martes, 23 de julio de 2019

CAPITULO 52 (CUARTA HISTORIA)




No necesitaba sentarse y esperaba que la copa le diera firmeza. Por el momento, solo podía contemplar fijamente los papeles y ver a su abuelo.


Sentado en el porche de atrás de la cabaña con la vista clavada en el agua. De pie en el ático mientras pintaba. Paseando por los riscos, contándole historias a un joven.


Cuando Paula regresó para apoyar una mano en la suya, giró la palma y le tomó los dedos.


—Ha estado aquí todo este tiempo y yo no lo supe.


—No tenías que saberlo —musitó ella—. Hasta esta noche —cuando la miró, le apretó la mano—. Algunas cosas hemos de aceptarlas con fe. Algo sucedió esta noche. Algo te inquietó.


—Te lo contaré. Pero todavía no.


Compuesta, Coco llevó el té y luego se sentó.


Pedro, sea lo que fuere lo que escribió tu abuelo, te pertenece a ti. Nadie aquí te pedirá que lo compartas. Si después de leerlo sientes que prefieres guardártelo para ti, lo comprenderemos.


Él volvió a contemplar los papeles, luego alzó la primera hoja.


—Lo leeremos juntos —respiró hondo sin soltar la mano de Paula—. «En cuanto la vi, mi vida cambió» .


Nadie habló mientras Pedro leía las memorias de su abuelo. Pero alrededor de la mesa las manos volvieron a unirse. No había más sonido que el de la voz de él y el viento entre los árboles más allá de las ventanas. Cuando terminó, en la habitación imperó el silencio.


Lila habló primero, con la voz espesa por las lágrimas.


—Nunca dejó de amarla. La amó siempre, a pesar de continuar con su vida.


—Lo que debió sentir al venir aquí aquella noche y descubrir que ya no estaba —Amelia apoyó la cabeza en el hombro de Samuel.


—Pero él tenía razón —Paula vio que una de sus lágrimas caía en el dorso de la mano de Pedro—. Ella no se suicidó. No pudo haberlo hecho. No solo lo amaba demasiado, sino que habría tolerado cualquier cosa para proteger a sus hijos.


No, no saltó —susurró Carolina. Alzó la copa con mano temblorosa, y luego volvió a bajarla—. Jamás he hablado de aquella noche… con nadie. Con los años a veces he pensado que lo que vi fue un sueño. Una pesadilla terrible, terrible — decidida, se aclaró la visión borrosa y fortaleció la voz—. Su Christian la entendía. No habría podido escribir sobre ella de esa manera sin conocer su corazón. Era hermosa, pero también era amable y generosa. Jamás me han querido como me quiso mi madre. Y nunca he odiado como odié a mi padre. 


Irguió los hombros. La carga ya se había mitigado.


—Yo era demasiado joven para entender su infelicidad o desesperación. En aquellos días un hombre gobernaba en su casa y en su familia según le apetecía. Nadie osaba cuestionar a mi padre. Pero recuerdo el día en que mi madre trajo el cachorro a casa, el pequeño animal que mi padre no aceptó en su hogar. Ella nos dijo que nos fuéramos arriba, pero yo me escondí en lo alto de las escaleras y escuché. Nunca antes la había oído alzarle la voz a él. Fue valiente. Y él cruel. No entendí los nombres con los que la llamó. Entonces...


Hizo una pausa para beber otra vez, ya que tenía la garganta seca y el recuerdo era amargo.


—Me defendió contra él, sabiendo como incluso yo sabía que por ser mujer apenas me toleraba. Cuando se marchó de casa después de la discusión, me alegré. Aquella noche recé para que no volviera nunca. Al día siguiente mi madre me dijo que íbamos a hacer un viaje. Aún no se lo había contado a mis hermanos, pero yo era la mayor. Quería que comprendiera que ella iba a cuidar de nosotros, que nada malo iba a suceder.
»Entonces él volvió. Supe que mi madre estaba inquieta, incluso asustada. Me dijo que me quedara en mi habitación hasta que fuera a buscarme. Pero no apareció. Se hizo tarde, y había una tormenta. Quería a mi madre —juntó los labios—. No estaba en su habitación, así que subí a la torre, donde a menudo pasaba tiempo conmigo. Al subir con sigilo los oí. La puerta estaba abierta. Tenía lugar una discusión terrible. Él estaba loco de furia. Ella le dijo que ya no pensaba vivir a su lado, que no quería nada de él, salvo a sus hijos y su libertad.


Como Carolina temblaba, Coco se levantó y fue a tomarle la mano.


