lunes, 22 de julio de 2019
CAPITULO 49 (CUARTA HISTORIA)
Paula se hallaba a unos metros y los observaba con el corazón en un puño.
Había visto la batalla desde la puerta de la cocina. La había conmovido ver la facilidad con la que Pedro se había unido al juego con sus hijos. Sonreía cuando iba a reunirse con ellos… pero se detuvo al ver a Jazmin y Alex examinar la herida de la espalda de Pedro, y el beso de Jazmin para que se sintiera mejor. Había percibido la expresión de emoción descarnada en el rostro de él al volverse para acariciar el pelo de la pequeña.
En ese momento los tres se hallaban en la hierba, con Jazmin acurrucada en el regazo de Pedro, y el brazo de Alex con gesto afectuoso sobre su hombro. Se tomó un momento para cerciorarse de que tenía los ojos secos antes de seguir avanzando.
—¿Ha terminado la guerra? —preguntó.
—Ganó él —informó Alex.
—No parece haber sido una victoria fácil —tomó a Jazmin en brazos cuando la pequeña alzó las manos—. Estáis todos mojados.
—Nos aniquiló… pero yo le di primero.
—Esa es mi chica.
—Y tiene cosquillas —reveló Jazmin—. Cosquillas de verdad.
—¿Sí? —le regaló una sonrisa a Pedro—. Lo recordaré. Y ahora marchaos. Me he dado cuenta de que nadie guardó el juego con el que os entreteníais.
—Pero, mamá… —Alex tenía lista su excusa, pero frenó ante la expresión de su madre.
—Si no lo recogéis, lo haré yo —indicó ella con suavidad—. Pero entonces me corresponderá vuestra tarta de frambuesa de esta noche.
Alex reflexionó un momento, luego cedió.
—Lo haré yo. Luego me quedaré con la parte de Jazmin.
—No —esta corrió hacia la casa perseguida por su hermano.
—Muy hábil, mamá —comentó Pedro al incorporarse.
—Conozco sus puntos débiles —lo rodeó con los brazos, sorprendiéndolo. Era raro que ella diera el primer paso—. Tú también estás todo mojado.
—Fuego de francotirador, pero los derribé como a moscas —la acercó y apoyó la mejilla en su pelo—. Son chicos estupendos, Paula. Yo, mmm… —no sabía cómo decirle que se había enamorado de ellos, no más que revelarle que también se había enamorado de su madre—. Te estoy mojando —incómodo, se apartó.
—¿Quieres dar un paseo? —con una sonrisa, le acarició la mejilla.
Él pensó en la lista que tenía en el bolsillo.
Tomándole la mano, llegó a la conclusión de que podía esperar una hora.
Sabía que ella pondría rumbo a los riscos.
Parecía apropiado que caminaran por allí a medida que las sombras se alargaban y el aire refrescaba. Ella habló un poco del trabajo que había terminado ese día y él del casco que había reparado.
Pero ninguno de los dos tenía la mente en el trabajo.
—Pedro —miró hacia el mar—. ¿Quieres contarme por qué dejaste el cuerpo de policía? —sintió que los dedos de él se ponían rígidos, pero no giró la cara.
—Está hecho —expuso sin rodeos—. No hay nada que contar.
—La cicatriz de tu espalda…
—He dicho que ya está —se soltó y sacó un cigarrillo.
—Comprendo —asimiló el rechazo—. Tu pasado y tus sentimientos personales al respecto no son asunto mío.
—No he dicho eso —dio una calada impaciente.
—Desde luego que sí. Tú tienes derecho a saber todo lo que hay que saber acerca de mí. Se supone que debo confiar en ti, sin cuestionar nada. Pero no he de interesarme por tus cosas.
—¿Qué es esto, una especie de prueba? —la miró con ojos airados.
—Llámalo lo que quieras —replicó—. Había esperado que ya confiaras en mí, que te importaba para dejarme entrar en tu vida.
—Me importas, maldita sea. ¿No sabes que aún me desgarra recordarlo? Fueron diez años de mi vida, Paula. Diez años —se volvió para arrojar el cigarrillo al abismo.
—Lo siento —instintivamente apoyó las manos en sus hombros para calmarlo —. Si hay alguien que sepa lo doloroso que es sacar viejas heridas, soy yo. ¿Por qué no volvemos? Veré si te puedo encontrar una camisa limpia.
