sábado, 29 de junio de 2019

CAPITULO 46 (TERCERA HISTORIA)






Era tan dulce, tan natural, la forma en la que la cabeza de Pedro reposaba sobre sus senos. 


Paula sonrió ante aquella sensación mientras acariciaba su pelo.


Entrelazaba una mano con la suya, como cuando se habían deslizado juntos por las cumbres más altas del placer. Medio soñando, imaginó lo que sería dormir juntos, como en aquel momento, noche tras noche.


Pedro la sintió relajarse bajo él, sintió su cuerpo cálido y flexible, y su piel todavía brillante por el rocío de la pasión. Su corazón iba disminuyendo
gradualmente el ritmo de sus latidos. Por un instante, Pedro podía fingir que aquella era una noche entre muchas. Que Paula podría llegar a pertenecerle de la forma tan íntima y compleja en la que un hombre pertenecía a una mujer.


Sabía que le había dado placer y que, durante unas horas, habían estado todo lo unidos que podían llegar a estar dos personas. Pero en aquel momento, no tenía ni la menor idea de lo que podía decir… Porque lo único que quería decir era que quería volver a hacer el amor con ella.


—¿En qué estás pensando? —le preguntó Paula.


—Mi cerebro todavía no ha empezado a trabajar.


Paula soltó una carcajada, grave y cálida. Se estiró y culebreó en la cama hasta que sus rostros quedaron a la misma altura.


—Entonces te diré lo que estoy pensando yo —acercó su boca hasta la de Pedro para detenerse en un lánguido y prolongado beso—. Me gustan tus labios — le mordisqueó tentadoramente el labio inferior—. Y tus manos, y tus hombros, y tus ojos —mientras hablaba, deslizaba el dedo por su espalda—. De hecho, en este momento no se me ocurre nada que no me guste de ti.


—La próxima vez que te haga enfadarte, te lo recordaré —acarició su pelo, porque disfrutaba viendo extenderse su melena sobre las sábanas—. Me cuesta creer que esté aquí contigo, así.


—¿No lo sentiste desde el principio, Pedro?


—Sí —dibujó el perfil de su boca con un dedo—. Pero imaginaba que era solo una ilusión, un deseo.


—No confías demasiado en ti, profesor —cubrió su rostro de diminutos besos —. Eres un hombre atractivo, con una mente admirable y un sentimiento de compasión que resulta irresistible —en sus ojos no brillaba la diversión cuando
Pedro la miró. Posó la mano en su mejilla—. Cuando hemos hecho el amor esta noche, ha sido precioso. Esta ha sido la noche más hermosa de mi vida.


Lo vio entonces en sus ojos. No era ya pudor, si no una absoluta incredulidad.


En un momento en el que Paula estaba completamente indefensa, en el que acababa de desnudar completamente su alma, nada podría haberle dolido más.


—Lo siento —dijo muy tensa, y se apartó—. Estoy segura de que te parece una frase hecha viniendo de mí.


—Paula…


—No, estoy bien —apretó los labios hasta que estuvo segura de que su voz sonaría ligera y alegre otra vez—. No hace falta complicar las cosas —se sentó en la cama y se echó el pelo hacia atrás—. Entre nosotros no hay ataduras, profesor. Nada de trampas ni cláusulas ocultas en nuestro contrato. Somos dos adultos que disfrutan estando juntos, ¿de acuerdo?


—No estoy seguro.


—Digamos entonces que nos limitaremos a vivir el día a día. O quizá fuera mejor decir la noche —se inclinó para besarlo—. Y ahora que ya lo hemos dejado claro, creo que será mejor que me vaya.


—No —le tomó la mano antes de que pudiera levantarse de la cama—. No te vayas. Nada de ataduras —le dijo mientras la estudiaba—. Nada de complicaciones. Solo quédate conmigo esta noche.


Paula sonrió ligeramente.


—Solo te seduciré otra vez.


—Estaba esperando que lo dijeras —la estrechó contra él—. Quiero estar contigo cuando amanezca.




CAPITULO 45 (TERCERA HISTORIA)




Pedro luchó para controlar la fuerza de sus manos mientras la agarraba, para que su beso fuera delicado mientras deslizaba los labios sobre su boca.


Seguramente tenía fuerza suficiente para contener la necesidad desgarradora de devorarla. No le haría ningún daño, se prometió. Y se aferró a la débil esperanza de que podría pasar una noche con ella y emerger ileso.


Era tan dulce, pensó Paula. Tan adorable. La ternura de su beso era todavía más conmovedora porque Paula podía sentir el temblor de la pasión que ambos estaban reprimiendo. Su propio corazón, ya rebosante de amor, se desbordaba.


