viernes, 28 de junio de 2019
CAPITULO 43 (TERCERA HISTORIA)
Ya de vuelta en su habitación, Pedro decidió que pasaría el resto de la velada tomando notas para su libro. Si pudiera reunir el valor suficiente, se sentaría en frente de la máquina de escribir que Coco le había prestado. Podía dar ese paso, ese enorme paso, y comenzar a escribir directamente su novela, en vez de dedicarse a prepararse para escribirla.
Miró la tantas veces aporreada Remington y sintió que se le encogía el estómago. Quería sentarse, deslizar los dedos por aquellas teclas con la misma desesperación que un hombre ansiaba tener a la mujer deseada en sus brazos.
Pero le daba tanto miedo tener que enfrentarse a la hoja en blanco como verse frente al pelotón de fusilamiento. O quizá más.
Solo necesitaba prepararse, se dijo a sí mismo.
Colocar mejor sus libros de referencia. Intentar que sus notas fueran más fácilmente accesibles. Y ajustar la luz.
Pensó en docenas de detalles que debía perfeccionar antes de empezar. Una vez hubo terminado con ellos, intentó y fracasó pensar en algo más. Y se sentó.
Allí estaba, comprendió, a punto de empezar algo con lo que había soñado durante toda su vida. Lo único que tenía que hacer era escribir la primera frase y ya estaría comprometido a continuar.
Curvó los dedos sobre el teclado.
¿Por qué habría pensado que podía escribir una novela? Una tesis, una conferencia, sí. Ambas eran cosas que estaba preparado para hacer. Pero una novela, Dios, una novela no era algo que nadie pudiera enseñar a hacer. Hacía falta imaginación, ingenio, sentido del dramatismo.
Pensar en una historia y articularla sobre el papel eran dos cosas completamente diferentes.
¿Y no era una tontería comenzar algo que estaba destinado al fracaso?
Mientras continuara preparándose para escribir su novela, no correría ningún riesgo y, por lo tanto, tampoco habría ninguna decepción. Pero si comenzaba, si realmente comenzaba, y a no podría continuar escondiéndose tras las notas y la búsqueda de libros. Y cuando fracasara, ya ni siquiera podría soñar con su novela.
Con movimientos tensos, deslizó los dedos sobre las teclas, mientras en su mente continuaban agolpándose docenas de excusas para posponer el momento de empezar. Cuando la primera frase pasó desde su cerebro hasta sus dedos y apareció sobre la página en blanco, dejó escapar un largo y tembloroso suspiro.
Tres horas después, tenía diez páginas llenas.
La historia, a la que había estado dando vueltas en su cabeza durante tanto tiempo, estaba comenzando a cobrar forma a través de la palabra. Sus palabras. Pedro sabía que probablemente era espantosa, pero no parecía importarle. Estaba escribiendo, escribiendo de verdad.
El proceso lo fascinaba y lo llenaba de júbilo.
Escuchar el repiqueteo de las teclas le parecía el mayor de los placeres.
Se quitó la camisa y los zapatos y se inclinó hacia delante, con el ceño fruncido y la mirada ligeramente desenfocada. Sus dedos volaban sobre las teclas y se detenían de pronto, mientras él se devanaba los sesos intentando encontrar la manera de trasladar al papel lo que tenía en la cabeza.
Y así fue como Paula lo encontró. Pedro había dejado abiertas las puertas de la terraza para que entrara la brisa. La habitación estaba prácticamente a oscuras, con la única iluminación de la lámpara que había sobre el escritorio. Se quedó observándolo, excitada por su total concentración y encantada con la forma en la que el flequillo caía sobre sus ojos.
¿Era extraño que hubiera ido a buscarlo?
Estaba tan completamente enamorada de él que le habría resultado imposible mantenerse lejos.
No encontraba nada malo en pasar una noche con él para demostrarle su amor de una manera que Pedro pudiera comprender y aceptar.
Necesitaba hacer el amor con él, fraguar una unión que pudiera ser importante para ambos.
No mediante sexo, sino a través de la intimidad.
Una intimidad que había comenzado en el momento en el que, mientras yacía medio muerto en la playa, había elevado la mano hasta su rostro. Había una conexión entre ellos de la que Paula no podía escapar. Y, como había pensado mientras se levantaba de la cama para ir a su encuentro, de la que no quería escapar.
Su intuición la había llevado hasta el dormitorio de Pedro aquella noche, de la misma forma que la había arrastrado hasta la playa el día de la tormenta.
La decisión tenía que tomarla ella, lo sabía. Sin embargo, por terriblemente que lo deseara, no podía tomar lo que nadie le había ofrecido. Y él vacilaría en tomar incluso lo que le ofrecían porque tenía sus propias normas y códigos éticos.
