viernes, 9 de agosto de 2019

CAPITULO 43 (QUINTA HISTORIA)




Para Kevin, aquel era el mejor verano de su vida. Echaba de menos a sus abuelos, a los caballos y a su mejor amigo, John Silverstone, pero tenía demasiadas cosas que hacer como para estar realmente triste.


Jugaba con Alex y Jazmin todos los días, tenía su propio fuerte y vivía en un castillo. Montaba en barco, trepaba por las rocas y Coco y el señor Holandés le daban algo de comer siempre que se lo pedía. Max le contaba historias maravillosas, Samuel y Teo le dejaban ayudar en las obras de vez en cuando y Hernan lo había llevado en el fuera borda.


Todas sus tías jugaban con él y, algunas veces, si tenía mucho, mucho cuidado, le dejaban un bebé.


Además estaba Pedro, se dijo observando al hombre que iba sentado a su lado, conduciendo el descapotable, de vuelta a Las Torres. Kevin había decidido que Pedro sabía de todo. Tenía músculos y un tatuaje y casi siempre olía a mar.


Cuando lo recordaba en la cabina del barco, con los ojos entrecerrados para protegerse del sol y sus grandes manos en el timón, no podía pensar en un héroe más grande que él.


—A lo mejor… —dijo.


Pedro lo miró.


—¿A lo mejor qué, compañero?


—A lo mejor puedo volver a ir en barco contigo —dijo Kevin—. La próxima vez te prometo que no pregunto tanto y que no me pongo en medio.


¿Había existido alguna vez, se preguntó Pedro, un hombre que no fuera sensible a la ternura de un niño?


—Puedes venir conmigo siempre que quieras —dijo bajando la visera de la gorra de marinero que le había dejado a Kevin—. Y puedes hacer todas las preguntas que quieras.


—¿De verdad?


—De verdad.


—¡Gracias!


Se detuvieron en la puerta de la finca.


—Se lo voy a decir a mamá. ¿Vienes?


—Sí —dijo Pedro.


—Vamos —dijo Kevin, y salió corriendo.


Y corriendo entró en casa.


—¡Mamá, estoy aquí!


—Vaya, qué niño tan callado —dijo Paula levantándose—. Debe ser mi hijo Kevin.


Kevin se acercó a su madre riendo y se puso de puntillas para ver al bebé que sostenía en sus brazos.


—¿Es Bianca?


—Delia.


Kevin se fijó en la niña.


—¿Y cómo las diferencias, si son iguales?


—Ojos de madre —murmuró Paula y besó a su hijo—. ¿Dónde has estado, marinero?


—Muy dentro del mar, dos veces. Hemos visto nueve ballenas, y una era como un bebé. Y Pedro me ha dejado tocar la bocina y conducir. Y había un hombre mareado, pero yo no, porque yo tengo piernas de marinero. Y Pedro dice que puedo ir con él otra vez, ¿puedo?


—Bueno, supongo que sí.


—¿Sabes? Las ballenas se casan para toda la vida y no son peces del todo, aunque vivan en el mar. Son mamíferos, igual que los perros, y tienen que respirar. Por eso salen y echan agua por la nariz.


Pedro entró en plena lección. Y se detuvo, observando. Paula estaba mirando a su hijo, sonriendo, y sostenía un bebé entre los brazos.


«Te deseo,» pensó. El deseo recorrió su cuerpo como un rayo de sol, cálido y brillante. Y pensó que además de a aquella mujer, quería, como había dicho Samuel, todo el paquete. A la mujer y a su hijo.


Paula lo miró y sonrió. Su corazón se paró. 


Quiso hablar, pero al ver la mirada de Pedro se le hizo un nudo en la garganta. Retrocedió un paso, pero Pedro se acercó a ella, le acarició la mejilla y la besó en los labios.


El niño se rio con entusiasmo y Delia tiró del pelo de Pedro, que tenía tan a mano.


