lunes, 5 de agosto de 2019

CAPITULO 29 (QUINTA HISTORIA)




Paula no solía soñar despierta. Años de disciplina le habían enseñado que solo podía soñar mientras dormía, no en mañanas lluviosas como aquella, con la niebla rodeando la casa y los cristales de las ventanas mojados. Tenía el ordenador encendido y la barbilla apoyada en la mano, mientras no dejaba de recordar, como en días anteriores, un paseo a la luz de la luna, entre flores silvestres y con el rumor del mar de fondo.


Una y otra vez, pensaba en aquella noche, pero trataba de recurrir a la lógica. No podía, y pensaba que no debía olvidar que la única relación amorosa de su vida había sido una ilusión, una mentira que había servido para traicionar su inocencia, sus sentimientos y su futuro. Se había creído inmune, hasta conocer a Pedro.


¿Qué debía hacer después de que su vida hubiera tomado un giro tan desesperado? Después de todo, ya no era una niña que creyera en promesas o que necesitara palabras de aliento. Sabía cuáles eran sus necesidades, pero ¿podía satisfacerlas sin verse herida?


Cuánto deseaba que su corazón no se hubiera visto implicado. Cuánto deseaba ser inteligente, avispada y experimentada, para ser capaz de mantener una relación exclusivamente física.


¿Por qué no podía bastar la atracción y el afecto y el respeto? Sería una ecuación tan sencilla. Dos adultos, más deseo, comprensión y pasión igual a placer mutuo.


Qué pena que una fracción escondida desechara una solución tan sencilla.


—Paula.


—Mmm —dijo levantando la cabeza—. Oh, no te había oído entrar.


Era Susana.


—Estabas en otra parte —dijo esta.


Paula trató de ocultar su sonrojo moviendo papeles de aquí para allá.


—Supongo que sí. Será por la lluvia.


—A mí me encanta —dijo Susana—. Y me pasa lo mismo que a ti. Pero me temo que a los turistas no les pasa lo mismo.


—A Kevin la niebla le ha encantado, hasta que le he dicho que por ella no podía ir a los acantilados.


—Y los planes de asalto de Alex y Jazmin a Fort Alfonso han sido pospuestos. Están en la habitación de Kevin, defendiendo el planeta de los alienígenas. Es maravilloso verlos juntos.


—Lo sé, se llevan muy bien.


Susana sonrió.


—¿Qué tal el trabajo? —preguntó.


—Va bien. Amelia ha llevado las cuentas muy ordenadamente, de modo que solo tengo que pasarlas a mi sistema contable y archivarlas en el ordenador.


—Es un gran alivio para ella que estés aquí. Algunos días tenía que hacer facturas mientras hablaba por teléfono o daba de mamar a Delia.


Ante aquella imagen, Paula sonrió.


—Me lo imagino, es muy trabajadora.


—Y muy ordenada, lo que más odia de este mundo es el desorden. Supongo que puedes entenderlo.


—Sí, lo entiendo —dijo Paula, jugando con un lápiz entre los dedos—. Estaba preocupada por tener que venir aquí y traer a Kevin. Además, temía que tú, Susana, no me recibieras bien. Temía decir algo que te hiciera sentir incómoda.


—¿No es pasado ya todo aquello, Paula?


—Para ti sí —dijo Paula, dejando el lápiz sobre la mesa—. Pero tal vez sea un poco más duro cuando se es la otra.


—Pero ¿quién era la otra? ¿Tú o yo?


Paula negó con la cabeza.


—No puedo decir que me gustaría volver atrás y cambiar las cosas, porque si lo hiciera, no tendría a Kevin —dijo, y miró a Susana a los ojos—. Sé que consideras a Kevin como un hermano para tus hijos y que lo quieres.


—Sí, es verdad.


—Quiero que sepas que yo también considero a tus hijos como mi familia y los quiero.


Susana puso una mano sobre la de Paula.


—Lo sé. Venía, entre otras razones, a pedirte que dejaras que Kevin se viniera a casa. Alex y Jazmin quieren que lo invitemos a comer.


—Me parece bien.


—Otra cosa. ¿Has visto a la tía Coco?


—Solo un momento, justo después del desayuno. ¿Porqué?


—¿Estaba cantando?


—Pues la verdad es que sí —dijo Paula—. Me parece que últimamente canta mucho.


—Hace un momento también estaba cantando, y se ha puesto su mejor perfume —dijo Susana, y se mordió el labio, incómoda—. Me preguntaba si el padre de Teo… Ha vuelto a Boston, así que pensé que no había por qué preocuparse. Es un hombre encantador y lo queremos mucho, pero… se ha casado cuatro veces y me parece que es un conquistador.