Cuando sus labios se separaron, brillaban las lágrimas en sus ojos.


—Yo no quiero que esto termine aquí —volvió a rozar sus labios—. Ninguno de los dos lo quiere.


—No.


—Entonces, hagamos el amor, Pedro —murmuró. Mantenía los ojos fijos en los de Pedro mientras retrocedía y se desabrochaba la bata—. Esta noche te necesito —la bata se deslizó hasta el suelo.


Bajo la bata, la piel de Paula aparecía blanca y suave como el mármol. Sus largos miembros podrían haber sido tallados y pulimentados por las manos de un artista. Paula permanecía erguida, cubierta únicamente por la luz de la luna y esperando.


Pedro jamás había visto nada más perfecto, más elegante o más frágil. De pronto, sentía sus manos enormes y torpes y sus dedos rudos. 


Tenía serias dificultades para respirar mientras la tocaba. Aunque sus dedos apenas flotaban
sobre la piel, lo aterraba dejar marcas en ella. 


Fascinado, observaba su propia mano moviéndose sobre Paula, trazando la curva de sus hombros, deslizándose por sus brazos perfectos. Con cuidado, con muchísimo cuidado, acarició la piel, suave como el agua, de sus senos.


Primero sintió aquella debilidad en las piernas. Nadie la había tocado de aquella manera, con una delicadeza tan embriagadora. Era como si fuera la primera mujer que Pedro había visto en su vida y estuviera intentando memorizar su rostro y sus formas a través de las yemas de los dedos. Paula había llegado a su habitación para seducirlo, pero sus brazos caían inertes a ambos lados de su cuerpo. Y estaba siendo seducida. Dejó caer la cabeza hacia atrás, en un involuntario gesto de rendición. Y Pedro no tenía forma de saber que aquella era la primera vez que Paula se rendía.


La vulnerable columna de su cuello era imposible de resistir. Pedro presionó su boca contra ella mientras con la palma de la mano rozaba ligeramente uno de sus pezones.


Aquella combinación provocó un violento estallido de sensaciones que atravesó su cuerpo. Confundida, Paula se estremeció al tiempo que jadeaba su nombre.


Pedro retrocedió al instante, maldiciéndose a sí mismo.


—Lo siento —se había dejado cegar por el deseo y sacudió la cabeza, para intentar despejar sus pensamientos—. Siempre he sido muy torpe.


—¿Torpe? —envuelta ya en la niebla del deseo, se inclinó hacia él para recorrer con los labios sus hombros, su garganta y su pecho—. ¿No te das cuenta de lo que me estás haciendo? No te detengas —su boca encontró sus labios y se detuvo allí—. Creo que me moriría si lo hicieras.


Aquel constante bombardeo a su sistema central estuvo a punto de hacerlo caer. Paula lo acariciaba, impaciente y ansiosa. Su boca, Dios, su boca era rápida y ardiente al mismo tiempo, abrasaba su piel con cada uno de sus besos. Pedro no podía pensar, apenas podía respirar. No podía hacer nada que no fuera sentir.


Haciendo un esfuerzo sobrehumano para recuperar el control, elevó el rostro de Paula hacia el suyo, e intentó apaciguarla a ella y a sus labios concentrando todos sus deseos en uno de aquellos interminables besos. Sí, podía sentir el efecto que estaba teniendo en Paula y estaba completamente admirado. Con un gemido grave y gutural, Paula relajó cada uno de sus músculos, en una rendición más erótica que cualquier seducción. Su cuerpo parecía derretirse contra el suyo con una total maleabilidad, con una confianza absoluta. 


Cuando Pedro la levantó en brazos, ella dejó escapar un suave y perezoso sonido de placer.


Tenía los ojos casi completamente cerrados. Pedro adivinaba bajo sus pestañas una brillante veta de iris verde. Mientras la llevaba a la cama, se sentía tan fuerte como Hércules. Delicadamente y contemplando su rostro, la dejó sobre las sábanas.


La luz de la luna bañaba la cama, inundaba la habitación, entrando por las ventanas como un río de plata. Pedro podía oír el viento susurrando entre los árboles y el distante retumbar del agua contra las rocas. La fragancia de Paula, tan misteriosa como la de Eva, lo envolvía con la misma facilidad que sus brazos.


Tomó sus manos. Atrapado por el romanticismo de la noche, las llevó a sus labios y posó su boca sobre los nudillos, las yemas de los dedos y las palmas. La miraba constantemente mientras la mordisqueaba ligeramente, mientras la acariciaba y excitaba con la lengua. Oía cómo se aceleraba su respiración, contemplaba sus ojos nublándose con un confuso deseo mientras él continuaba haciendo el amor con sus manos. 