—Hola, pequeña —dijo Pedro, levantando al bebé en el aire, y dejando que pataleara. Luego la bajó y la sostuvo en brazos, y miró a Kevin—. ¿Te importa que le haya dado un beso a tu madre?


Paula profirió un sonido estrangulado. Kevin miró al suelo.


—No lo sé —dijo.


—Es muy guapa, ¿verdad?


Kevin se encogió de hombros.


—Sí, no sé —dijo. No sabía qué tenía que sentir. 


Muchos hombres daban besos a su madre: su abuelo, su tío Samuel, Hernan, Teo y Max. Pero aquel beso era distinto y él lo sabía. Levantó la vista y volvió a agacharla—. ¿Eres su novio?


—Más o menos, ¿te molesta?


Kevin, con una rara sensación en el estómago, se encogió de hombros.


—No lo sé.


Ya que el niño no levantaba la vista, Pedro se puso en cuclillas.


—Tienes todo el tiempo del mundo para pensarlo, y luego me lo dices. Yo no me voy a ninguna parte.


—Vale —dijo Kevin mirando a su madre, y a Pedro de nuevo. Luego le dijo al oído—. ¿A ella le gusta?


Pedro contuvo una sonrisa y contestó con solemnidad a una pregunta tan solemne.


—Sí.


Después de un largo suspiro, Kevin asintió.


—Está bien, puedes darle un beso si quieres.


—Gracias —dijo Pedro y le tendió la mano a Kevin. Aquel trato de hombre a hombre dejó a Kevin henchido de orgullo.


—Gracias por llevarme hoy —dijo Kevin quitándose la gorra de capitán.


Pedro volvió a ponerle la gorra.


—Quédatela.


El niño abrió mucho los ojos.


—¿De verdad?


—Sí.


—Uauh, gracias, gracias, muchas gracias. Mira, mamá, es para mí. Voy a enseñársela a la tía Coco —dijo, y salió corriendo.


Paula miró a Pedro frunciendo el ceño.


—¿Qué te ha preguntado?


—Cosas de hombres. Las mujeres no entendéis de estas cosas.


—¿De verdad? —dijo Paula, y antes de que pudiera decir nada,Pedro le puso las manos en la cintura y tiró de ella.


—Ahora tengo permiso para hacer esto —dijo besándola, mientras Delia se acomodaba entre ellos.


—¿Permiso de quién? —dijo Paula cuando logró separarse.


—De tus hombres —dijo Pedro tomando a Delia y dejándola en el parque, donde la niña se puso a jugar con un osito de peluche—. Excepto de tu padre, pero como a él no he podido pedírselo…


—¿Mis hombres? ¿Te refieres a Kevin y Samuel? —dijo Paula, dejándose caer en un sofá—. ¿Se lo has dicho a Samuel?


—Íbamos a pegarnos, pero al final no pasó nada —dijo Pedro, y fue al mueble bar para servirse un whisky—. Quedamos como amigos.


—Supongo que a ninguno de los dos se os ocurrió pensar que yo tenía algo que opinar en el asunto.


—No hablamos del asunto. Estaba molesto porque te hubieras quedado a dormir conmigo.


—No es asunto suyo —dijo Paula con enfado.


—Puede que sí y puede que no, pero es agua pasada. No te enfades.


—No estoy enfadada, pero me molesta que hables de nuestra relación con mi familia sin hablar antes conmigo —dijo Paula. Lo que más le molestaba era la mirada de adoración que había visto en los ojos de Kevin.


Mujeres, pensó Pedro, y dejó el whisky en la mesa.


—O se lo explicaba a Samuel o le daba un puñetazo.


—Eso es una tontería.


—Tú no estabas allí, cariño.


—Por eso. No me gusta que hablen de mí, ya lo he sufrido muchos años.


—Paula, si vas a empezar otra vez con Dumont, vas a conseguir que me enfade.


—No estoy hablando de Dumont, solo estoy constatando un hecho.


—Y yo he constatado otro. Le he dicho a tu hermano que estoy enamorado de ti y ya está.


