miércoles, 3 de julio de 2019

CAPITULO 60 (TERCERA HISTORIA)





Horas después, Paula permanecía en el estrecho balcón de la habitación del hotel.


A sus pies, podía ver el rectángulo de la piscina y oír las risas y los chapoteos de las familias y las parejas que disfrutaban de sus vacaciones.


Pero su mente no estaba en aquel verano luminoso ni en los gritos y el susurro del agua. Su corazón había volado ochenta años atrás, a la época en la que las mujeres se engalanaban con vestidos largos y elegantes y escribían sus sueños en diarios secretos.


Cuando Pedro salió y le rodeó la cintura con los brazos, Paula se recostó contra él, buscando consuelo.


—Siempre he sabido que no fue feliz —dijo Paula—. Podía sentirlo. De la misma forma que sentía que estaba desesperadamente enamorada. Pero, hasta hoy, no he sido consciente de que tuvo miedo. Eso no lo había sentido.


—Ha pasado mucho tiempo desde entonces, Paula —Pedro besó su melena—. La señora Tobías puede haber exagerado. Recuerda que era una mujer joven e impresionable cuando todo eso ocurrió.


Paula se volvió para mirarlo tranquila y profundamente a los ojos.


—No crees lo que estás diciendo, ¿verdad?


—No —deslizó los nudillos por su mejilla—. Pero no podemos cambiar lo que pasó. ¿En qué podría ayudarnos ahora?


—Claro que podemos, ¿no te das cuenta? Encontrando las esmeraldas y el diario. Bianca debió escribir todo lo que sentía en su diario. Todo lo que deseaba y temía. Y jamás habría dejado que Felipe lo encontrara. Si escondió las esmeraldas, también escondió el diario, seguro.


—Entonces lo encontraremos. Si atendemos al relato de la señora Tobías, Felipe regresó antes de lo que Bianca esperaba. Por lo tanto, no tuvo oportunidad de sacar las esmeraldas de la casa. Todavía están allí, así que encontrarlas solo es cuestión de tiempo.


—Pero…


Pedro sacudió la cabeza y le enmarcó el rostro con las manos.


—¿No eres tú la que dice que hay que confiar en los sentimientos? Piensa en ello. Teo vino a Las Torres y se enamoró de Catalina Cuando se le ocurrió la idea de restaurar la casa para convertirla en un hotel, la antigua leyenda salió
nuevamente a la luz. Una vez se hizo pública, Livingston o Caufield, o como quiera que se llame, se obsesionó con las esmeraldas. Le hizo proposiciones a Amelia, pero ella ya estaba enamorada de Samuel, que también vino aquí por Las Torres. Desde entonces, ya hemos conseguido encajar algunas piezas de este gran rompecabezas. Hemos encontrado una fotografía de las esmeraldas. Hemos localizado a una mujer que conoció a Bianca y que ha corroborado la tesis de que escondió las esmeraldas en la casa. Cada uno de los pasos que hemos dado guarda relación con el anterior. ¿Crees que habríamos llegado tan lejos si de verdad no fuéramos a encontrarlas?


La mirada de Paula se suavizó mientras rodeaba con las manos las muñecas de Pedro.


—Eres terriblemente bueno para mí, profesor. Un poco de lógica optimista era precisamente lo que necesitaba en este momento.


—Entonces te daré algo más. Creo que el siguiente paso es intentar seguir las huellas del pintor.


—¿De Christian? ¿Pero cómo?


—Eso déjamelo a mí.


—De acuerdo —deseando sentir los brazos de Pedro a su alrededor, apoyó la cabeza en su hombro—. Hay otra conexión posible. Quizá pienses que está fuera de lugar, pero no puedo evitar pensar en ella.


—Dime.


—Hace un par de meses, Teo fue a dar un paseo por los acantilados. Encontró a Fred. Nunca hemos sido capaces de averiguar qué hacía aquel cachorro por allí solo. Me ha hecho pensar en el perrito que Bianca les llevó a los
niños, aquel por el que discutió tan amargamente con Felipe el día antes de morir —dejó escapar un largo suspiro—. También pienso en esos niños. Me resulta difícil imaginarme a mi abuelo como un niño pequeño. Nunca lo conocí porque murió antes de que yo naciera. Pero puedo imaginármelo en la puerta de la habitación de su madre, sufriendo. Y me rompe el corazón.


