domingo, 23 de junio de 2019
CAPITULO 26 (TERCERA HISTORIA)
Aunque Paula decía ser una mujer de pocas energías, caminaba sin ningún esfuerzo por el sendero, pendiente de cualquier cosa que pudiera resultar interesante. Podía ser un liquen aferrado a una roca, un gorrión en pleno vuelo o las tardías huellas del rocío sobre una vellosita. Le gustaba cómo olía en aquel lugar; la fragancia dejada por el mar se mezclaba con la de los árboles que se apiñaban frente a ellos.
—No sabía que en el trabajo pasabas la mayor parte del día de pie.
—Por eso procuro que mis pies descansen durante el resto del día —inclinó la cabeza para mirarlo—. Mira, la próxima vez que tenga una tarde libre, haremos una excursión por esta zona. Podremos matar dos pájaros de un tiro. Disfrutar del paisaje y dar una vuelta por los alrededores para ver si vemos a tu amigo Chaves.
—Me gustaría que te mantuvieras al margen de todo este asunto.
Aquella respuesta la pilló tan desprevenida que dio varios pasos antes de comprender lo que le estaba diciendo.
—¿Qué te gustaría qué?
—He dicho que me gustaría que te mantuvieras al margen de todo este asunto —repitió—. He estado pensando mucho en ello.
—¿Ah sí? —si la hubiera conocido mejor, Pedro habría reconocido el deje de enfado que se reflejaba en su aparentemente tranquila voz—. ¿Y cómo has llegado a esa conclusión?
—Caufield es un hombre peligroso —recordaba el tono fanático de su voz—. Creo que podría ser incluso un desequilibrado. Y, desde luego, es un hombre violento. Ya nos ha disparado a tu hermana y a mí. Y no quiero que te pongas en su camino.
—No es cuestión de lo que tú quieras o dejes de querer. Este es un asunto de la familia.
—Ha sido mío desde que tuve que lanzarme al agua en medio de una tormenta —se detuvo en medio del camino y posó las manos en los hombros de Paula—. Tú no lo oíste hablar aquella noche, y o sí, Paula. Dijo que no habría nada que pudiera impedirle hacerse con las esmeraldas y hablaba en serio. Este es un trabajo para la policía, no para un puñado de mujeres que…
—¿Un puñado de mujeres que qué? —lo interrumpió Paula con un brillo de furia en la mirada.
—Que están demasiado involucradas emocionalmente en todo este asunto para actuar de forma prudente.
—Ya entiendo —asintió lentamente—. Así que os corresponde a Samuel a Teo y a ti, tres hombres valerosos, proteger a estas pobres e indefensas mujeres y sacarlas de su apuro.
Pedro comprendió, cuando y a era demasiado tarde, que se estaba metiendo en un terreno resbaladizo.
—No he dicho que seáis mujeres indefensas.
—Pero lo has insinuado. Déjame decirte una cosa, profesor, no hay una sola de esas mujeres Chaves que no sea capaz de cuidarse a sí misma y protegerse de cualquier hombre al que se le ocurra acercarse a nosotras. Y eso incluye a los genios y a los ladrones de joyas desequilibrados.
—Ya está, ¿lo ves? —apartó las manos de sus hombros, pero no tardó en posarlas otra vez—. Estás reaccionando de manera totalmente emocional, sin ningún tipo de lógica.
Paula lo miró con los ojos entrecerrados por la furia.
—¿Quieres ver lo que es la emoción?
Además de un buen cerebro, Pedro se preciaba de tener algunas salidas inteligentes.
—Creo que no.
—Estupendo. Entonces te aconsejo que tengas cuidado con lo que dices y te lo pienses dos veces antes de volver a decirme que me mantenga al margen de un asunto que me concierne —se apartó de él para continuar caminando hacia el centro de información del parque.
—Maldita sea, no quería hacerte daño.
—Y yo no voy a dejar que me lo hagas. Tengo un umbral muy bajo para el dolor. Pero no voy a quedarme sentada y con los brazos cruzados mientras alguien está planificando cómo robarme lo que es mío.
