viernes, 7 de junio de 2019

CAPITULO 20 (SEGUNDA HISTORIA)



—¿Te lo has pasado bien? —le preguntó Susana a Paula nada más verla entrar.


—Susy—divertida, pero no sorprendida, sacudió la cabeza—. ¿Te has quedado levantada esperándome?


—Oh, no —para demostrárselo, señaló la taza que sostenía en una mano—. Acababa de prepararme un té.


Paula se echó a reír mientras se acercaba a ella para ponerle cariñosamente las manos sobre los hombros.


—¿Por qué será que las Chaves somos tan incapaces de mentir?


—No lo sé —reconoció al fin Susana, rindiéndose a la evidencia—. Supongo que deberíamos practicar más.


—Cariño, pareces cansada.


—Mmm —pensó que «exhausta» habría sido una palabra más adecuada, pero no se lo dijo. Tomó un sorbo de té antes de que empezaran a subir juntas las escaleras—. Es primavera. Y todo el mundo quiere tener sus flores cuanto antes. Bueno, al menos parece que el negocio está comenzando a dar beneficios.


—Sigo pensando que deberías contratar a alguien para que te ayudara. Entre el negocio y los niños, vas a acabar agotada.


—¿Y ahora quién está jugando a la mamá? En cualquier caso, Jardines de la Isla necesita aguantar una temporada más antes de poder permitirse contratar a un trabajador a media jornada. Además, me gusta mantenerme ocupada —se detuvo ante la puerta de la habitación de Paula—. Pau, ¿puedo hablar
contigo un momento antes de que te acuestes?


—Claro. Entra —la hizo pasar, y empezó a descalzarse—. ¿Pasa algo malo?


—No. Me gustaría saber lo que piensas de Pedro.


—¿Lo que pienso de él? —repitió mientras guardaba cuidadosamente sus zapatos en el armario.


—Sí, la impresión que te produce. A mí me parece un hombre muy agradable. Los niños están encantados con él, y eso es importante.


—Sí, es muy cariñoso con ellos —Paula se quitó los pendientes y los guardó en su joyero.


—Lo sé —preocupada, Susana empezó a caminar por la habitación—. Tía Coco y a lo ha adoptado. Y se lleva muy bien con Lila. Catalina también lo aprecia, y no solo porque es un gran amigo de Teo.


—Sí —Paula se desabrochó el collar—. Los de su tipo siempre tienen un gran éxito con las mujeres.


Distraída, Susana negó con la cabeza.


—No, no me refería a eso. Creo que tiene una simpatía natural. Parece un hombre muy bueno.


—¿Pero?


—Probablemente sean imaginaciones mías, pero siempre que me mira, percibo unas vibraciones extrañas, como de hostilidad —medio riendo, se encogió de hombros—. Vaya, me temo que empiezo a parecerme a Lila…


Paula miró a su hermana en el reflejo del espejo del tocador.


—No, yo también lo he sentido. No logro explicármelo. Y se lo hice notar.


—¿Te dijo algo? No espero caer bien a todo el mundo, pero cuando percibo un disgusto tan intenso, al menos quiero saber a qué se debe.


—Él me lo negó. No sé qué decir, Susana, excepto que no me parece el tipo de hombre que reaccione así, de una manera tan gratuita, ante una persona a la que ni siquiera conoce —hizo un gesto de impotencia—. No sé. Puede que ambas estemos siendo demasiado suspicaces.


—Tal vez. Bueno, todas estamos muy alteradas con la boda de Cataliana, y con las obras de reforma. En cualquier caso, seguro que ese hombre no me va a quitar el sueño esta noche —besó a Paula en las mejillas—. Buenas noches.


—Buenas noches.


Mientras se acostaba, Paula soltó un largo y profundo suspiro. Sabía que era lamentable. E irritante. Pero estaba completamente segura de que, a esas alturas, Pedro sí que le estaba quitando el sueño a ella.



CAPITULO 19 (SEGUNDA HISTORIA)




Fingiendo que tenía apetito, Paula leyó el menú. 


El restaurante que había escogido Guillermo era un precioso y acogedor local con vistas a la Bahía del Francés. Sentados en la terraza, ante una mesa decorada con velas, disfrutaban de la fresca brisa del mar.


Paula le dejó que eligiera el vino e intentó convencerse de que iba a pasar una muy agradable velada.


—¿Te gusta Bar Harbor? —le preguntó.


—Mucho. Espero salir pronto a navegar, pero mientras tanto me contento con admirar el paisaje.


—¿Has visitado el parque?


—Aún no —miró la botella que le mostró el camarero, examinó la etiqueta y asintió con gesto aprobador.


—No debes perdértelo por nada del mundo. Las vistas desde la montaña Cadillac son maravillosas.


