitado aún más.
Se había levantado al amanecer para añadir unas pocas cosas y cerciorarse de que había incluido algunos de los juguetes favoritos de sus hijos con el fin de que no añoraran demasiado.
Durante el desayuno se había mostrado alegre, y agradecido a la presencia de su familia para darle apoyo y ánimos. Los dos pequeños habían estado enfurruñados y mohínos, pero al mediodía y a había conseguido sacarlos de ese estado de ánimo.
A la una, tenía los nervios a flor de piel y los niños volvían a estar caprichosos.
A las dos temió que Bruno hubiera olvidado todo, y se vio sumida entre la furia y la esperanza.
A las tres había llegado el coche, un Lincoln negro y brillante. Quince horribles minutos más tarde, sus hijos se habían ido.
No podía quedarse en casa. Coco se había mostrado muy amable y comprensiva y Paula había temido que las dos se disolvieran en un charco de lágrimas. Tanto por el bien de su tía como por el suyo propio, decidió ir a trabajar.
Juró que se mantendría ocupada. Tanto que cuando los niños regresaran, apenas habría notado su ausencia.
Pasó por la tienda, pero la simpatía y la curiosidad de Carola estuvieron a punto de volverla loca.
—No pretendo incordiarte —se disculpó Carola cuando las respuestas de Paula fueron secas—. Solo me preocupo por ti.
—Estoy bien —elegía plantas casi con un cuidado obsesivo—. Y lamento estar crispada contigo, pero hoy no es uno de mis mejores días.
—Y yo soy demasiado curiosa —siempre de buen humor, Carolas se encogió de hombros—. Me gustan las de tono salmón —comentó mientras Paula elegía entre un grupo de flores de Nueva Guinea—. Escucha, si quieres desahogarte un poco, llámame. Podemos tener una salida de chicas.
—Te lo agradezco.
—Cuando quieras —insistió Carola—. Es un conjunto precioso de plantas —añadió cuando Paula se puso a cargar la selección en la camioneta—. ¿Tienes otro trabajo?
—Es para pagar una deuda —se subió al vehículo, saludó con la mano y se fue.
De camino a la casa de Pedro, ocupó la mente distribuyendo una y otra vez el cuadro de flores.
Ya había elegido el punto, próximo al porche delantero, para que él pudiera disfrutarlo siempre que entrara o saliera de la cabaña. Le gustara o no.El trabajo le ocuparía el resto del día, luego se relajaría dando un paseo por los riscos. El día siguiente estaría en la tienda, luego dedicaría las últimas horas de la tarde a los jardines de Las Torres.
Uno a uno, los días irían pasando.
Después de aparcar no se molestó en anunciarse, sino que se puso a trabajar de inmediato. El resultado no fue el que había esperado. Mientras cavaba y trabajaba la tierra, no obtuvo ninguna relajación. Su mente no se vació de preocupaciones ni se llenó con el placer de plantar. En su lugar, un dolor de cabeza comenzó a pincharla detrás de los ojos. Lo soslayó, llevó un compuesto de tierra en la carretilla y lo vertió sobre el cuadro de plantas.
Mientras lo alisaba con el rastrillo salió Pedro.
Llevaba casi diez minutos observándola detrás de la ventana, odiando el hecho de que los hombros fuertes estuvieran encorvados y los ojos apagados por la tristeza.
—Pensé que ibas a tomarte el día libre.
—Cambié de idea —sin levantar la vista, llevó la carretilla de vuelta a la camioneta y la cargó con plantas.
—¿Qué diablos es eso?
—Tu paga. Este es nuestro trato.
Ceñudo, bajó un par de escalones.
—Dije que tal vez podrías plantar un par de arbustos.
—Estoy plantando flores —apisonó la tierra—. Cualquiera con un mínimo de imaginación puede ver que este sitio pide flores a gritos.
«De modo que quiere pelear» , notó, apoyándose en los talones. «Bueno, puedo complacerla» .
—Habría sido mejor que me consultaras antes de convertir el patio en una zanja. —¿Por qué? Habrías puesto una expresión desdeñosa y hecho algún comentario machista.