—La policía…
—Hasta ahora no nos ha servido de mucha ayuda —replicó—. ¿Sabes que la Interpol ha estado buscando a Livingston, y a sus muchos alias, durante más de quince años? Nadie ha sido capaz de proporcionar una sola pista sobre él después de que disparara a Amelia para quedarse con nuestros papeles. Si Caufield y
Livingston son la misma persona, entonces nos va a tocar a nosotras proteger lo que es nuestro.
—¿Aunque eso signifique que puedan volarte la tapa de los sesos?
Paula lo miró por encima del hombro.
—Yo me preocuparé de mis sesos, profesor. Tú ocúpate de los tuyos.
—Yo no soy ningún genio —murmuró Pedro, haciendo que Paula sonriera.
La exasperación que se reflejaba en el rostro de Pedro había conseguido aplacar su enfado. Se detuvo en medio del camino.
—Aprecio tu preocupación, Pedro, pero está fuera de lugar. ¿Por qué no me esperas un momento aquí? Puedes sentarte al lado de esa pared. Yo tengo que ir a buscar mis cosas.
CAPITULO 25 (TERCERA HISTORIA)
Paula se detuvo durante el paseo por el parque natural para que el último grupo de visitantes tuviera tiempo de hacer unas fotografías y descansar. Habían tenido un número excelente de visitantes aquel día. Un alto porcentaje de ellos se había mostrado suficientemente interesado como para hacer un recorrido con el apoyo de uno de los guías. Paula había pasado de pie la mayor parte de las ocho horas de trabajo y había cubierto el mismo trayecto ocho veces, dieciséis si contaba el camino de vuelta.
Pero todavía no estaba cansada. Y sus explicaciones no se limitaban a lo que podía encontrarse en la guía del parque.
—La mayor parte de la vegetación de la isla es típica del norte —comenzó a decir—. Algunas plantas son del subártico, han existido desde que desaparecieron los glaciares hace más de diez mil años. Pero las especies más recientes fueron traídas por los europeos durante los últimos doscientos cincuenta años.
Con una paciencia que era una parte esencial de su carácter, Paula contestaba preguntas, evitaba que los visitantes más jóvenes pisotearan las flores y proporcionaba información sobre la flora local a aquellos que se mostraban interesados en ella. Identificaba el solidago de la costa, las campánulas más jóvenes y cuantas plantas le pedían. Era el último grupo del día, pero le dedicaba tanto tiempo y atención como al primero.
En cualquier caso, ella siempre disfrutaba de aquellos paseos por la costa, escuchando el murmullo de los cantos rodados que chocaban en la superficie y el grito de las gaviotas, y descubriendo para ella y para los turistas los tesoros que merodeaban en los estanques dejados por la marea.
La brisa era ligera y agradable, llevaba hasta ellos la anciana y misteriosa fragancia del mar.
Allí las rocas tenían perfiles mucho más suaves, el flujo y reflujo de la marea las había esculpido con sinuosas y elegantes formas. Sobre la piedra negra, relucían las largas vetas del cuarzo blanco. Por encima de sus cabezas, el cielo estaba intensamente azul, casi sin nubes.
En el mar, se deslizaban los barcos y las boyas repicaban.
Paula pensó en el yate, el Windrider. Aunque en cada una de sus excursiones inspeccionaba todos los de los alrededores, no había visto nada, salvo algunos yates de turistas adinerados o las robustas embarcaciones de los pescadores de langosta.
Cuando vio a Pedro recorriendo el camino del parque para unirse al grupo, sonrió. Llegaba puntualmente, por supuesto, no esperaba menos. Sintió un cálido cosquilleo mientras Pedro deslizaba la mirada desde sus pies hasta su rostro.
Realmente, aquel hombre tenía unos ojos maravillosos, pensó. Serios, intensos, y ligeramente tímidos. Como le ocurría cada vez que lo veía, sintió al mismo tiempo ganas de bromear con él y la necesidad de acariciarlo.
Una combinación interesante, pensó, que, por cierto, no podía recordar haber experimentado con nadie.