—Tendrías que haber… —dijo Paula, y se interrumpió. De repente, le faltaba el aire—. ¿Le has dicho a Samuel que estás enamorado de mí?


—Sí. Ahora vas a decir que tenía que habértelo dicho a ti antes.


—Yo… no sé qué voy a decir —dijo Paula, pero estaba feliz, muy feliz.


—Lo mejor que puedes decir es «yo también te quiero» —dijo Pedro, y esperó—. ¿No puedes?


Pedro —dijo Paula. «Cálmate,» se dijo, «sé razonable, lógica»—. Vamos muy deprisa. Hace unas semanas ni siquiera te conocía, no esperaba lo que ha ocurrido entre nosotros. Y sigo desconcertada por ello. Siento algo muy intenso por ti, si no, no podría haberme acostado contigo.


Lo estaba matando.


—Pero…


—El amor no es algo en lo que pueda volver a ser frívola. No quiero hacerte daño ni sufrir yo, ni dar un paso que podría hacer sufrir a Kevin.


—Y crees que lo mejor es esperar, ¿verdad? No importa lo que sientas con tal de que esperes a que pase un período de tiempo razonable. Para que puedas estudiar todos los datos, cuadrar el balance, y entonces, obtendrás la respuesta correcta.



Paula se puso rígida.


—Si lo que quieres decir es que necesito tiempo, entonces, sí, necesito tiempo.


—Muy bien, tómate tu tiempo, pero añade esto a tu ecuación —dijo Pedro, se acercó a ella y la besó apasionadamente—. Sientes exactamente lo mismo que yo.


Así era, solo que le daba miedo.


—Esa no es la respuesta.


—Es la única respuesta —dijo Pedro, taladrándola con la mirada—. Yo tampoco te buscaba, Paula. Estaba satisfecho con cómo me iban las cosas, pero lo has cambiado todo para mí. Así que vas a tener que reajustar tus bonitas columnas y hacer sitio para mí. Porque te quiero y voy a tenerte. Kevin y tú me vais a pertenecer —dijo, y la soltó—. Piensa en ello —dijo, y se marchó.




CAPITULO 42 (QUINTA HISTORIA)




Paula durmió más de la cuenta. Salió de la habitación corriendo a toda velocidad, abrochándose la blusa como podía. Se asomó a la habitación de Kevin, observó la cama hecha y suspiró. Todo el mundo estaba despierto y levantado, se dijo.


Se dirigió apresuradamente a su despacho, olvidándose de desayunar con su hijo, perdiéndose así uno de los pequeños placeres del día.


—Oh, querida —dijo Coco cuando Paula casi chocó con ella en el vestíbulo—. ¿Ocurre algo?


—No, lo siento, solo llego tarde.


—¿Tenías una cita?


—No —dijo Paula—. Quiero decir que llego tarde al trabajo.


—Oh, Dios mío, acabo de dejarte una nota en el despacho. Ve, ve, no quiero detenerte.


—Pero…


Coco se alejó, dejando a Paula con la palabra en la boca, de modo que esta se dirigió a su despacho.


Paula, querida, espero que hayas dormido bien. Tienes café en tu cafetera y te he dejado una cesta de magdalenas. No te quedes sin desayunar. Kevin ha comido como una lima. Qué bonito es ver a un niño disfrutando de su comida.
Pedro y él volverán a mediodía. No trabajes mucho.
Un saludo, Coco.
P.D.: Las cartas dicen que tienes que responder a dos importantes preguntas.
Una con tu corazón, la otra con la cabeza. ¿No te parece interesante?



Paula dejó escapar un suspiro y estaba releyendo la nota, cuando Amelia llamó 
a la puerta.


—¿Tienes un minuto?


—Claro —dijo Paula, y le dio la nota—. ¿Puedes interpretar esto por mí?


—Ah, uno de los herméticos mensajes de tía Coco —dijo Amelia, frunciendo los labios—. Bueno, lo del café y las magdalenas es fácil…


—Eso lo he entendido —dijo Paula, que ya se había servido una taza de café—. ¿Quieres?


