viernes, 24 de mayo de 2019
CAPITULO 11 (PRIMERA HISTORIA)
La tía Coco se había superado. La vajilla resplandecía. Lo que quedaba de la cubertería de plata, que había sido un regalo de boda para Bianca y Felipe, resplandecía. Bajo la luz del candelabro Waterford, el cordero despertaba a los muertos. Antes de que ninguna de sus sobrinas pudiera realizar comentario alguno, se lanzó a una conversación cortés.
—Es una cena formal, Pedro. Resulta tanto más acogedora. Espero que su habitación sea adecuada.
—Es perfecta, gracias —y lo era; grande como un granero, con corrientes de aire y un agujero del tamaño del puño de un hombre en el techo. Sin embargo, la cama era ancha y suave como una nube. Y la vista…—. Desde mi ventana veo algunas islas.
—Las islas Porcupine —indicó Lila, pasándole una cesta de plata con bollos.
Como un halcón, Coco los observó a todos.
Quería ver algo de química, algo de calor. Lila coqueteaba con él, pero no albergaba muchas esperanzas. Lila coqueteaba con los hombres en general, y no le prestaba más atención a Pedro que al chico que llevaba la compra del supermercado.
No, allí no había ninguna chispa. Por parte de ninguno. « Una descartada» , pensó con filosofía. « Quedan tres» .
—Pedro, ¿sabía que Amelia también está en el negocio hotelero? Todas estamos tan orgullosas de nuestra Amelia —miró a su sobrina—. Es una excelente mujer de negocios.
—Soy directora adjunta del Bay Watch, en el Village —la sonrisa de Amelia era ecuánime y amigable, la misma que le daría a cualquier turista agobiado un día de muchas salidas—. No tiene la categoría de ninguno de sus hoteles, pero nos va bastante bien durante la temporada alta. He oído que va a añadir un shopping center en el Alfonso Atlanta.
Coco frunció el ceño al beber vino mientras ellos hablaban de hoteles. No solo no había chispa, ni siquiera se veía un débil brillo. Cuando Pedro le pasó a Amelia la gelatina de menta y sus manos se rozaron, no se produjo ninguna pausa trémula, sus ojos no se encontraron. Amelia ya se había vuelto para reír con la pequeña Jazmin y limpiar la leche que esta había vertido.
« ¡Ah!» , pensó Coco entusiasmada. Pedro le había sonreído a Alex cuando el niño se quejó de que las coles de bruselas eran horribles. « De modo que tiene debilidad por los niños» .
—No tienes por qué comerlas —le indicó Susana a su suspicaz hijo mientras el pequeño hurgaba entre las patatas para cerciorarse de que entre ellas no hubiera escondido nada verde—. Personalmente, siempre he considerado que parecen cabezas encogidas.
—Y lo son, más o menos —la idea le gustó, tal como su madre supo que sucedería. Ensartó una con el tenedor, se la llevó a la boca y sonrió—. Soy un caníbal.
—Cariño —dijo Coco—. Susana ha hecho un trabajo maravilloso como madre. Parece tener una habilidad innata con los niños, al igual que con las flores. Todos los jardines son obra de ella.
—Caníbal —repitió Alex al llevarse otra cabeza imaginaria a la boca.
—Toma, pequeño monstruo —Paula trasladó sus verduras al plato de su sobrino—. Ahí llega una nueva remesa de misioneros.
—Yo también quiero algunos —se quejó Jazmin, luego le sonrió a Pedro cuando él le pasó la bandeja.
Coco se llevó una mano al pecho. ¿Quién lo habría adivinado?, pensó. Su Paula. Su pequeña. Mientras la conversación continuaba a su alrededor, se recostó con un suspiro. No podía estar equivocada. Cuando Pedro había mirado a su pequeña, y ella a él, no se había producido una chispa, sino algo más parecido a una conflagración.
Era verdad que Paula tenía el ceño fruncido, pero en un gesto muy apasionado.
