jueves, 11 de julio de 2019

CAPITULO 14 (CUARTA HISTORIA)




Necesitaba un poco de tiempo para sí misma. 


No era algo de lo que pudiera disfrutar muy a menudo en una casa tan llena de gente como Las Torres. Pero en ese momento, con la luna alta y los niños en la cama, disponía de unos cuantos momentos.


Era una noche despejada, y el calor del día había sido reemplazado por una suave brisa impregnada con los olores del mar y de las rosas. Desde su terraza podía ver la sombra oscura de los riscos que siempre la atraían. El murmullo distante del agua era como una nana, tan dulce como la llamada de un ave nocturna desde el jardín.


Sin embargo, esa noche no la ayudaban a dormir. Sin importar lo cansado que tenía el cuerpo, su mente se hallaba demasiado agitada. 


Suspiró y se obligó a relajar las manos. Si tan solo Pedro no la hubiera enfadado tanto. 


Despreciaba perder los nervios, y aquel día había estado peligrosamente cerca de hacerlo. 


sabía que la culpa solo era de ella.


Necesidades. No quería necesitar a nadie más que no fuera de su familia… esa familia que podía amar, con la que podía contar y de la que se preocupaba.


Ya había aprendido una lección dolorosa sobre necesitar a un hombre, un solo hombre. No tenía intención de repetirla.


Se recordó que la había besado por un impulso. 


Para él no había sido más que una especie de desafío. En el acto no había existido afecto, ni suavidad ni romance. El hecho de que la hubiera agitado solo era una cuestión química.


Llevaba más de dos años aislada de los hombres. Y el último año de su matrimonio… bueno, tampoco había existido afecto, suavidad o romance. Había aprendido a prescindir de esas cosas en lo referente a los hombres. 


Podría seguir haciéndolo.


Si al menos no hubiera respondido a su contacto de manera tan… descarada.


A pesar de la brusquedad mostrada por Pedro, ella se había aferrado al momento y respondido a los labios duros con un fervor que jamás había sido capaz de mostrarle a su propio marido.


Y con ello únicamente había conseguido humillarse a sí misma y divertir a Pedro. Y a pesar de ello todavía podía sentirlo. Aunque quizá no tendría que ser tan dura consigo misma. A pesar de lo mucho que la avergonzaba el momento, había probado algo. Seguía viva. 


No era el caparazón frío que Bruno había hecho a un lado con tanta indiferencia. Podía sentir y desear.


Cerró los ojos y se llevó una mano al estómago. 


Al parecer deseaba demasiado. Era como el hambre, y el beso, como un mendrugo de pan después de un largo ayuno, había revuelto todos los jugos. Podía sentirse satisfecha de ser
capaz de sentir algo otra vez, aparte del remordimiento y la desilusión. Y al sentirlo podía controlarlo. El orgullo le impediría esquivar a Pedro. Así como la salvaría de cualquier nueva humillación.


Se recordó que era una Chaves. Las mujeres Chaves caían peleando. Si tenía que volver a tratar con él con el fin de ampliar el rastro de las esmeraldas, podría hacerlo. Nunca, jamás, permitiría que un hombre la volviera a descartar y destruir.


—Paula, ahí estás.


—Tía Coco —se volvió para ver a su tía atravesar las puertas de la terraza.


—Lo siento, querida, pero me cansé de llamar. Como tenías la luz encendida, me asomé.


—Está bien —pasó un brazo por la cintura robusta de Coco. Era una mujer a la que había querido casi toda su vida. Una mujer que había sido madre y padre durante más de quince años—. Supongo que estaba perdida en la noche. Es tan hermosa.


Coco lo corroboró con un murmullo y no dijo nada de momento. De todas las chicas, la que más la preocupaba era Paula. La había visto irse de casa, una novia joven, radiante de esperanza. Había estado presente cuando cuatro años más tarde regresó, una mujer pálida y devastada con dos niños pequeños. En los
años transcurridos desde entonces, se había sentido orgullosa de ver cómo volvía a levantarse, dedicándose a la tarea difícil de ser una madre sola y trabajar con ahínco para establecer su negocio.