—Chss —Pedro tensó su abrazo—. Es mejor pensar que Bianca encontró la felicidad con ese pintor. ¿No puedes imaginártela corriendo a buscarlo por los acantilados, disfrutando a escondidas de unas horas de sol o buscando algún lugar tranquilo en el que pudieran estar solos?


—Sí —curvó los labios sobre el cuello de Pedro—. Sí, puedo. Quizá sea esa la razón por la que me gusta tanto estar en la torre. Bianca no era desgraciada cuando estaba en ella y podía pensar libremente en Christian.


—Y si hay justicia en el mundo, seguro que ahora están juntos.


Paula inclinó la cabeza para mirarlo.


—Eres terriblemente bueno para mí. Te voy a proponer una cosa, ¿por qué no aprovechamos la piscina que tenemos ahí abajo? Me gustaría nadar contigo en una situación que no sea de vida o muerte.


Pedro le dio un beso en la frente.


—Has tenido una idea magnífica.




CAPITULO 59 (TERCERA HISTORIA)




Era una anciana. Permanecía sentada, con un aspecto tan frágil y quebradizo como una copa antigua, a la sombra de un olmo viejo. Cerca de ella, unos alegres y coloridos pensamientos disfrutaban del sol y flirteaban con los zánganos que zumbaban a su alrededor. Los residentes caminaban por los senderos empedrados que cruzaban los jardines de Madison House. Algunos lo hacían en silla de ruedas, eran empujados por familiares o trabajadores de la residencia; otros caminaban, por parejas o solos, con el cuidado y la indecisión de la edad.


Había pájaros cantando. Las mujeres escuchaban y movían suavemente la cabeza, negándose a rendirse a la artritis. La mujer que iban a visitar llevaba unos pantalones de color rosa y una blusa de algodón que le había regalado una de sus bisnietas. A ella siempre le habían gustado los colores vivos. Y algunas cosas no cambiaban con la edad.


Su piel era oscura y con tantas arrugas como un mapa antiguo. Hasta dos años antes, había vivido sola, cuidando de su propio jardín y haciéndose ella sola la comida. Pero una caída, una desgraciada caída, la había dejado impotente y dolorida en la cocina durante cerca de doce horas y se había convencido a sí misma de que necesitaba un cambio.


Tenía compañía cuando quería e intimidad cuando no la deseaba. Millie Tobías imaginaba que, a los noventa y ocho años, se había ganado el derecho a elegir.


Se alegraba de tener visitas. Sí, pensó mientras tejía, claro que le gustaba. El día había comenzado bien. Se había levantado sin más achaques de los habituales.


La cadera le tiraba un poco, lo que quería decir que pronto iba a llover. Pero no importaba, reflexionó. La lluvia era buena para las flores.


Sus manos continuaban tejiendo, pero rara vez las miraba. Sabían perfectamente lo que tenían que hacer con las agujas y la lana. En vez de mirar su tejido, observaba el camino, ayudando a sus ojos con unas gruesas lentes. Vio a la joven pareja, un joven delgado con el pelo desgreñado y oscuro; la chica esbelta, con un ligero vestido de verano y el pelo del color de las hojas en otoño.


Se acercaban a ella tomados de la mano. Millie tenía una foto de dos jóvenes amantes y decidió que eran tan hermosos como los de su foto.


Sus manos continuaron tejiendo cuando los jóvenes abandonaron el camino para reunirse con ella a la sombra del árbol.


—¿Señora Tobías?


Millie estudió a Pedro, vio unos ojos sinceros y una sonrisa tímida.


—Ajá —dijo—. Y usted debe ser el doctor Alfonso —su voz conservaba el marcado acento del este—. La gente se doctora muy joven en esta época.


—Sí, señora. Esta es Paula Chaves.


No había un gramo de timidez en todo su cuerpo, decidió, y no le disgustó en absoluto que Paula se sentara en la hierba para admirar su tejido.


—Es precioso —Paula lo acarició con un dedo—. ¿Qué va a ser?


—Lo que él mismo quiera. Eres de la isla.


—Sí, nací aquí.


