miércoles, 26 de junio de 2019

CAPITULO 37 (TERCERA HISTORIA)





Paula podía saborear la frustración, el enfado y una tensa pasión en los labios de Pedro. Parecía un reflejo de sus propios sentimientos. 


Por vez primera, se resistió, esforzándose en contener su propia respuesta. Y por vez primera, Pedro ignoró sus protestas, demandando una respuesta.


Posaba la mano en su ondulante melena, echándole la cabeza hacia atrás de forma que pudiera besarla con locura. Paula arqueaba su cuerpo, intentando alejarse de él, pero Pedro la mantenía contra él, estrechándola de tal manera que ni siquiera el viento podía deslizarse entre ellos.


Aquello era diferente. Ningún hombre la había forzado a… sentir. Paula no quería aquel deseo, aquella desesperación. Desde la última vez que habían estado juntos, se había convencido a sí misma de que si se era suficientemente inteligente, el amor podía ser algo indoloro, sencillo y confortable.


Pero allí había dolor. Ni la pasión ni el deseo podían ocultarlo por completo.


Furioso consigo mismo y con Paula, Pedro abandonó su boca, pero no apartó las manos de sus hombros.


—¿Eso es lo que quieres? —le preguntó—. ¿Quieres que me olvide de todas las normas, de todos los códigos de decencia? ¿Quieres saber lo que siento? Cada vez que estoy cerca de ti, estoy desesperado por tocarte. Y cuando lo hago, deseo arrastrarte a cualquier lado para hacer el amor contigo hasta que olvides que alguna vez ha habido otros hombres en tu vida.


—¿Entonces por qué no lo haces?


—Porque me importas, maldita sea. Lo suficiente como para demostrarte algún respeto. Y demasiado como para querer ser un hombre más en tu cama.


El enfado se desvaneció en los ojos de Paula para ser sustituido por una vulnerabilidad más conmovedora que las lágrimas.


—Nunca serías uno más —alzó la mano hasta su rostro—. Para mí eres el primero, Pedro. Jamás ha habido nadie como tú —Pedro no dijo nada y las dudas que Paula vio en sus ojos le hicieron apartar la mano otra vez—. No me crees.


—Desde que te conozco, me resulta muy difícil pensar con claridad —de pronto se dio cuenta de que todavía continuaba aferrado a sus hombros y relajó las manos—. Podría decir que me deslumbras.


Paula bajó la mirada. Qué cerca había estado, comprendió, de decirle todo lo que guardaba en su corazón. De humillarse a sí misma y de ponerle a él en una situación embarazosa. Si lo que había entre ellos era algo puramente físico, tendría que ser fuerte y aceptarlo.


—Entonces dejémoslo por ahora —consiguió esbozar una sonrisa—. En cualquier caso, creo que nos estamos tomando todo esto demasiado en serio — para consolarse a sí misma, le dio un ligero beso en los labios—. ¿Amigos?


Pedro dejó escapar un suspiro.


—Claro.


—Volvamos a casa, Pedro —deslizó la mano en la de Pedro—. Me apetece echarme una siesta.



CAPITULO 36 (TERCERA HISTORIA)





Paula disfrutaba con el placer de Pedro tanto como con el sol que acariciaba su rostro y el viento que mecía su pelo. Había fascinación en los ojos de Pedrooscurecidos hasta adquirir un hermoso color índigo mientras asomaba una débil sonrisa a sus labios. La herida de la sien estaba curándose, pero Paula pensó que siempre quedaría en ella una pequeña cicatriz que añadiría cierta gracia a aquel rostro inteligente.


Mientras un tordo comenzaba a trinar, Paula se abrazó a sus rodillas.


—Eres guapo, Pedro.


Distraído, Pedro la miró por encima del hombro. Paula permanecía cómodamente sentada sobre las rocas, tan relajada como si estuviera en un mullido sofá.


—¿Qué?


—He dicho que eres guapo. Muy guapo —se echó a reír al ver que se quedaba boquiabierto—. ¿Nadie te ha dicho nunca que eres muy atractivo?


