jueves, 23 de mayo de 2019
CAPITULO 8 (PRIMERA HISTORIA)
Subieron el último tramo circular hasta la torre más alta. P. P. cerró la mano sobre el pomo y empujó la gruesa puerta de roble con el hombro.
Con varios crujidos, se abrió.
—La torre encantada —anunció con tono ampuloso y entró al polvo y los ecos. La habitación circular se hallaba vacía a excepción de unas robustas y por fortuna vacías trampas para ratones.
—¿Encantada? —repitió Pedro, dispuesto a seguirle la corriente.
—Mi bisabuela tenía su refugio aquí arriba —al hablar, se acercó a la ventana curva—. Se dice que solía sentarse aquí, mirando hacia el mar mientras languidecía por su amado.
—Grandiosa vista —murmuró Pedro. Era una caída vertiginosa hasta los riscos y el agua que rompía abajo—. Muy dramático.
—Oh, aquí nos sobra el drama. Al parecer la bisabuela no pudo soportar más tiempo el engaño y se tiró por esta misma ventana —sonrió con gesto presuntuoso—. En las noches tranquilas se la puede oír caminar por aquí mientras llora por su amado perdido.
—Se podrá incorporar al folleto.
—Yo no consideraría a los fantasmas buenos para los negocios —metió las manos en los bolsillos.
—Todo lo contrario —sonrió—. ¿Seguimos?
Con los labios apretados, P. P. salió de la habitación. Agarró el picaporte con ambas manos y se preparó para tirar con fuerza.
Cuando la mano de Pedro se cerró sobre las suyas, se sobresaltó como si la hubieran quemado.
—Yo puedo hacerlo —musitó. Abrió mucho los ojos al sentir que el cuerpo de él la rozaba. Pedro la rodeó con el otro brazo, encerrándola, provocándole un vuelco del corazón.
—Parece más el trabajo para dos personas —Pedro tiró con fuerza, haciendo que tanto la puerta como P. P. se dirigieran hacia él.
Permanecieron de esa manera un momento, como amantes que contemplaran un crepúsculo.
Descubrió que aspiraba el aroma del cabello de P. P. mientras sus manos seguían cerradas sobre las de ella. Por la mente le pasó que era una mujer sorprendentemente sexy… hasta que ella saltó como un conejo y se apoyó contra la pared.
—Está torcida —manifestó P. P.… tragó saliva con la esperanza de que la voz no le graznara—. Todo aquí está torcido, roto o a punto de desintegrarse. Ni sé por qué se le pasa por la cabeza querer comprarla.
Pedro notó que tenía la cara pálida como el agua, lo que le daba una mayor profundidad a sus ojos. La inquietud asustada que veía en ellos parecía más de lo que podía justificar la puerta torcida de una torre.
—Las puertas se pueden reparar o sustituir —curioso, avanzó un paso hacia ella y vio que se ponía tensa como si fuera a recibir un golpe—. ¿Qué le pasa?
—Nada —sabía que si volvía a tocarla saldría disparada como un cohete por lo que quedaba del techo—. Nada —repitió—. Si quiere ver algo más, será mejor que bajemos.
P. P. suspiró mientras lo seguía por la escalera de caracol. El cuerpo aún le palpitaba de forma extraña, como si hubiera pasado una mano por un cable eléctrico. « Sin tiempo suficiente para quemarte» , pensó, « pero sí para reconocer el poder» .
Llegó a la conclusión de que eran dos motivos para deshacerse pronto de Pedro Alfonso.
Lo llevó por la planta superior, por el ala de los criados, las habitaciones destinadas a almacenes, cerciorándose de señalar todas las grietas, la madera podrida, los daños causados por los roedores. La satisfizo que hiciera frío y
hubiera un poco de humedad. La gratificó aún más ver que el traje de él se hubiera manchado de polvo y que sus zapatos perdieran con rapidez su lustre.
CAPITULO 7 (PRIMERA HISTORIA)
« Vaya situación», decidió Pedro. Respondió a la conversación social de Coco mientras la Reina de las Amazonas, tal como había comenzado a pensar en P. P. … se sentaba en el viejo sofá, moviendo una pierna y lanzándole dagas por los ojos. Por lo general se habría disculpado y habría vuelto a Boston para pasarle todo el negocio a sus agentes. Pero hacía mucho tiempo que no se enfrentaba a un verdadero desafío. Pensó que tal vez necesitara ese para recuperar el brío.
