miércoles, 10 de julio de 2019

CAPITULO 11 (CUARTA HISTORIA)




Dentro de su cobertizo de trabajo, Pedro desmontó el motor del barco.


Reconstruirlo requeriría concentración y tiempo. 


Justo lo que él necesitaba. No deseaba pensar en las Chaves, en relaciones amorosas trágicas o en responsabilidades.


Ni siquiera alzó la vista cuando Sadie se levantó de su siesta sobre el fresco cemento para trotar al exterior. La perra y él tenían un pacto. Ella hacía lo que le apetecía y él la alimentaba.


Al oírla ladrar, siguió trabajando. Como perra guardiana, Sadie era un fiasco.


Le ladraba a las ardillas, al viento en la hierba, y también en sueños. Un año antes había tenido lugar un intento de robo en su casa de Portland. Pedro había impedido que el ladrón se llevara su equipo de música mientras Sadie dormía tranquila en la alfombra del salón.


Pero sí levantó la cabeza y dejó de trabajar cuando oyó la risa femenina y ronca. Le recorrió la piel, ligera y cálida. Al apartarse del banco de trabajo, ya sentía un nudo en el estómago. Al plantarse en la puerta y mirarla, el nudo se tensó.


«¿Por qué no quiere dejarme en paz?» , se preguntó, metiendo las manos en los bolsillos. «¿Acaso no le he dicho que lo pensaría?» . No tenía nada que hacer allí.


Ni siquiera se caían bien. Fuera lo que fuera lo que Paula le provocaba físicamente, era su propio problema, y hasta el momento había conseguido mantener las manos lejos de ella.


Pero allí estaba, de pie en su patio, hablándole a su perro. Y excavando un agujero.


—¿Qué diablos haces? —preguntó ceñudo al cruzar el umbral.


Ella levantó la cabeza. Pedro vio sus ojos, grandes, azules y alarmados. La cara, acalorada por la temperatura y el esfuerzo, se puso muy pálida. Él ya había visto esa expresión… el miedo veloz e instintivo de una víctima acorralada.


Desapareció con tanta celeridad que casi se convenció de que la había imaginado. El color regresó a las mejillas de ella cuando logró sonreír.


—Pensé que no estabas.


—Así que has decidido abrir un agujero en mi patio —preguntó sin dejar de fruncir el ceño.


—Supongo que se podría decir eso —irritada consigo misma por el sobresalto instintivo, volvió a profundizar el agujero con la pala—. Te he traído unas plantas.


En esa ocasión no pensaba quitarle la pala de las manos para excavar él mismo el agujero. Pero sí cruzó hasta situarse a su lado.


—¿Por qué?


—Para darte las gracias por haberme ayudado hoy. Me ahorraste más de una hora.


Que empleas para excavar otro agujero.


—Mmm. La brisa sopla desde el agua —alzó la cara hacia ella—. Es agradable.


Como mirarla le provocaba sudor en las palmas de las manos, bajó la vista al arbusto lleno de flores amarillas.


—No sé cómo cuidar de una planta. Si la pones ahí, la vas a condenar a muerte.


—No tienes que hacer gran cosa —rio—. Esta es bastante robusta, incluso cuando está seca, y florecerá para ti en primavera. ¿Puedo usar tu manguera?


—¿Qué?


—¿Tu manguera?


—Sí —se mesó el pelo. No tenía ni idea de cómo se suponía que debía reaccionar. Desde luego, era la primera vez que alguien le regalaba flores… a menos que contara el ramo que le llevaron los compañeros de la comisaria cuando estuvo ingresado en el hospital—. Claro.


Relajada con su tarea, ella siguió hablando mientras iba a la pared exterior para abrir el grifo.


—Es un arbusto que no superará el metro de altura —palmeó la cabeza de Sadie, que daba vueltas en torno a la planta y la olisqueaba—. Si prefieres alguna otra cosa…


—A mí no me importa —no iba a dejarse conmover por una planta idiota o la gratitud fuera de lugar de ella—. No sabría reconocer un arbusto de otro.