Cuando posó los labios en su muñeca, sintió su
pulso palpitante.


Pedro estaba extrayendo de ella algo para lo que Pedro no se había preparado.


La había dejado completamente indefensa. 


¿Sería consciente de que la tenía en su poder?, se preguntó vagamente. Aquel placer ligero y embriagador flotaba desde sus dedos a todo los rincones de su cuerpo. Cuando Pedro deslizó los labios por su brazo para detenerse en el rincón de su codo, un gemido escapó de su garganta.


Paula ni siquiera era consciente de que se estaba moviendo bajo él, invitándolo a tomar todo lo que deseara. Cuando la boca de Pedro encontró por fin sus labios, la única palabra que estos pudieron formar fue el nombre de su amado.


Pedro intentaba contener su ansiedad. Pero era casi imposible dominarla, sintiendo el cuerpo de Paula tan suave, tan ágil bajo el suyo. Pero se negaba a entregarse a ella. Aquella noche, que podría ser la única, tenía que durar. Él quería mucho más que la rápida y frenética unión que su cuerpo anhelaba. Él quería el deslumbrante placer de aprenderse cada centímetro de su cuerpo, de descubrir sus secretos, su debilidad. 


Con paciencia, podría grabarse en su cerebro lo que era tocarla y sentirla temblar, lo que era saborearla y escuchar sus suspiros. Cuando Paula movió sus manos sobre él, supo que también ella estaba perdida en medio de la noche.


Bajó entonces lentamente hasta ella, marcando su piel con los labios y el susurro de sus dedos. 


Con una tortuosa paciencia, se entretuvo en sus senos hasta verlos henchidos de placer. Su boca fue bajando gradualmente, mientras sus dedos se aferraban a su pelo. Pudo oír entonces sus suaves e incoherentes súplicas, sus suspiros jadeantes mientras deslizaba los labios por su torso y mordisqueaba tentadoramente sus caderas.


Paula sintió su respiración aleteando contra sus muslos y gritó, arqueándose al sentir una violenta sacudida, la primera oleada de fuego.


Paula voló hasta el borde de aquel placentero precipicio y descendió mientras Pedro erraba, vagaba por su rodilla.


Pedro no podía saciarse. Cada bocado de ella era más potente que el anterior.


Sentía cómo comenzaba a rugir la tensión en sus mejillas, cómo ardía en su sangre. 


Aferrándose a sus manos, se dejó llevar por la locura al tiempo que la empujaba hasta el clímax otra vez. Cuando sintió su cuerpo laxo y su respiración sollozante, volvió a su boca.


Paula estaba deseando suplicar, pero no podía decir palabra. Estaba siendo sacudida por una cadena interminable de sensaciones que la dejaban débil, aturdida y anhelando mucho más. 


Deseándolo desesperadamente, intentó
quitarle los vaqueros. Habría gritado de frustración si Pedro no hubiera atrapado su boca para convertir su grito en un gemido.


Tirando de los pantalones entre jadeos, consiguió arrastrarlos hasta sus caderas, sintiéndose enloquecer de alegría al ser consciente de que sus dedos inquietos lo estaban haciendo estremecerse. Estrechándose piel contra piel, entre ambos consiguieron deshacerse de los vaqueros.


—Espera —las palabras salieron precipitadamente de sus labios mientras luchaba por conservar su última capacidad de control—. Mírame —tensó los dedos sobre su pelo mientras Paula abría los ojos—. Mírame —repitió—. Quiero que recuerdes esto.


Con los músculos temblando por el esfuerzo de hacer las cosas lentamente, se hundió en ella. 


La mirada de Paula se nubló, pero mantuvo los ojos abiertos mientras ambos comenzaban a moverse al mismo ritmo. Paula sabía, mientras Pedro la llenaba de sí mismo con una bellísima perfección, que estaba viviendo algo que nunca olvidaría.






CAPITULO 44 (TERCERA HISTORIA)




La concentración de Pedro era tan intensa que ni siquiera un grito habría conseguido romperla. 


Pero la fragancia de Paula, deslizándose en la habitación enredada con la brisa, consiguió hacerla añicos. El deseo brotó en su sangre antes de que alzara la mirada y la viera en el marco de la puerta. La bata blanca flotaba a su alrededor. Atrapada en la corriente de aire, la melena danzaba sobre sus hombros. Tras ella, el cielo era una lona negra de la que Paula, ilusión o realidad, acababa de surgir. Paula sonrió y los dedos de Pedro cayeron mustios sobre el teclado.