Y había esperado, con dolor, que la expresión triste y perdida que nublaba los ojos de su sobrina se desvaneciera para siempre.


—¿No podías dormir? —le preguntó Paula.


—Todavía ni se me había pasado por la cabeza —Coco suspiró—. Esa mujer me está volviendo loca.


Paula logró no sonreír. Sabía que esa mujer era su tía abuela Carolina, la mayor de los hijos de Bianca y hermana del padre de Coco. La mujer ruda, exigente y caprichosa les había caído encima hacía una semana. Coco estaba convencida que el único objetivo que tenía era hacerla desgraciada.


—¿La oíste en la cena? —alta y majestuosa con su túnica, Coco se puso a ir de un lado a otro. Sus quejas sonaron en un susurro indignado. Carolina podía superar los ochenta años y su dormitorio estar situado a bastantes metros, pero tenía oídos de gato—. «La salsa está demasiado fuerte y los espárragos demasiado blandos» . Que se atreva a decirme a mi cómo preparar un pollo al vino… me dieron ganas de romperle ese bastón en la cabeza…


—La cena estuvo magnífica, como siempre —apaciguó Paula—. Tenía que quejarse de algo, tía Coco, de lo contrario su día no habría sido completo. Y si no recuerdo mal, no dejó ni una gota en el plato.


—Es verdad —respiró hondo y soltó el aire despacio—. Sé que no debería dejar que esa mujer me crispe los nervios. La verdad es que siempre me asustó mucho. Y ella lo sabe. Si no fuera por el yoga y la meditación, estoy segura de que y a habría perdido la cordura. Mientras vivía en uno de esos cruceros, lo único que tenía que hacer era enviarle de vez en cuando una carta de cumplido. Pero vivir bajo el mismo techo… —no pudo evitarlo y experimentó un escalofrío.


—No tardará en cansarse de nosotros y partir de nuevo por el Nilo, el Amazonas o lo que sea.


—Anhelo que llegue ese día. Me temo que ha decidido quedarse hasta que encontremos las esmeraldas. Lo que me recuerda el motivo de mi presencia — se calmó lo suficiente como para volver a apoyarse contra la pared—. Usaba mi
bola de cristal para meditar y había empezado a dejarme ir cuando unos pensamientos e imágenes de Bianca llenaron mi cabeza.


—No me sorprende —intervino Paula—. Está en la mente de todos.


—Pero esto fue muy fuerte, querida. Muy nítido. Había tanta melancolía. Me hizo llorar —sacó un pañuelo del bolsillo de la túnica—. Y de pronto me puse a pensar en ti, con igual precisión y nitidez. La conexión entre Bianca y tú era inconfundible. Comprendí que debía haber un motivo y al reflexionarlo creo que tiene que ver con Pedro Alfonso —los ojos le brillaban de entusiasmo—. Verás, al hablar con él has cerrado la distancia que separaba a Bianca y a Christian.


—No creo que puedas considerar mi conversación con Pedro un puente.


—No, él es la clave, Paula. Dudo que pueda comprender la información que quizá tenga, pero sin él no podemos dar el siguiente paso. Estoy convencida.


Con gesto inquieto, Paula se apoyó en la pared.


—Sea lo que fuere lo que él entienda, no está interesado.


—Entonces deberás convencerlo de lo contrario —tomó la mano de su sobrina y la apretó—. Lo necesitamos. Hasta que encontremos las esmeraldas, ninguno de nosotros se sentirá completamente a salvo. La policía no ha sido capaz de encontrar a ese miserable ladrón, y desconocemos qué podrá intentar la próxima vez. Pedro es nuestro único vínculo con el hombre al que Bianca amó.


—Lo sé.


—Entonces volverás a verlo. Hablarás con él.