¿A qué estaba jugando?, se preguntó Pedro. Y se encogió de hombros, sintiéndose terriblemente incómodo.


—No que yo recuerde.


—¿Ni una sola alumna recién graduada, ni la inteligente profesora de literatura inglesa? Qué descuido. Supongo que más de una de ellas te habrá echado el ojo… y algo más, pero seguro que estabas demasiado ocupado con tus libros para darte cuenta.


Pedro frunció el ceño.


—Tampoco he sido un monje…


—No —sonrió—, de eso y a me he dado cuenta.


Las palabras de Paula le recordaron vívidamente a Pedro lo que había ocurrido entre ellos dos noches atrás. La había acariciado, la había saboreado, y a duras penas había conseguido reprimirse para no terminar haciendo el amor con ella allí mismo, en la hierba. Y ella se había marchado corriendo, recordó, furiosa y ofendida. Sin embargo, en ese momento parecía estar provocándolo, desafiándolo a repetir su error.


—Nunca sé qué esperar de ti.


—Gracias.


—No era un cumplido.


—Mejor aún —sus ojos, medio cerrados, resplandecían contra la luz del sol. Cuando habló, su voz era prácticamente un susurro—. Pero a ti te gustan las cosas predecibles, ¿verdad, profesor? Siempre te gusta saber lo que va a suceder a continuación.


—Probablemente tanto como a ti te gusta irritarme.


Riendo, Paula le tendió la mano.


—Lo siento, Pedro. A veces me resulta irresistible. Vamos, siéntate, te prometo portarme bien.


Receloso, Pedro se sentó a su lado en la roca. La falda de Paula revoloteaba tentadoramente alrededor de sus piernas. Con un gesto que a Pedro le pareció casi maternal, Paula le palmeó el muslo.


—¿Quieres que seamos amigos? —le preguntó.


—¿Amigos?


—Claro —sus ojos bailaban divertidos—. Me gustas. Una mente tan seria, un carácter tan honesto… —Pedro se tensó, haciéndola reír—. Y cómo intentas disimular cuando te sientes avergonzado.


—Yo no intento disimular nada.


—Y ese tono autoritario cuando te enfadas. Ahora se supone que tienes que decirme lo que te gusta de mí.


—Estoy pensándolo.


—Debería haber añadido tu seco ingenio.


Pedro no pudo menos que sonreír.


—Eres la persona más dueña de sí misma que he conocido en mi vida —la miró—, eres amable, sin necesidad de armar demasiado alboroto, e inteligente, también sin alborotos. Supongo que no armas alborotos por nada.


—Es demasiado cansado —pero las palabras de Pedro estaban llegándole directamente al corazón—. ¿Entonces puedo decir sin correr ningún riesgo que somos amigos?


—Desde luego.


—Estupendo —le apretó cariñosamente la mano—. Porque creo que para nosotros es importante que seamos amigos antes de convertirnos en amantes.


Pedro estuvo a punto de caerse de la roca.


—¿Perdón?


—Ambos sabemos que queremos hacer el amor —cuando Pedro comenzó a tartamudear, Paula le sonrió con paciencia. Había pensado mucho en ello y estaba segura, bueno, al menos casi segura, de que sería lo mejor para los dos—.
Relájate, en este estado no es ningún delito.


—Paula, soy consciente de que he sido… eso, sé que he hecho algunas insinuaciones.


—Insinuaciones —desesperadamente enamorada, Paula posó la mano en su mejilla—. Oh, Pedro.


—No estoy orgulloso de mi comportamiento —dijo muy tenso, y Paula apartó la mano—. No quiero… —la lengua parecía habérsele hecho un nudo.


El dolor regresó, una combinación de rechazo y derrota que ella detestaba.


—¿No quieres acostarte conmigo?


Pedro sintió también un nudo en el estómago.


