domingo, 4 de agosto de 2019
CAPITULO 26 (QUINTA HISTORIA)
El comedor estaba lleno con los aromas de la comida, las flores y la cera de las velas. Una vez que estuvieron todos sentados, Teo II se levantó para brindar.
—Me gustaría hacer un brindis —dijo con una voz tan elegante como su traje de etiqueta—. Por Cordelia, una mujer de cualidades extraordinarias.
Chocaron las copas. Desde una posición escondida, El Holandés gruñó, dio media vuelta y volvió a la cocina.
—Teo —le susurró Catalina a su marido—. Sabes que te quiero.
Teo sabía lo que iba a continuación.
—Sí, lo sé.
—Y adoro a tu padre.
—Mmm…
—Pero si pone los ojos en tía Coco, lo voy a matar.
—Ya lo sé —dijo Teo sonriendo, y empezó a comer.
Al otro extremo de la mesa, ignorando aquella amenaza, Teo se dirigió a Carolina.
—¿Qué le parece el hotel, señora Calhoun?
—No me gustan los hoteles, nunca los uso.
—Tía Carolina —dijo Coco—, los hoteles St. James son famosos por su lujo y buen gusto.
—No puedo soportarlos —dijo Carolina tranquilamente, y probó la sopa—. ¿Qué es esto?
—Sopa de ostras, tía Carolina.
—Le hace falta sal —dijo, y luego señaló a Kevin—. No agaches tanto la cabeza, muchacho. ¿Quieres que los huesos te crezcan torcidos?
—No, señora.
—¿Qué quieres ser de mayor?
Kevin levantó la vista, y sintió un gran alivio cuando su madre apoyó una mano sobre la suya.
—Marinero —dijo—. He conducido el Mariner.
—¡Ja! —dijo Carolina, complacida—. Me alegro por ti. En mi familia no quiero a ningún perezoso. Cómete toda la sopa y puede que llegues a ser marinero.
CAPITULO 25 (QUINTA HISTORIA)
Efectivamente, habían llegado. Alex estaba tan disgustado con su corbata como Kevin con la suya. Pero la excitación era demasiado grande como para que aquella preocupación les durara mucho. Había canapés que comer, niños con los que jugar y aventuras que planear.
Todo el mundo, naturalmente, estaba hablando a la vez.
El ruido de la habitación era muy molesto para Paula. Aceptó la copa de champán que Teo II le ofreció e hizo cuanto pudo para fingir interés ante su intento de flirteo. Era alto y muy apuesto, estaba moreno y era encantador. Y Paula se alegró inmensamente de que dedicara sus atenciones a Coco.
—Hacen una bonita pareja, ¿verdad? —le murmuró Pedro al oído.
—Fantástica —dijo Paula, masticando un trozo de queso.
—Me parece que no te lo estás pasando muy bien.
—No, estoy bien —dijo Paula, y cambió de tema—. Puede que estés interesado en algo que creo haber visto esta tarde.
—¿El qué? —preguntó Pedro.
Paula lo condujo a la terraza.
—Coco y El Holandés.
—¿Otra vez discutiendo? ¿Se han tirado las cacerolas?
—No exactamente —dijo Paula respirando profundamente, con la esperanza de que sirviera para despejarla un poco—. Estaban… por lo menos eso es lo que me pareció…
Pedro hizo una mueca de asombro. Comprendía sin necesidad de más palabras.
—Es una broma.
—No. Estaban nariz con nariz, el uno en brazos del otro —dijo Paula, y sonrió —. Ante mi inesperada e inoportuna entrada, se separaron como si estuvieran planeando un asesinato. Y los dos se pusieron rojos como un tomate. Los dos.
—¿El Holandés rojo como un tomate? —dijo Pedro, echándose a reír—. Santo Dios.
—A mí me parece muy tierno.
Pedro miró al interior. Vio a Coco riéndose por algo que le decía Teo.
—Está fuera de su alcance. Le romperá el corazón.
—Qué tontería —dijo Paula, que seguía sin relajarse—. En el amor no cuentan las diferencias sociales.
—El Holandés y Coco —dijo Pedro, pensativo. Eran dos de las pocas personas en el mundo a quienes quería—. ¿Estás segura, nena?
—No quiero decir nada —dijo Paula—, excepto que se sienten atraídos. Y deja de llamarme nena.
—Bueno, bueno —dijo Pedro, y miró a Paula—. ¿Qué te ocurre?
Paula tenía la mano en la sien, y se la frotaba.
—Nada.
Pedro, la agarró por los codos y la puso frente a sí, mirándola a los ojos.
—Dolor de cabeza, ¿eh? ¿Te duele mucho?
—No, es… Sí.
—Estás muy tensa —dijo Pedro, y empezó a darle un masaje en los hombros—. Duros como piedras.
—No me…
—Es puramente terapéutico —dijo Pedro, prosiguiendo con el masaje—. Si obtenemos algún placer de ello, será puramente casual. ¿Siempre has tenido dolores de cabeza?