—Ya me he dado cuenta —dijo Paula, y después de un pequeño debate sobre la intimidad de las personas, se aclaró la garganta—. Pero creo que Coco no… no mira en esa dirección.


—¿No?


—El Holandés —dijo Paula.


Susana se quedó de piedra.


—¿Cómo?


—Creo que El Holandés… y ella…


—¿El Holandés? ¿Nuestro Holandés? Pero si siempre se está quejando de él y se mete con él a la menor oportunidad. Si se están peleando continuamente y… —dijo, y se tapó la boca con la mano—. Oh…


Se miraron a los ojos y luego se echaron a reír.


Paula se dijo que Susana era como una hermana para ella y se sentía muy bien en aquella conversación familiar. Después de contarle que había visto a Coco y a El Holandés abrazados en la cocina, le contó la escena de la terraza.


—Saltaban chispas. Primero, pensé que se iban a pegar, luego me di cuenta de que se trataba más bien de un ritual de apareamiento.


—¿Un ritual de apareamiento? Paula, ¿crees que…?


—Susana, Coco no para de cantar.


—Es verdad —dijo Susana, sopesó la idea un momento y le gustó—. Creo que me voy a dejar caer por la cocina antes de irme, para comprobar cómo va el ambiente.


—Ya me contarás qué ves.


—Por supuesto —dijo Susana y, sonriendo, se dirigió hacia la puerta—. Supongo que fue la luna.


—Tal vez —murmuró Paula—. Sí, la luna.


Susana la miró.


Pedro es todo un hombre.


—Creía que estábamos hablando de El Holandés.


—Estábamos hablando de amor —dijo Susana—. Hasta luego.


Paula frunció el ceño. ¿Tan evidente era?




CAPITULO 28 (QUINTA HISTORIA)




Su silueta se recortaba en el jardín, iluminado por la luz de la luna.


—Estás complicando las cosas, Pedro.


—Simplificándolas —corrigió Pedro—. No hay nada más sencillo que un paseo a la luz de la luna.


—Pero tú no esperas que todo se quede en esto.


—No. Pero seguimos yendo a tu ritmo, Pau —dijo Pedro, y se llevó la mano de Paula a los labios; Luego empezaron a ascender por la colina—. Necesito estar contigo. Es un fastidio, pero no puedo evitarlo, así que me he dicho, ¿por qué no, en vez de luchar contra ello, dejarse llevar?


—No soy una mujer sencilla —dijo Paula. Ojalá pudiera serlo, aunque solo fuera por aquella noche—. Tengo recuerdos, y rencores e inseguridades. Ni siquiera me había dado cuenta de que estaban ahí hasta que te he conocido, pero no quiero que vuelvan a hacerme daño.


—Nadie va a hacerte daño —dijo Pedro, y le puso un brazo sobre los hombros—. Mira qué grande está la luna. ¿Ves Venus y la pequeña estrella que lo guía? Y Orión, ¿lo ves? —dijo tomando la mano de Paula y trazando las estrellas como había trazado la travesía sobre la carta marina.


—Sí.


Paula observó sus manos unidas, trazando caminos en las estrellas mientras la brisa ascendía desde el mar y movía las flores que crecían en las rocas.


Romántico, misterioso, había dicho Coco. Y lo era, y Paula se dio cuenta de que era mucho más sensible a aquellas cualidades de lo que ella había sospechado.


Sentía su cálido y fuerte cuerpo contra ella. Su sangre latía a toda velocidad.


Se sentía viva. El viento, el mar y el hombre que tenía a su lado, la hacían sentirse muy viva.


Y tal vez hubiera algo más: los fantasmas de los Calhoun. Las colinas parecían invitar a los espíritus a caminar llenando el aire de un amor que duraría para siempre.


—Escucha —dijo Pedro con un murmullo—. Cierra los ojos y escucha, y podrás oír cómo respiran las estrellas.


Paula obedeció y escuchó el susurro del aire, y el de su propio corazón.


—¿Por qué me haces sentir así?


—No tengo respuesta. No todo se resuelve con la lógica —dijo Pedro, y como necesitaba ver el rostro de Paula, hizo que girase la cabeza—. ¿Qué tal el dolor de cabeza?


—Ya no me duele, casi.


—No, no abras los ojos —dijo Pedro y, suavemente, la besó en los ojos, y luego en
todo el rostro—. Bésame tú.


¿Cómo podía no hacerlo, pensó Paula, cuando la boca de Pedro era tan tentadora?


Se rindió y se dejó llevar por su corazón. Solo aquella noche, se dijo.