—Bueno, este es un hy pericum kalmianum.


—Eso me explica mucho —movió los labios en lo que podría haber sido una sonrisa.


—En términos coloquiales, una planta de sol —rio entre dientes mientras la colocaba en su sitio. Sin dejar de sonreir, ladeó la cabeza para mirarlo. De no considerarlo improbable, habría pensado que Pedro estaba abochornado—. Pensé que te vendría bien un poco de color. ¿Por qué no me ayudas a plantarla? De esa manera significará más para ti.


—¿Estás segura de que no se trata de tu idea de un soborno? —había dicho que no se dejaría conmover y pensaba cumplirlo—. ¿Para que te ayude?


—Me pregunto qué hace que una persona sea tan cínica y poco amigable — suspiró y se apoyó sobre los talones—. Estoy segura de que tienes tus motivos, pero aquí están fuera de lugar. Hoy me hiciste un favor y yo te lo devuelvo. Así de sencillo. Si no quieres el arbusto, dímelo. Se lo daré a otra persona.


—¿Así es como mantienes a raya a tus hijos? —enarcó una ceja ante el tono empleado por ella.


—Cuando es necesario. Bueno, ¿qué va a ser?


Quizá era demasiado duro con ella. Había hecho un gesto y se lo rechazaba.


Si ella podía mostrarse amigable, también él podía.


—El agujero ya está hecho —se arrodilló junto a Suzanna. El perro se tumbó al sol para observar—. Bien podemos poner algo dentro.


—Perfecto —supuso que esa era la idea que tenía Pedro de dar las gracias.


—¿Cuántos años tienen tus hijos? —se dijo que le importaba bien poco. Solo lo preguntaba para entablar una conversación intrascendente.


—Cinco y seis. Alex es el mayor, luego viene Jazmin —sus ojos se suavizaron al pensar en ellos—. Crecen tan deprisa que apenas logro seguirles el ritmo.


—¿Qué te hizo volver aquí después del divorcio?


Las manos de ella se tensaron en la tierra, luego volvieron a trabajar. Fue un gesto leve y rápidamente oculto, pero Pedro tenía ojos muy penetrantes.


—Porque aquí está mi hogar.


Él comprendió que se trataba de un punto delicado y lo soslayó.


—He oído que vais a convertir Las Torres en un hotel.


—Solo el ala oeste. Es el negocio del marido de Catalina.


—Cuesta imaginar a Catalina casada. La última vez que la vi debía tener doce años. 


—Ya ha crecido, y es una mujer hermosa.


—Parece un rasgo de familia.


Ella alzó la vista sorprendida, para volver a bajarla.


—Creo que acabas de decir algo agradable.


—Constato un hecho. Las hermanas Chaves siempre merecieron un segundo vistazo —para complacerse, alargó la mano y jugó con el extremo de la coleta de Paula—. Siempre que los chicos se reunían, las cuatro terminabais siendo tema de conversación.


—Estoy segura de que nos habríamos sentido halagadas —rio un poco y pensó en lo fácil que había sido la vida entonces.


—Solía mirarte —expuso Pedro despacio—. Mucho.


—¿De verdad? —cauta, levantó la cabeza—. Nunca lo noté.


—Es normal —dejó caer la mano—. Las princesas no se fijan en los plebeyos.


—Eso es rídiculo —frunció el ceño, no solo por las palabras, sino por el tono seco de él.


—Resultaba sencillo pensar en ti de esa manera… la princesa en el castillo.


—Un castillo que llevaba años viniéndose abajo —afirmó—. Y si no recuerdo mal, estabas demasiado ocupado coqueteando con las chicas para haberte fijado en mí.


—Oh, entre coqueteos —tuvo que sonreír—, me fijé en ti.