Millie dejó escapar un suspiro.


—No he vuelto a la isla desde hace treinta años. No soporto vivir allí después de haber perdido a mi Tom. Pero todavía echo de menos el sonido del mar.


—¿Estuvieron mucho tiempo casados?


—Cincuenta años. Y disfrutamos de una vida muy hermosa. Tuvimos ocho hijos y los vimos crecer a todos ellos. Ahora tengo veintitrés nietos, quince bisnietos y siete tataranietos —soltó una carcajada—. A veces tengo la sensación de haber propagado yo sola todo este viejo mundo. Saca las manos de los bolsillos, muchacho —le dijo a Pedro—. Y siéntate aquí, para que no tenga que estirar el cuello —esperó hasta que Pedro se sentó—. ¿Esta es tu novia? —le preguntó.


—Ah… bueno.


—¿Es o no es? —exigió Millie, mostrando sus dientes en una radiante sonrisa.


—Sí, Pedro —Paula le dirigió una divertida y perezosa mirada—. ¿Es o no es?


Acorralado, Pedro dejó escapar un bufido.


—Supongo que podría decirse que sí.


—Es de reacciones lentas, ¿verdad? —le dijo a Paula y le guiñó un ojo—. No hay nada de malo en eso. Te pareces a ella —dijo bruscamente.


—¿A quién?


—A Bianca Chaves. ¿No es de ella de quien queréis hablarme?


Paula posó la mano en el brazo de Millie. Su carne era tan fina como el papel.


—La recuerda.


—Ajá. Era una gran dama. Hermosa y con un buen corazón. Adoraba a sus hijos. Muchas de las ricas damas que veraneaban en la isla estaban encantadas dejando a sus hijos al cuidado de las niñeras, pero a la señora Chaves le gustaba cuidarlos personalmente. Le gustaba dar paseos con ellos y pasaba muchas horas en el cuarto de juegos. Subía a verlos antes de dormir, todas las noches, a menos que su marido tuviera algún plan y la hiciera salir antes de que los niños se hubieran acostado. Era una buena madre, y creo que de una mujer no se puede decir nada mejor.


Millie asintió con firmeza y volvió a animarse a hablar cuando vio que Pedro estaba tomando notas.


—Trabajé en Las Torres tres veranos, en el doce, el trece y el catorce —y con aquel curioso efecto de la edad en la memoria, podía recordarlo todo con perfecta claridad.


—¿Le importa? —Pedro sacó una pequeña grabadora—. Nos ayudará a recordar lo que nos diga.


—En absoluto —de hecho, la complacía terriblemente. Se sentía como si estuviera en un programa de televisión. Sus dedos dejaron de trabajar mientras se instalaba más cómodamente en la silla—. ¿Todavía vives en Las Torres? —le preguntó a Paula.


—Sí, con mi familia.


—Cuántas veces habré bajado y subido esas escaleras. Al señor no le gustaba que empleáramos la escalera principal, pero cuando él no estaba, claro que la utilizaba, y me sentía como si fuera una dama; regodeándome en el frufrú de las faldas y alzando la nariz. En aquella época y o estaba bastante bien. Y utilizaba mi aspecto para coquetear con el jardinero. Pero solo era una forma de poner celoso a Tom, y de esa forma conseguí que se diera más prisa.


Suspiró y se recostó en el asiento.


—Nunca había visto una casa como aquella. Los muebles, los cuadros, la cristalería. Una vez a la semana, limpiábamos todas las ventanas con vinagre y resplandecían como diamantes. Y a la señora siempre le gustaba tener flores frescas por todas partes. Ella misma cortaba las rosas y las peonías del jardín o salía a buscar orquídeas silvestres.


—¿Qué puede decirnos del verano en el que murió? —la interrumpió Pedro.


—La señora pasaba mucho tiempo en la habitación de la torre, mirando a los acantilados o escribiendo su libro.


—¿Su libro? —intervino Paula—. ¿Se refiere a su diario?


—Supongo que era algo así. A veces la veía escribir cuando le subía el té. Ella siempre me daba las gracias. Y me llamaba por mi nombre. «Gracias, Millie» , me solía decir, «hace un buen día» , o «no tenías que haberte molestado, Millie, ¿cómo está tu novio?» . Era tan amable —sus labios se tensaron—. Sin embargo, el señor no era capaz de decirte una sola palabra. Para el caso que nos hacía, podíamos haber sido un pedazo de madera.