—No —tenía la mandíbula apretada, el cuerpo tenso como un resorte—. Quieres saberlo, tienes derecho. Lo dejé porque no pude sobrellevarlo. Dediqué diez años a decirme que podía marcar una diferencia, que nada de la mierda por la que tenía que moverme me afectaría. Podía tratar con traficantes, chulos y víctimas todo el día sin perder un minuto de sueño por la noche. Si tenía que matar a alguien, lo hacía en el cumplimiento del deber. No era algo en lo que quisieras reflexionar mucho, sino algo con lo que tenías que vivir. Vi a algunos polis que se quemaron por el camino, pero me dije que eso no iba a sucederme a mí.
Ella guardó silencio y siguió frotándole los músculos tensos de los hombros mientras esperaba que continuara.
—La sección de antivicio te lleva a los abismos, Paula. De esa manera terminas por comprender a la gente que tratas de eliminar. Piensas como ellos. Has de hacerlo cuando entras de incógnito, o no vuelves a salir. Hay cosas que jamás pienso contarte, porque me importas. Cosas feas que yo… —cerró los ojos y metió las manos en los bolsillos—. Que no quería volver a ver. Ya había empezado a pensar en regresar aquí —cansado, se frotó los ojos—. Estaba cansado, Paula, y quería vivir otra vez como una persona normal, sin tener que ponerme una pistola en la sobaquera todos los días ni hacer tratos con basura en cuartuchos miserables.
»Llevábamos una investigación rutinaria en busca de un traficante pequeño al que creíamos que podríamos sonsacarle información. Recibimos un soplo sobre dónde encontrarlo, y cuando lo arrinconamos en un pequeño antro, resultó que el imbécil llevaba unos veinte mil dólares en coca bajo la ropa y más de un par de rayas en el cerebro. Le entró el pánico. Arrastró a una mujer medio colgada con él y huyó —comenzaban a sudarle las manos, que secó en los vaqueros—. Mi compañero y yo nos separamos para cortarle la salida. Sacó a la
mujer al callejón. Con nosotros en cada extremo, no tenía esperanza alguna de escapar. Yo había desenfundado. Estaba oscuro. La basura se había vertido en el suelo.
Aún podía olerla, rancia y fétida, mientras el sudor le bajaba por la espalda.
—Escuchaba a mi compañero avanzar desde el otro extremo y el llanto de la mujer. Le había hecho unos cortes y se hallaba acurrucada en el cemento. No sabía cuán malherida estaba. Recuerdo que pensé que el miserable iba a ser encerrado con cargos superiores a distribución de droga. Entonces saltó sobre mí.
Me había clavado el cuchillo antes de que pudiera realizar ningún disparo — todavía sentía cómo el acero le desgarraba el cuerpo, aún olía su propia sangre —. Supe que estaba muerto y no dejé de pensar que no podría ir a casa. Que iba a morir en ese maldito callejón con el hedor de aquella basura. Lo maté mientras caía. Eso es lo que me contaron. No lo recuerdo. Lo que sí recuerdo es que luego despertaba en el hospital sintiendo como si me hubieran cortado en dos para luego coserme. Me dije que si lo conseguía, iba a regresar aquí. Porque sabía que si tenía que volver a caminar por otro callejón, no volvería a salir de él.
Paula lo abrazó con fuerza y apoyó la mejilla en su espalda.
—¿Crees que por haber regresado a casa en vez de entrar en otro callejón has fracasado?
—No lo sé.
—Durante mucho tiempo, eso pensé yo. Nadie me había puesto un cuchillo en la espalda, pero llegué a darme cuenta de que si me quedaba con Bruno, si hubiera mantenido aquel voto, una parte de mí habría muerto. Elegí sobrevivir, ¿crees que debería avergonzarme de ello?
—No —se volvió—. No.
Ella alzó las manos para enmarcarle la cara. En sus ojos había comprensión y la simpatía que Pedro no habría aceptado ni siquiera una semana antes.
—Yo tampoco lo creo. Odio lo que te pasó, pero me alegro de que te trajera aquí —le dio un beso en los labios para ofrecerle consuelo. Despacio, con una dulzura insoportablemente conmovedora, sintió que él se dejaba ir.
El cuerpo de Pedro se relajó al tiempo que la acercaba a él. La boca se le suavizó y encendió.
Al fin alcanzaban el siguiente nivel. No solo había pasión y ternura, sino confianza. Mientras el viento susurraba entre la hierba y las brillantes flores silvestres, Paula pensó que oía otra cosa, algo tan sereno y hermoso que le provocó lágrimas en los ojos. Cuando vio la cara de él, supo que también Pedro lo había oído. Sonrió.
