lunes, 24 de junio de 2019
CAPITULO 29 (TERCERA HISTORIA)
Paula no sabía qué hacer con él. Sola, bajo el resplandor dorado de la lámpara, permanecía en la habitación de la torre, observando cómo caía suavemente la noche sobre el mar y las rocas. Y pensaba en Pedro. No era tan simple como al
principio había creído, o como, estaba segura, el propio Pedro creía de sí mismo.
Tan pronto se mostraba dulce, tímido, cohibido incluso, como se tornaba fiero como un vikingo. El azul apacible de sus ojos adquiría un tono eléctrico y su boca de poeta se transformaba en una mueca. La metamorfosis era tan fascinante como turbadora y había dejado a Paula desconcertada. No era una sensación que
le gustara.
Después de que hubiera visto a aquel hombre al que Pedro se había referido como Hawkins, el profesor la había arrastrado hasta el coche, musitando palabras ininteligibles durante todo el trayecto. En cuanto habían llegado al coche, la había empujado al interior y se había puesto a conducir. Una vez en Las Torres, había llamado a la policía y les había contado lo ocurrido con la mima calma con la que les habría recitado la lista de lecturas recomendadas a sus alumnos.
Con una actitud típicamente masculina, había organizado una asamblea con Samuel y Teo.
Las autoridades todavía no habían localizado el yate de Caufield y tampoco habían identificado ni a Caufield ni a Hawkins a partir de las descripciones hechas por Pedro.
Todo aquello era demasiado complicado, decidió Paula. Ladrones, alias y policía internacional.
Ella prefería las cosas sencillas. No la monotonía, claro, pero sí la sencillez. Desde que la prensa había sacado a relucir el asunto de las
esmeraldas de las Chaves, su vida había pasado a ser cualquier cosa menos sencilla. Y desde que Pedro había aparecido en la playa, las cosas se habían complicado más todavía.
Pero se alegraba de la aparición de Pedro. No estaba segura de por qué. Desde luego, jamás había considerado que los hombres tímidos e intelectuales fueran su tipo. Era cierto que disfrutaba con los hombres en general, simplemente por el hecho de que lo fueran. Un rasgo que seguramente se debía al haber pasado entre mujeres la mayor parte de su vida.
Pero cuando se citaba con algún chico, buscaba casi siempre diversión y una agradable compañía. Alguien con quien bailar o con quien reír alrededor de una buena comida. Siempre había pensado que terminaría enamorándose de alguno de esos hombres despreocupados y sin complicaciones y comenzaría con él una vida tranquila y sin preocupaciones.
Un sobrio profesor de universidad con una visión completamente anticuada sobre la caballerosidad y un carácter tan serio, apenas se merecía esos calificativos.
Pero era tan dulce, pensó con una ligera sonrisa. Y cuando la había besado, no había habido nada sobrio ni cerebral en su beso.
Con un pequeño suspiro, se preguntó qué debería hacer con el doctor Pedro Alfonso.
—Eh —Catalina asomó la cabeza por el marco de la puerta—. Sabía que te encontraría aquí.
—Eso es que me estoy convirtiendo en alguien muy predecible —feliz de tener compañía, Paula se acurrucó para hacerle sitio a su hermana en el asiento de la ventana—. ¿Qué es de tu vida, señora St. James?
—Estoy a punto de terminar de arreglar ese Mustang —suspiró mientras se sentaba—. Dios, qué maravilla. He tenido que ocuparme de un sistema eléctrico con el que he estado a punto de darme un soponcio y he terminado dos puestas a punto —un cansancio desacostumbrado en ella le hizo cerrar los ojos y pensar en acostarse pronto aquella noche—. Y después todo el revuelo que se ha montado en casa. Imagínate, irte a tropezar con uno de esos tipos detrás de los que anda la policía.
—Inconvenientes y ventajas de vivir en un sitio tan pequeño.
—He dado una vuelta por los alrededores antes de volver a casa —Catalina encogió sus cansados hombros—. He bajado hasta la cueva Hulls y he vuelto.
—No deberías merodear tú sola por esa zona.