Y Pedro había hecho una mueca, pero una mueca muy personal.
«Decididamente íntima» , concluyó Coco.
Sentada allí, observándolos mientras Alex devoraba sus pequeñas cabezas decapitadas y Lila y Amelia discutían sobre la posibilidad de vida en otros planetas, Coco casi podía oír los pensamientos amorosos que Paula y Pedro se
transmitían.
Les sonrió con ternura mientras en su cabeza sonaba la Marcha Nupcial.
Como un general que planifica la estrategia, esperó hasta que terminaron el café y el postre para lanzar su siguiente ofensiva.
—Paula.… ¿por qué no le enseñas a Pedro los jardines?
—¿Qué? —alzó la vista de la batalla amigable que mantenía con Alex por el último bocado de la tarta.
—Los jardines —repitió Coco—. No hay nada como un poco de aire fresco después de una comida. Y las flores se ven exquisitas a la luz de la luna.
—Que lo lleve Susana.
—Lo siento —Susana ya alzaba en brazos a una Jazmin somnolienta—. He de preparar a estos dos para irse a la cama.
—No veo por qué… —Paula calló al ver la reprimenda en los ojos de su tía—. Oh, de acuerdo —se levantó—. Vamos, entonces —le dijo a Pedro, y emprendió la marcha sin esperarlo.
—Ha sido una cena deliciosa, Coco. Gracias.
—Ha sido un placer —repuso con expresión feliz al imaginar palabras susurradas y besos suaves y secretos—. Disfrute de los jardines.
CAPITULO 10 (PRIMERA HISTORIA)
—Y bien, ¿cómo es? —Lila Chaves cruzó sus largas piernas sobre el brazo del sofá y apoyó la cabeza en el otro. La media docena de pulseras que llevaba en el brazo sonó al señalar a P. P.—. Cariño, te he dicho que poner esa mueca solo produce arrugas y malas vibraciones.
—Si no quieres que la ponga, no me preguntes por él.
—De acuerdo, se lo preguntaré a Susana —desvió sus ojos verde mar hacia su hermana mayor—. Suéltalo.
—Atractivo, educado e inteligente.
—De modo que es un cocker spaniel —Lila suspiró—. Y yo que esperaba un pitbull. ¿Cuánto tiempo vamos a tenerlo?
—La tía Coco se muestra un poco vaga en los detalles —Susana miró a sus hermanas con expresión divertida—. Lo que significa que no lo va a decir.
—Quizá Amelia consiga sonsacarle algo —Lila movió los dedos de sus pies descalzos y cerró los ojos. Era el tipo de mujer que sentía que había algo intrínsecamente malo con cualquiera que se tumbara en un sofá y no dormitara.
—Creo que deberíamos deshacernos de él —P. P. se levantó y, para mantener las manos inquietas ocupadas, se puso a encender un fuego.
—Susana y a ha comentado que intentaste tirarlo por el parapeto.
—No —corrigió aquella—. Dije que la detuve antes de que se le ocurriera tirarlo —se incorporó para entregarle a P. P. las cerillas para la chimenea—. Y así como estoy de acuerdo en que es incómodo tenerlo aquí cuando nos encontramos tan indecisas, y a, no hay marcha atrás. Lo menos que podemos hacer es darle la oportunidad de que plantee su oferta.
—Siempre una pacificadora —musitó Lila somnolienta, sin percatarse de la mueca que provocó en su hermana—. Bueno, quizá no haga falta ahora que ha visto todo el lugar. Mi conjetura es que planteará alguna excusa inteligente y regresará a Boston.
—Cuanto antes, mejor —musitó P. P. mientras observaba cómo las llamas lamían la madera.
—Me ha echado —anunció Amelia. Entró en la habitación con la misma celeridad que empleaba para todo lo demás. Se mesó el pelo castaño claro que le llegaba a la barbilla y se acomodó sobre el apoyabrazos de un sillón—. Tampoco
quiere hablar —las manos inquietas tiraron de la falda de su traje de trabajo—. Pero sé que trama algo, algo más que una transacción inmobiliaria.