Paula parecía tan fría, pensó Pedro, con aquel uniforme tan masculino sobre su esbelta y femenina figura. Era curioso el contraste del caqui de aspecto militar con los pendientes de oro y cristal que colgaban de sus orejas. Se preguntó si sabría lo bien que quedaba frente al mar, mientras este burbujeaba y se mecía a su espalda.
—En la zona situada entre las mareas —comenzó a decir Paula—, la vida se ha aclimatado a los cambios. En primavera es cuando más sube y baja la marea, con una diferencia entre el punto más alto de la marea y el más bajo de unos cuarenta metros.
Continuó hablando de las criaturas que allí sobrevivían y se alimentaban con aquella voz suave y tranquila. Mientras hablaba, una gaviota se deslizó hasta una roca cercana para estudiar a los turistas con su ojo pequeño y expectante.
Las cámaras se pusieron en funcionamiento. Paula se agachó al lado de uno de los estanques. Fascinado por su descripción, Pedro se acercó para verlo por sí mismo.
Había unos largos abanicos rojos a los que Paula describió como un tipo de algas marinas. Todos los niños del grupo gimieron cuando les explicó que se podían comer crudos o cocidos.
En aquel pequeño estanque de agua, descubrió
todo un mundo de seres vivos, todos esperando, explicó, a que subiera otra vez la marea para volver después a sus asuntos.
Con un grácil gesto, señaló unas anémonas que parecían más flores que animales y las diminutas babosas que parecían dormitar sobre ellas. Les mostró también los caparazones que ocultaban las tortugas y caracoles marinos como los buccinos. Hablaba a veces como un biólogo marino y otras como una comediante.
Su agradecida audiencia la bombardeó a preguntas. Pedro descubrió a un adolescente mirando a Paula con una soñadora expresión de deseo y lo compadeció al instante.
Echándose la trenza hacia atrás, Paula puso fin a la excursión, explicando toda la información de la que disponían en el centro de visitantes y otras rutas por parques naturales de la zona.
Algunos miembros del grupo comenzaron a marcharse mientras otros se entretuvieron haciendo más fotografías. El adolescente se quedó merodeando por allí después de que sus padres comenzaran a alejarse, haciendo todas las preguntas que a su aturdido cerebro se le ocurrían sobre los charcos dejados por la marea, las flores silvestres, y aunque no habría prestado la más mínima atención a un petirrojo, los pájaros. Cuando hubo agotado y a todos los temas y su madre lo llamó impacientemente por segunda vez, comenzó a marcharse sin muchas ganas.
—Esta excursión no la olvidará en mucho tiempo —comentó Pedro.
Paula se limitó a sonreír.
—Me gusta pensar que todos ellos recordarán parte de la excursión. Me alegro de que hayas podido venir, profesor —haciendo lo que sus instintos le pedían, lo besó suavemente en los labios.
Al volver la mirada, el adolescente experimentó una punzada de miserable envidia. Pedro se quedó completamente fuera de combate. Los labios de Paula continuaban curvándose en una sonrisa cuando se separó de él.
—Entonces —le comentó—, ¿cómo ha ido el día?
¿Podía una mujer besar a un hombre de tal manera y pretender que continuara conversando después con normalidad? Evidentemente, Paula podía, decidió mientras intentaba respirar.
—Ha sido interesante.
—No se puede esperar nada mejor de un día —comenzó a caminar por el sendero que conducía al centro de información del parque. Arqueó una ceja y miró a Pedro por encima del hombro—. ¿Vienes?
—Sí —con las manos en los bolsillos, empezó a andar detrás de ella—. Eres muy buena.
Paula soltó una carcajada cálida y ligera.
—Vaya, muchas gracias.
—Me refiero… me refería a tu trabajo.
—Por supuesto —lo agarró del brazo—. Es una pena que te hayas perdido los primeros veinte minutos de la última excursión. Hemos visto dos cormoranes de doble cresta y un águila pescadora.
—Siempre he deseado ver un cormorán de doble cresta —contestó Pedro haciendo que Paula volviera a reír—. ¿Siempre haces el mismo recorrido?
—No, tenemos diferentes rutas. Una de mis favoritas es la del estanque Jordan, también podemos ir al Centro de la Naturaleza o subir a las montañas.