Quizá si la amara…
Pero no podía permitirse pensar en eso. Con el tiempo, Pedro llegaría a amarla. Sus propios sentimientos eran demasiado fuertes y profundos como para que los de Pedro no estuvieran a su altura.
Así que ella daría el primer paso. Seducción.
CAPITULO 42 (TERCERA HISTORIA)
Después de cenar, Pedro volvió a concentrarse en la lista. Se dijo a sí mismo que estaba siendo responsable, haciendo lo que tenía que hacer.
Pero la verdad era que tenía que poner distancia entre él y Paula. No podía continuar engañándose diciendo que lo que sentía por ella solo era deseo. Que era una simple reacción física que podría ser activada por una imagen en la televisión o una voz en la radio.
Porque sabía que no había nada simple ni fácil de ignorar en su forma de reaccionar ante Paula.
A medida que iban pasando los días, sus sentimientos eran más confusos, menos estables y más ingobernables. La situación ya era suficientemente complicada cuando le bastaba mirarla para desearla. En ese momento, le bastaba mirarla para sentir que sus deseos se fundían con sueños poco realistas, absurdos e imposibles.
Pedro nunca había dedicado mucho tiempo a pensar en el amor, y ninguno en absoluto a pensar en el matrimonio o la familia. Su trabajo siempre había sido suficiente para él, había llenado todos los vacíos de su vida. Había disfrutado de las mujeres, y aunque estaba lejos de haber sido el Don Juan de Cornell, había mantenido algunas relaciones cómodas y satisfactorias. Aun así, nunca había sentido la necesidad de correr al altar o comenzar a construir un hogar.
La soltería le gustaba. Cuando pensaba en el futuro se imaginaba a sí mismo como un malhumorado anciano y con un hermoso perro como única compañía.
Era un hombre sencillo que vivía una vida tranquila. Al menos hasta entonces.
Y en cuanto ayudara a localizar las esmeraldas de las Chaves, regresaría a su vida tranquila. Y regresaría solo. Aunque las cosas y a nunca serían exactamente iguales para él, sabía que Paula se olvidaría del torpe profesor de universidad antes de que los vientos invernales comenzaran a soplar en la bahía.
E imaginaba que cuanto antes terminara lo que se había mostrado de acuerdo en hacer y se marchara, más fácil le resultaría irse. Terminó la lista y decidió que ya había llegado la hora de dar el siguiente paso hacia el final del más increíble verano de su vida.
Encontró a Amelia en su habitación, trabajando en su propia lista. Era la de los invitados a su boda, que se celebraría en menos de tres semanas.
—Siento interrumpir.
—No te preocupes —Amelia empujó suavemente sus gafas y sonrió—. Tengo todo bajo control, excepto mis nervios —ordenó sus papeles y los dejó sobre la bandeja que tenía en el escritorio—. Yo era partidaria de fugarme con Samuel, pero tía Coco me habría asesinado.
—Supongo que una boda lleva muchísimo trabajo.
—Incluso preparar una ceremonia sencilla y familiar es como planificar la mayor de las ofensivas. O como estar en el circo —decidió, y soltó una carcajada—. Tienes que terminar haciendo malabares con los fotógrafos, la colocación de los invitados y los arreglos florales. Pero me está saliendo todo muy bien. Me está ayudando Catalina aunque debería ser capaz de hacerlo todo yo sola. Pero… —se quitó las gafas y comenzó a doblar y desdoblar las patillas—. Todas estas cosas me desequilibran, así que Pedro, intenta distraerme un rato y cuéntame qué te preocupa a ti.
—He estado trabajando en esta lista y no sé si está completa —le mostró la lista—. Son todos los nombres de los sirvientes que trabajaron en la casa el verano en el que Bianca murió, al menos los que he podido encontrar.
Amelia apretó los labios y volvió a ponerse las gafas. Admiró aquellas columnas ordenadas, escritas con una letra nítida.
—¿Son todos estos?
—Son los que aparecen en el libro de contabilidad que he consultado. He pensado que podríamos ponernos en contacto con sus familias. Quizá incluso tengamos suerte y alguno de ellos viva.
—Cualquiera que trabajara aquí en esa época, debe rondar ya los cien años.
—No necesariamente. Muchos de los empleados podrían ser muy jóvenes. Algunas doncellas, el jardinero, o las ayudantes de cocina, por ejemplo — cuando Amelia comenzó a tamborilear con el lápiz en la mesa, añadió—: Hay pocas probabilidades, lo sé, pero…
—No —con la mirada fija en la lista, Amelia asintió—. Aunque no pudiéramos encontrar a nadie de los que trabajó entonces aquí, es posible que les contaran algo a sus hijos. Es casi seguro que la mayor parte de ellos vivían en esta zona, y quizá todavía lo sigan haciendo —alzó la mirada—. Has tenido una buena idea, Pedro.