—La tía Coco siempre trama algo —Susana se dirigió al antiguo armario Belker para servirle a su hermana un vaso con agua mineral—. Nunca se la ve más feliz que cuando trama algo.
—Puede que sea verdad. Gracias —añadió, aceptando el vaso—. Pero me pongo nerviosa cuando no consigo atravesar su guardia —pensativa, bebió y luego miró a sus hermanas—. Ha vuelto a usar la vajilla de Limoges.
—¿La Limoges? —Lila se incorporó sobre los codos—. No la empleamos desde la fiesta de compromiso de Susana —tuvo ganas de morderse la lengua —. Lo siento.
—No seas tonta —repuso Susana—. No ha recibido a mucha gente en los últimos dos años. Estoy segura de que es algo que ha echado de menos. Lo más probable es que esté entusiasmada por tener compañía.
—Él no es compañía —intervino P. P.—. No es más que un incordio…
—Señor Alfonso —Susana se levantó con rapidez, cortando el final de la opinión de su hermana.
—Pedro, por favor —le sonrió, luego con ironía a Paula.
Había disfrutado de todo un espectáculo antes de que Susana lo viera en el umbral. Las mujeres Chaves reunidas, y por separado, eran un conjunto que cualquier hombre que respirara tenía que apreciar. Con sus piernas largas y esbeltas, estaban sentadas, de pie o tumbadas en la habitación.
Susana estaba de pie de espaldas a la ventana, y la última luz de la tarde primaveral provocaba un halo alrededor de su pelo. Habría dicho que se encontraba relajada, salvo por un vestigio de tristeza en los ojos.
No cabía duda de que la que se hallaba en el sofá estaba relajada… y prácticamente dormida. Lucía una falda larga de motivos florales que casi le llegaba a los pies descalzos, y al apartarse la mata de pelo rojo que caía hasta su cintura lo contempló a través de unos ojos somnolientos y divertidos.
Otra se sentaba en el apoyabrazos de un sillón, como a punto de saltar y entrar en acción ante el sonido de una campanilla que solo ella podía oír.
« Competente y profesional» , pensó a primera vista. Sus ojos no eran soñadores ni tristes, sino calculadores.
Luego venía Paula. Había estado sentada en la chimenea de piedra, con el mentón sobre las manos, rumiando como una Cenicienta moderna. Pero notó que se había incorporado con rapidez, a la defensiva, para quedarse recta con el fuego a la espalda. No era una mujer que pudiera esperar con paciencia hasta que un príncipe le pusiera el zapato de cristal en el pie.
Imaginó que, si lo intentaba, le daría una patada en la espinilla o en algún lugar más doloroso.
—Señoras —saludó, pero con la vista clavada en P. P. sin siquiera darse cuenta de ello—. Paula.
—Permita que lo presente —intervino Susana con presteza—. Pedro Alfonso, mis hermanas, Amlia y Lila. ¿Qué le parece si le preparo una copa mientras…?
El resto de la invitación quedó ahogado por un grito de guerra y pies que corrían. Como remolinos gemelos, Alex y Jazmin irrumpieron en la habitación.
Fue la mala suerte lo que quiso que Pedro estuviera en la línea de fuego.
Chocaron con él como dos misiles, enviándolo sobre el sofá encima de Lila.
Ella simplemente rió y reconoció que era un placer conocerlo.
—Lo lamento tanto —Susana sujetó a los dos niños y miró a Pedro con simpatía—. ¿Se encuentra bien?
—Sí —se desenredó y se puso de pie.
—Son mis hijos, Desastre y Calamidad —los sujetaba con un firme brazo maternal—. Disculpaos.
—Lo sentimos —le dijeron. Alex, unos centímetros más alto que su hermana, alzó la vista entre una mata de pelo negro—. No lo vimos.
—No —convino Jazmin, esbozando una sonrisa cautivadora.