Los dedos de Pedro eran fuertes, masculinos, mágicos. Era imposible no relajarse.
—No, no es normal.
—Demasiado estrés —dijo Pedro y le acarició las sienes con los pulgares. Paula cerró los ojos con placer—. Te reprimes demasiado, Paula, y tu cuerpo lo paga. Date la vuelta, deja que te haga un masaje en los hombros.
—No… —dijo Paula, pero se interrumpió al sentir los dedos de Pedro.
—Tranquila. Hace una noche preciosa, ¿verdad? Luna llena, lucen las estrellas. ¿Alguna vez has ido a dar un paseo por los acantilados a la luz de la luna?
—No.
—Hay flores silvestres que nacen en las grietas de las rocas y se oye romper las olas contra los acantilados. Es fácil imaginar a los fantasmas que tanto le gustan a Kevin. Alguna gente piensa que es un lugar solitario, pero no lo es.
Su voz y sus manos eran muy seductoras.
Paula deseaba creer que no había nada
que temer.
—Susana tiene un cuadro de los acantilados a la luz de la luna —dijo Paula, tratando de concentrarse en la conversación.
—Es de Christian Bradford, le gustaba mucho ese lugar. Pero no hay nada como verlo en vivo. Podemos ir después de cenar.
—No es esta la ocasión para tontear con la chica.
Era Carolina. Su voz cortó el aire de la tarde.
Aunque Paula volvió a ponerse tensa, Pedro dejó las manos donde estaban y sonrió.
—A mí me parece una ocasión perfecta, señora Calhoun.
—¡Ja! ¡Qué sinvergüenza! —dijo Carolina, nada le gustaba más que un apuesto sinvergüenza—. Siempre lo fuiste, me acuerdo de cuando correteabas por el pueblo. Parece que el mar te ha convertido en un hombre. Deja de darle largas, hija, no va a permitir que te escapes. Si tienes suerte.
Pedro besó a Paula en la coronilla.
—Es un poco tímida.
—Bueno, tendrá que superarlo. Creo que Cordelia nos va a dar la cena. Quiero que te sientes a mi lado, para hablar de barcos.
—Será un placer.
—Y tráetela. He vivido en cruceros la mitad de mi vida —dijo Carolina—. Apuesto a que he visto más mar que tú, muchacho.
—No lo dudo —dijo Pedro, llevando a Paula por los hombros y ofreciéndole el brazo a Carolina—. Con una larga lista de corazones rotos en su estela.
Carolina se rio.
—Y que lo digas.
CAPITULO 24 (QUINTA HISTORIA)
—¿Y por qué tengo que ponerme corbata? —dijo Kevin, mientras Paula trataba de hacerle el nudo. Estaba helada desde su conversación con tía Carolina.
—Porque es una cena especial y tienes que estar muy guapo.
—Las corbatas son una tontería. Seguro que Alex no tiene que ponérsela.
—No sé qué va a ponerse Alex —dijo Paula, a quien se le agotaba la paciencia —, pero tú tienes que hacer lo que te digo.
—Preferiría comer una pizza.
—Pues no hay pizza. ¡Maldita sea, Kevin, estate quieto!
—Me haces daño.
—Si no te movieras… —dijo Paula y se quitó el pelo de la cara de un soplido—. Ya está, estás muy guapo.
—Parezco un niño tonto.
—Muy bien, pareces un tonto. Ahora ponte los zapatos.
Kevin frunció el ceño.
—No me gustan estos zapatos. Quiero llevar mis botas.
Paula, exasperada, se puso en cuclillas y miró a su hijo a los ojos.
—Jovencito, vas a ponerte esos zapatos y no me vas a levantar la voz, ¿me has oído?
Paula salió de la habitación de Kevin y se dirigió a la suya, que estaba enfrente.
Sacó el cepillo de un cajón y empezó a peinarse.
Tampoco ella quería bajar a la maldita cena. La aspirina que se había tomado una hora antes para calmar el dolor de cabeza no le había hecho efecto. Pero tenía que exhibir su mejor sonrisa y bajar a cenar, fingir que no estaba preocupada por lo que pudiera hacer Bruno Dumont.
Pero, tal vez, Carolina estaba equivocada, pensó. Después de todo, habían pasado casi diez años. ¿Por qué iba Bruno a molestarla después de tanto tiempo?
Porque quería llegar a senador de los Estados Unidos. Cerró los ojos. Lo había leído en el periódico. Bruno había comenzado su campaña para el cargo y un hijo ilegítimo, aunque nunca reconocido, no encajaba con la idea de hombre honesto que quería dar al electorado.
—Mamá.
Vio el reflejo de Kevin en el espejo. Se había puesto los zapatos y tenía la cabeza agachada. Paula se sintió culpable.
—Dime.
—¿Por qué estás enfadada?
—No estoy enfadada —dijo Paula, y se sentó al borde de la cama—. Solo me duele un poco la cabeza. Oye, estás guapísimo —dijo, dándole un beso en la frente—. Vamos a bajar. Seguro que Alex y Jazmin han llegado ya.
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