—La golpeó. Oí la bofetada y corrí a la puerta. Pero tenía miedo, demasiado, para entrar. Ella se había llevado una mano a la mejilla y sus ojos centelleaban. No de miedo, sino de furia. Siempre recordaré que al final no albergó ningún temor. Él la amenazó con el escándalo. Le gritó que si dejaba la casa nunca más volvería a ver a sus hijos. Que jamás iba a dejar que arruinara su reputación. Que nunca representaría un obstáculo en el camino de sus ambiciones.


Aunque le temblaban los labios, alzó el mentón.


—Ella no suplicó. No lloró. Lo golpeó con las palabras —se llevó una mano a la boca para controlar sus lágrimas—. Estuvo magnífica. Nunca le arrebatarían a sus hijos y al cuerno con el escándalo. ¿Es qué creía que le importaba lo que la gente pensara de ella? ¿Es que creía que temía su poder para que la sociedad la aislara? Se llevaría a sus hijos y reharían su vida allí donde pudieran ser queridos. Creo que fue eso lo que lo volvió loco. La idea de que eligiera a otro hombre por encima de él. De él, Felipe Chaves. Que le tirara a la cara su dinero, posición y poder, en vez de inclinarse ante sus deseos. La agarró y la alzó en el aire, sacudiéndola y gritándole mientras la cara se le ponía morada de furia. Creo que entonces yo grité, y al oírme ella comenzó a luchar. Al golpearlo, él la tiró a un lado. Oí el ruido del cristal. Él corrió hacia ella, gritando, pero mamá ya había caído. No sé cuánto tiempo estuvo allí mientras el viento lo azotaba y la lluvia entraba en la torre. Pasó a mi lado sin verme. Me acerqué a la ventana rota y miré abajo hasta que vino la niñera y me sacó de allí.


Coco besó el cabello blanco, que acarició con suavidad.


—Ven conmigo, querida. Te llevaré arriba. Lila te traerá una taza de té.


—Sí, en seguida lo preparo —Lila se secó las mejillas—. ¿Max?


—Te acompañaré —le rodeó la cintura con el brazo mientras Coco conducía a la hija de Bianca fuera de la estancia.






CAPITULO 51 (CUARTA HISTORIA)




Pedro nunca se había sentido más ridículo en la vida. Iba a tomar parte de una sesión espiritista. 


Y si eso no era bastante malo, antes de que acabara la noche iba a pedirle a la mujer, que en ese momento se reía de él, que fuera su mujer.


—No es un pelotón de fusilamiento —riendo, Paula le palmeó la mejilla—. Relájate.


—Es una absoluta estupidez, eso es lo que es —desde un extremo de la mesa, Carolina observó ceñuda a todos—. La idea de hablar con espíritus… bobadas. Y tú… —apuntó a Coco con un dedo—. No es que alguna vez tuvieras algo de sentido común en esa cabeza de chorlito, pero habría pensado que hasta tú sabrías que no era lógico despertar a las chicas por semejante insensatez.


—No es una insensatez —como siempre, la mirada acerada la hizo temblar, pero se sentía bastante a salvo con la extensión de la mesa separándolas—. Ya lo verás una vez que empecemos.


—Lo que veo es una mesa de chalados —aunque su rostro se mantuvo severo, se le derritió el corazón al levantar la vista hacia el retrato de su madre, que habían colgado sobre la chimenea—. Te ofrezco diez mil por él.


—No está en venta.


—Si crees que vas a engatusarme, joven, te equivocas. Sé reconocer un timo.


Le sonrió. Habría dado hasta el último centavo a favor de que ella misma había organizado más de uno.


—No lo vendo.


—Además, vale mucho más —intervino Lila, incapaz de seguir en silencio —. ¿No es verdad, profesor?


—Bueno, en realidad, sí —Max se aclaró la garganta—. La primera época de Christian Alfonso está subiendo de valor. Hace dos años en Sotheby ’s, uno de sus paisajes marinos alcanzó los treinta y cinco mil dólares.


—¿Y tú qué eres? —espetó Carolina—. ¿Su agente?


—No, señora —Max contuvo una sonrisa.


—Entonces, cállate. Quince mil, y ni un centavo más.


—No estoy interesado —Pedro se pasó la lengua por los dientes.


—Tal vez si nos ocupáramos del asunto que nos ha reunido —Coco contuvo el aliento, a la espera de la cólera de su tía. Cuando Carolina solo farfulló algo apagado y frunció el ceño, se relajó—. Amelia, querida, enciende las velas.
Ahora todos debemos tratar de vaciar nuestras mentes de preocupaciones, de dudas. Concentrémonos en Bianca —cuando las velas ardieron y la luz se apagó, echó un último vistazo alrededor de la mesa—. Juntad las manos.