Aquel ligero cambio casi deshizo a Pedro. Paula temblaba entre sus brazos, suplicante, y sus besos, vacilantes, lo excitaban. Le costó toda su fuerza de voluntad no tirar de ella y estrecharla entre sus brazos.


Sabía que ella no se resistiría. Quizá, desde el principio, sabía que el embrujo de aquellas colinas se apoderaría de ellos, los seduciría… y le recordaría que debía cuidar de ella.


—Te deseo, Paula —dijo, y la besó en el cuello—. Te deseo tanto que me duele.


—Lo sé. Ojalá… —dijo Paula, apoyando la cabeza en el hombro de Pedro—. No estoy jugando, Pedro.


—Lo sé —dijo Pedro, acariciándole el pelo a Paula—. Sería más fácil si así fuera, porque yo conozco todas las reglas. Y cómo romperlas —dijo Pedro suspirando, y la besó—. Esos ojos tuyos lo hacen muy difícil para ti —dijo, y retrocedió—. Creo que será mejor que te acompañe a casa.


Pedro —dijo Paula, apoyando una mano sobre el pecho de Pedro—. Eres el primer hombre que me ha hecho… con el que he querido estar desde que nació Kevin.


Algo brilló en los ojos de Pedro, algo salvaje y peligroso.


—¿Y crees que saber eso me lo pone más fácil? —dijo—. Paula, me estás matando —añadió a punto de estallar.


—No sé qué hacer —dijo Paula con la respiración entrecortada—. Nunca he pasado por esta situación.



—Sigue así —dijo Pedro—, y vamos a acabar en la cama esta misma noche.


Paula se estremeció, pero se sintió culpable.


—Solo quiero ser sincera.


—Pues intenta mentir, para que me sea más fácil.


—Sé mentir, pero no me parece honesto no decirte lo que siento.


Volvieron caminando hacia Las Torres y oyeron los gritos antes de llegar al jardín.


—Coco —dijo Paula.


—Y El Holandés —dijo Pedro, y apretando la mano de Paula, aceleró el paso.


—Eso es insultante y asqueroso —exclamaba Coco, tenía los brazos en jarras y miraba a El Holandés con orgullo.


El Holandés tenía los brazos cruzados. Unos brazos enormes sobre un cuerpo enorme.


—Vi lo que vi y he dicho lo que he dicho.


—Yo no estaba pegada a Teo como una… como una…


—Como una lapa —dijo El Holandés con desprecio—. Como una lapa a la quilla de un yate.


—Estábamos bailando.


—¡Ja! Eso es lo que tú dices. Yo lo llamaría de otra forma. Donde yo vengo lo llaman…


—¡Holandés! —exclamó Pedro.


—Tenías que hacer una escena —dijo Coco, mortificada, alisándose la falda del vestido.


—Eres tú la que estaba haciendo una escena, con ese tipejo delgaducho. Pero claro, como es rico, has tonteado lo que has querido.


—¿Tonteado? —dijo Coco, enfurecida—. Yo no he tonteado en mi vida. Señor, es usted despreciable.


—Yo le enseñaré lo que es ser despreciable, señora.


—¡Callad de una vez! —dijo Pedro, interponiéndose entre ellos—. Holandés, ¿qué demonios te pasa? ¿Estás borracho?


—Un par de copas de ron nunca me han hecho ningún daño —dijo El Holandés, mirando a Pedro con enfado—. La culpa la tiene ella. No te metas en esto, muchacho, todavía tengo un par de cosas que decir.


—No, ya has terminado —dijo Pedro.


—No os metáis en esto —dijo Coco. Estaba sofocada, pero su actitud era digna como la de una reina—. Prefiero arreglar esto a solas con él.


Paula le agarró el brazo con suavidad.


—Coco, ¿no crees que deberías entrar?


—No —dijo Coco con tranquilidad—. Ahora, querida, marchaos. El señor Van Home y yo preferimos hablar de esto a solas.


—Pero…


Pedro —dijo Coco—, llévate a Paula.


—Sí, señora.


Pedro condujo a Paula a las puertas de la terraza.


—¿Estás seguro de que podemos dejarlos solos?


—¿Quieres meterte en medio de eso?


Paula volvió a mirar al lugar donde sucedía la escena.


—No, me parece que no —dijo.


—Bueno, señor Van Home —dijo Coco cuando se aseguró de que volvían a estar solos—. ¿Tiene algo más que decir?


—Muchas cosas —dijo El Holandés, preparándose para la batalla—. Dile a ese ricachón que no vuelva a tocarte.


—¿Y si no quiero?


El Holandés aulló como un lobo desafiando a su pareja, pensó Coco.


—Le romperé los brazos.


