miércoles, 5 de junio de 2019
CAPITULO 14 (SEGUNDA HISTORIA)
—Hola.
Pedro alzó la mirada de las notas que estaba tomando en el salón de billar y vio a una esbelta gitana, vestida con una bata estampada de flores. Sus ojos de mirada soñadora lo escrutaron mientras entraba en la habitación, con la actitud de alguien que tuviera todo el tiempo del mundo y estuviera dispuesto a derrocharlo generosamente.
—Hola —Pedro percibió su perfume sutil, como a flores secas, antes de que le tendiera la mano.
—Yo soy Lila. Durante los dos últimos días no hemos podido coincidir.
—Y yo lo lamento terriblemente.
Se echó a reír. Las primeras impresiones contaban mucho para Lila, y a esas alturas y a había decidido que Pedro le gustaba.
—Yo también. ¿Qué has estado haciendo?
—Familiarizándome con este lugar, y con la gente que lo habita. ¿Y tú?
—He estado ocupada intentando descubrir si estaba enamorada o no.
—¿Y?
—No —respondió, pero a Pedro no le pasó desapercibida la mirada nostálgica que asomó a sus ojos antes de volverse para caminar por el salón—. Y bien, ¿en qué piensas convertir esta habitación?
—En un elegante comedor de estilo principios de siglo. Derribaremos parte de esa pared de allí, abriremos una puerta que comunique con el estudio contiguo, instalaremos un par de puertas con vidrieras y y a tendremos el comedor.
—¿Así, sin más?
—Así sin más… después de haber solucionado los problemas que pueda tener la estructura. Dentro de un par de días y a tendré preparados unos cuantos bocetos preliminares para enseñárselos a Teo y a tu familia.
—Me resulta extraño… —murmuró Lila, deslizando un dedo por el respaldo de una antigua y polvorienta silla— …imaginarme este lugar nuevo y reformado, con gente viviendo en él, como antes —sin embargo, si cerraba los ojos, podía verlo perfectamente—. Aquí solían darse grandes fiestas, muy elegantes. Me imagino a mi bisabuelo saboreando un escocés al lado de la mesa de billar… —se volvió hacia Pedro—. ¿Piensas en esas cosas cuando haces tus bocetos y calculas las medidas de todo?
—Sí. Mira, aquí, en el suelo, hay una huella de quemadura —señaló el lugar con su bolígrafo—. Me imagino a un tipo grueso, vestido de frac, que dejó caer por descuido la ceniza de su puro mientras discutía sobre la guerra en Europa.
Otros dos estarían al lado de esa ventana, bebiendo brandy y enfrascados en una conversación sobre el mercado de acciones.
Riendo, Lila se le acercó.
—Y las señoras estarían abajo, en el salón.
—Escuchando música de piano y hablando de las últimas novedades de la moda de París.
—O discutiendo sobre la posibilidad de alcanzar el derecho al voto.
—Eso es.
—¿Sabes? Creo que tú eres justo lo que Las Torres necesitan. ¿Puedo echar un vistazo a tus dibujos, o te da vergüenza enseñarlos?
—Tengo por costumbre no contrariar jamás a una mujer hermosa.
—Astuto e inteligente —se inclinó sobre su hombro y se puso a ojear sus papeles—. Vaya, pero si es la Sala del Emperador.
—¿El qué?
—La Sala del Emperador: así es como llamamos a la mejor habitación de invitados. La que tiene ese fresco con angelitos en el techo —recogiéndose la melena de un hombro, examinó el dibujo más de cerca—. Es estupendo — advirtió que el vestidor había sido convertido en un pequeño y acogedor salón. El cuarto de baño apenas había sufrido cambios, con un moderno jacuzzi instalado en lo que había sido un viejo trastero contiguo—. Todo en el estilo de principios de siglo. Apenas has cambiado la decoración original.
—Teo me dijo que quería conseguir lujo y funcionalidad sin alterar la atmósfera, el ambiente originario. Conservaremos la mayor parte de los materiales y reproduciremos los que sean irrecuperables.
—Lo conseguirás —de repente, un brillo de emoción asomó a los ojos de Lila mientras apoyaba una mano en su hombro—. Mi padre quería hacerlo. Mi madre y él estaban hablando todo el tiempo de eso. Ojalá pudieran verlo.
Conmovido, Pedro puso una mano sobre la de ella. Y en esa postura seguían cuando Paula entró en la habitación. Su primera reacción fue de asombro al ver a su hermana con la mejilla casi pegada a la de Pedro. Luego sobrevino la
punzada de celos. Era indudable que había interrumpido un momento privado, íntimo.
De todas formas, ¿de qué se asombraba? ¿Acaso no lo había definido como un impenitente mujeriego?