Pedro gruñó en voz baja, pero tomó la mano de Paula en la derecha y la de Lila en la izquierda.


—Concentraos en el cuadro —susurró Coco, cerrando los ojos para llevarlo a su mente, ya que lo tenía en la pared a su espalda—. Está cerca de nosotros, muy cerca. Quiere ayudar.


Pedro dejó que su mente vagara porque eso lo ayudaba a olvidar lo que hacía.


Trató de imaginar cómo sería cuando Paula y él se hallaran a solas en la cabaña. Había comprado velas con olor a jazmín.


En la nevera se enfriaba champán. Incluso en ese momento el estuche le quemaba un agujero en el bolsillo.


«Esta noche daré el paso» , pensó. Las palabras saldrían exactamente como las había planeado. Sonaría música. Ella abriría el estuche, miraría dentro…


Las manos de Paula estaban cubiertas de esmeraldas. Frunció el ceño y se sacudió mentalmente. Eso no estaba bien. No le había comprado esmeraldas, pero la imagen era muy nítida… Paula de rodillas sosteniendo unas
esmeraldas. Tres hileras resplandecientes flanqueadas por unos diamantes helados en cuyo centro refulgía una piedra con forma de lágrima de un verde soñador.


El collar Chaves. Sintió frío en el cuello y no le prestó atención. Había visto la foto que Max había encontrado en el viejo libro de la biblioteca. Sabía que aspecto tenían las esmeraldas. Era la atmósfera, el silencio vibrante y las velas que titilaban lo que hacía que pensara en ellas. Eso había hecho que las viera.


No creía en visiones. Pero cuando cerró los ojos para despejar su mente, esa visión parecía estar grabada allí. Paula de rodillas en el suelo con esmeraldas que colgaban de sus dedos.


Sintió una mano en el hombro y giró la cabeza. 


No había nadie, solo un juego de sombras y luz provocado por las velas. Pero la sensación persistió, con una urgencia que le erizó el vello de la nuca.


«Es una locura» , se dijo. Y ya era hora de poner fin a tanta insensatez.


—Escuchad... —comenzó. Y el retrato de Bianca se desplomó al suelo.


Coco soltó un chillido y se levantó de un salto de la silla.


—Santo cielo. Santo cielo —murmuró, dándose palmaditas sobre el acelerado corazón.


Amelia fue la primera en ponerse en movimiento.


—Oh, espero que no se haya dañado.


—No lo creo —Lila soltó la mano de Pedro—. ¿Y tú?


La mirada clara y firme lo puso incómodo. Sin prestarle atención, se volvió hacia Paula. Sentía su mano helada.


—¿De qué se trata? ¿Qué ha pasado?


—Nada —pero tuvo un veloz escalofrío—. Creo que será mejor que compruebes el retrato.


Se incorporó para acercarse a los demás que se encontraban en cuclillas. Al agacharse, Paula miró en dirección a su tía abuela, en el otro extremo de la mesa. La piel blanca de Carolina había palidecido como el cristal. Tenía los ojos
húmedos. Sin decir una palabra, Paula se levantó y le sirvió un brandy.


—No pasa nada —susurró, apoyando una mano en el hombro delgado.


—El marco se ha resquebrajado —Samuel pasó un dedo por la grieta antes de ponerse de pie—. Es curioso que cayera de esa manera. Esos clavos son robustos.


Pedro iba a descartar el comentario, pero al inclinarse para ver por dónde se había separado el marco de la madera de sujeción, se quedó muy quieto.


—Hay algo entre el lienzo y la parte de atrás —alzó el retrato y lo depositó cara abajo sobre la mesa—. Necesito un cuchillo.


Samuel sacó su navaja de bolsillo y se la ofreció. 


Pedro realizó un corte fino y largo justo debajo de la grieta del marco y extrajo varias hojas de papel.


—¿Qué es? —preguntó Coco con voz amortiguada por las manos que se había llevado a la boca.


—Es la caligrafía de mi abuelo —lo embargó la emoción—. Parece una especie de diario. Es de mil novecientos sesenta y cinco.


—Siéntate, querido —Coco apoyó una mano en su hombro—. Teo, ¿quieres servir el brandy ? Yo prepararé té para Catalina.



CAPITULO 50 (CUARTA HISTORIA)




Lo observó partir con el ceño fruncido y quizá lo hubiera seguido, pero la llamaban desde la terraza de la primera planta. Se protegió los ojos y vio a su hermana.