El lugar en sí mismo era asombroso… casi en ruinas. Desde el exterior parecía una mezcla de mansión de campo inglesa con el castillo de Drácula.
Torres y minaretes de piedra gris se alzaban hacia el cielo. Las gárgolas, una de las cuales se hallaba decapitada, sonreían con expresión perversa en sus parapetos. Todo eso parecía coronar una casa de granito de tres plantas, con porches y balcones. Sobre el rompeolas se había construido una pérgola. El rápido vistazo que Pedro había podido lanzarle había provocado imágenes de una casa de baños romana, por razones que no lograba comprender.
Tendría que haber sido fea. De hecho, tendría que haber sido espantosa. Sin embargo, no lo era. Resultaba desconcertante, atractiva.
El modo en que el cristal de las ventanas centelleaba como agua de un lago bajo el sol, las flores por doquier agitadas por la brisa, la hiedra que subía con paciencia por esas paredes de granito. No había sido difícil, ni siquiera para un hombre de mente pragmática, imaginar veladas para tomar el té en los jardines.
Las mujeres flotando sobre el césped con sus pamelas y vestidos de organdí, mientras se escuchaba la música de arpas y violines.
Y además estaba la vista, que incluso en el breve trayecto desde el coche hasta la entrada principal lo había dejado sin habla.
Pudo comprender por qué su padre había querido comprar la casa y se hallaba dispuesto a invertir los cientos de miles de dólares que harían falta para restaurarla.
—¿Más té, Pedro? —inquirió Coco.
—No, gracias —le regaló una sonrisa cautivadora—. Me pregunto si podría recorrer la casa. Lo que he visto hasta ahora es fascinante.
P. P. emitió un bufido que Coco fingió no oír.
—Desde luego, será un placer mostrársela —se levantó y, con la espalda hacia Pedro, miró a su sobrina sin parar de mover las cejas—. P. P.… ¿no deberías volver al trabajo?
—No —se incorporó y con un brusco cambio de táctica, sonrió—. Yo acompañaré al señor Alfonso, tía Coco. Ya casi es hora de que los niños vuelvan del colegio.
Coco miró el reloj que había en la repisa, que semanas antes se había parado a las once menos veinticinco.
—Oh, bueno…
—No te preocupes por nada —se dirigió hacia la puerta y con gesto imperioso le indicó a Pedro que la siguiera—. ¿Señor Alfonso? —marchó delante de él por el pasillo y luego por una escalera—. Empezaremos por arriba, ¿le parece? —sin mirar atrás, continuó, convencida de que él se pondría a jadear en el tercer tramo.
Quedó decepcionada.
CAPITULO 6 (PRIMERA HISTORIA)
La puerta delantera se cerró con fuerza. Coco hizo una mueca, y a que sabía que la vibración movería los cuadros y las vajillas. Avanzó por el laberinto de habitaciones sin dejar de arreglar esto y aquello a medida que marchaba.
—¡Tía Coco!
Esta alzó la mano en un gesto automático para darse una palmadita en el pecho. Era la voz de P. P.… y llena de furia. Se preguntó qué habría pasado para encender de esa manera a la muchacha. Adoptó su mejor sonrisa.
—Voy, querida. Todavía no te esperaba en casa. Es una… —calló al ver a su sobrina, lista para pelear con sus vaqueros rotos y en camiseta, con manchas de grasa aún en la cara y las manos cerradas a la altura de las caderas. Y el hombre que había detrás de ella… el hombre al que reconoció como su posible sobrino político—. Sorpresa —concluyó, y volvió a poner la sonrisa en su sitio—. Vaya, señor Alfonso, es magnífico —avanzó con la mano extendida—. Soy la señora McPike.
—Encantado.
—Es tan agradable conocerlo al fin. Espero que haya tenido un viaje placentero.
—Ha sido… interesante.
—Lo cual resulta mejor que placentero —le palmeó la mano antes de soltarla, aprobando su mirada segura y voz bien modulada—. Por favor, pase. Quiero que empiece y a a sentirse como en su casa. Iré a preparar un poco de té para todos.