—Claro que quiero. Cualquier hombre…


—No estoy hablando de cualquier hombre —aquellas eran las peores palabras que Pedro podía haber elegido. Era él, solo él, el que le importaba. Ella necesitaba oírle decir, por lo menos, que la deseaba—. Maldita sea, estoy hablando de ti y de mí, aquí y ahora —la cólera la obligó a levantarse de la roca —. Quiero saber lo que sientes tú. Si quisiera saber lo que siente cualquier otro hombre, llamaría por teléfono o me acercaría al pueblo a preguntárselo a cualquiera.


Sin moverse de su asiento, Pedro consideró las palabras de Paula.


—Para ser alguien que casi todo lo hace lentamente, tienes un genio muy rápido.


—Conmigo no utilices ese tono de profesor.


Entonces fue a Pedro al que le tocó sonreír.


—Pensaba que te gustaba.


—He cambiado de opinión —confundida por su propia actitud, Paula se volvió hacia el mar. Era importante mantener la calma, se recordó a sí misma. Algo que siempre había conseguido hacer sin esfuerzo—. Sé lo que piensas de mí — comenzó a decir.


—No sé cómo puedes saberlo, cuando ni siquiera y o estoy seguro de mí mismo —tardó algunos segundos en recomponer sus pensamientos—. Paula, eres una mujer muy hermosa…


Paula se volvió para fulminarlo con la mirada.


—Si vuelves a decirme eso otra vez, te juro que te pegaré.


—¿Qué? —completamente desconcertado, extendió las manos y se levantó —. ¿Por qué? Dios mío, eres completamente frustrante.


—Eso está mucho mejor. No quiero oírte decir que mi pelo es del color del crepúsculo o que mis ojos son como la espuma del mar. Eso ya lo he oído y no me interesa nada en absoluto.


Pedro comenzó a pensar que ser un monje y vivir completamente alejado de los misterios femeninos tenía sus ventajas.


—¿Entonces qué quieres oír?


—No voy a decirte lo que quiero oír. Si lo hiciera, ¿entonces qué sentido tendría que me lo dijeras?


Incapaz y a de cualquier respuesta ingeniosa, Pedro se pasó las manos por el pelo.


El problema es que yo no sé qué sentido tiene nada de esto. Estamos hablando de flores y de amistad y de pronto me preguntas que si quiero acostarme contigo. ¿Cómo se supone que debo reaccionar?


Paula lo miró con los ojos entrecerrados.


—Dímelo tú.


Pedro buscaba mentalmente la forma de conducir la conversación hacia un terreno seguro, pero no encontró ninguna.


—Mira, soy consciente de que estás acostumbrada a relacionarte con hombres.


Los ojos de Paula relampaguearon.


—¿A qué te refieres exactamente?


Si al final iba a hundirse, decidió Pedro, al menos podría intentar hacerlo con cierta elegancia.


—Cállate —le tomó las manos, la estrechó contra él y se apoderó de sus labios.

CAPITULO 35 (TERCERA HISTORIA)




El mismo viento que había despejado el cielo de nubes alzó la falda del vestido de Paula e hizo volar su pelo. Despreocupada, Paula continuó caminando, tomando la mano de Pedro con suavidad. Cruzaron el jardín y se alejaron de los
ruidos de los trabajadores de la obra.


—No suelo caminar mucho —le explicó—, puesto que es eso lo que hago la mayor parte de los días, pero me gusta pasear por los acantilados. Están llenos de recuerdos.


Pedro volvió a pensar en todos los hombres a los que Paula habría amado.


—¿Recuerdos tuyos?


—No, de Bianca, creo. Y si continúas sin querer creer en esas cosas, por lo menos el paisaje merece la pena.


Pedro bajó la mirada hacia la pendiente que descendía hasta el mar. Le parecía un paisaje amable, sencillo, incluso amistoso.


—¿Ya no estás enfadada conmigo?


—¿Enfadada? —Paula arqueó deliberadamente una ceja. No tenía intención de facilitarle las cosas—. ¿Enfadada por qué?


—Por lo de la otra noche. Sé que te hice enfadar.


—Ah, por eso.


Como no añadió nada más, Pedro volvió a intentarlo.


—He estado pensando en ello.


—¿De verdad? —elevó sus ojos cargados de misteriosos secretos hasta él.


—Sí. Y creo que no manejé demasiado bien la situación.