—No le gustaba —señaló Pedro.


—Yo no soy quién para decir si me gustaba o no, pero sí puedo decir que no he conocido a un hombre más duro y frío en mi vida. Las otras chicas y yo hablábamos a veces de él. ¿Cómo una mujer tan dulce y adorable podía estar casada con un hombre como aquel? Yo diría que por dinero. Oh, tenía unos vestidos preciosos, joyas, asistía a todo tipo de fiestas… Pero no era feliz. Sus ojos siempre estaban tristes. Salían algunas noches y otras las pasaban en casa. Él casi siempre se dedicaba a sus cosas, a los negocios y a la política, apenas prestaba atención a su esposa y mucho menos a sus hijos. Aunque al mayor parecía tenerle cariño.


—Elias —le comentó Paula—. Mi abuelo.


—Era un buen chico, y muy travieso. Le gustaba deslizarse por la barandilla y jugar en el barro. A la señora no le importaba que se ensuciara, pero tenía que asegurarse de que estuviera bien limpio para cuando llegaba el señor a casa. Era un hombre duro ese Felipe Chaves. ¿Alguien puede asombrarse de que esa pobre mujer buscara a alguien más amable?


Paula cerró la mano sobre la de Pedro.


—¿Sabía que se veía con otro hombre?


—Yo era la encargada de limpiar la torre. En más de una ocasión me asomaba a la ventana y la veía correr por los acantilados. Allí se encontraba con un hombre. Ya sé que era una mujer casada, pero a mí no me corresponde juzgarla. Cada vez que volvía después de haberlo visto, parecía feliz. Al menos durante unas horas.


—¿Sabe quién era él? —le preguntó Pedro.


—No. Un pintor, creo, porque a veces llevaba un caballete. Pero nunca se lo pregunté a nadie, y tampoco conté lo que había visto. Era el secreto de la señora. Se merecía al menos un secreto.


Como sus manos estaban ya cansadas, las posó en su regazo.


—El día antes de que muriera, les trajo un cachorro a los niños. Un perro perdido que se había encontrado en los acantilados. Dios, qué conmoción. Los niños se volvieron locos con ese perro. La señora hizo que uno de los jardineros llenara un balde en el patio y entre ella y los niños bañaron al cachorro. Reían
cuando el perro aullaba. La señora echó a perder su vestido. Después, yo ayudé a la niñera a cambiar a los niños. Fue la última vez que los vi felices.


Se interrumpió un instante para ordenar sus pensamientos y fijó la mirada en dos mariposas que volaban hacia los pensamientos.


—Hubo una discusión terrible cuando el señor volvió a casa. Hasta entonces, nunca había oído a la señora levantarle la voz. Estaban en el salón y yo en el pasillo. Podía oírlos perfectamente. El señor no quería tener al perro en casa. Por supuesto, los niños estaban llorando, pero él dijo, con toda su frialdad, que la
señora tenía que entregar el perro a los sirvientes para que se deshicieran de él.


Paula sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.


—¿Pero por qué?


—No era suficientemente bueno para ellos porque no era un perro de raza. La niña se enfrentó directamente a su padre y a él no pareció importarle lo pequeña que era. Yo pensé que iba a pegarle, pero la señora les dijo a sus hijos que se llevaran al perro y subieran con la niñera. Después de aquello, todo fue mucho peor. La señora estaba demasiado furiosa para contenerse. Yo jamás habría dicho que tenía tanto genio, pero aquella noche lo demostró. El señor le dijo cosas terribles, cosas terribles. Le dijo que se iba a ir a Boston unos días y
que, mientras él estuviera fuera, debía deshacerse del perro y recordar cuál era su lugar. Cuando salió del salón, su rostro… nunca lo olvidaré. Parecía un loco, me dije a mí misma, y me asomé al salón donde estaba la señora, blanca como un fantasma, sentada en una silla y llevándose una mano al cuello. A la noche siguiente, estaba muerta.


Pedro no dijo nada durante unos segundos. Lilah desvió la mirada y pestañeó para contener las lágrimas.