—No estamos solos aquí —murmuró—. Debieron estar en este mismo sitio, abrazándose como lo hacemos nosotros. Deseándose de la misma manera — llena con el momento, se llevó la mano de él a los labios—. ¿Crees que el tiempo y el destino pueden ser circulares?
—Empiezo a creerlo.
—Todavía vienen aquí, a esperar. Me pregunto si alguna vez se encuentran. Pienso que lo harán, si somos capaces de solucionar las cosas —lo besó otra vez y luego le pasó un brazo por la cintura—. Vayamos a casa. Tengo la sensación de que va a ser una noche interesante.
—Paula —comenzó mientras emprendían el regreso—, después de la sesión… —calló con expresión incómoda, lo que provocó la risa de ella.
—No te preocupes, en Las Torres solo tenemos fantasmas amigos.
—Sí. Pero no esperes que le dé mucha credibilidad a los cánticos y los trances, aunque de todos modos me preguntaba si después… mira, sé que no te gusta dejar a los niños, pero pensé que podrías ir a mi casa un rato. Hay algunas cosas de las que quiero hablarte.
—¿Qué cosas?
—Simplemente… cosas —repitió con docilidad. Si iba a pedirle que se casara con él, quería hacerlo bien—. Agradecería que pudieras salir una o dos horas.
—De acuerdo, si es importante. ¿Es sobre las esmeraldas?
—No. Es… Preferiría esperar, ¿de acuerdo? Escucha, he de hacer un par de cosas antes de que empecemos a llamar a los espíritus.
—¿No te vas a quedar a cenar?
—No puedo. Volveré —al llegar a la pendiente y pasar ante la pared de piedra, la pegó a él para darle un beso breve e intenso—. Nos vemos luego.
CAPITULO 48 (CUARTA HISTORIA)
Mientras atravesaba el jardín, los perros corrieron hacia él, con Fred pegado al costado de Sadie. Cuando dejaron de dar saltos, los acarició.
—¡Recordad el Álamo! —gritó Alex. Se hallaba con las piernas abiertas en el techo de su fuerte, con una espada de plástico en la mano—. Jamás nos tomaréis con vida.
—¿Ah sí? —incapaz de resistirse, Pedro se acercó—. ¿Y qué te hace pensar que os busco, pequeñajo?
—Que nosotros somos los patriotas y vosotros los invasores perversos.
Jazmin asomó la cabeza por una abertura que servía como ventana. Antes de que Pedro pudiera esquivarlo, recibió en medio del pecho un chorro de agua de su pistola. Alex soltó un grito triunfal mientras Pedro observaba ceñudo la camisa mojada.
—Supongo que sabéis que esto significa la guerra —expuso despacio.
Mientras Jazmin chillaba, la sacó por la ventana.
Para deleite de la pequeña, la mantuvo boca abajo de modo que las dos coletas rubias rozaron la hierba.
—¡Ha tomado un rehén! —gritó Alex—. Hasta la muerte —entró en el fuerte para luego salir por la puerta blandiendo su espada. Pedro apenas dispuso de tiempo de enderezar a Jazmin antes de que el pequeño misil lo alcanzara—. Cortadle la cabeza —entonó Alex, seguido de su hermana.
Pedro aflojó el cuerpo y se llevó a los dos consigo al suelo.
Hubo gritos y risas mientras luchaba con ellos.
No resultó tan fácil como había imaginado. Los dos eran ágiles y escurridizos, y lograron soltarse para atacarlo. Se encontró en desventaja cuando Alex se sentó en su pecho mientras Jazmin localizaba un punto para hacerle cosquillas.
—Voy a tener que ponerme duro —les advirtió.
Maldijo al recibir un chorro de agua en la cara, provocando que ambos se partieran de risa. Con un movimiento veloz les arrebató la pistola y pasó a empaparlos a los dos. Con grititos y risitas, ambos se lanzaron sobre él. Fue una batalla mojada, y cuando al fin consiguió inmovilizarlos, todos estaban sin aliento.
—Os he aniquilado —logró decir Pedro—. Decid tío —Jazmin le clavó un dedo en las costillas.
Para defenderse, bajó la mejilla al cuello de la pequeña y frotó la barba de un día sobre su piel.
—¡Tío, tío, tío! —gritó ella, desternillándose de risa.
Satisfecho, empleó la misma estratagema con Alex hasta que, victorioso, dio la vuelta y quedó boca abajo sobre la hierba.
—Nos has matado —reconoció Alex, en absoluto enfadado—. Pero estás moralmente herido.
—Sí, pero creo que quieres decir mortalmente.
—¿Vas a echarte una siesta? —Jazmin trepó a su espalda para dar saltos—. A veces Lila duerme en la hierba.