—¿Quieres que te dé otra oportunidad?


Pedro se quedó tan petrificado que hizo reír a Paula.


—Relájate, Pedro —le dio un amistoso beso en la mejilla—. Simplemente, piensa en ello. Mira, el arándano silvestre ya está floreciendo —se inclinó para acariciar una de aquellas diminutas campanillas rosadas que crecían entre las rocas. A Pedro le llamó la atención que la acariciara y no la arrancara—. Esta es una época maravillosa para ver flores silvestres —se enderezó y se echó el pelo hacia atrás—. ¿Has visto esas?


—¿Esos hierbajos?


—Oh, y yo que pensaba que eras un poeta —sacudió la cabeza y volvió a tomarle la mano—. Lección número uno —comenzó a decir.


Mientras caminaban, iba señalando pequeños grupos de flores que crecían entre las grietas o conseguían prosperar sobre el delgado manto de las rocas. Le enseñó a reconocer los arándanos silvestres que podían arrancarse y ser comidos de inmediato. Observaron también el vuelo de las mariposas y las acrobacias de los zánganos sobre la hierba. Con Paula, las cosas más vulgares parecían exóticas.


Paula arrancó una hoja muy delgada y la machacó entre los dedos para extraer su acre fragancia, un olor que a Pedro le recordó al de su piel.


Se asomó con ella a un precipicio que caía directamente sobre el agua.


Abajo, en la distancia, la espuma golpeaba las rocas, batiéndolas en una guerra eterna. Paula lo ayudó a asomarse para ver los nidos de los pájaros, inteligentemente construidos a partir de los diminutos salientes de las rocas, a las que se aferraban con una sorprendente tenacidad.


Aquello era lo que Paula hacía diariamente, tanto para los grupos de turistas como para ella misma. Pero descubría un nuevo placer al compartirlo con él, al mostrarle algo tan sencillo y especial al mismo tiempo como las rosas salvajes que crecían hasta alcanzar la altura de un humano. El aire era como un vino refrescado por el viento, así que Paula se sentó en una roca para beberlo con cada una de sus respiraciones.


—Este lugar es increíble —Pedro no podía sentarse; había demasiadas cosas que ver, demasiadas cosas que sentir.


—Lo sé.



CAPITULO 34 (TERCERA HISTORIA)




En una casa del tamaño de Las Torres no era difícil evitar a alguien durante un día o dos. Pedro advirtió que Paula se había mantenido fuera de su camino sin hacer el menor esfuerzo durante ese período de tiempo. 


Y no podía culparla por ello después de lo mal que había llevado las cosas.


Aun así, lo sacaba de quicio que no hubiera aceptado su sincera disculpa. En vez de aceptarla, se había puesto… Maldita fuera, si al menos supiera exactamente cómo se había puesto. De lo único que estaba seguro era de que había dado la vuelta a sus palabras, a sus intenciones, y después se había marchado encolerizada.


Y la echaba terriblemente de menos.


Había estado bastante ocupado, enterrado en su investigación, en los documentos de la familia que tan minuciosamente había archivado Amelia
atendiendo a la fecha de sus contenidos. Había encontrado lo que consideraba la última aparición pública de las esmeraldas, se trataba de un artículo de un periódico sobre un baile que se había celebrado en Bar Harbor el diez de agosto de mil novecientos trece. Dos semanas antes de la muerte de Bianca.


Aunque lo consideraba una posibilidad bastante remota, había comenzado a elaborar una lista de los empleados que estaban trabajando en Las Torres durante el verano de mil novecientos trece. Algunos de ellos incluso podrían estar vivos.


Seguirles el rastro a través de sus familiares podría ser difícil, pero no imposible.


Ya había entrevistado a otros ancianos con anterioridad para que compartieran con él los recuerdos de su juventud. Con mucha frecuencia, sus recuerdos eran tan claros como el cristal.


La idea de hablar con alguien que hubiera conocido a Bianca, que las hubiera visto a ella y a las esmeraldas, lo emocionaba. Un empleado recordaría Las Torres tal como habían sido, habría conocido las costumbres de sus patrones. Y, sin duda alguna, también sus secretos.