—Eso me han dicho —paladeó el vino, satisfecho, y esperó a que sirvieran a Paula—. Quizá puedas conseguir un poco de tiempo libre y enseñarme esos lugares.


—No creo que…


—Las normas del hotel ya se han flexibilizado —la interrumpió, chocando su copa con la suya.


—Precisamente quería preguntarte cómo lo habías conseguido.


—Muy sencillo. Le di al señor Stenerson a elegir. O hacía una excepción con sus normas, o me trasladaba a otro hotel.


—Entiendo —pensativa, tomó un sorbo de vino—. Me parece una medida demasiado drástica solo por una cena.


—Una cena muy deliciosa. Quería conocerte mejor. Espero que no te importe.


¿A qué mujer podría importarle?, se preguntó Paula, y se limitó a sonreír.


Le resultó imposible no relajarse, no sentirse cautivada por las historias que le contó, y halagada por sus constantes atenciones. Había viajado por todo el mundo, y durante la cena, escuchando sus palabras, llegó a vislumbrar París y Roma, Londres y Río de Janeiro.


Pero como sus pensamientos volvían una y otra vez a Pedro, llegó a dudar de su determinación de disfrutar realmente de aquella compañía.


—La cómoda de palorrosa de tu vestíbulo… —le comentó Guillermo, y a en los postres— …es una pieza única.


—Gracias. Es del período Regencia, creo…


—Crees bien —sonrió—. Si la hubiera conseguido en una subasta, me habría sentido muy afortunado.


—Mi bisabuelo se la trajo de Inglaterra cuando edificó la casa.


—Ah, la casa —se llevó la taza de café a los labios—. Impresionante. Casi esperaba ver a doncellas medievales paseando por el jardín.


—O murciélagos sobrevolando la torre —rio Paula—. Sí, nos encanta la casa. Y quizá la próxima vez que visites la isla, puedas alojarte en el Refugio de las Torres.


—El Refugio de Las Torres —murmuró, pensativo—. ¿Dónde he oído eso antes?


—¿El nuevo proyecto de la cadena hotelera St. James?


—Por supuesto. Leí algo acerca de ello hace unas semanas.


—Esperamos habilitar una parte del edificio como hotel. Para dentro de un año, más o menos.


—Fascinante. ¿Pero no existía cierta leyenda asociada a ese lugar? ¿Algo acerca de fantasmas y unas joyas desaparecidas?


—Las esmeraldas Chaves. Pertenecieron a mi bisabuela.


—Ah, ¿son reales? —esbozando una media sonrisa, ladeó la cabeza—. Yo pensaba que solo era un truco publicitario. «Alójese en una casa encantada y busque el tesoro perdido» . Ese tipo de cosas.


—No, de hecho no nos ha gustado nada que ese asunto trascendiera tanto. El collar existe… o al menos existió. Lo que no sabemos es dónde puede estar oculto. Mientras tanto, tenemos que soportar las constantes molestias de los periodistas o ahuyentar a los buscadores de tesoros.


—Vaya, lo siento.


—Tenemos que encontrarlo pronto para poner punto final a todo este absurdo. Una vez que comencemos las obras de reforma, tal vez aparezca debajo de una loseta.


—O detrás de una puerta disimulada en un panel —añadió Guillermo, haciéndola reír.


—Me temo que no tenemos ninguna de esas puertas… al menos que yo sepa.


—No puede ser. Una casa como la tuya merece tener al menos una puerta secreta —le puso una mano encima de la suya—. Quizá me permitas ayudarte a buscar ese collar… o, en todo caso, utilizarlo como excusa para volver a verte.


—Lo siento, pero durante los dos próximos días voy a estar muy ocupada. Mi hermana se casa el sábado.


—Siempre queda el domingo —sonrió—. Me gustaría verte otra vez, Paula. Me gustaría mucho —no insistió más, y ella retiró discretamente la mano.


Durante el trayecto de vuelta a casa charlaron sobre temas generales, tópicos. Paula agradeció que no volviera a presionarla. Guillermo Livingston era el tipo de hombre que sabía tratar a una mujer con tanto respeto como atención.


Todo lo contrario que Pedro.


Pero, entonces, ¿por qué se sintió tan abatida cuando, al detenerse frente a la casa, no vio por ninguna parte el coche de Pedro?


Intentando sobreponerse a su desánimo, esperó a que Guillermo saliera y le abriera la puerta.


—Gracias por la velada —le dijo ella—. Ha sido maravillosa.


—Sí. Y tú también —con extremada delicadeza, le puso las manos sobre los hombros antes de besarla en los labios. Fue un beso leve y tierno. Pero, para su decepción, la dejó completamente indiferente—. ¿De verdad que vas a hacerme esperar hasta el domingo para volver a verte?


Sus ojos le decían que aquel contacto, al revés que a ella, no lo había dejado indiferente. 