—Señora Tobías, ¿oyó algo sobre que Bianca quería abandonar a su marido?


—Más tarde sí. El señor echó a la niñera, a pesar de que esos pobres niños estaban casi enfermos de tristeza. Ella, Mary Beals se llamaba, quería a esa mujer y a sus hijos como si fueran su propia familia. La vi en el pueblo el día que llevaban a la señora a Nueva York para enterrarla. Me dijo que la señora jamás se habría suicidado, que nunca les habría hecho una cosa así a sus hijos. Insistió en que había sido un accidente. Y después me dijo que la señora había decidido marcharse, que había llegado a la conclusión de que no podía seguir con el señor. Iba a llevarse a los niños. Mary Beals me dijo que pensaba irse a Nueva York y que pensaba quedarse con los niños dijera lo que dijera el señor Chaves. Más tarde me enteré de que Mary Beals había sido despedida.


—¿Alguna vez vio las esmeraldas de los Chaves, señora Tobías? —le preguntó Pedro.


—Ajá. Bastaba verlas una vez para no olvidarlas nunca. Cuando la señora las llevaba, parecía una reina. Desaparecieron la noche que murió —una débil sonrisa asomó a sus labios—. Conozco la leyenda, chico. Podría decir que la viví.


Nuevamente serena, Paula volvió a mirar a la anciana.


—¿Tiene alguna idea de lo que ocurrió con ellas?


—Sé que Felipe Chaves nunca las tiró al mar. Estaba demasiado aferrado a su dinero para malgastar un solo penique. Si ella pretendía dejarlo, es posible que decidiera llevárselas. Pero él regresó, ya ve.


Pedro frunció el ceño.


—¿Que regresó?


—El señor volvió la misma tarde que la señora murió. Por eso escondió ella las esmeraldas. Pero la pobre nunca tuvo oportunidad de llevárselas.


—¿Y dónde…? —murmuró Paula—. ¿Dónde pudo guardarlas?


—En una casa tan grande es imposible saberlo —Millie retomó su labor—. Yo volví para empaquetar sus cosas. Fue un día muy triste. Era imposible no llorar. Envolvimos sus adorables vestidos en papel de seda y los guardamos en un baúl. Nos dijeron que despejáramos completamente la habitación, tuvimos que sacar de allí hasta sus cepillos y sus perfumes. El señor no quería que quedara nada de ella en la casa. Yo no volví a ver las esmeraldas nunca más.


—¿Ni tampoco su diario? —Pedro esperó mientras Millie apretaba los labios—. ¿Encontraron su diario en su habitación?


—No —sacudió la cabeza lentamente—. No había ningún diario.


—¿Y algunos objetos de escritorio, cartas, tarjetas…?


—Su papel de cartas estaba en el escritorio y también el librito en el que apuntaba sus citas, pero no vi el diario. Lo sacamos todo, no dejamos ni una horquilla. Al verano siguiente, el señor regresó. Mantuvo la que había sido la habitación de la señora cerrada y no quedaba una sola huella de ella en la casa. Las fotografías, los cuadros, habían desaparecido. Los niños apenas reían. Una vez me encontré al más pequeño de los chicos en la puerta de la habitación de su madre, mirándola fijamente. Yo dejé el trabajo a mitad del verano. No podía soportar trabajar en aquella casa con el señor. Se había convertido en un hombre todavía más frío, más duro. A veces subía a la habitación de la torre y se quedaba allí sentado durante horas. Aquel verano me casé con Tom y, desde entonces, nunca regresé a Las Torres.



CAPITULO 58 (TERCERA HISTORIA)




Mientras el sol se ponía tras las colinas del oeste, ellos caminaban por una playa de piedras situada en el extremo sur de la isla. El agua estaba tranquila, apenas susurraba sobre los montículos de cantos rodados. A medida que se acercaba la noche, el cielo y el mar se iban fundiendo en un azul intenso. Una gaviota solitaria, de camino a casa, voló sobre sus cabezas, con un largo y desafiante grito.


Este es un lugar especial —le explicó Paula. Posó la mano en la de Pedro y se acercó al borde del agua—. Un lugar mágico. Hasta el aire es diferente en esta zona —cerró los ojos para respirarlo—. Está lleno de energía.