—Tía Coco —intervino P. P. en voz baja.
—Sí, querida, ¿preferirías otra cosa en vez de té?
—Quiero una explicación, y la quiero ahora.
A Coco el corazón le martilleó un poco, pero le dedicó a su sobrina una sonrisa abierta y algo curiosa.
—¿Explicación? ¿Por qué?
—Quiero saber qué diablos hace él aquí.
—¡Paula! —reprendió su tía—. Tus modales… son uno de mis pocos fallos. Venga, señor Alfonso, ¿o puedo llamarlo Pedro?, debe estar un poco agotado después del trayecto en coche. Mencionó que había sido en coche, ¿verdad? ¿Por qué no vamos a sentarnos al salón? —lo guió mientras hablaba—. Un clima maravilloso para viajar en coche, ¿no es cierto?
—Un momento —P. P. se plantó en su camino—. Un momento. Un momento. No vas a acomodarlo en el salón, con té y tu conversación social. Quiero saber por qué lo invitaste a venir.
—P. P. —Coco suspiró con exageración—. Los negocios son más agradables y prósperos para todas las partes involucradas cuando se conducen en persona, en una atmósfera relajada. ¿No está de acuerdo, Pedro?
—Sí —le sorprendió tener que contener una sonrisa—. Sí lo estoy.
—Ya está.
—No des un paso más —alargó ambas manos—. No hemos acordado vender la casa.
—Desde luego que no —repuso su tía con paciencia—. Por eso ha venido Pedro. Para que podamos discutir todas las opciones y posibilidades. Deberías subir a refrescarte antes de tomar el té, P. P. Tienes grasa de motor, o lo que sea, en la cara.
—¿Por qué no se me informó de que venía? —se la frotó con el dorso de la mano.
Coco parpadeó y trató de dejar los ojos un poco desenfocados.
—¿Decírtelo? Por supuesto que te lo dije. No me habría atrevido a invitar a alguien sin informároslo a todas vosotras.
—No me lo dijiste —insistió con expresión rebelde.
—Vamos, P. P.… yo… —Coco frunció los labios, sabiendo, después de practicar ante el espejo, que le daba una expresión de desconcierto—. ¿No? ¿Estás segura? Habría jurado que os lo conté a ti y a las chicas en cuanto recibí la aceptación del señor Alfonso.
—No —aseveró con rotundidad.
—Santo cielo —Coco se llevó las manos a las mejillas—. Qué terrible, de verdad. Debo disculparme. Después de todo, esta es tu casa, tuya y de tus hermanas. Jamás abusaría de vuestra buena naturaleza y hospitalidad…
La culpabilidad comenzó a carcomer a P. P.
—Es tu casa tanto como nuestra, tía Coco. Lo sabes. No tienes que pedirnos permiso para invitar a alguien que te guste. Es simplemente que deberíamos haber…
—No, no, es inexcusable —había parpadeado lo suficiente como para conseguir que los ojos le brillaran bien—. De verdad que lo ha sido. No sé qué decir. Me siento fatal por todo el incidente. Solo intentaba ayudar, pero…
—No hay nada de qué preocuparse —P. P. tomó la mano de su tía—. Nada en absoluto. Resultó un poco desconcertante al principio. Mira, ¿por qué no preparo yo el té para que tú puedas sentarte con… él?
—Eres tan dulce, querida.
P. P. musitó algo ininteligible al marcharse por el pasillo.
—Felicidades —murmuró Pedro, mirando a Coco con expresión divertida—. Ha sido una de las manipulaciones más delicadas que jamás he visto.
—Gracias —Coco puso cara radiante y enlazó el brazo con el de Pedro—. ¿Por qué no pasamos para mantener esa charla? —lo condujo a un sofá junto a la chimenea, sabiendo que los muelles no eran más que un recuerdo—. He de
disculparme por P. P. Tiene un humor incendiario pero un gran corazón.
—He de aceptar su palabra al respecto —inclinó la cabeza.
—Bueno, está aquí y eso es lo que importa —satisfecha consigo misma, se sentó frente a él—. Sé que Las Torres y su historia le resultarán fascinantes.
Pedro sonrió, pensando que sus ocupantes y a despertaban su fascinación.