—Es mi jardín, encanto —bajó otro peldaño.
—Y y o estoy plantando flores en él. Encanto —alzó la cabeza.
«Si, está lo bastante furiosa, como para soltar clavos por la boca» , pensó Pedro. « Y también se siente desdichada» .
—Si no quieres molestarte en regarlas o cuidarlas —continuó Paula—, yo lo haré. ¿Por qué no vuelves dentro y dejas que y o me ocupe de todo?
Sin aguardar una respuesta, regresó al trabajo.
Pedro se sentó mientras ella añadía lavándulas y consueldas, dalias y violas. Fumó con despreocupación, notando que las manos de ella mostraban la seguridad y gracilidad de siempre.
—Plantar flores no parece ayudarte a mejorar tu estado de ánimo.
—Mi estado de ánimo está bien. De hecho es perfecto —arrancó una rama y maldijo—. ¿Por qué no iba a serlo solo por haber tenido que ver a Jazmin subirse a ese maldito coche con lágrimas en los ojos? ¿Solo por haber tenido que apartarme y sonreírle a Alex cuando me miró con boca temblorosa y expresión que me suplicaba que no lo dejara ir? —cuando los ojos se le llenaron de lágrimas, se las apartó—. ¿Y por haber tenido que soportar que Bruno me acusara de ser una madre sobreprotectora y castradora que estaba convirtiendo a sus hijos, sus hijos, en seres débiles?
Metió la pala en la tierra.
—No son tímidos ni débiles —continuó con vehemencia—. Solo son niños. ¿Por qué no iban a tener miedo de ir con él, cuando apenas lo conocen? Y con su mujer, que estaba allí con su traje italiano y zapatos de tacón alto con aspecto angustiado y desvalido. No sabrá que hacer si Jazmin sufre una pesadilla o a Alex le duele el estómago. Y yo los dejé ir. Me quedé quieta y dejé que se subieran a ese maldito coche con dos desconocidos. Así que me siento bien. Fantásticamente bien. Se levantó para llevar la carretilla a la camioneta. Cuando regresó para extender la turba, él se había ido.
Se obligó a realizar la tarea con cuidado,
recordándose que al menos allí tenía el control.
Pedro volvió con una manguera conectada al otro lado de la casa y dos cervezas en la mano.
—Yo las regaré. Bebe una cerveza.
Se secó la frente con la mano y frunció el ceño.
—No bebo cerveza.
—Es lo único que tengo —le puso una lata en la mano, luego apretó el gatillo del rociador—. Creo que ya sé cómo llevar a cabo esta parte —comentó con tono seco—. ¿Por qué no te sientas?
Paula fue a los escalones y se sentó. Debido a que estaba sedienta, bebió un trago largo, luego apoyó el mentón en la mano y lo observó. Había aprendido a no ahogar las plantas ni a machacarlas con un chorro fuerte. Suspiró y volvió a beber un trago.
«Ni una palabra de simpatía» , pensó. «Ni una palmada de aliento ni la afirmación de comprender cómo me siento» . Le había dado exactamente lo que necesitaba, una pared silenciosa, contra la que arrojar su desdicha y furia.
«¿Sabrá que me ha ayudado?» . No estaba segura, pero sí sabía que había ido a verlo no solo para plantar flores, no solo para escapar de su casa, sino porque lo amaba.
Desde que el sentimiento se había abierto y florecido en su interior, no se había dado tiempo para reflexionar sobre ello. Tampoco se había dado la oportunidad de preguntarse qué significaría para cualquiera de los dos.
No era algo que ella quisiera. Jamás quería volver a amar, no quería arriesgarse a verse sometida al dolor y a la humillación provocados por un hombre. Pero había sucedido.
No lo había buscado. Únicamente había anhelado paz mental, seguridad para sus hijos, una simple satisfacción para sí misma. Sin embargo, lo había encontrado.
No sabía cuál podría ser la reacción de él si se lo decía. «¿Satisfará su ego? ¿Lo sorprenderá, espantará o divertirá?» . Mientras pasaba un brazo alrededor del perro que había ido a reunirse con ella, se dijo que no importaba. Por el momento, quizá para siempre, el amor era suyo. Ya no esperaba que las emociones se compartieran.