Paula miró en dirección a los riscos, hacia las sombras.


—Sí, lo volveré a ver.





CAPITULO 13 (CUARTA HISTORIA)





Hacía tanto tiempo que no la tocaban. Tanto tiempo que no probaba el deseo de un hombre en sus labios. Tanto desde que había deseado a un hombre… Pero en ese instante quería sentir las manos de él, ásperas y exigentes, que le cubrieran el cuerpo sobre la hierba suave y soleada. Ser salvaje y lujuriosa hasta mitigar ese anhelo que la carcomía.


Sintió que el poder de ese deseo la recorría y salía de sus labios en un gemido húmedo.


Los dedos de él se hallaban cerrados sobre la camiseta de Paula, casi la había roto antes de contenerse y maldecirse. Y soltarla. La respiración entrecortada de ella era al mismo tiempo una condena y una seducción. Los ojos de Paula habían adquirido una tonalidad cobalto y estaban muy abiertos por la conmoción.


«No me extraña» , pensó lleno de desprecio hacia sí mismo. La había aplastado contra la tierra y a punto había estado de poseerla a plena luz.


—Espero que ahora te sientas mejor —ella bajó las pestañas antes de que él pudiera ver la vergüenza.


—No —tenía las manos tan inseguras que las cerró—. No es así.


Ella no lo miró, no fue capaz. Tampoco pudo permitirse el lujo de pensar en lo que había hecho. Para consolarse, comenzó a extender turba alrededor del arbusto recién plantado.


—Si se queda seco, tendrás que regarlo con regularidad hasta que se asiente.


Por segunda vez, le tomó las manos. En esa ocasión ella se sobresaltó.


—¿No vas a pegarme?


Ella se obligó a relajarse y levantó la vista. En sus ojos había algo oscuro y apasionado, pero su voz sonó muy serena.


—No tendría mucho sentido. Estoy segura de que eres de la opinión de que una mujer como yo estaría… necesitada.


—No pensaba en tus necesidades cuando te besé. Fue un acto puramente egoísta, Paula. Se me da bien ser egoísta.


—Seguro que lo eres —como la sujetaba con suavidad, logró soltarse. Se pasó las palmas por los vaqueros antes de levantarse. Lo único que tenía en la cabeza era largarse, pero se obligó a cargar la carretilla con calma. Hasta que él le aferró el brazo y la obligó a darse la vuelta.


—¿Qué diablos es esto? —en su voz bullía la tormenta y era tan áspera como sus manos. Quería que ella le gritara… lo necesitaba para aplacar la conciencia —. Prácticamente te poseí en la tierra, sin importarme un bledo que te gustara o no, ¿y ahora piensas cargar tu carretilla e irte?


Paula temía mucho que le hubiera gustado. Por eso era imperativo que mantuviera la calma y el control.


—Si quieres tener una pelea o una amante casual, Pedro, has recurrido a la persona equivocada. Mis hijos me esperan en casa, y ya estoy cansada de ser agarrada.


«Sí, su voz está serena» , pensó él, «incluso firme, pero el brazo le tiembla un poco» . 


Comprendió que allí había algo, algunos secretos que guardaba tras esos ojos tristes y hermosos. La misma terquedad que lo había impulsado a atravesar su escudo dorado hacía que fuera esencial que los descubriera.


—¿Agarrada en general o solo por mí?


—Eres tú quien me está agarrando —empezaba a agotársele la paciencia—. No me gusta.


—Es una pena, porque tengo la impresión de que lo volveré a hacer antes de que hayamos acabado.


—Quizá no me he explicado. Hemos acabado —se soltó y sujetó las asas de la carretilla.


—Ahora empiezas a ponerte furiosa —sonrió despacio y paralizó la carretilla poniendo todo su peso sobre ella. No estaba seguro de si Paula comprendía que acababa de lanzar un desafío irresistible.


—Sí. ¿Te sientes mejor?