—Solo estaba mirando —Catalina se encogió de hombros—. En cualquier caso, no he visto nada. Pero nuestros valerosos hombres acaban de salir dispuestos a encontrar y destrozar a nuestros enemigos.
Paula se irguió sobresaltada.
—¿Pedro se ha ido con ellos?
Catalina bostezó y abrió los ojos.
—Claro, de pronto se han convertido en los Tres Mosqueteros. ¿Habrá algo más irritante que el machismo?
—Una muela con caries —respondió Paula con aire ausente, pero con todos los nervios en tensión—. Pensaba que Pedro se iba a dedicar a investigar en los libros.
—Pues bien, ahora ya es un hombrecito más —palmeó el tobillo de su hermana—. No te preocupes, cariño. Saben cuidar de sí mismos.
—Por el amor de Dios, es un profesor de historia. ¿Qué ocurrirá si se meten realmente en problemas?
—Él ya tiene problemas —le recordó Catalina—. Pero es más fuerte de lo que parece.
—¿Qué te hace pensar eso? —absurdamente afligida, Paula se levantó y comenzó a pasear por la habitación.
Aquella inusitada demostración de energía, hizo que Catalina la mirara arqueando una ceja.
—Ese hombre saltó de un barco en medio de una tormenta y estuvo a punto de llegar por sí solo hasta la orilla a pesar de que tenía una herida de bala en la sien. Al día siguiente estaba en pie, con un aspecto infernal, pero ya estaba en pie. Hay una veta de cabezonería detrás de esos ojos tranquilos. Me gusta.
Inquieta, Paula se encogió de hombros.
—¿Y a quién no? Es un hombre adorable.
—Bueno, después de todo lo que averiguó Amelia sobre él, cualquiera esperaría que fuera un tipo presuntuoso o estirado. Pero no lo es. Es muy dulce. La tía Coco ya está dispuesta a adoptarlo.
—Es muy dulce, sí —se mostró de acuerdo Paula y volvió a sentarse—. Y no quiero que le hagan daño por culpa de un equivocado sentimiento de gratitud.
Catalina se inclinó hacia delante para mirar a su hermana a los ojos. Había algo más que la lógica preocupación en ellos, pensó, y sonrió para sí.
—Paula, ya sé que tú eres la mística de la familia, pero, definitivamente, estoy sintiendo vibraciones. ¿Sientes algo serio por Pedro?
—Serio —aquella palabra puso todos los nervios de Paula en alerta—. Por supuesto que no. Le tengo cariño y, de alguna manera, me siento responsable de él —y cuando la besaba, directamente se derretía. Frunció ligeramente el ceño y añadió lentamente—: Me gusta estar con él.
—Es muy atractivo.
—Te recuerdo que eres una mujer casada.
—Pero no estoy ciega. Hay algo muy atractivo en toda esa inteligencia, en ese aspecto erudito y romántico —esperó un instante—. ¿No crees?
Paula retrocedió. Sus ojos se curvaron en una sonrisa idéntica a la que brillaba en su mirada.
—¿Estás haciendo de aprendiz de casamentera con tía Coco?
—Solo estoy haciendo algunas averiguaciones. Soy tan feliz que me gustaría que todo el mundo se sintiera como yo.
—Yo también soy feliz —estiró los brazos—. Soy demasiado perezosa para no serlo.
—Hablando de pereza, tengo la sensación de que podría dormir durante toda una semana. Y como Teo todavía está fuera, jugando a los Chicos Duros, creo que me iré a la cama —Catalina empezaba a levantarse cuando un mareo la hizo derrumbarse en el asiento otra vez. Paula se incorporó como un rayo y se inclinó sobre ella.
—¿Eh, cariño, estás bien?
—Me he levantado muy rápido, eso es todo —se llevó la mano a la cabeza, que no dejaba de darle vueltas—. Me encuentro un poco…
Moviéndose rápidamente, Paula le hizo colocar a su hermana la cabeza sobre las rodillas.
—Respira lentamente, intenta tranquilizarte.
—Esto es una tontería —pero hizo lo que su hermana le decía hasta que sintió que cesaba la sensación de debilidad—. Estoy agotada. Quizá vaya a enfermarme, maldita sea.