Pedro cortó el agua. El cuadro colorido añadía encanto a la sencilla cabaña de madera. Incluso le agradaba reconocer algunos de los capullos por su nombre.
No iba a preguntarle a ella por aquellos que desconocía. Ya los buscaría.
—Se ve muy bien.
—Casi todas son plantas perennes —indicó Paul con el mismo tono de voz casual—. Pensé que te gustaría verlas renacer un año tras otro.
Era posible, pero también sabía que recordaría con claridad lo dolida e infeliz que había parecido ella al plantarlas. No quiso detenerse demasiado en lo mucho que lo molestaba imaginar a Alex y a Jazmin subiendo con lágrimas en los ojos a un coche que se los llevaba lejos.
—Huelen muy bien.
—Es por las lavándulas —respiró hondo antes de levantarse—. Iré a cerrar el grifo de la manguera —casi había girado por la esquina cuando él pronunció su nombre.
—Paula. Estarán bien.
Sin confiar en su voz, ella asintió y continuó. Se hallaba agachada, con la cara del perro cerca, cuando Pedro llegó a su lado.
—¿Sabes?, si pusieras algunos lirios y algunas siemprevivas en ese cuadro, solventarías casi todos los problemas de erosión.
Colocó una mano bajo el codo de ella para ayudarla a erguirse.
—¿Trabajar es lo único que aleja tu mente de los problemas?
—Casi siempre.
—Tengo una idea mejor.
—De verdad que no… —el corazón le dio un vuelco.
—Vayamos a dar un paseo.
—¿Un paseo? —parpadeó.
—En el barco. Disponemos de un par de horas antes de que anochezca.
—Un paseo en barco —repitió, ajena a que lo había divertido con su prolongado suspiro de alivio—. Eso me gustaría.
—Bien —la tomó de la mano y la llevó hasta el embarcadero—. Suelta las amarras.
CAPITULO 33 (CUARTA HISTORIA)
Pedro llevaba en casa menos de tres minutos cuando supo que alguien había entrado. Podía haber entregado la placa, pero seguía teniendo ojos de policía. No había nada evidentemente fuera de lugar… pero un cenicero se hallaba más cerca del borde de la mesa, una silla ocupaba un ángulo levemente diferente respecto de la chimenea, la esquina de una alfombra se veía levantada.
Alerta, pasó del salón al dormitorio. Allí también encontró señales. Notó el ínfimo cambio en las almohadas, los libros movidos de los anaqueles, mientras cruzaba la habitación para sacar el arma del cajón. Después de comprobar el cargador, la empuñó para continuar la inspección.
Treinta minutos más tarde, guardó la pistola.
Tenía el rostro inexpresivo, los ojos duros. Habían movido los lienzos de su abuelo, no mucho, pero lo suficiente para revelarle que alguien los había tocado, los había estudiado. Y esa era una violación que no podía tolerar.
Quienquiera que lo hubiera hecho, era un profesional. Y estaba seguro de quién había sido. Eso significaba que Livingston se hallaba cerca, sin duda bajo otra guisa. Lo bastante cerca como para haber descubierto la relación de Alfonso con los Chaves. Y las esmeraldas.
Mientras acariciaba la cabeza de Sadie, que gemía a sus pies, decidió que y a era algo personal.
Salió por la puerta de la cocina para sentarse en el porche a contemplar el agua con su perro y una cerveza en la mano. Dejaría que su temperamento se serenara y que su mente vagara, analizando todas las piezas del rompecabezas, colocándolas una y otra vez hasta que comenzara a formarse un cuadro.
La clave era Bianca. Debía recurrir a la mente, las emociones y las motivaciones de ella.
Encendió un cigarrillo y apoyó los tobillos cruzados en la barandilla del porche mientras la luz empezaba a suavizarse y a convertirse en crepúsculo.
Una mujer hermosa, con un matrimonio infeliz.