Susana decidió que los reprendería luego por entrar a la carrera en una habitación y los guió hacia la puerta.
—Id a preguntarle a la tía Coco si la cena está lista. ¡Vamos! —añadió con firmeza pero sin esperanza.
Antes de que nadie pudiera reanudar la conversación, se oyó un sonido metálico y atronador.
—Santo cielo —musitó Amelia sobre el vaso—. Ha vuelto a sacar el gong.
—La cena está lista —si había algo que podía hacer que Lila se moviera con rapidez, era la comida. Se incorporó, pasó el brazo por el de Pedro y le sonrió—. Le mostraré el camino. Dígame, Pedro, ¿qué opina sobre las proyecciones astrales?
—Ah… —miró por encima del hombro y vio que Paula sonreía.
CAPITULO 9 (PRIMERA HISTORIA)
Pedro se asomó a una habitación atestada con cajas de muebles y vasijas rotas.
—¿Alguien ha repasado lo que hay aquí?
—Oh, algún día nos tocará —vio cómo una araña grande se alejaba de la luz—. Casi todos estos cuartos llevan más de cincuenta años cerrados… desde que mi bisabuelo se volvió loco.
—Felipe.
—Exacto. La familia solo utiliza las dos primeras plantas, y reparamos a medida que se hace necesario —pasó un dedo por una grieta de tres centímetros en la pared—. Supongo que se puede decir que si no lo vemos, no nos preocupa. Y el techo no se nos ha caído en la cabeza. Todavía —notó que él la estudiaba y sonrió—. Por aquí hay más —deseaba mostrarle la habitación donde había clavado plástico para cubrir las ventanas rotas.
Pedro caminó al lado de ella, con cuidado en un punto en que habían fijado unos tableros de madera en el suelo encima de un agujero. Una puerta alta y arqueada captó su atención, y antes de que P. P. pudiera detenerlo, tenía la mano en el picaporte.
—¿Adónde conduce esto?
—Oh, a ningún lado —comenzó, y maldijo cuando él la abrió. Se vieron invadidos por un fresco aire primaveral. Pedro salió a la estrecha terraza de piedra y se encaminó hacia los escalones de granito—. No sé cuán seguros son.
—Mucho más que el suelo del interior —comentó él por encima del hombro.
Con un juramento, P. P. cedió y subió detrás.
—Es fabuloso —murmuró Pedro al detenerse en el ancho corredor que había entre minaretes—. Realmente fabuloso.
Razón por la que P. P. no había querido que lo viera. Se mantuvo retrasada con las manos en los bolsillos mientras él se apoyaba y asomaba por encima de la pared de piedra que llegaba hasta la cintura.
Podía ver las profundas aguas azules de la bahía con los barcos que centelleaban en su superficie. El valle, brumoso y misterioso, se extendía como un cuento de hadas. Una gaviota, poco más que un borrón blanco, sobrevoló la bahía en dirección al mar.
—Increíble —el viento le agitó el pelo mientras avanzaba por el corredor, bajaba un tramo de escalones y ascendía otro. Desde allí veía el Atlántico, salvaje, azotado por el viento y maravilloso. El sonido de la interminable guerra que mantenía con las rocas de abajo reverberaba como el trueno. Pudo ver que
había puertas espaciadas a intervalos regulares, pero en ese momento no le interesaba el interior. Alguien, supuso que de la familia, había colocado sillas, mesas, macetas con plantas—. Es espectacular —se volvió hacia P. P.—. ¿Se acostumbra a esto?
—No —se encogió de hombros—. Terminas por volverte territorial.
—Es comprensible. Me sorprende que alguna de ustedes pase tiempo dentro.
Con las manos aún en los bolsillos, P. P. se reunió con él junto al muro.
—No es solo la vista. Es el hecho de que tu familia, generaciones enteras, estuvo aquí. Igual que la casa, que ha resistido el tiempo, el viento y el fuego —su rostro se suavizó al mirar abajo—. Los chicos están en casa.