Algo en los ojos de Pedro activó una pequeña alarma. Hacía tiempo que no oía ese sonido en particular, pero lo reconocía y le prestaba atención. Volvió a bajar la vista para aplanar la tierra alrededor del arbusto.


—Fue hace mucho. Imagino que los dos hemos cambiado bastante.


—No puedo discutirte eso —empujó tierra.


—No, no empujes, aprieta… con firmeza y suavidad —se acercó y colocó las manos sobre las de él para enseñarle—. Solo hace falta empezar bien, luego… —calló cuando Pedro giró las manos para aferrar las suyas.



CAPITULO 10 (CUARTA HISTORIA)




Paula se sintió complacida de ver atestado el aparcamiento de la tienda.


Algunas personas miraban las plantas anuales mientras una pareja joven deliberaba sobre las rosas. Una mujer con un embarazo enorme daba vueltas con algunas macetas mixtas. El pequeño que iba a su lado sostenía un geranio como si fuera una bandera.


Carola cerraba una venta y coqueteaba con el joven que sostenía una urna de cerámica con unas begonias rosas.


—A tu madre le van a encantar —comentó mientras agitaba sus pestañas largas—. No hay nada como las flores para un cumpleaños. O cualquier ocasión. Tenemos los claveles en oferta —sonrió y se apartó el pelo castaño de la cara—. Por si tienes novia.


—Bueno, no… —carraspeó—. En realidad, ahora no.


—Oh —la sonrisa subió varios grados de calidez—. Es una pena —le entregó el cambio—. Ven cuando quieras. Por lo general me encontrarás aquí.


—Claro. Gracias —miró por encima del hombro y a punto estuvo de chocar con Paula—. Oh, lo siento.


—No pasa nada. Espero que le gusten a tu madre —riendo entre dientes, se reunió con su coqueta empleada en la caja—. Eres asombrosa.


—¿No era un tesoro? Me encanta cuando se ruborizan. Bueno —le sonrió a Paula—. Has vuelto temprano.


—No tardé tanto como había pensado —no consideró necesario añadir que había recibido una ayuda inesperada y no deseada. Carola era una trabajadora estupenda, una hábil vendedora y una consumada cotilla—. ¿Cómo va todo por aquí?


—En marcha. Todo este sol debe estar inspirando a la gente a renovar el jardín. Oh, volvió la señora Russ. Le gustaron tanto los narcisos, que hizo que su marido le abriera otra ventana para poder comprar más. Como estaba
predispuesta, le vendí dos hibiscos… y dos de esas macetas de terracota para plantarlos.


—Te quiero. La señora Russ te quiere y el señor Russ va a aprender a odiarte. —Carola rio y ella miró a través de los cristales—. Iré a ver si puedo ayudar a esas personas a decidir qué rosas quieren.


—Son el señor y la señora Halley. Acaban de casarse, los dos son camareros en Capitan Jack y acaban de comprarse una casita. Él estudia para ser ingeniero y en septiembre ella va a empezar a enseñar en la escuela primaria.


—Como he dicho, eres asombrosa —rio Paula, moviendo la cabeza.


—No, solo curiosa —Carola sonrió—. Además, la gente compra más si le hablas. Y sabes que a mí me encanta hablar.


—De lo contrario, tendría que cerrar la tienda.


—Trabajarías el doble, si eso fuera posible —agitó una mano sin dejar que Paula pudiera protestar—. Antes de que te vayas, he estado preguntando por ahí para ver si alguien necesitaba un trabajo a tiempo parcial. Aún no ha habido suerte.


Paula pensó que no tenía sentido quejarse.


—Tan adelantada la temporada, todo el mundo trabaja ya.


—Si Tomy el chiflado Parotti no hubiera abandonado la nave…


—Cariño, tuvo la oportunidad de hacer algo que siempre había querido. No podemos culparlo por eso.