—¡Amelia! —riendo, corrió por el jardín hasta los escalones de piedra—.¿Qué haces de vuelta? —abrazó con fuerza a la recién casada—. Se te ve maravillosa, aunque se suponía que no volvíais hasta dentro de una semana. ¿Sucede algo?


—No, nada —besó las dos mejillas de Paula—. Vamos, te pondré al día.


—¿Adónde vamos?


—A la torre de Bianca. Reunión familiar.


Subieron y luego ascendieron por la estrecha escalera circular que conducía a la torre.


—¿Y la tía Coco? —preguntó Paula.


—Le comunicaremos lo que acordemos —repuso Amelia—. Pero parecería demasiado sospechoso si ahora la trajéramos aquí.


—¿Solo reunión de mujeres? —Paula asintió y se sentó en el suelo a los pies de Lila.


—Es lo que se merecen —dijo Catalina, cruzando los brazos—. Llevan días escapándose para sus reuniones de club de chicos. Es hora de encarrilar las cosas.


—Max se trae algo entre manos, eso seguro —intervino Lila—. Actúa con demasiada inocencia. Y los últimos días se ha mantenido cerca de los obreros.


—Supongo que no querrá aprender a poner un tejado —murmuró Paula.


—Si fuera así, ya habría comprado veinte libros sobre el tema —Lila se recostó—. Y esta tarde cuando llegué a casa del trabajo, vi a Teo y a Pedro charlando en el cenador. Alguien que no los conociera habría podido pensar que solo tomaban una cerveza, pero planeaban algo.


—De modo que conocen algo que no nos están diciendo —pensativa, Paula martilleó los dedos sobre las rodillas. Había tenido la sensación de que pasaba algo, pero Pedro la había distraído tan bien, que no actuó según su instinto.


—Hace dos días Samuel mantuvo una larga y sigilosa conversación con Teo por teléfono. La justificó diciendo que había unos problemas con los materiales que debía supervisar en persona —Amelia agitó el pelo con una mueca en la
cara—. Y pensó que era lo bastante estúpida como para creérmelo. Quería volver de luna de miel porque traman algo… y pretenden mantener a las mujercitas fuera del camino.


—Que ni lo sueñen —musitó Catalina—. Yo voto para que bajemos ahora mismo y les exijamos que nos cuenten lo que saben. Si Teo cree que me voy a quedar sentada sin hacer nada mientras él lleva un asunto de las Chaves, ya verá lo equivocado que está.


—Tortura con agujas de bambú —musitó Lila, no muy incómoda con la imagen—. Eso potenciará su terquedad. Están en juego los egos masculinos, señoras. Hay que ponerse los cascos y los chalecos antibalas.


Paula rio y le palmeó la pierna.


—Repasemos lo que sabemos. Llaman de vuelta a Samuel, de modo que deben creer que están cerca. No me parece que se mostraran tan sigilosos si pensaran que habían dado con las esmeraldas.


—Yo tampoco —como reflexionaba mejor de pie, Amelia se puso a caminar—. ¿Recordáis lo obstinados que fueron cuando decidimos buscar el barco desde el que había saltado Max? Samuel amenazó con… ¿cómo era? Atarme
a una estaca boca arriba como tratara de encontrar a Livingston —repuso con vehemencia.


—Teo ni siquiera trata el tema de Livingston conmigo —añadió Catalina, luego frunció la nariz—. Dice que no es bueno que esté inquieta en mi condición delicada.


—Me gustaría que un hombre pasara por un parto y tuviera las agallas de llamar delicada a una mujer —comentó Lila desde el asiento del mirador.


Pedro dice que Livingston está fuera de nuestra liga. De la nuestra —explicó Paula, haciendo un movimiento circular con el dedo—. No de la suya.


—Idiota —Catalina se dejó caer en el asiento al lado de Lila—. ¿Estamos de acuerdo? Tienen una pista sobre Livingston y se la están reservando.


El voto fue unánime.


—Y ahora necesitamos averiguar qué es lo que saben —Amelia dejó de caminar para mover el pie arriba y abajo—. ¿Alguna sugerencia?


—Bueno… —Paula contempló sus uñas y sonrió—. Yo estoy a favor de dividir y conquistar. Las cuatro deberíamos ser capaces de obtener información de ellos… cada una a su propia manera. Y mañana a la misma hora nos reuniremos aquí para armar el rompecabezas.


—Me gusta —Lila se levantó para apoyar una mano en el hombro de Paula—. Los pobres no tienen ni una sola posibilidad.


Paula alzó la mano para apoyarla sobre la de Lila; Amelia y Catalina, añadieron las suyas.


—Y cuando todo haya terminado —dijo—, quizá se den cuenta de que las mujeres Chaves saben cuidar de sus asuntos.