Pedro bajó la vista para ver a dos figuras pequeñas correr por el césped en dirección a la pérgola. El sonido de su risa fue transportado por el viento.
—Alex y Jazmin —explicó ella—. Son los hijos de mi hermana Susana. También ellos han estado aquí —lo miró—. Eso significa algo.
—¿Qué piensa su madre sobre la venta?
P. P. apartó la cara al tiempo que la culpabilidad y la frustración luchaban por el control.
—Estoy segura de que usted ya se lo preguntará. Pero si la presiona —giró la cabeza con brusquedad y el cabello voló en torno a su cabeza—, si la presiona de cualquier manera, responderá ante mí. No dejaré que la vuelvan a manipular.
—No tengo intención de manipular a nadie.
—Los hombres como usted hacen una carrera de la manipulación —rio con amargura—. Si cree que se ha encontrado con cuatro mujeres desvalidas, señor Alfonso, vuelva a reflexionar. Las Chaves pueden cuidar de sí mismas, y de los suyos.
—No me cabe duda, en especial si sus hermanas son tan desagradables como usted.
P. P. entrecerró los ojos y cerró las manos.
Habría atacado en ese instante, pero a su espalda oyó su nombre en un susurro.
Pedro vio que una mujer salía por una de las puertas. Era tan alta como P. P. … pero esbelta, con un aura tan frágil que despertó su instinto protector incluso antes de darse cuenta. El pelo, que le llegaba hasta los hombros, era de un rubio pálido y lustroso, los ojos, del azul profundo de un cielo estival, emitían un aire de
ecuanimidad y serenidad, hasta que se miraba con más atención y en ellos se veía un corazón roto.
A pesar de la diferencia de color en el pelo, había un parecido en la forma de la cara, en los ojos y en la boca, que hizo que Pedro supiera que en ese momento conocía a una de las hermanas de P. P.
—Susana —P. P. se interpuso entre su hermana y Pedro, como para protegerla.
Susana sonrió, con una expresión tanto divertida como impaciente.
—La tía Coco me ha pedido que subiera —apoyó una mano en el brazo de P. P. para aplacarla—. Usted debe ser el señor Alfonso.
—Sí —aceptó la mano que ella le ofreció, y le asombró descubrir que era dura, fuerte y tenía callos.
—Soy Susana Chaves Dumont. ¿Va a quedarse con nosotras unos días?
—Sí. Su tía ha sido tan amable de invitarme.
—Bastante astuta —corrigió con una sonrisa mientras pasaba un brazo por los hombros de su hermana—. Creo que P. P. le ha ofrecido un recorrido parcial de la casa.
—Un recorrido fascinante.
—Será un placer continuarlo yo desde aquí —apretó levemente el brazo de su hermana—. La tía Coco necesita algo de ayuda abajo.
—No necesita ver nada más ahora —arguyó P. P.—. Pareces cansada.
—En absoluto. Pero lo estaré si la tía Coco me obliga a revisar toda la casa en busca de la bandeja Wedgwood para el pavo.
—Muy bien —le lanzó una mirada fulminante a Pedro—. No hemos terminado.
—Bajo ningún concepto —convino y sonrió para sí mismo cuando ella se marchó cerrando la puerta con fuerza—. Su hermana tiene una personalidad muy… comunicativa.
—Es una pendenciera —indicó Susana—. Todas lo somos, en las circunstancias adecuadas. La maldición de los Chaves —giró la cabeza al oír el sonido de las risas de sus hijos—. No es una decisión fácil, señor Alfonso, sea cual fuere la que se tome. Como tampoco es, para ninguna de nosotras, una decisión de negocios.
—Eso he entendido. Para mí ha de ser una de negocios.
Ella sabía demasiado bien que para algunos hombres los negocios eran lo primero y lo último.
—Entonces supongo que lo mejor es que vayamos paso a paso —abrió la puerta que P. P. había cerrado con fuerza—. ¿Por qué no le muestro dónde va a alojarse?
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