—Es hermoso —se inclinó para tomar una piedra y sentir su textura—. La isla parece estar fundiéndose con el crepúsculo.


—Vengo aquí a menudo, solo para sentir. Tengo la sensación de haber estado aquí antes.


—Acabas de decir que vienes muy a menudo.


Paula sonrió y lo miró con expresión dulce y soñadora.


—Me refiero hace cien años, o quinientos. ¿Tú no crees en la reencarnación, profesor?


—La verdad es que sí. Preparé un ensayo sobre la reencarnación en la facultad y, después de terminar la investigación, descubrí que era una teoría bastante viable. Cuando se aplica a la historia…


Pedro —Paula enmarcó su rostro con las manos—. Estoy loca por ti —curvó los labios en una sonrisa y los fundió con los suyos, que continuaron sonriendo cuando ella se apartó.


—¿Y eso por qué?


—Porque puedo imaginarte enterrado entre un montón de libros y tomando notas, con el pelo cayendo sobre tu frente y el ceño fruncido, como cuando estás concentrándote en algo, obstinado en descubrir la verdad.


Frunciendo el ceño, Pedro se cambió la piedra de mano.


—Es una imagen bastante aburrida.


—No, no lo es —inclinó la cabeza y lo estudió con atención—. Es auténtica y admirable. Incluso valiente.


Pedro soltó una risa seca.


—Encerrarte en una biblioteca no infunde ningún valor. Cuando era niño, era una forma buena de escapar. Nunca tenía asma leyendo un libro. Solía esconderme entre libros —continuó—. Me divertía mucho imaginándome a mí mismo navegando con Magallanes o explorando con Lewis y Clarck, muriendo en el Álamo o marchando a través de un campo en Antietam. Entonces mi padre…


—¿Tu padre qué?


Sintiéndose incómodo, Pedro se encogió de hombros.


—Él esperaba algo diferente de mí. Había sido una estrella del fútbol en la universidad. Durante una temporada estuvo jugando con un equipo semiprofesional. Es la clase de hombre que no ha estado enfermo un solo día de su vida. Le gusta beberse unas cuantas cervezas los sábados por la noche y salir a cazar cuando se abre la veda. Y yo me mareaba en cuanto me ponía una carabina en la mano —tiró la piedra—. Quería hacer de mí un hombre, pero
nunca lo consiguió.


—Lo has hecho tú mismo —le tomó las manos, temblando de enfado por aquel hombre que no había sido capaz de apreciar ni comprender el regalo que le había sido entregado—. Si no está orgulloso de ti, la carencia es suya, no tuya.


—Es una bonita idea —estaba más que avergonzado por haber sacado aquellos viejos y dolorosos sentimientos a la luz—. En cualquier caso, seguí camino. Me sentía mucho más cómodo en clase que cuando estaba en el campo de fútbol. Y tal como lo veo, si no hubiera estado escondido en la biblioteca durante todos estos años, no estaría ahora mismo aquí contigo. Que es exactamente donde quiero estar.


—Esa sí que es una idea bonita.


—Si te digo que eres preciosa, ¿esta vez no me pegarás?


—Esta vez no.


Pedro la estrechó contra él. Quería estar abrazado a ella mientras caía la noche.


—Tengo que ir a Bangor un par de días.


—¿Para qué?


—He localizado a una mujer que trabajó como doncella en Las Torres el año que murió Bianca. Está viviendo en una residencia en Bangor y ya lo he arreglado todo para poder entrevistarla —inclinó el rostro de Paula—. ¿Quieres venir conmigo?


—En cuanto haya reorganizado mi horario.



Cuando los niños se quedaron dormidos, le conté mis planes a la niñera. Sabía que le sorprendía que pudiera hablar de dejar a mi marido. Intentó disuadirme.


¿Cómo podía explicarle que no era el pobre Fred el que había motivado mi decisión? Aquel incidente me había hecho darme cuenta de lo inútil que era mantener un matrimonio asfixiante y desgraciado. ¿Me había convencido a mí misma de que lo hacía por los niños? Su padre no era capaz de verlos como niños que necesitaban ser amados y cuidados. Los consideraba como una especie de rehenes. 