—Perdón —pronunció con voz helada, entrando en la sala—. Te estaba buscando, Lila.
—Pues me has encontrado —repuso, todavía con los ojos brillantes de emoción. No se molestó en apartarse de él—. Pensé que ya era hora de que conociera a Pedro.
—Veo que ya lo has hecho —decidida a aparentar un tono de naturalidad, Paula hundió las manos en los bolsillos de los pantalones—. Hoy te toca a ti revisar los papeles de la familia en el almacén.
—Vaya, para esto sirven los días libres —Lila arrugó la nariz, y le lanzó a Pedro una sonrisa cómplice—. Las Chaves se han convertido en detectives, a la caza y captura de pistas sobre el escondrijo de las esmeraldas.
—Eso he oído.
—Quizá las encuentres tú un día por accidente, detrás de un falso tabique — con un suspiro, se dispuso a retirarse—. Bueno, el deber me reclama. Pau, deberías echar un vistazo a los bocetos de Pedro. Son estupendos.
—No lo dudo.
Su tono irónico no reflejaba ninguna duda sobre su actitud. Consciente de ello, Lila no dejó pasar aquella oportunidad de hacer rabiar a su hermana. Fue por eso por lo que, antes de marcharse, se inclinó para besar a Pedro en las mejillas.
—Bienvenido a Las Torres.
Su intención resultaba evidente. Pedro se dijo que podía tener unos ojos de mirada soñadora, pero el brillo que en aquel instante brillaba en ellos era de pura malicia.
—Gracias. Cada día que pasa, me siento más y más cómodo. Como si estuviera en mi propio hogar.
—Te veré en el almacén dentro de quince minutos —le dijo a Paula, sonriéndose, y abandonó la sala.
—¿Es ese tu nuevo uniforme? —le preguntó Pedro a Paula viéndola de pie en medio de la habitación, con las manos todavía en los bolsillos de sus holgados pantalones grises.
—Hoy no entro a trabajar hasta las dos.
—Estupendo. ¿Sabes? Me gusta tu hermana.
—Eso me parecía.
—¿A qué se dedica?
—Trabaja de naturalista en el Parque Nacional de Acadia.
—Le sienta bien ese oficio.
Como si su tono de admiración no la hubiera molestado en absoluto, se encogió de hombros y se acercó a las puertas que comunicaban con la terraza.
—Creí que estarías tomando medidas, o algo así… —por encima del hombro, le lanzó una mirada sesgada—. De las habitaciones, claro está.
Pedro se echó a reír.
—Te pones muy bonita cuando estás celosa, Chaves.
Paula se volvió rápidamente.
—No sé de qué estás hablando.
—Claro que lo sabes, pero puedes quedarte tranquila. Es en ti en quien me he fijado.
¿Acaso esperaba que se sintiera halagada?, se preguntó.
—¿Te parezco un objetivo?
—Más bien me pareces el gran premio —alzó una mano con gesto conciliador—. Mira, antes de que explotes, ¿por qué no nos ocupamos de nuestro negocio?
—Tú y y o no tenemos ningún negocio en común.
—Teo me dijo que, hasta que volviera, tú eras la única con quien debía tratar de todo lo relacionado con las reformas. Al parecer eres la persona más capacitada para ello de la familia, y además conoces bien el negocio hotelero.
—¿Qué es lo que quieres saber?
—Pensé que te gustaría echar un vistazo a lo que llevo trabajado.
Aunque se moría de ganas, procuró disimularlo.
—De acuerdo, pero solo dispongo de unos minutos.
—Tendré que conformarme —esperó mientras ella atravesaba la sala—. He esbozado los planos de dos suites —le informó, revolviendo unos papeles—. Además de la torre y de la mayor parte del comedor que ocupará esta habitación.
Paula se acercó. Y, como Lila, se quedó impresionada con sus bocetos.
—Trabajas rápido —comentó, sorprendida.
—Para eso me pagan —disfrutó observando la forma en que alzaba una mano para apartarse el pelo de los ojos. Olía maravillosamente bien.
—¿Qué es esto?
—¿El qué? —estaba demasiado ocupado admirando el reflejo del sol en su pelo para prestar atención a cualquier otra cosa.
—Esto —señaló un punto del dibujo.
—Mmm. Es una antigua escalera para uso de la servidumbre. Derribándola podremos hacer una suite de dos niveles: en un piso el salón y el cuarto de baño, y en otros dos dormitorios y un baño más grande. Dado que las escaleras están
abiertas, eso nos permite una separación de funciones sin por ello reducir el espacio.
—Queda bien. Supongo que ahora tendrás que conseguir los presupuestos.