Si le servían como referencia las mujeres Chaves que él conocía, Bianca también habría tenido una voluntad fuerte y habría sido apasionada y leal. «Y vulnerable» , añadió. Eso se notaba con fuerza en los ojos del retrato, igual que sucedía en los ojos de Paula.
También había pertenecido a los peldaños más altos de la escala social, había sido una de las privilegiadas. Una joven irlandesa de buena familia que había celebrado un matrimonio extremadamente bueno.
Una vez más se parecía a Paula.
Dio una calada al cigarrillo y con aire distraído acarició las orejas de Sadie cuando ella acomodó la cabeza sobre su regazo. Su mirada se vio atraída hacia el pequeño arbusto amarillo, la porción de sol que Paula le había regalado.
Según la entrevista con la antigua doncella, a Bianca también le habían gustado las flores.
Había tenido hijos y en todos los conceptos había sido una madre buena y entregada, mientras que Felipe había sido un padre estricto y desinteresado.
Entonces había aparecido Christian Alfonso.
Si Bianca realmente lo había tomado como amante, también había asumido un enorme riesgo social. Como la esposa de César, de una mujer en su posición se esperaba que fuera intachable. Bastaría la leve insinuación de una aventura, en particular con un hombre por debajo de ella en rango social, y su reputación habría quedado hecha añicos.
Sin embargo, se había involucrado.
Se preguntó si todo había terminado siendo demasiado para ella. Si había sido devorada por la culpa y el pánico, si habría escondido las esmeraldas como una especie de última exhibición de desafío, para quedar sumida en la desesperación al pensar en la vergüenza y el escándalo del divorcio. Incapaz de enfrentarse a su vida, había elegido la muerte.
No le gustaba. Movió la cabeza y soltó una bocanada de humo. No le gustaba el ritmo de las cosas. Quizá estuviera perdiendo objetividad, pero no podía ver a Paula rindiéndose y tirándose por los riscos. Y había demasiadas similitudes entre Bianca y su bisnieta.
Quizá debiera tratar de meterse en la cabeza de Paula. Si la comprendiera, tal vez pudiera llegar a comprender a su desafortunada antepasada. «Quizá» , reconoció al beber otro trago de cerveza, « pueda entenderme a mí mismo» . Los
sentimientos que ella le inspiraba parecían sufrir cambios radicales a diario, hasta que y a no sabía con exactitud qué sentía.
Desde luego, estaba el deseo. Pero no era tan simple. Y siempre había contado con que fuera simple.
¿Qué le importaba a Paula Chaves? «Sus hijos» , pensó de inmediato.
Nadie se acercaba a eso, aunque el resto de su familia los seguía de cerca. Su negocio. Se dejaría la piel para hacer que funcionara. Pero Pedro sospechaba que su afán de éxito giraba en torno a sus hijos y su familia.
Inquieto, se levantó y se puso a caminar por el porche. Sabía que también eso era algo que quería. La sencilla quietud de la soledad. Pero allí de pie con la vista clavada en la noche, pensó en Paula. No solo en lo que había sentido al tenerla en sus brazos, en cómo le hacía hervir la sangre, sino en cómo sería tenerla en ese momento a su lado, mientras esperaban que saliera la luna.
Necesitaba meterse en su cabeza, conseguir que confiara en él para que le contara qué sentía, cómo pensaba. Si lograba establecer ese vínculo con ella, estaría un paso más cerca de lograrlo con Bianca.
Pero temía haberse involucrado demasiado. Sus propios pensamientos y sentimientos obnubilaban su juicio. Quería ser amante de ella más de lo que jamás había querido nada. Hundirse en ella, ver cómo se le oscurecían los ojos por la pasión hasta que esa expresión triste y herida quedara completamente desterrada.
Hacer que se entregara a él como jamás se había entregado a nadie… ni siquiera al hombre con el que se había casado.
Apretó las manos sobre la barandilla y se inclinó hacia la creciente oscuridad.
Solo, envuelto bajo el manto de la noche, reconoció que seguía el mismo patrón que su abuelo.
Estaba enamorándose de una Chaves.
Era tarde cuando entró en la casa. Más tarde aún cuando logró dormir.