Paula esperó a sentir una mínima punzada de deseo. Nada.


—Guillermo, yo…


—Una comida juntos —la interrumpió, esbozando una encantadora sonrisa—. Una comida sencilla, en el hotel. Así podrás seguir hablándome de la casa.


—De acuerdo —se apartó antes de que pudiera besarla de nuevo—. Gracias de nuevo.


—Ha sido un verdadero placer, Paula —esperó, como un perfecto caballero, hasta que ella hubo entrado en la casa. Cuando la puerta se cerró a su espalda, su sonrisa se transformó ligeramente; se hizo más dura, más fría—. Créeme. Y el placer será aún mayor.


Volvió a su coche. Se alejaría de Las Torres, hasta perderse de vista. Pero luego volvería para dar una rápida y sigilosa vuelta por la finca, buscando algún acceso más discreto.


Si Paula Chaves podía servirle para penetrar en Las Torres, todo iría bien.


Y contaría con el beneficio de una aventura fácil con una mujer hermosa. Pero si ese no era el caso… simplemente y a encontraría un medio distinto para lograr el mismo fin.


En cualquier caso, no se marcharía de la isla Mount Desert sin las esmeraldas Chaves.



CAPITULO 18 (SEGUNDA HISTORIA)




Se dijo que no la estaba esperando, aunque llevaba más de veinte minutos caminando de un lado a otro del vestíbulo. No iba a quedarse allí como un idiota para ver cómo se marchaba al encuentro de otro hombre… después de haberlo mirado como lo había hecho hacía tan solo unos instantes. Tenía muchas cosas que hacer, que incluían disfrutar de la cena a la que Coco lo había invitado, o hablar de los viejos tiempos y elaborar nuevos planes con Teo. No iba a pasarse toda la velada lamentando el hecho de que cierta obstinada mujer hubiera preferido la compañía de otro hombre a la suya.


Después de todo, se recordó Pedro mientras seguía caminando por el vestíbulo, Paula era libre de irse con quien quisiera. Y lo mismo le pasaba a él.


No estaban ligados el uno al otro. No tenía sentido que le sentara tan mal que fuera a pasar un par de horas con otro tipo…


Al diablo. Claro que tenía sentido.


—¿Chaves? —subió en un par de zancadas las escaleras y fue llamando a todas las puertas del pasillo—. Maldita sea, Chaves, quiero hablar contigo —y a había llegado al final cuando vio a Paula abrir la puerta del fondo.


—¿Qué pasa?


Se la quedó mirando por un momento, recortada su silueta contra la luz de la habitación. Se había hecho un peinado muy sexy. Y también se había maquillado.


Llevaba un vestido de color azul pálido, ceñido a la cintura y con dos finos tirantes que destacaban contra la piel cremosa de sus hombros. Lucía unos pendientes y un collar a juego, de piedras azules. Ahora sí que no parecía profesional, pensó airado. No, ni profesional ni eficiente. Más bien tenía un aspecto exquisitamente delicioso.


Paula ya estaba golpeando el suelo con el pie, impaciente, cuando Pedro se le acercó. 


«¿Afable?» , se preguntó para sus adentros, resistiendo el impulso de darle con la puerta en las narices. En aquel instante, nadie lo habría calificado de afable.


—¿Qué tipo de cita? —le espetó Pedro, aún más alterado cuando aspiró su perfume.


Paula inclinó lentamente la cabeza y bajó las manos que antes había tenido apoyadas en las caderas, con actitud desafiante. Pensó que cuando alguien se enfrentaba con un toro bravo, lo mejor no era blandir un trapo rojo, sino refugiarse detrás de la valla más próxima.


—Lo normal.


—¿Para una cita normal te has vestido así?


—¿Qué tiene de malo mi vestido?


Por toda respuesta, Pedro la agarró de un brazo.


—Cancélala.


—¿Que cancele el qué? —repitió, asombrada.


—La cita, maldita sea. Llámalo y dile que no puedes ir.


—Estás completamente loco —a esas alturas, ya se había olvidado de toros bravos y de trapos rojos—. Voy a donde me place y con quien me place. Si crees que voy a cancelar una cita con un hombre inteligente, atractivo y encantador, entonces estás muy, pero que muy equivocado. ¿Sabes una cosa? He quedado para cenar con tu antítesis: un verdadero caballero. Y, ahora, fuera de aquí.


Me iré de aquí… —le prometió Pedro— …después de darte algo en lo que pensar.


Antes de que pudiera ser consciente de nada, la acorraló contra la pared a la vez que la besaba en la boca. Paula podía saborear la furia en sus labios, y contra eso sí que habría podido luchar hasta el último aliento. Pero también podía percibir una desesperada necesidad, y fue a eso a lo que se rindió. Una necesidad que era un reflejo perfecto de la suya propia.