—Tú no —musitó Carola—. Paula, no puedes seguir haciendo todo el trabajo de campo. Es demasiado duro.


—Nos vamos arreglando —repuso distraída, pensando en la ayuda que había tenido aquel día—. Escucha, Carola, después de ocuparnos de estos clientes, he de realizar otra entrega. ¿Podrás encargarte de todo hasta el cierre?


—Claro —suspiró—. Yo tengo un taburete y un ventilador, eres tú la que maneja el pico y la pala.


Una hora más tarde, se detenía ante la cabaña de Pedro. «No es solo un impulso» , se dijo. Y tampoco porque quisiera presionarlo. Y bajo ningún concepto porque deseara su compañía. 


Pero era una Chaves, y los Chaves
siempre pagaban sus deudas.


Se dirigió hacía los escalones que daban al porche, y de nuevo pensó que era un lugar precioso. Le faltaban unos pequeños toques… una enredadera por la barandilla, unos lechos de aguileñas y consueldas, con un poco de dragoncillos y lavandas.


Podría ser como una cabaña de cuentos de hadas… pero el hombre que vivía en ella no creía en los cuentos de hadas.


Llamó a la puerta al tiempo que notaba que el coche estaba allí. Igual que antes, rodeó la casa, pero en esta ocasión Pedro no estaba en el barco. 


Se encogió de hombros y decidió que haría aquello para lo que había ido.


Ya había elegido el lugar, entre el agua y la casa, donde el arbusto se vería y se disfrutaría desde lo que había decidido que era la ventana de la cocina. No era mucho, pero añadiría algo de color al vacío patio de atrás. Bajó lo que necesitaba y se puso a cavar en la tierra.



CAPITULO 9 (CUARTA HISTORIA)




Pedro se puso a excavar sin consultarla, de modo que ella se dedicó a vaciar la carretilla y luego fue a la camioneta. Cuando él alzó la vista, la vio sacar otros dos árboles. Plantaron el primero juntos y en silencio.


Pedro no había imaginado que colocar un árbol en la tierra pudiera ser un trabajo que relajara. Pero cuando se irguió bajo el sol deslumbrante, se sentía apaciguado.


—Pensaba en lo que dijiste ayer —comenzó cuando ponían el segundo árbol en su hueco.


—¿Y?


Quiso soltar una maldición. Había tanta paciencia en esa única palabra, como si en todo momento ella hubiera sabido que iba a sacar el tema.


—Y todavía creo que no hay nada que yo pueda, o quiera, hacer, pero quizá tengas razón acerca de la conexión.


—Sé que tengo razón —se limpió la turba de las manos en los vaqueros—. Si has venido hasta aquí para decirme eso, has desperdiciado un viaje —llevó la carretilla vacía hasta la camioneta. Estaba a punto de bajar los siguientes dos árboles cuando él subió al vehículo para situarse a su lado.


—Yo bajaré los malditos árboles —farfullando, llenó la carretilla y la llevó otra vez hasta la parte de atrás del patio—. El abuelo jamás lo mencionó. Quizá la conociera, quizá tuvieran una aventura, aunque no veo en qué puede ayudarte eso.


—La amaba —comentó Paula mientras recogía la pala para excavar—. Eso significa que él sabía cómo sentía y pensaba ella. Tal vez tuviera una idea de dónde habría escondido las esmeraldas.


—Está muerto.


—Lo sé —permaneció un momento en silencio mientras trabajaba—. Bianca llevaba un diario… al menos estamos casi seguros de que así era, y de que lo escondió con el collar. Quizá Christian también llevara uno.


—Jamás lo vi —irritado, aferró otra vez la pala.


Ella contuvo el impulso de replicarle. Sin importar lo mucho que pudiera irritarla, quizá Pedro fuera un eslabón.


—Imagino que casi toda la gente guarda un diario privado en un lugar privado. O quizá hay a guardado algunas cartas de ella. Encontramos una que Bianca le escribió y que jamás pudo enviarle.