—Me gustaría que me ayudaras a confirmar algunos nombres.
—Te ayudaré en todo lo que pueda, pero no va a ser fácil.
—Investigar es lo que mejor se me da.
—Y has hecho un gran trabajo —le tendió una mano para estrechársela—. ¿Por qué no nos dividimos la lista entre los dos y comenzamos mañana? Supongo que la cocinera, el mayordomo, el ama de llaves, la dama personal de Bianca y la niñera vendrían con ellos desde Nueva York.
—Pero seguramente las asistentas y los empleados de menor rango serían contratados en la localidad.
—Exactamente, podemos dividir la lista de esa forma y después comprobar los datos —se interrumpió cuando Samuel entró en la habitación con una botella de champán y dos copas.
—Te dejo cinco minutos sola y ya empiezas a entretenerte con otro —dejó la botella de champán a un lado—. Y además estáis hablando de comprobar datos. Esto debe ser algo serio.
—Ni siquiera hemos empezado a ponerlos en orden alfabético —respondió Amelia.
—Parece que he llegado justo a tiempo —tomó el lápiz que Amelia tenía en la mano antes de hacerla levantarse—. Cinco minutos más, y y a podrías haber estado empezando a hacer correlaciones.
Desde luego, allí no lo necesitaban, decidió Pedro. Por la forma en la que se estaban besando, aparentemente se habían olvidado de él. Mientras se marchaba, miró envidioso por encima del hombro. Se estaban mirando el uno al otro, sonriendo, sin decir nada. Era evidente que se trataba de dos personas que sabían lo que querían: se querían el uno al otro.
CAPITULO 41 (TERCERA HISTORIA)
—¿Para qué diablos nos va a servir todo este montón de papeles?
Hawkins caminaba nervioso por una de las soleadas habitaciones de la casa que habían alquilado. Él nunca había sido un hombre paciente. Prefería usar sus puños o cualquier arma a su cerebro. Su socio, que había adoptado el nombre de Robert Marshall, estaba sentado en un escritorio de roble, revisando detenidamente los documentos que había robado de Las Torres un mes antes. Se había teñido el pelo de un indefinido tono castaño.
Si Pedro Alfonso lo hubiera visto, lo habría identificado al instante como Ellis Caufield. Ningún nombre falso, ningún disfraz, podría esconder que era el ladrón cuya mente sin escrúpulos había planificado robar las esmeraldas de las Chaves.
—Me tomé numerosas molestias para conseguir esos documentos —replicó Caufield en tono aplacible—. Y ahora que hemos perdido al profesor, tendré que descifrarlos yo mismo. Simplemente, tardaré un poco más.
—Todo este asunto apesta.
Hawkins fijó la mirada en la ventana, en los frondosos árboles que flanqueaban la casa. Estaba escondida detrás de un bosquecillo de álamos cuyas hojas agitaba continuamente la brisa. Con las ventanas del estudio abiertas de par en par, la esencia de los pinos y los guisantes dulces inundaba la habitación.
Pero Hawkins solo podía oler su propia frustración. El luminoso azul de la bahía no mejoraba su humor. Había pasado suficiente tiempo en prisión como para sentirse encerrado en aquel lugar, por hermosos que fueran los alrededores.
Haciendo crujir sus nudillos, Hawkins se apartó de la ventana.
—Podríamos pasarnos semanas aquí metidos.
—Deberías aprender a apreciar este paisaje. Y esta habitación —el nerviosismo de su compañero era irritante, pero lo toleraba. Al menos mientras necesitara a Hawkins. Después de que las esmeraldas fueran encontradas… Bueno, ese era otro asunto—. Desde luego, yo prefiero la casa al yate. Y encontrar un alojamiento adecuado frente a la bahía ha sido caro y difícil.
—Esa es otra de las cosas —Hawkins sacó un cigarrillo—. Estamos gastando un dineral y lo único que hemos conseguido hasta ahora ha sido un montón de papeles.
—Te aseguro que las esmeraldas valdrán mucho más que todo el dinero que llevamos gastado.
—Si es que las malditas esmeraldas existen.
—Existen —Caufield despejó el humo con la mano, con un gesto de irritación y repitió con expresión intensa—: Existen. Y antes de que termine este verano, las tendré en mis manos —alzó las manos. Eran suaves, blancas y ágiles. En ese momento, estaba imaginando las relucientes piedras preciosas sobre ellas—. Y serán mías.
—Nuestras —lo corrigió Hawkins.
Caufield alzó la mirada y sonrió.
—Nuestras, por supuesto.
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