Pedro no le importaba que tuviera razón o no, que estuviera o no cometiendo una estupidez. 


Quería maldecirla por haberlo obligado a comportarse como un airado adolescente, pero lo único que podía hacer era paladearla,
ahogarse en aquel delicioso sabor que parecía haberle impregnado el alma. Solo podía atraerla más y más hacia sí, hasta fundirse con su cuerpo. Sentía cada cambio que estaba experimentado. Primero, la furia que la mantenía tensa, rígida. Después la redención, la reacia entrega. Y, por último, la pasión que lo dejó sin aliento. Fue entonces cuando comprendió que no podía vivir sin ella.


Paula sentía su cuerpo vibrando y latiendo con una única y dolorosa necesidad. Una necesidad que siempre había echado en falta. Besaba y mordisqueaba sus labios, consciente de que en cualquier instante el delirio se apoderaría de ella. Deseando, ansiando aquel liberador torbellino que solo él podía encender en su interior.


En una larga y posesiva carencia, Pedro deslizó las manos desde sus hombros desnudos hasta sus muñecas, sintiendo su acelerado pulso bajo las palmas.


Cuando alzó la cabeza, vio que apoyaba lánguidamente la espalda en la pared, mirándolo a los ojos mientras se esforzaba por recuperar el aliento, mientras luchaba por sobreponerse a aquel torrente de sensaciones y comprender los sentimientos que se ocultaban detrás.


El pensamiento de otro hombre tocándola, o simplemente mirándola como él la estaba mirando en ese instante, viendo cómo sus ojos se nublaban de deseo, lo aterraba. Y porque prefería la furia al miedo, la agarró bruscamente de los hombros.


—Piensa en ello —le advirtió con una voz peligrosamente baja.


¿Qué le había hecho aquel hombre para suscitarle aquella terrible necesidad?, se preguntó Paula. Por fuerza tenía que saber, con solo mirarla, que no tenía más que hacerla entrar de nuevo en la habitación para conseguir de ella todo lo que se le antojara. Solo tenía que volver a acariciarla para obtener todo lo que tan desesperadamente ella misma ansiaba darle. Ni siquiera tenía que pedirle nada.


Ese descubrimiento le avergonzaba tanto que la obligó a reaccionar:


—Ya lo has conseguido —pronunció, humillada—. ¿Quieres oírme decir que puedes conseguir que te desee? Muy bien. Te deseo. Ya está.


El brillo de las lágrimas en sus ojos consiguió lo que la furia no había podido.


Profundamente consternado, alzó una mano para acariciarle el rostro.


—Paula…


Cerró los ojos con fuerza. Sabía que se derrumbaría si se mostraba tierno con ello.


—Ya tienes tu conquista. Ahora, te agradecería que me soltaras.


Dejó caer la mano a un lado antes de dar un paso atrás.


—No voy a decirte que lo siento —pronunció Pedro, pero por la manera que tenía de mirarla, parecía como si acabara de destrozar algo pequeño y frágil.


—Es igual. Yo lo siento por los dos.


—Paula —de repente, Lila apareció en lo alto de las escaleras, observándolos con curiosidad. 


Acaba de llegar tu cita.


—Gracias —desesperada por escapar, entró en su habitación para recoger el bolso y la chaqueta. Luego, teniendo buen cuidado de no mirar a Pedro, bajó apresuradamente las escaleras.


Después de seguirla con la mirada, Lila se acercó a Pedro.


—Vaya. Me parece a mí que en estos momentos bien podrías necesitar el consejo de una buena amiga.


—Quizá lo que necesite sea bajar al vestíbulo y arrojar a ese tipo por una ventana.


—Podrías hacerlo —asintió Lila—, pero Pau siempre ha tenido una debilidad especial por los más débiles.


Maldiciendo entre dientes, Pedro decidió desahogar su frustración caminando de un lado a otro del pasillo.


—Bueno, ¿y quién es?


—No le había visto antes. Se llama Guillermo Livingston.


—¿Y?


—Es alto, guapo y moreno. Muy elegante, con acento británico, traje italiano, de clase selecta. Con el típico lustre de riqueza y buen gusto, pero sin resultar ostentoso.


—Parece que acabas de describir a un dandy.


—Solo lo parece —repuso, preocupada.


—¿Qué pasa?


—Malas vibraciones —respondió, abrazándose—. Y tiene un aura muy turbia.


—Oh, Lila, por favor…


—Tranquilízate, Pedro —le sonrió Lila—. Recuerda que estoy de tu lado. Y el señor Guillermo Livinsgston no tiene ni una sola oportunidad con mi hermana. No es su tipo —riendo, lo acompañó escaleras abajo—. Ella piensa que sí, pero no. Así que relájate y disfruta de la cena. No hay nada como la trucha que prepara la tía Coco para ponerte de buen humor.