—Ya he hecho algunas llamadas.
Paula era consciente de que se debilitaba por momentos. Estaba demasiado cerca de él.
—Bueno, obviamente… —volvió la cabeza para mirarlo. La miraba con expresión tranquila. Peligrosamente tranquila—… sabes lo que estás haciendo.
—Sí.
CAPITULO 13 (SEGUNDA HISTORIA)
«Guillermo Livingston» , se repitió Paula, con la mirada fija en el impreso de registro. De Nueva York. Si podía permitirse pasar un par de semanas en la suite Island, eso quería decir que tenía tanto dinero como encanto, elegancia y buen gusto con la ropa. Si hubiera estado buscando un hombre, aquel caballero habría satisfecho todos sus requisitos. Abrió el listín telefónico y se puso a buscar un servicio de alquiler de máquinas de fax.
—Hola, Chaves.
Con un dedo en una página de la agenda, alzó la mirada. Era Pedro, con su camisa de franela enrollada hasta los codos, levemente despeinado, apoyado indolentemente sobre el mostrador.
—Estoy ocupada —pronunció, despreciativa.
—¿Trabajando hasta tarde?
—Qué sagaz.
—Estás preciosa con ese traje —deslizó un dedo por la solapa de su chaqueta roja—. En plan modosita y recatada, claro.
Lejos del pequeño sobresalto que sufrió su pulso cuando Guillermo Livingston le estrechó la mano, el contacto de Pedro le aceleró violentamente el corazón.
—¿Tienes algún problema con tu habitación? —inquirió disgustada.
—No. Es muy bonita.
—¿Con el servicio?
—No podría quejarme de nada.
—Entonces, si me disculpas, tengo trabajo que hacer.
—Oh, ya lo suponía. No he dejado de observarte durante la última media hora.
—¿Me has estado observando? —exclamó, frunciendo el ceño.
Pedro mantuvo fija la mirada en sus labios, evocando su sabor.
—Sí. Mientras me tomaba una cerveza.
—Debe de ser muy agradable tener tanto tiempo libre. Y ahora…
—Lo importante no es la cantidad, sino el saber aprovecharlo. Y dado que te resultó… imposible desayunar conmigo, ¿por qué no cenamos juntos?
Consciente de que sus compañeras mantenían los oídos bien abiertos, Paula bajó la voz.
—¿Aún no se te ha metido en la cabeza que no estoy interesada?
—No —sonrió, y le hizo un guiño a Karen, que se había acercado discretamente—. Dijiste que no te gustaba malgastar el tiempo. Así que pensé que podríamos cenar un poco y retomar aquello que habíamos dejado empezado esta mañana.
Paula recordó aquellos segundos en que se había sentido perdida en sus brazos. Con la mente nublada y el pulso latiéndole a toda velocidad. Se había quedado contemplando fijamente sus labios cuando una irónica sonrisa la devolvió de pronto a la realidad.
—Estoy ocupada, y no tengo ningún deseo…
—Tienes mucho deseo, Paula.
—No quiero cenar contigo, ¿está claro?
—Como el cristal. Estaré arriba si se te abre el apetito —de repente sacó la rosa que había mantenido oculta detrás de la espalda y se la puso en la mano—. No trabajes demasiado.
—Qué suerte. Dos pretendientes en una sola tarde —murmuró segundos después Karen, viendo alejarse a Pedro—. Dios mío, qué manera de llevar unos vaqueros.
Para sus adentros, Paula no pudo más que darle la razón, y se maldijo a sí misma.
—Es un hombre grosero, irritante e insoportable —pero se acarició una mejilla con el capullo de rosa.
—De acuerdo, entonces yo me quedaré con el segundo candidato. Así podrás dedicarte tú al de Nueva York.
—A lo que me voy a dedicar es a trabajar. Y tú también. Stenerson está al caer, y lo último que necesito es que un maldito vaquero altere mi rutina de trabajo.
—Ojalá se ofreciera ese tipo a alterar la mía —musitó Karen antes de continuar con sus tareas.
Paula se prometió que no volvería a pensar en él. Dejó la rosa a un lado, pero al rato volvió a tomarla. Después de todo, la culpa no era de la flor, que se merecía que la pusieran en agua y la admiraran por su belleza. Un tanto ablandada, aspiró su aroma y sonrió. Pedro había tenido un gesto muy dulce al regalársela. Por muy irritante que se hubiera mostrado con ella, habría debido darle las gracias.
De repente sonó el teléfono. Con gesto ausente, descolgó el auricular.
—Recepción, Paula Chaves al habla. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Solo quería oírte decir eso —rio Pedro—. Buenas noches, Chaves.