—Mmm —sospechando cuál era el verdadero problema de Catalina, Paula esbozó una sonrisa—. ¿Cansada? ¿Has tenido náuseas últimamente?
—La verdad es que no —sintiéndose más fuerte, Catalina se enderezó—. Pero supongo que ando un poco pachucha, llevo un par de días levantándome con el estómago revuelto.
—Cariño —con una risa, Paula golpeó suavemente la cabeza de su hermana —. Despierta y comienza a pensar en un futuro bebé.
—¿Qué?
—¿No se te ha ocurrido pensar que podrías estar embarazada?
—¿Embarazada? —abrió los ojos como platos—. ¿Embarazada? ¿Yo? Pero si solo llevamos casados poco más de un mes.
Paula soltó una carcajada y enmarcó el rostro de su hermana entre las manos.
—Y supongo que no os habéis pasado todo el mes jugando a las cartas, ¿no?
Catalina abrió la boca y volvió a cerrarla antes de poder decir una sola palabra.
—Jamás se me había pasado por la cabeza… Un bebé —sus ojos se transformaron, se suavizaron y se humedecieron al mismo tiempo—. Oh, Paula…
—Podría ser Teo St. James IV.
—Un bebé —repitió Catalina y se llevó la mano al vientre con un gesto que mostraba al mismo tiempo admiración y cuidado—. ¿De verdad lo crees?
—De verdad —volvió a sentarse para abrazar a su hermana—. Y no hace falta que te lo pregunte para saber cómo te sientes. Tu cara lo dice todo.
—Todavía no le digas nada a nadie. Antes quiero asegurarme —riendo, se estrechó contra su hermana—. De pronto me ha desaparecido todo el cansancio. Llamaré al médico a primera hora de la mañana. O quizá debería comprarme una de esas pruebas que venden en las farmacias. A lo mejor hago las dos cosas.
CAPITULO 28 (TERCERA HISTORIA)
Pedro odiaba ir de compras. Se lo dijo a Paula, se lo repitió con firmeza, pero ella lo ignoró despreocupadamente y lo fue llevando de tienda en tienda. Pedro consiguió protestar cuando le mostraron una camiseta de color fluorescente. Pero perdió frente a otra con el dibujo de una langosta vestida de maître.
Paula no se dejaba intimidar por los dependientes, sino que participaba en el proceso de selección y búsqueda con un aire lánguido, de absoluta relajación. La mayoría de los vendedores la llamaban por su nombre, y durante las conversaciones que acompañaban al proceso de la venta, Paula dejaba caer preguntas sobre un hombre que respondía a la descripción de Caufield.
—¿Todavía no hemos terminado? —en la voz de Pedro había una súplica que consiguió hacer reír a Paula mientras salían a la calle. Una calle repleta de gente vestida con prendas veraniegas de brillantes colores.
—Todavía no —se volvió hacia él. Definitivamente agobiado. Y definitivamente adorable. Iba cargado de bolsas y el flequillo le caía sobre los ojos. Paula se lo echó hacia atrás—. ¿Cómo te las estás arreglando con la ropa
interior?
—Bueno, yo…
—Vamos, cerca de aquí hay una tienda en la que tienen cosas magníficas. Estampado de tigre, frases obscenas y corazoncitos rojos.
—No —Pedro se detuvo en seco—. Ni lo sueñes.
Le costó bastante, pero Paula consiguió dominar una carcajada.
—Tienes razón. Serían completamente inadecuados en tu caso. Así que nos limitaremos a comprar unos de esos calzoncillos blancos que vienen en paquetes de tres.
—Para no tener hermanos, sabes mucho sobre ropa interior masculina — agarró con fuerza las bolsas y, tras pensárselo dos veces, le tendió la mitad a Paula—. En cualquier caso, creo que con la ropa interior podré arreglármelas solo.
—De acuerdo. Te esperaré en el escaparate.