—Paula.


—He tenido un sueño —era verdad, y decir la verdad era algo que siempre había calmado sus nervios—. Sobre ti y sobre mí. Estábamos iluminados por la luna. Casi podía sentir la luz de la luna sobre mi piel, hasta que tú me tocabas — entró en la habitación, haciendo que la seda susurrara suavemente a su alrededor, como el agua rizándose sobre el agua—. Entonces ya solo te sentía a ti. Había flores, de una fragancia muy ligera y muy dulce. Y un ruiseñor, lanzando su cálido canto para buscar pareja. Ha sido un sueño adorable, Pedro —se detuvo al lado de su mesa—. Después me he despertado, sola.


Pedro estaba convencido de que la bola de tensión que sentía en el estómago iba a explotar de un momento a otro, dejándolo completamente indefenso. Paula era más hermosa que cualquier fantasía, su pelo se extendía como un fuego abrasador sobre sus hombros y su grácil y esbelta figura se recortaba contra la delgada y escurridiza seda.


—Es tarde —intentó aclararse la garganta—. No deberías estar aquí.


—¿Por qué?


—Porque es…


—¿Indecoroso? —sugirió—. ¿Temerario? —le apartó el flequillo—. ¿Peligroso?


Pedro se tambaleó sobre sus pies y se aferró al respaldo de la silla.


—Sí, todo eso.


Los ojos de Paula parecían estar llenos de secretos femeninos milenarios.


—Pero yo me siento temeraria, Pedro. ¿Tú no?


« Desesperado» era la palabra adecuada. 


Desesperado por acariciarla. Sus dedos palidecían sobre el respaldo de la silla.


—Es una cuestión de respeto.


La sonrisa de Paula se tornó repentinamente cálida y muy dulce.


—Te respeto, Pedro.


—No, a lo que me refiero… —Paula estaba tan adorable cuando sonreía de ese modo, tan joven, tan frágil—. Decidimos ser amigos.


—Y lo somos —posando los ojos sobre los de Pedro, alzó la mano para acariciar su pelo. Sus anillos resplandecieron bajo la luz de la lámpara.


—Y eso es…


—Eso es lo que los dos quisimos —terminó Paula por él. Cuando se inclinó hacia Pedro, este retrocedió. La silla se tambaleó. La risa de Paula no era burlona, sino cálida y encantadora—. ¿Te pongo nervioso, Pedro?


—Esa es una palabra demasiado amable para expresar lo que siento — apenas conseguía tomar aire a través de su garganta seca. Había convertido sus manos en puños que se retorcían como el nudo que sentía en el estómago—.
Paula, no quiero que echemos a perder lo que tenemos. El cielo sabe que no quiero que me desgarres el corazón.


Paula sonrió, sintiendo renacer la esperanza a través de sus propios nervios.


—¿Podría?


—Sabes que podrías. Probablemente y a hayas perdido la cuenta de todos los corazones que has roto.


Ya estaba allí otra vez, pensó Paula, invadida por la desilusión. Pedro todavía la veía, y probablemente siempre lo haría, como una sirena despreocupada que tentaba a los hombres para después deshacerse de ellos. No comprendía que era su corazón el que estaba en peligro, el que había estado en peligro desde el primer momento. Pero no permitiría que eso la detuviera, no podía. Aquella noche iba a pasarla con él. Se sentía demasiado fuerte para estar equivocada.


—Dime, profesor, ¿alguna vez has soñado conmigo? —camino hacia él y Pedro retrocedió. Permanecían ambos en las sombras, tras la luz de la lámpara—. ¿Alguna vez has permanecido despierto en la cama, preguntándote cómo sería?


Pedro estaba perdiendo terreno muy rápidamente. Su mente estaba tan llena de ella que ya no había espacio para nada más, salvo el deseo.


—Sabes que sí.


Otro paso y serían atrapados por un rayo de luna, tan blanco como la bata de Paula, e igualmente seductor.


—Y cuando sueñas en ello, ¿dónde estamos?


—No creo que eso importe —tenía que tocarla, no podía resistirlo, aunque solo fuera rozar su pelo—. Estamos solos.


—Ahora estamos solos —deslizó las manos por sus hombros para entrelazarlas detrás de su cuello—. Bésame, Pedro. Como me besaste la primera vez, cuando estábamos sentados en la hierba.


Pedro posó las manos en su pelo, con los dedos tensos como cables.


—No terminaré ahí, Paula. Esta vez no.


Paula curvó los labios mientras los alzaba hacia él.


—Tú solo bésame.