Elias y Sergio tendrían que ser moldeados a su imagen, borraría de ellos cualquier rasgo que considerara una debilidad. Carolina, mi dulce pequeña, sería ignorada hasta que llegara el momento de casarla y, a través de su matrimonio, obtener algún beneficio o cambio de estatus que favoreciera a toda la familia.


Yo no tendría nada que hacer. Felipe, estaba segura, pronto me arrebataría el control de mis hijos. Su orgullo se lo exigía. Cualquier institutriz que él eligiera obedecería sus órdenes e ignoraría las mías. Los niños se verían atrapados en medio de un error que yo misma había cometido.


En cuanto a mí, él se daría cuenta de que había llegado a convertirme en poco más que un adorno en su mesa. Si lo desafiaba, tendría que pagar por ello. No tenía duda de que pretendía castigarme por haber cuestionado su autoridad delante de nuestros hijos. No sabía si sería un castigo físico o emocional, pero estaba segura de que sería severo. Podía disimular mi infidelidad delante de los niños, pero no podría ocultar mi abierta animadversión.


De modo que me llevaría a mis hijos. Buscaría algún lugar en el que pudiéramos desaparecer. 


Pero antes, me iría con Christian.


La luna estaba llena y soplaba la brisa aquella noche. Me puse la capa, ocultando la cabeza en la capucha. El cachorro se acurrucaba en mi pecho. Fui en el carruaje hasta el pueblo y desde allí caminé hasta su casa, sintiendo el olor del mar y las flores a mi alrededor. Mi corazón latía con tanta fuerza que me ensordecía mientras llamaba a su puerta. 


Aquel era el primer paso. Una vez dado, no podría retroceder.


Pero no era el miedo, no era el miedo el que me hacía temblar mientras él me abría la puerta. Era un inmenso alivio. En cuanto lo vi, supe que ya había tomado una opción.


—Bianca —me dijo Christian—. ¿Qué estás haciendo aquí?


—Tengo que hablar contigo.


Christian ya me estaba empujado al interior. Vi entonces que había estado leyendo a la luz de la lámpara. Su cálido resplandor y el olor de sus pinturas me relajaron más que las palabras. Dejé el cachorro en el suelo y este comenzó a explorar todos los rincones de la casa.


Christian me hizo sentarme y, sin duda consciente de mi nerviosismo, me trajo un brandy. Mientras lo bebía, le conté la escena con Felipe. Aunque le pedía que permaneciera en calma, podía ver su rostro, la violencia que en él se reflejaba cuando le conté cómo había cerrado las manos sobre mi cuello.


—¡Dios mío! —sin más, se agachó a mi lado y acarició mi cuello. Yo entonces no sabía que quedaban las marcas de los dedos de Felipe.


Los ojos de Christian se oscurecieron. Se aferró a los brazos de la silla antes de comenzar a levantarse.


—Lo mataré.


Tuve que agarrarlo para impedir que saliera violentamente de la cabaña. Tenía tanto miedo que no estaba segura de lo que dije, aunque sé que le expliqué que Felipe se había ido a Boston y que yo ya no podía soportar más violencia. Al final fueron mis lágrimas las que lo detuvieron. 


Me abrazaba como si fuera una niña, me mecía y me consolaba mientras yo desahogaba toda mi desesperación.


Quizá debería haberme avergonzado de suplicarle que nos llevara lejos a mí y a mis hijos, por depositar en él tamaña responsabilidad. Si él se hubiera negado, sé que me habría ido sola, que habría llevado a mis tres pequeños a cualquier ciudad tranquila de Inglaterra o Irlanda. Pero Christian secó mis lágrimas.


—Por supuesto que nos iremos. No pienso dejar que tus hijos o tú tengáis que pasar una sola noche más bajo el mismo techo que tu marido. No permitiré que vuelva a ponerte una mano encima. Será difícil, Bianca. No podréis disfrutar de la clase de vida a la que estáis acostumbrados. Y el escándalo…


—No me importa el escándalo. Los niños necesitan sentirse seguros y a salvo —me levanté entonces y comencé a caminar—. No puedo estar segura de qué es lo mejor. Me he pasado noche tras noche desvelada en la cama, preguntándome si tenía derecho a amarte, a desearte. Hice unos votos, unas promesas, y tengo tres hijos —me cubrí el rostro con las manos—. Una parte de mí sufre al pensar en romper esas promesas, pero debo hacer algo. Creo que me volveré loca si no lo hago. Dios podrá perdonarme, pero yo no podré soportar toda una vida de infidelidad.