—Sí. Prefiero que trates de arrancarme los ojos antes que verte huir como un pájaro herido.


—No huyo —soltó con los dientes apretados—. Me voy a mi casa.


—Olvidas la pala —comentó, todavía sonriendo. Ella se la quitó y la arrojó a la carretilla. Pedro esperó hasta que avanzó unos diez pasos—. Paula.


—¿Qué? —soltó por encima del hombro, sin detenerse.


—Lo lamento.


—Déjalo —se encogió de hombros y el malhumor se mitigó un poco.


—No —metió las manos en los bolsillos—. Lamento no haberte besado de esa manera hace quince años.


Con un juramento contenido, ella aceleró el paso. Cuando la perdió de vista, Pedro observó la planta. Volvió a pensar que lo lamentaba, pero estaba decidido a recuperar el tiempo perdido.



CAPITULO 12 (CUARTA HISTORIA)




Se hallaban cerca; las rodillas se rozaban y los torsos se buscaban. Él notó que las manos de Paula eran duras, con callos, un contraste directo y fascinante con los ojos suaves y la piel de porcelana. Había una fuerza en sus dedos que lo habría sorprendido si no hubiera visto por sí mismo lo duro que trabajaba. Por motivos que no consiguió entender, le resultó increíblemente erótico.


—Tienes unas manos fuertes, Paula.


—Manos de jardinera —comentó, tratando de mantener ligero el tono de voz —. Y las necesito para terminar de plantar el arbusto.


Apretó más cuando ella intentó soltarse.


—Ya nos ocuparemos de eso. ¿Sabes? Llevo quince años pensando en besarte —vio cómo la sonrisa de ella se desvanecía y una expresión de alarma se apoderaba de sus ojos. No le importó. Podría ser mejor para ambos si ella le tenía miedo—. Es mucho tiempo para pensar en algo —le soltó una mano, pero antes de que ella pudiera suspirar aliviada, le había tomado la nuca con dedos firmes y decididos—. Voy a quitármelo de la cabeza.


Ella no dispuso de tiempo para rechazarlo. Pedro fue rápido. Antes de que pudiera negarse o protestar, sintió su boca en los labios, cubriéndoselos y conquistando. No tenía nada suave. La boca, las manos, el cuerpo cuando la pegó a él, todo era duro y exigente. Intentó interponer una mano entre los dos, pero fue como querer mover una roca.


Pero entonces el miedo se transformó en anhelo. Cerró la mano y se obligó a luchar contra sí misma, no contra Pedro.


Estaba tensa como un cable. Él pudo sentir los nervios de ella crepitar y romperse al pegarla a su cuerpo. Sabía que estaba mal, que era injusto, incluso despreciable, pero necesitaba quitarse esa fiebre que no paraba de arder en él.


Necesitaba convencerse de que no era más que otra mujer, que las fantasías que tenía sobre ella no eran otra cosa que los restos de los sueños tontos de un joven.


Entonces ella experimentó un escalofrío, seguido de un sonido suave de entrega. Y entreabrió los labios bajo los de Pedro, en invitación irresistible y ávida.


Maldiciendo, él le echó la cabeza atrás y se zambulló en sus profundidades, para poder tomar más de lo que Paula ofrecía sin esfuerzo.


La boca de ella era un banquete, y él estaba demasiado hambriento para contener la codicia. 


Olía su cabello, fresco como el agua de lluvia, su piel, encendida por el trabajo, y la rica y primitiva fragancia de la tierra levantada.


Paula no podía respirar, ni pensar. Todas las preocupaciones serias se desvanecieron. En su lugar surgieron unas sensaciones desbocadas. Los músculos tensos de Pedro bajo sus dedos, el sabor caliente y desesperado de la boca de él, el trueno de sus propios latidos que corrían a una velocidad de vértigo. En ese momento lo rodeaba con sus extremidades, le clavaba los dedos y su boca era tan urgente e impaciente como la de él.