No le costó distraerse en aquel escaparate lleno de objetos de cristal de diferentes formas y tamaños. Colgaban de un alambre, arrancando colores a la luz del sol que se filtraba por el cristal. Bajo ellos, había toda una exposición de bisutería artesanal. Paula estaba a punto de entrar a preguntar por un par de pendientes cuando alguien chocó con ella por detrás.
—Perdone —el tono de la disculpa fue amabilísimo.
Paula alzó la mirada hacia un hombre robusto, de pelo gris y rostro curtido.
Parecía mucho más irritado de lo que un ligero tropiezo podría justificar y había algo en sus ojos claros que la hizo retroceder. Aun así, consiguió encogerse de hombros y sonreír.
Frunció ligeramente el ceño y se volvió de nuevo hacia el escaparate. Vio a Pedro, a solo unos metros de ella, mirándola estupefacto desde el interior del establecimiento. Después, corrió hacia ella con tal expresión de pánico que Paula contuvo la respiración.
—Pedro.
Con un fuerte empujón, Pedro la obligó a entrar en la tienda.
—¿Qué te ha dicho? —le preguntó en un tono tan alterado que Paula abrió los ojos como platos—. ¿Te ha tocado? Si ese bastardo te ha puesto una sola mano encima…
—Ya basta, Pedro —como la mayoría de los clientes estaba empezando a mirarlos, Paula mantenía la voz baja—. Tranquilízate. No sé de qué estas hablando.
Pedro sentía correr una violencia a través de sus venas que jamás había experimentado. El reflejo de aquella furia en sus ojos hizo que algunos turistas se volvieran hacia la puerta.
—Lo he visto a tu lado.
—¿A ese hombre? —desconcertada, miró hacia la ventana, pero el hombre en cuestión ya se había ido—. Solo se ha tropezado conmigo. En verano las calles están abarrotadas de gente.
—¿No te ha dicho nada? —ni siquiera se había dado cuenta de que le estaba agarrando las muñecas con tanta fuerza que empezaba a hacerle daño—. ¿No te ha hecho ningún daño?
—No, por supuesto que no. Venga, será mejor que nos sentemos —hablaba suavemente mientras tiraba de él hacia la puerta, pero en vez de sentarse en uno de los bancos de la calle, Pedro la obligó a colocarse tras él y comenzó a mirar entre la multitud—. Si hubiera sabido que comprar ropa interior te ponía en este estado, no se me habría ocurrido proponértelo.
Pedro se volvió mostrándole la cólera que encendía su mirada.
—Era Hawkins —dijo en tono grave—. Todavía está aquí.
CAPITULO 27 (TERCERA HISTORIA)
Mientras se alejaba, Pedro continuaba murmurando para sí. Él solo quería protegerla, ¿qué tenía eso de malo? Paula le importaba. Al fin y al cabo, le había salvado la vida.
Frunciendo el ceño, se sentó en un asiento de piedra. La gente se arremolinaba alrededor del edificio. Los niños gimoteaban mientras sus padres los arrastraban o los llevaban en brazos hasta los coches. Algunas parejas paseaban lentamente de la mano mientras otros visitantes consultaban ávidamente las guías. Pedro vio a algunos turistas colorados como langostas a causa del sol.
Bajó la mirada hacia sus propios brazos y se sorprendió al verlos bronceados.
Las cosas estaban cambiando, comprendió. Se estaba poniendo moreno. No tenía ningún horario que cumplir, ningún itinerario que seguir. Y estaba fraguando una relación con una mujer misteriosa e increíblemente sensual.
—Bueno —Paula se colocó la correa del bolso en el hombro—, pareces muy satisfecho.
Pedro alzó la mirada y sonrió.
—¿Ah sí?
—Como un gato con un montón de plumas en la boca. ¿Quieres contarme el motivo?
—De acuerdo. Ven aquí —se levantó, tiró de Paula y cerró la boca sobre sus labios, depositando todas aquellas nuevas y sorprendentes sensaciones en el beso.
Aunque profundizó aquel beso más de lo que en un principio pretendía, aquello sirvió para aumentar el placer de su descubrimiento. Y si al besarla hizo que se alejara la gente que los rodeaba, aquello solo acentuó la sensación de novedad. Era un principio refrescante.