Christian me tomó las manos para apartarlas de mi rostro.


—Nosotros tenemos que estar juntos. Lo sabemos, los dos, desde la primera vez que nos vimos. Yo me he conformado con las pocas horas que pasábamos juntos porque sabía que estabas a salvo. Pero ahora no voy a quedarme quieto, viendo cómo entregas tu vida a un hombre que te maltrata. Desde esta noche eres mía, y serás mía para siempre. Nada ni nadie podrá cambiar eso.


Lo creí. Con su rostro tan cerca del mío, y sus ojos grises tan claros y seguros, lo creí. Y lo necesité.


—Entonces, esta noche, hazme tuya.


Me sentí como una recién casada. En cuanto me tocó, supe que jamás me habían acariciado. Sus ojos estaban fijos en los míos mientras me quitaba las horquillas que sujetaban mi pelo. Sus dedos temblaban. Nada, nada me había conmovido nunca tanto como saber que tenía la capacidad de hacerlo temblar. 


Sus labios rozaban con una infinita delicadeza los míos a pesar de que sentía la tensión vibrando en todo su cuerpo. Bajo la luz de la lámpara, me desabrochó el vestido y se desabrochó la camisa. Y un pájaro comenzó a cantar en el bosque.


Por su manera de mirarme, supe que le gustaba. 


Lentamente, casi tortuosamente, se deshizo de la combinación y el corsé. Entonces acarició mi pelo, deslizando las manos por él.


—Algún día te retrataré así mismo —murmuró.


Me levantó en brazos y pude sentir su corazón latiendo en su pecho mientras me llevaba al dormitorio.


La luz era de plata, el aire como el vino. No hubo ninguna prisa en aquella unión forjada en la oscuridad, sino que fue una danza tan elegante y estimulante como un vals. No importaba lo imposible que pareciera, era como si hubiéramos hecho el amor infinitas veces, como si yo hubiera sentido aquel cuerpo firme y duro contra el mío noche tras noche.


Aquel era un mundo que hasta entonces no había conocido y, sin embargo, me resultaba dolorosa y bellamente familiar. Cada movimiento, cada suspiro, cada deseo era natural como respirar. Incluso cuando la urgencia me dejó casi sin sentido, la belleza no disminuyó. Mientras Christian me amaba, supe que había encontrado algo que cualquier alma anhelaba: el amor.


Dejarlo fue lo más difícil que había hecho en mi vida. Aunque nos dijimos el uno al otro que aquella sería la última vez que nos separarían, prolongamos cuanto fue posible aquella noche de amor. Casi había amanecido cuando regresé a Las Torres. Cuando entré en mi casa, supe que la echaría terriblemente de menos.


Aquel, más que cualquier otro lugar en mi vida, había sido mi hogar. Christian y yo, con los niños, tendríamos un nuevo hogar, pero yo siempre llevaría Las Torres en mi corazón.


Eran pocas las cosas que podía llevarme. En aquel tranquilo amanecer, hice una pequeña maleta. La niñera me ayudaría a organizar todo aquello que los niños podrían necesitar, pero mi maleta quería hacerla sola. Quizá era un símbolo de independencia. Y quizá fue esa la razón por la que pensé en las esmeraldas. Eran la única cosa que Felipe me había regalado y que consideraba mía. Había veces
en las que las había odiado, sabiendo que me habían sido entregadas como premio por haber dado a luz un heredero.


Pero eran mías, de la misma forma que mis hijos eran míos.


Creo que no pensé en su valor económico cuando las tomé, las sostuve en mis manos y observé su intenso resplandor a la luz de la lámpara. Aquellas esmeraldas las heredarían mis hijos, y los hijos de mis hijos, como un símbolo de libertad y esperanza. Y, junto a Christian, de amor.


Cuando amaneció, decidí guardarlas junto a este diario en un lugar seguro hasta que me reuniera con Christian otra vez.