Oh, Dios mío, se dijo Coco, oh, Dios mío.


—¿De verdad?


—Ponme a prueba —dijo El Holandés sacudiendo a Coco, que se dejó estrechar entre sus brazos.


Aquella vez, Coco estaba preparada para el beso y dejó que sucediera. Cuando se separaron, los dos estaban sin aliento y asombrados.


Algunas veces, se dijo Coco, era la mujer la que tenía que dar el primer paso. De modo que se humedeció los labios y tragó saliva.


—Mi habitación está en la segunda planta.


—Sé muy bien dónde está —dijo El Holandés con media sonrisa—. La mía está más cerca —dijo, y estrechó a Coco entre sus brazos. Igual que un pirata a su prisionera, pensó Coco con placer.


—Eres una mujer preciosa, Coco.


Coco se llevó la mano al corazón.


—¡Oh, Niels!





CAPITULO 27 (QUINTA HISTORIA)




—Sigue igual que siempre —dijo Lila, sentada en una mecedora mientras daba de mamar a Bianca. El silencio reinaba en la casa, que tenía las luces apagadas.


Estaba en el dormitorio de los niños. Paula estaba a su lado, le parecía la mejor manera de escapar de Pedro.



—Es… —dijo Paula, buscando una frase diplomática— toda una dama.


—Es una vieja quisquillosa —dijo Lila—. Pero la quiero.


Amelia, desde otra mecedora, suspiró.


—En cuanto se entere de la existencia del libro de Felipe —dijo—, no te va a dejar en paz.


—Te va a acosar —dijo Catalina, que acunaba a Elias.


—Te va a perseguir —concluyó Susana, cambiando los pañales de su hijo.


—Suena prometedor.


—No te preocupes —dijo Susana—. Estamos contigo.


—Estamos contigo —dijo Lila—, pero no te va a dejar en paz.


—En cuanto al libro… —dijo Paula—. He hecho copias de algunas páginas porque he pensado que podrían interesaros. Hizo muchas anotaciones sobre negocios, asuntos personales, compras. También hace inventario de las joyas de Bianca, supongo que para el seguro.


—¿Las esmeraldas? —dijo Amelia—. Y pensar en las horas que nos pasamos hojeando papeles, tratando de encontrar una prueba de que existían.


—También hay otras piezas, valoradas en cientos de miles de dólares, de 1913.


—Lo vendió casi todo —murmuró Catalina—. Hemos encontrado los documentos de venta. Se deshizo de todo lo que pertenecía a Bianca.


—Todavía duele —dijo Lila—. No el dinero, aunque Dios sabe que lo habríamos usado bien. Lo que me molesta es haber perdido todo lo que le pertenecía, y que no podremos legarle a nuestros hijos.


—Lo siento.


—No te preocupes —dijo Amelia, levantándose para dejar a Delia en su cuna—. Somos demasiado sentimentales. Supongo que todos nos sentimos muy cerca de Bianca.


—Te comprendo —dijo Paula, aunque le parecía extraño admitirlo—. Yo también lo siento. Supongo que ha sido por ver referencias a ella en el libro y su retrato en el vestíbulo —dijo, y sonrió, algo confusa—. Algunas veces, de noche, da la sensación de que está aquí.


—Por supuesto —dijo Lila—, porque está aquí.


—Perdónenme, señoras —dijo Pedro, entrando en la habitación. Parecía cómodo entre niños y madres.


Lila sonrió lentamente.


—Hola, guapo. ¿Qué te trae por aquí?


—He venido a buscar a mi chica —dijo y se acercó a Paula, tomándola del brazo.


—¿Cómo que tu chica?


—Hemos quedado para ir a dar un paseo.


—Yo no he dicho que…


—Hace una noche fantástica —dijo Susana, acunando a su hijo.


—Tengo que llevar a Kevin a la cama.


—Yo lo he llevado ya —dijo Pedro llevándosela.


—¿Que has llevado a Kevin a la cama?


—Se había quedado dormido en mis rodillas, así que me pareció lo normal. Ah, Susana, Hernan dice que podéis iros cuando quieras.


—Ahora voy —dijo Susana, pero esperó a que Paula y Pedro salieran para dirigirse a sus hermanas—. ¿Qué os parece?


Amelia sonrió.


—Creo que funciona a la perfección —dijo.


—Estoy de acuerdo —dijo Catalina dejando a Elias en su cuna—. Creía que Lila había perdido la cabeza cuando se le ocurrió unir a esos dos.


Lila bostezó.


—Nunca me equivoco —dijo y sonrió—. Apuesto a que podemos verlos desde la ventana.


—¿Espiarlos? —dijo Amelia—. Buena idea.