CAPITULO 32 (CUARTA HISTORIA)
No escribiré del invierno. No es un recuerdo que desee revivir. Pero no me fui de la isla. No pude hacerlo. En esos meses ella jamás estuvo fuera de mis pensamientos. En la primavera, se quedó conmigo. En mis sueños.
Y entonces llegó el verano.
Me es imposible escribir cómo me sentí cuando la vi correr hacia mí. Podría pintarlo, pero nunca conseguiría encontrar las palabras. Vagué por esos riscos, esperándola. Se había hecho tan fácil convencerme de que simplemente bastaría
con verla, con volver a hablar con ella si bajara por la pendiente, a través de las flores silvestres y se sentara en las rocas a mi lado.
Y de pronto me llamaba por mi nombre y corría, con los ojos llenos de júbilo.
Estaba en mis brazos, su boca en la mía. Y supe que había sufrido tanto como yo.
Que amaba como yo amaba.
Los dos sabíamos que era una locura. Tal vez yo podría haber sido más fuerte, podría haberla convencido de que se fuera y me dejara. Pero algo había cambiado en ella durante el invierno.
Ya no se sentía satisfecha solo con el vacío que me había enterado que representaba su matrimonio. Sus hijos, tan queridos, no podían forjar un vínculo entre ella y el marido que únicamente quería obediencia y deber cumplido.
Sin embargo, no podía permitirle que se entregara a mí, que diera el paso que le produciría culpa, vergüenza o arrepentimiento.
De modo que nos vimos un día tras otro en los riscos, con toda inocencia. Para hablar y reír, para fingir que el verano era interminable. A veces traía a los niños y casi eramos una familia. Era una temeridad, pero de algún modo no creíamos que nada pudiera tocarnos mientras estuviéramos allí, entre el cielo y el mar, con las cumbres de la casa lejos a nuestra espalda.
Eramos felices con lo que teníamos. Ni antes ni después ha habido días más felices en mi vida. Un amor así carece de principio o fin. No está mal ni bien. En aquellos brillantes días del verano, ella no era la mujer de otro hombre. Era mía.
Una vida después, estoy aquí sentado en este cuerpo viejo y contemplo el agua. Su cara, su voz, surgen con tanta claridad…
Bianca sonrió.
—Solía soñar que estaba enamorada.
Le había quitado los alfileres del pelo para que mis manos pudieran soltárselo.
Un placer ínfimo y precioso.
—¿Sigues soñándolo?
—Ya no me hace falta —se inclinó hacia mí para rozarme los labios con los suyos—. Nunca más tendré que soñar. Solo desear.
Le tomé la mano para besarla y observamos el vuelo majestuoso de un águila.
—Esta noche hay un baile. Desearía que estuvieras allí conmigo, para bailar —continuó.
Me puse de pie, la ayudé a incorporarse y comencé a bailar con ella entre las flores silvestres.
—Dime qué te pondrás, para que pueda verte.
Riendo, alzó su cara para mirarme.
—Me pondré seda de tono marfil con un corpiño bajo que mostrará mis hombros y una parte inferior con lentejuelas para capturar la luz. Y mis esmeraldas.
—Una mujer no debería parecer triste al hablar de esmeraldas.
—No —sonrió otra vez—. Estas son muy especiales. Las tengo desde que nació Elias, y me las pongo para no olvidar.
—¿Qué?
—Que sin importar lo que pase, dejo algo detrás de mí. Los niños son mis verdaderas joyas —cuando una nube tapó el sol, apoyó la cabeza sobre mi hombro —. Abrázame más, Christian.
Ninguno de los dos habló del verano que con tanta celeridad llegaba a su fin, pero sé que ambos pensamos en aquel momento en que mis brazos la sostenían cerca y nuestros corazones latían juntos en el baile. Me invadió la furia de lo que pronto volvería a perder.
—Te daría esmeraldas, diamantes, zafiros —le aplasté los labios con mi boca—. Todo eso y más, Bianca, si pudiera.
—No —alzó las manos a mi cara y vi que las lágrimas centelleaban en sus ojos —. Solo ámame —pidió—. Solo ámame.
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