—Lila duerme en cualquier parte —musitó Pedro.
—Si quieres, puedes echarte una siesta en mi cama —invitó ella, luego apoyó un dedo curioso en la cicatriz que veía bajo la camiseta levantada—. Tienes una herida en la espalda.
—Mmm.
—¿Puedo ver? —preguntó Alex, que ya había empezado a trepar.
Pedro se puso tenso de forma automática, luego se obligó a relajarse.
—Claro.
Mientras Alex levantaba la camiseta, los ojos de ambos niños se agrandaron mucho. No se parecía a la cicatriz limpia y pequeña que habían admirado en la pierna de él. Esa era larga e irregular, e iba desde la cintura hasta un punto de la espalda que no lograban ver debido a que ya no podían levantarle más la camiseta.
—Cielos —fue lo único que se le ocurrió a Alex. Tragó saliva y luego, con valentía, acercó un dedo a la cicatriz—. ¿Te metiste en una pelea grande?
—No exactamente —recordó el dolor, el increíble resplandor de calor blanco —. Me atacó uno de los malos —respondió, con la esperanza de que eso bastara.
Al sentir que la boquita de Jazmin se posaba en su espalda, se quedó muy quieto.
—¿Te sientes mejor ahora? —preguntó ella.
—Sí —tuvo que suspirar para controlar la voz—. Gracias —se volvió y se sentó para acariciarle el pelo.
CAPITULO 47 (CUARTA HISTORIA)
Pedro esperaba a Teo en el cenador que había en el rompeolas. Encendió un cigarrillo y contempló el jardín de Las Torres. Unos andamios enmarcaban el ala oeste y el chillido de una sierra cortaba el aire. Un camión elevador estaba aparcado bajo la terraza y su mecanismo gemía mientras subía equipo a un trío de hombres con el torso desnudo. Una radio emitía rock duro.
Las ventanas de la habitación donde había pasado casi toda la noche con Paula le guiñaron sus ojos. Recordaba cada segundo de esas horas, cada suspiro, cada movimiento. También recordaba haberla dejado confusa. Estaba claro que la ternura no era su estilo, aunque había sido fácil manifestarla con ella.
Paula no le había pedido suavidad. No le había pedido nada. ¿Por eso se sentía impulsado a dar? Sin intentarlo, ella había llegado a algo en su interior que Pedro no sabía que existía… y con lo que aún se sentía más que un poco incómodo.
Descubrirlo y sentirlo lo dejaba tan vulnerable como ella.
Ella merecía la música, las velas, las flores.
Merecía las palabras poéticas.
Iba a intentar dárselas, sin importar que lo hicieran sentirse como un tonto.
Mientras tanto, tenía un trabajo que cumplir. Iba a encontrar esas malditas esmeraldas para ella.
E iba a poner a Livingston entre rejas.
Tiró el cigarrillo al ver a Teo salir de la casa. En el cenador iban a disfrutar de una relativa privacidad. Lo que dijeran allí nadie podría escucharlo.
Cualquiera que mirara desde la casa, vería a dos hombres que compartían una cerveza por la tarde, lejos de las mujeres.
Teo subió y le ofreció una botella.
—Gracias —se apoyó con indiferencia en un poste y alzó la cerveza—. ¿Has conseguido la lista?
—Sí —Teo se sentó en uno de los bancos de piedra para poder observar la casa mientras bebía—. Solo hemos contratado a cuatro hombres nuevos en el último mes.
—¿Referencias?
—Desde luego —la leve irritación en su tono de voz fue instintiva—. Samuel y yo somos bien conscientes de la seguridad.
Pedro simplemente se encogió de hombros.
—Un hombre como Livingston no tendría ningún problema en conseguir referencias. Le costaría dinero —bebió un buen trago—. Pero las conseguiría.
—Tú sabes más que yo de esas cosas —entrecerró los ojos al ver a dos hombres cambiar unos canalones en el techo del ala oeste—. Pero me cuesta creer que pudiera estar aquí, trabajando ante nuestras propias narices.
—Oh, está aquí —sacó otro cigarrillo, lo encendió y dio una calada pensativo —. Quienquiera que hurgara en mi casa, se enteró de la conexión casi al mismo tiempo que vosotros. Como no vais por ahí hablando de la situación en las fiestas, habrá oído algo aquí, en la casa. No formaba parte de la cuadrilla al empezar las obras, porque se hallaba ocupado en otra parte. Pero las últimas semanas… —
calló mientras los niños salían a la carrera en dirección al fuerte seguidos de los perros—. No iba a quedarse sentado a esperar, no mientras existiera la posibilidad de que derribarais una pared y aparecieran las esmeraldas. ¿Y qué mejor sitio para vigilarlo todo que desde dentro?