—Supongo que eso impide que se convierta en un trabajo aburrido.
—Jamás es aburrido, si lo fuera, y o no habría durado un solo día. Hasta haciendo la misma excursión ves cada día cosas diferentes. Mira —señaló unas plantas de hojas finas y capullos rosa pálido, prácticamente secas—. Rhodora —
le dijo—. Azalea común. Hace solo una semana estaba en pleno esplendor. Es increíble. Ahora los capullos están prácticamente secos y tendrán que esperar hasta la primavera para volver a florecer —acarició las hojas con un dedo—. Me gustan los ciclos. Son tranquilizadores.
CAPITULO 24 (TERCERA HISTORIA)
Irritado por la falta de confianza de Paula en sus habilidades investigadoras, Pedro pasó horas en la biblioteca. Como siempre le ocurría, se sentía como en su propia casa rodeado de aquellos estantes repletos de libros, en el centro de un susurrante silencio y con su libreta bajo el brazo.
Para él, la investigación era una aventura…
Quizá no tan excitante como montar un brioso corcel. Había un misterio que tenía que ser resuelto, aunque las pistas no tuvieran el mismo cariz aventurero que una pistola humeante o un resto de sangre.
Pero con paciencia, inteligencia y cierta habilidad, se sentía como una especie de caballero, o un detective buscando minuciosamente una respuesta.
Pedro sabía que el hecho de que siempre se hubiera sentido atraído por lugares como las bibliotecas había decepcionado amargamente a su padre. Incluso cuando era niño prefería el ejercicio intelectual al físico. Él no había seguido la estela de gloria dejada por su padre en los campos de fútbol del instituto. Y tampoco había añadido trofeo alguno a la estantería.
Su carencia de interés y su torpeza habían hecho de él un fracaso en los deportes. Odiaba cazar y en una de las últimas excursiones que había hecho con su padre, en la que este le había presionado a participar, lo único que había atrapado había sido un terrible ataque de asma.
Incluso después de los años pasados, todavía podía recordar la voz disgustada de su padre en la habitación del hospital.
—Este chico es un mariquita. No lo puedo comprender. Prefiere leer a comer. Cada vez que intento hacer un hombre de él, termina jadeando como una vieja.
Había superado el asma, se recordó Pedro.
Incluso había llegado a hacer algo de sí mismo, aunque su padre no lo considerara un hombre. Y aunque nunca hubiera llegado a estar totalmente satisfecho de sí mismo, por lo menos podía sentirse competente.
Intentó sacudirse la tristeza y continuó investigando.
Encontró datos sobre Felipe y Bianca. Había pequeñas pepitas de información que hacían más agradable la búsqueda. En la familiar comodidad de la biblioteca, Pedro tomaba montones de notas y sentía cómo iba creciendo su excitación.
Se había enterado de que Felipe Chaves era un hombre hecho a sí mismo, un inmigrante irlandés que con astucia y valor había llegado a convertirse en un hombre rico e influyente.
Había llegado a Nueva York en mil ochocientos ocho, joven, pobre y, como muchos otros, se había instalado en la isla Ellis buscando fortuna. En menos de quince años, había levantado un imperio. Y disfrutaba alardeando de ello.
Quizá para enterrar su mísero pasado, se había rodeado de opulencia. Con voluntad y dinero, se había abierto camino hasta la alta sociedad. Y había sido en aquel ambiente exclusivo en el que había conocido a Bianca, una joven debutante, hija de una prestigiosa familia con más refinamiento que dinero.
Felipe había construido Las Torres, decidido a superar a todos los ricos veraneante de la zona y al año siguiente se había casado con Bianca.
Su toque de oro había continuado. Su imperio había crecido, y también su familia con el nacimiento de tres niños. Ni siquiera el escándalo de la muerte de su esposa en mil novecientos trece había afectado a su fortuna monetaria.
Aunque después de su muerte Felipe se había convertido en un eremita, había continuado ejerciendo su poder desde Las Torres. Su hija no se había casado nunca y, emocionalmente distanciada de su padre, se había ido a vivir a París. El hijo más pequeño había escapado, después de cometer un desliz con una mujer casada, a las Indias Orientales. Elias, el mayor de los varones, se había casado y había tenido dos hijos, Jeremias, el padre de Paula, y Cordelia Chaves, convertida con los años en Coco McPike.