—Mi abuelo —continuó ella, indicando el retrato de un hombre de labios finos y rostro severo que había encima de la repisa de madera de cerezo—. Él construyó esta casa en 1904.
—Exhibe un aspecto… formidable —comentó con cortesía al observar los ojos desaprobadores y el ceño fruncido.
—Desde luego —Coco rio con alegría—. Y tengo entendido que fue despiadado en su juventud. Solo recuerdo a Felipe Chaves como a un anciano tembloroso que discutía con las sombras. En 1945 lo metieron en una residencia, después de que tratara de pegarle un tiro al mayordomo por servir oporto malo. Estaba bastante loco… el abuelo —explicó—. No el mayordomo.
—Ya… veo.
—Vivió otros doce años en la residencia, lo cual lo aproximó a los noventa años. Los Chaves, o tienen vidas largas o mueren trágicamente jóvenes —cruzó sus largas piernas—. Conocí a su padre.
—¿A mi padre?
—Ciertamente. No bien. En nuestra juventud asistimos a algunas de las mismas fiestas. Recuerdo en una ocasión bailar con él en una fiesta en Newport. Era llamativamente atractivo, fatalmente encantador. Quedé rendida —sonrió—. Usted se parece mucho a él.
—Debió ser torpe para dejar que se escurriera así por entre sus dedos.
Un deleite puramente femenino centelleó en los ojos de ella.
—Tiene toda la razón —rio—. ¿Cómo está Pedro?
—Bien. Creo que si se hubiera percatado de la conexión existente, no me habría pasado el trato a mí.
Ella enarcó una ceja. Como mujer que seguía las páginas de sociedad y de rumores de forma religiosa, era bien consciente del divorcio complicado por el que pasaba Alfonso padre.
—¿El último matrimonio no prosperó?
En absoluto era un secreto, pero, no obstante, incomodó a Pedro.
—No. ¿Cuando hable con él le doy saludos de su parte?
—Por favor, hágalo —pensó que era un punto doloroso y lo soslayó con ligereza—. ¿Cómo es que se encontró con P. P.?
« El destino», pensó él, y a punto estuvo de decirlo.
—Me encontré necesitando sus servicios… o, mejor dicho, mi coche. No establecí de inmediato la relación entre Automoción P. P. y Paula Chaves.
—¿Quién podría culparlo? —comentó Coco con un gesto de la mano—. Espero que no haya sido… ah, intensa.
—Sigo con vida para hablar del tema. Es evidente que su sobrina no está convencida de vender.
—Así es —P. P. entró empujando un carrito del té, para detenerlo con brusquedad entre los dos sofás—. Y convencerme va a requerir algo más que un escurridizo relaciones públicas de Boston.
—Paula, no hay excusa ninguna para la grosería.
—No pasa nada —Pedro se recostó—. Empiezo a acostumbrarme a ella. ¿Todas sus sobrinas son tan… vehementes, señora McPike?
—Coco, por favor —murmuró—. Todas son mujeres encantadoras —al alzar la tetera, miró a P. P. con una expresión de advertencia—. ¿No tienes trabajo, querida?
—Puede esperar.
—Pero solo has traído servicio para dos.
—Yo no deseo nada —se acomodó sobre el apoyabrazos del sofá y cruzó los brazos.
—Bueno, entonces. ¿Leche o limón, Pedro?
—Limón, por favor.
Cruzando su larga pierna, con botas, P. P. los observó beber té y charlar de cosas sin importancia. « Una conversación inútil» , pensó con acritud. Era el tipo de hombre que desde la infancia había sido entrenado para sentarse en un salón y hablar de naderías.
Jugaría al squash, al polo, quizá al golf. Lo más probable era que tuviera manos como las de un bebé. Bajo ese traje a medida, su cuerpo sería blando y sin vida. Los hombres como él no trabajaban, no sudaban, no sentían.
Permanecía todo el día detrás de su escritorio, comprando y vendiendo, sin pensar jamás en las vidas que afectaba. En los sueños y esperanzas que creaba o destruía.
No iba a manipular la vida de ella. No iba a cubrir las paredes muy queridas y agrietadas con escayola y una capa de pintura brillante. No iba a convertir la vieja sala de baile en un club nocturno. No iba a tocar ni una sola madera del suelo desgastado.
Ella se encargaría de eso y de él.
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