—Encaja —reconoció Teo—. Pero no me gusta la idea de que mi mujer, o cualquiera de los demás, esté tan cerca —pensó en Catalina, en el bebé que esperaba y su semblante se ensombreció—. Si hay una posibilidad de que tengas razón, quiero inspeccionarla.
—Dame la lista y la comprobaré. Todavía tengo algunos contactos —no apartó la mirada de los niños—. No va a lastimar a nadie. Te lo garantizo.
Teo asintió. Era un hombre de negocios y nunca había practicado algo más que un poco de boxeo en la universidad. Pero haría lo que fuera necesario para proteger a su mujer y a su hijo no nacido.
—Se lo he contado a Max, y Samuel y Amelia han decidido interrumpir la luna de miel. Deberían llegar en un par de horas.
«Eso está bien» , pensó Pedro. Era mejor tener a toda la familia en un solo lugar.
—¿Qué le contó Samuel?
—Que había un problema en el trabajo —más cómodo una vez que los engranajes se habían puesto en marcha, Teo sonrió un poco—. Si Amelia averigua que la está engañando, se lo hará pagar.
—Cuanto menos sepan las mujeres, mejor.
En esa ocasión Teo rio.
—Si alguna te oye decir eso, perderías tres capas de piel. Son duras.
—Creen que lo son —pensó en Paula.
—No, lo son. Tardé bastante en aceptarlo. Individualmente son fuertes, de acero recubierto de terciopelo. Por no mencionar tercas, impulsivas y febrilmente leales. Juntas… —sonrió—. Bueno, reconozco que preferiría enfrentarme a un par de luchadores de sumo antes que a las mujeres Chaves.
—Cuando todo haya acabado, que se enfurezcan todo lo que quieran.
—Mientras estén a salvo —concluyó Teo, notando que Pedro observaba a los niños—. Unos chicos estupendos —comentó.
—Sí. Están bien.
—Tienen una madre extraordinaria —bebió un sorbo de cerveza—. Es una pena que no tengan un verdadero padre.
—¿Qué sabes de él? —hasta pensar en Bruno Dumont le hacía hervir la sangre.
—Más de lo que me gusta. Sé que hizo pasar a Paula por un infierno. Estuvo a punto de quebrantarla con el juicio por la custodia.
—¿Quiso quedarse con los niños? —lo miró aturdido.
—Fue por ella —corrigió Teo—. ¿Y que mejor manera que esa? Ella no habla del tema. Catalina me contó la historia. Al parecer a él lo molestó que solicitara el divorcio. No era bueno para su imagen, menos cuando tiene la vista puesta en un sillón del senado. La hizo pasar por una larga y fea lucha en los tribunales, tratando de demostrar que era una mujer inestable y no apta para educar a los niños.
—Canalla —ahogó la ira y se volvió para tirar el cigarrillo a las rocas.
—No los quería. La idea que tenía era meterlos en un internado. O esa era la amenaza. Retiró la demanda cuando Paula aceptó el acuerdo.
—¿Qué acuerdo? —aferraba con fuerza la barandilla de piedra.
—Ella cedió prácticamente todo. Él retiró los cargos para que el acuerdo se pudiera llevar en privado. Consiguió la casa y toda la propiedad, junto con un buen pellizco de la herencia de Paula. Podría haber luchado, pero los niños y ella ya se encontraban en un caos emocional. No quiso correr ningún riesgo con ellos ni someterlos a más tensión.
—No, no lo haría —bebió en un intento inútil de eliminar la amargura de su garganta—. Él ya no volverá a hacerle daño a ninguno de los tres. Me ocuparé de eso.
—Lo imaginaba —satisfecho, se puso de pie. Sacó una lista del bolsillo y la cambió por la botella vacía de Pedro—. Hazme saber qué averiguas.
—Sí.
—La sesión espiritista es esta noche —vio la mueca de Pedro y rio—. Puede sorprenderte.
—Lo único que me sorprende es que Coco me convenciera de asistir.
—Si piensas quedarte por aquí, tendrás que acostumbrarte a que te convenzan para todo tipo de cosas.
«Pienso quedarme, sí» , convino mentalmente mientras Teo se alejaba.
Solo necesitaba encontrar la manera adecuada de contárselo a Paula. Después de leer los nombres de la lista, se la guardó. Haría un par de llamadas para ver qué averiguaba.
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