—Persigues molinos de viento, Paula.


—Esto es importante para mi familia —introdujo con cuidado un pino blanco en el agujero—. No es por el valor monetario de las esmeraldas. Es por lo que significaban para ella.


Él la observó trabajar, las manos competentes y delicadas, los hombros asombrosamente fuertes. La suave curva del cuello.


—¿Cómo puedes saber lo que significaron para ella?


—No lograría explicártelo de ningún modo que pudieras entender o aceptar —respondió sin alzar la vista.


—Inténtalo.


—Al parecer todas tenemos una especie de vínculo con ella… en especial Lila—no levantó los ojos cuando lo oyó cavar el siguiente agujero—. Nunca hemos visto las esmeraldas, ni siquiera en fotografía. Después de que Bianca
muriera, Felipe, mi bisabuelo, destruyó todas las fotos de ella. Pero Lila… una noche hizo un dibujo de las piedras. Fue después de que celebráramos una sesión espiritista —levantó la cabeza y captó su expresión de divertida incredulidad—. Sé cómo suena —manifestó con voz rígida y a la defensiva—. Pero mi tía cree en ese tipo de cosas. Y después de aquella noche, creo que con razón. Mi hermana menor, Catalina, tuvo una… experiencia durante la sesión. Vio las esmeraldas. Fue en ese momento cuando Lila trazó el boceto. Semanas más tarde, el novio de Lila encontró una foto de las esmeraldas en un libro en la biblioteca. Eran exactamente como Lila las había dibujado, iguales que como las había visto Catalina.


Mientras colocaba en su sitio el siguiente árbol, él no dijo nada.


—No me interesa mucho el misticismo. Quizá una de tus hermanas haya visto la foto con anterioridad y lo olvidó.


—Si alguna de nosotras hubiera visto una foto, no lo habríamos olvidado. No obstante, la cuestión es que todas nosotras consideramos que es importante encontrar las esmeraldas.


—Puede que las vendieran hace ochenta años.


—No. No encontramos ningún registro de ello. Felipe era un maniático en el orden de sus finanzas —inconscientemente arqueó la espalda y giró los hombros para aliviar el dolor—. Créeme, hemos repasado cada fragmento de papel que hemos encontrado.


Pedro lo dejó pasar y rumió la cuestión mientras plantaban el último de los árboles.


—¿Conoces eso de encontrar una aguja en un pajar? —preguntó mientras la ayudaba a extender abono—. Por lo general, la gente no encuentra la aguja.


—La encontrarían si siguieran buscando —curiosa, se apoyó en los talones y lo estudió—. ¿No crees en la esperanza?


Estaba lo bastante cerca como para tocarla, para quitarle la tierra de la mejilla o acariciarle la coleta. No hizo nada de eso.


—No, solo creo en lo que es.


—Entonces lo siento por ti —se incorporaron juntos y sus cuerpos casi se rozaron. Paula sintió algo por la piel, algo que corrió por su sangre, y automáticamente retrocedió—. Si no crees en lo que podría ser, no tiene ningún sentido plantar árboles, tener hijos o incluso ver cómo se pone el sol.


Él también lo había sentido. Y lo lamentó y temió tanto como ella.


—Si no mantienes un ojo sobre lo que es real, lo que está ahora, terminas pasando toda la vida en un sueño. Yo no creo en el collar, Paula, ni en
fantasmas, tampoco en el amor eterno. Pero si alguna vez tengo la certeza de que mi abuelo estuvo relacionado con Bianca Chaves, haré lo que pueda para ayudarte.


—No crees en la esperanza o el amor, y al parecer nada más —emitió una risa seca—. ¿Por qué aceptarías ayudarnos?


—Porque si él la amó, habría querido que lo hiciera —se inclinó para recoger la pala y entregársela—. Tengo cosas que hacer.