Confiando en aquella idea, Pedro se inclinó sobre la lista.


—Ya veo que estás trabajando duramente.


Pedro alzó la mirada y pestañeó al ver a Paula en la puerta. No hizo falta que nadie le dijera a Paula que acababa de arrancar a Pedro del pasado. Su mirada perpleja hizo que le entraran ganas de abrazarlo. Pero se reprimió y se apoyó perezosamente contra el marco de la puerta.


—¿Interrumpo algo?


—Sí… No —maldita fuera, la boca se le estaba haciendo agua—. Yo solo…, estaba haciendo una lista.


—Tengo una hermana con el mismo problema.


Paula iba vestida con un vestido de algodón blanco; su pelo de gitana, aquella melena de fuego, caía libremente sobre él. Los dos pendientes de malaquita que llevaba en las orejas se mecieron mientras cruzaba la habitación.


—Amelia —dejó a un lado el bolígrafo que tenía en la mano. A esas alturas estaba y a empapado en sudor—. Ha hecho un magnífico trabajo catalogando toda esta información.


—Es una fanática de la organización —con un gesto completamente natural, apoyó la cadera en la mesa en la que Pedro estaba trabajando—. Me gusta tu camiseta.


Era la única que Paula había elegido por él, aquella del dibujo de la langosta.


—Gracias. Pensaba que estarías trabajando.


—Hoy es mi día libre —se apartó de la mesa, la rodeó y miró por encima de su hombro—. ¿Tú nunca te lo tomas?


Aunque sabía que era ridículo, sintió que se tensaban todos sus músculos.


—¿Tomarme qué?


—Un día libre —se echó la melena a un lado y se volvió para mirarlo—, para disfrutar.


Lo estaba haciendo deliberadamente, no cabía ninguna duda. Quizá disfrutara viéndolo hacer el ridículo.


—Estoy ocupado —consiguió apartar la mirada de la boca de Paula y fijarla en la lista que estaba elaborando. No fue capaz de leer un solo nombre—. Muy ocupado —añadió casi desesperadamente—. Estoy intentando anotar todos los nombres de las personas que trabajaban en la casa durante el verano en el que murió Bianca.


—Una tarea difícil.


Se inclinó hacia delante, encantada con su reacción. Definitivamente, tenía que ser más que lujuria. Un hombre no se resistía con tanta fuerza a un sentimiento tan básico como el deseo.


—¿Necesitas ayuda?


—No, este es un trabajo para una sola persona —y quería que Paula se marchara antes de que él comenzara a gimotear.


—El ambiente debió ser terrible en la casa después de que Bianca muriera. Y peor todavía para Christian, que tuvo que enterarse de la noticia y leer todo sobre lo ocurrido sin poder hacer nada. Creo que la quería mucho. ¿Tú has estado enamorado alguna vez?


Una vez más, Paula consiguió arrastrar la mirada de Pedro hacia ella. En aquel momento no sonreía. No había ningún brillo de humor en su mirada. Por alguna razón, Pedro tuvo la sensación de que aquella era la pregunta más seria que le había hecho Paula desde que la conocía.


—No.


—Yo tampoco. ¿Cómo crees que será?


—No lo sé.


—Pero tienes que tener una opinión —se inclinó ligeramente hacia él—. Una teoría, alguna idea…


Pedro se sentía completamente hipnotizado.


—Debe ser como tener tu propio mundo privado. Como un sueño, en el que todo se intensifica y desaparece la lógica, pero es completamente tuyo.


—Eso me gusta —Pedro observó que la boca de Paula se curvaba en una sonrisa. Casi podía saborearla—. ¿Te gustaría dar un paseo conmigo, Pedro?


—¿Un paseo?


—Sí, conmigo, por los acantilados.


Pedro ni siquiera estaba seguro de si podría levantarse.


—Sí, no estaría mal dar un paseo.


Sin decir nada, Paula le tendió la mano. Cuando él se levantó, lo condujo hacia las puertas de la terraza.