—No, gracias, a mí ya me ha llevado las mías. «Kevin ha comido como una lima». Puedo dar fe de ello. Ha comido tres tostadas, peleando con Pedro por la última pieza.


Paula probó el café.


—¿Pedro ha desayunado aquí?


—Desayunando y bromeando con tía Coco, mientras le contaba a Kevin una historia sobre un pulpo gigante. «Volverán a mediodía». Bueno, Pedro se ha llevado a Kevin a ver las ballenas otra vez. No creo que haya que decir mucho sobre ello — añadió Amelia con una sonrisa—. Y nos ha parecido que no te importaría.


—No, claro que no.


—Y lo de las cartas desafía toda interpretación. Es algo inherente a la tía Coco — dijo Amelia dejando la nota en la mesa—. Es un poco misterioso, de todas formas. ¿Te han hecho algunas preguntas últimamente?


—No, nada de particular.


Amelia se refería a lo que Samuel le había contado: lo que sentía por Paula.


—¿Seguro?


—¿Eh? Sí. Estaba pensando en el libro de Felipe, supongo que se puede considerar una pregunta, por lo menos un enigma. Pero yo sí quería preguntarte algo.


—Adelante.


—Los números de las últimas páginas. Ya te las he mencionado antes —dijo Paula, abriendo un archivo y dándole una copia de la lista de números a Amelia—. Me preguntaba si podían ser números de cajas de seguridad o combinaciones de cajas fuertes, o referencias a propiedades, valores, no sé —dijo encogiéndose de hombros —. Sé que es una tontería prestarles atención.


—No —dijo Amelia—. Sé lo que te pasa. Yo también odio el desorden, y que las cosas no encajen. Examinamos la mayoría de los papeles de 1913 que quedan buscando pistas sobre dónde estaba el collar, pero no recuerdo nada que pueda tener que ver con esas cifras. Aunque voy a volver a examinarlo todo.


—Déjame a mí —dijo Paula—. Es como si fuera mi niño.


—Me alegro, porque tengo mucho que hacer y, con las celebraciones de mañana, apenas tengo tiempo de nada. Todo lo que hay está en el trastero que hay debajo de la habitación de Bianca en la torre. Está todo archivado en cajas, por año y contenido, pero aun así es un trabajo muy pesado.


—Me paso la vida haciendo trabajos pesados.


—Pues entonces te vas a sentir como pez en el agua. Paula, odio pedírtelo, pero es el día libre de la niñera, Samuel ha tenido que irse y yo tengo una cita en el pueblo esta tarde. Puedo cambiarla pero…


—¿Quieres que cuide a la niña?


—Sé que estás ocupada…


—Amelia, creía que nunca me lo ibas a pedir —dijo Paula con alegría—.¿Cuándo puedo ponerle las manos encima?





CAPITULO 41 (QUINTA HISTORIA)




Nada más amanecer, Pedro bajaba por los escalones del jardín, silbando y con las manos en los bolsillos. El Holandés, en idéntica pose, bajaba por la escalera opuesta.


Los dos se quedaron de piedra cuando se toparon frente a frente.


—¿Qué haces aquí a estas horas? —dijo El Holandés.



—Yo puedo hacerte la misma pregunta.


—Vivo aquí, ¿no te acuerdas?


Pedro ladeó la cabeza.


—Vives ahí abajo —dijo señalando la planta baja.


—He salido a tomar el aire —dijo El Holandés en un arrebato de inspiración.


—Yo también.


El Holandés miró hacia el balcón de Paula. Pedro miró al de Coco. Los dos decidieron dejar las cosas como estaban.


—Bueno, entonces, supongo que te apetecerá desayunar.


Pedro se pasó la lengua por los dientes.


—Pues la verdad es que sí.


—Vamos, ¿o quieres quedarte aquí toda la mañana?


Aliviados con la solución, se dirigieron juntos a la cocina, felices por el acuerdo.