Mascullando una maldición, Paula volvió a colgar.
No obstante, sin saber por qué, se echó a reír cuando se llevó la rosa a su despacho para buscar un vaso donde ponerla.
****
Corrí hacia él. Era como si otra mujer estuviera corriendo por el césped, ladera abajo, por las rocas. En aquel momento no existía lo justo o lo injusto. No existía ningún deber excepto el que me exigía mi propio corazón. Porque indudablemente era mi corazón el que guiaba mis pasos, mis ojos, mi voz.
Se había vuelto de espaldas al mar. La primera vez que lo vi se encontraba de frente al mar, librando su batalla personal con las pinturas y el lienzo. Pero en aquel instante solo estaba contemplando el agua. Cuando lo llamé, se giró en redondo. En su rostro pude ver el reflejo de mi propio gozo. Su risa era la mía mientras corría a mi encuentro. Me abrazó con tanta fuerza… Ocurrió lo que tanto había soñado. Su boca se adaptaba a la perfección a la mía, tan tierna y a la vez tan impaciente…
El tiempo no se detiene. Mientras estoy aquí sentada escribiendo esto, ahora lo sé. Pero entonces… oh, entonces sí que se detuvo.
Solamente existía el viento y el rumor del mar y la simple maravilla de estar en sus brazos. Como si durante toda mi vida hubiera estado esperando a que sucediera aquel mágico instante.
De pronto se apartó, deslizó las manos por mis brazos hasta entrelazarlas con las mías, y se las llevó luego a los labios. Sus ojos se habían oscurecido, se habían vuelto del color del humo.
—Había hecho las maletas —dijo—. Lo había preparado todo para volver a Inglaterra. Quedarme aquí sin ti ha sido un infierno. Me volvía loco solo de pensar que quizá nunca más volvería a verte, a tocarte… Cada día, cada noche, Bianca, he suspirado por ti.
Yo le acariciaba el rostro, delineando sus rasgos como tantas veces había soñado hacerlo.
—Yo también temía no volver a verte. Intenté rezar para que no fuera así —me aparté de él, repentinamente avergonzada—. Oh, ¿qué pensarás de mí? Soy la esposa de otro hombre, la madre de sus hijos…
—Aquí no —su voz era dura, aunque sus manos eran tiernas—. Aquí me perteneces. Aquí, donde te vi por vez primera hace ahora un año. No pienses en él.
Me besó otra vez, y ya no pude pensar. Ya no me importó nada.
—Te he esperado, Bianca, en el frío del invierno, en el calor de la primavera. Cuando intentaba pintar, era tu imagen la que asaltaba mi mente. Podía verte aquí, donde estás, con el viento haciendo ondear tu pelo, con la luz del sol tornándolo rojizo, y dorado. Intenté olvidarte —con sus manos en mis hombros, me miraba como si quisiera devorar mi rostro—. Intenté decirme que esto era un error, que por tu bien, cuando no por el mío, debía marcharme de aquí. Te imaginaba con él, asistiendo a un baile, al teatro, acostándote en su cama —sus dedos se tensaron sobre mis hombros—. «Ella es su esposa», me decía a mí mismo. «No tienes derecho a desearla, a esperar que venga a ti. Que te pertenezca».
Le acaricié los labios con la punta de mis dedos.
Su dolor era el mío.
—He venido a ti. Te pertenezco.
Me dio la espalda. La sensatez y el amor luchaban en su interior.
—No tengo nada que ofrecerte.
—Tu amor sí. No deseo otra cosa —le respondí.
—Ya soy tuyo. He sido tuyo desde el primer momento en que te vi —se volvió otra vez hacia mí y me acarició una mejilla. Yo podía ver el arrepentimiento, y también el anhelo, en aquellos preciosos ojos—. Bianca, no hay futuro para nosotros. Ni puedo pedirte, y no te pediré, que renuncies a lo que tienes.
—Christian…
—No. No lo haré. Sé que me darías lo que te pidiera, lo que no tengo ningún derecho a pedirte, y que después me odiarías por ello.
—No —en aquel momento recuerdo que afloraron a mis ojos las lágrimas—. Yo nunca podría odiarte.
—Entonces me odiaría yo. Pero sí te pediré unas pocas horas de tu compañía en este verano, cuando puedas venir aquí… y podamos fingir los dos que el invierno nunca vendrá sonriendo —me besó con ternura—. Ven aquí y reúnete conmigo, Bianca, bajo la luz del sol. Déjame pintarte. Con eso me contentaré.
Y así cada mañana, cada día durante este dulce e interminable verano, me reuniré con él. En los acantilados, frente al mar, seremos todo lo felices que puedan serlo dos enamorados.
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