Elias había muerto en un accidente marítimo y Felipe había pasado los últimos años de su vida en un psiquiátrico, después de algunos estallidos de violencia y una errática conducta.
Una historia interesante, pensó Pedro, pero la mayoría de los datos podría haberlos obtenido de las propias Chaves. Él quería algo más, algún dato que le permitiera abrirse camino en otra dirección.
Lo encontró en un volumen polvoriento y destrozado titulado Veraneando en Bar Harbor.
Era una novela frívola y pobremente escrita que había estado a punto de dejar de lado. Pero el profesor que había en su interior le había forzado a leerla como habría leído el examen de un estudiante mal preparado. Se merecía, como mucho, un suficiente, pensó Pedro. Jamás en su vida había visto tal derroche de adjetivos y superlativos en una sola página. De seductoramente a milagrosamente, de magnífico a maravilloso. El autor era un gran admirador de los ricos y famosos, alguien que los consideraba como una suerte de realeza.
Suntuoso, espectacular y fantástico. La sintaxis provocó algunas muecas de Pedro, pero continuó lidiando con el texto.
Había dos páginas completas dedicadas a un baile que se había celebrado en Las Torres en mil novecientos doce. El cansado cerebro de Pedro se despertó. Era obvio que el autor había asistido, por los minuciosos detalles con los que describía desde las vestimentas de los asistentes hasta la cocina. Bianca Chaves llevaba un vestido de seda dorada, un vestido de tubo con la falda bordada de cuentas. El color del vestido realzaba el brillo de su pelo. Y sobre el corpiño descansaban las brillantes… esmeraldas.
Estaban descritas con todo lujo de detalles. A través de ese entramado de adjetivos e imaginería romántica, Pedro consiguió visualizarlas. Garabateó unas notas y pasó una página. Y se quedó mirando fijamente.
Era una antigua fotografía, quizá extraída de algún periódico. Estaba bastante borrosa, pero no tuvo ningún problema para reconocer a Felipe. El hombre estaba tan rígido y serio como en el retrato que las Chaves conservaban en el
salón. Pero fue la mujer que estaba sentada a su lado la que le robó a Pedro el aliento.
A pesar de los defectos de la fotografía, era una belleza exquisita, etérea y eterna. Y era la viva imagen de Paula. La piel de porcelana, el cuello esbelto y desnudo rodeado de una masa de pelo recogido al estilo Gibson. Tenía unos ojos enormes y estaba seguro de que debían ser verdes. Y no sonreían, a pesar de que curvaba los labios en una sonrisa.
¿Se lo estaría imaginando o realmente había tristeza en su rostro?
Permanecía sentada en una elegantísima silla, al lado de su marido. Este posaba la mano en el respaldo de la silla en vez de en su hombro. Aun así, a Pedro le pareció advertir cierta posesividad en su gesto. Iban vestidos de manera muy formal, Felipe perfectamente almidonado y planchado, Bianca rodeada de
pliegues y delicadeza. Aquella afectada fotografía había sido tomada en mil novecientos doce.
Y alrededor del cuello de Bianca, desafiando al tiempo, estaban las esmeraldas.
La gargantilla era exactamente tal como la había descrito Paula, con las dos vueltas y la suntuosa esmeralda que colgaba solitaria como una gota de agua.
Bianca las llevaba con una frialdad que tornaba su opulencia en elegancia e intensificaba la sensación de poder.
Pedro deslizó el dedo por cada una de las esmeraldas, casi seguro de que podría sentir la suavidad de las gemas. Comprendía que aquellas piedras preciosas se hubieran transformado en leyenda, que hubieran atrapado la imaginación de los hombres y encendido su codicia.
Pero aquello se le escapaba, era solo una imagen. Sin darse apenas cuenta de lo que estaba haciendo, dibujó el rostro de Bianca y pensó en la mujer que lo había heredado.
La mujer que lo había atrapado.
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