Era felicidad más que deseo lo que Paula percibía en aquel beso. Y aquello la confundía.
O quizá fuera la manera en la que Pedro deslizaba los labios sobre los suyos la que empañaba todo pensamiento coherente.
No se resistió. Ya había olvidado los motivos de su enfado. Lo único que sabía en aquel momento era que le parecía maravilloso, prácticamente perfecto, estar allí con él, en aquel patio soleado, sintiendo su corazón latiendo contra el suyo.
Cuando Pedro apartó los labios, Paula dejó escapar un largo y complacido susurro y abrió los ojos lentamente. Pedro sonreía radiante y la expresión de alegría de su rostro hizo que Paula le devolviera la sonrisa. Y como no estaba muy segura de qué hacer con la ternura que Pedro despertaba en ella, le palmeó cariñosamente la mejilla.
—No es que me esté quejando —comenzó a decir—, ¿pero a qué ha venido esto? —Simplemente me apetecía.
—Un excelente primer paso.
Riendo, Pedro le pasó el brazo por los hombros mientras se dirigían al aparcamiento.
—Tienes la boca más sexy que he probado en toda mi vida.
Pedro no pudo ver la sombra que oscureció la mirada de Paula. Y si la hubiera visto, ella no podría habérsela explicado. Al final todo terminaba siempre en una cuestión de sexo, supuso, mientras hacía un esfuerzo por olvidar la vaga desilusión que la embargaba.
Normalmente, los hombres siempre la veían de esa forma y no había razón alguna para que empezara a molestarla en ese momento, sobre todo cuando había disfrutado del beso tanto como Pedro.
—Me alegro de poder decir lo mismo de la tuy a —contestó con aparente despreocupación—. ¿Por qué no conduces tú?
—De acuerdo, pero antes quiero enseñarte algo —después de sentarse en el asiento del conductor, sacó un sobre de papel Manila—. He estado consultando un montón de libros en la biblioteca. En algunas biografías y libros de historia se menciona a tu familia. Había uno en particular que he pensado que podría interesarte.
—Mmm —Paula ya se estaba estirando en su asiento, pensando en echarse una siesta.
—He hecho una fotocopia para ti. Es de una fotografía de Bianca.
—¿Una fotografía? —Paula volvió a erguirse en el asiento—. ¿De verdad? Felipe destruyó todas sus fotografías después de que muriera, así que nunca he podido verla.
—Sí, la has visto —sacó la fotocopia y se la tendió—, cada vez que te miras en el espejo.
Paula no dijo nada, pero con los ojos fijos en aquella copia granulada, alzó la mano hacia su propio rostro. La misma barbilla, la misma boca, la nariz, los ojos.
¿Sería esa la razón por la que siempre se había sentido tan unida a Bianca?, se preguntó, mientras sentía que las lágrimas se agolpaban en su garganta.
—Era muy bella —dijo Pedro quedamente.
—Y tan joven —suspiró Paula—. Era más joven que yo cuando murió. Cuando le hicieron esta fotografía y a estaba enamorada, se ve en sus ojos.
—Llevaba el collar de esmeraldas.
—Sí, lo sé —al igual que había hecho Pedro, lo acarició con el dedo—. Qué difícil debió ser para ella estar atada a un hombre cuando estaba enamorada de otro. Y el collar… era un símbolo del poder que ese hombre tenía sobre ella, y el recuerdo de sus hijos.
—Así es como ves las esmeraldas, ¿cómo un símbolo?
—Sí, y creo que lo que Bianca sentía por ellas era algo muy fuerte. De otro modo, no las habría escondido —deslizó la fotografía en el interior del sobre—. Un buen día de trabajo, profesor.
—Y eso solo ha sido el principio.
Sin dejar de mirarlo, Paula entrelazó los dedos con los de Pedro.
—Me gustan los principios. Durante los principios todo está lleno de posibilidades. Vayamos a casa para enseñar la fotografía a todo el mundo. Pero antes deberíamos hacer un par de paradas.
—¿Un par de paradas?
—Es el momento para otro principio: necesitas ropa nueva.
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