viernes, 2 de agosto de 2019

CAPITULO 20 (QUINTA HISTORIA)




Solo el pintoresco camino, lleno de curvas, merecía la pena el viaje. Cruzaron pueblecitos preciosos, mientras el sol se ocultaba y la brisa les agitaba el cabello. Olía a pescado, a flores y a mar.


El restaurante no era más que un cenador de madera desgastada por la humedad apoyado en pilotes sobre el mar. La decoración consistía en conchas y redes de pesca.


Sobre las pequeñas y rústicas mesas de madera había velas, puestas sobre pequeñas latas. El menú del día estaba escrito en una pizarra que colgaba junto a la puerta de la cocina.


—De comer solo tenemos ostras —les decía la camarera a una atemorizada familia—. De beber hay cerveza, leche, té helado y refrescos. Hay patatas fritas y ensalada de col como acompañamiento, pero no tenemos helado porque la máquina se ha estropeado. ¿Qué van a tomar?


Al ver a Pedro, la camarera abandonó a sus clientes y se acercó a él, saludándolo con un puñetazo en el pecho.


—¿Dónde te metes, capitán?


—Por ahí, Julia. Pero hoy me apetecía comer ostras.


—Pues este es el sitio adecuado —dijo la camarera, corpulenta, de mediana edad y de piel curtida, y miró a Paula—. Encantada.


—Paula Chaves y su hijo Kevin. Esta es Julia Peterson. Tiene las mejores ostras de la isla de Mount Desert.


—La nueva contable de Las Torres —dijo Julia asintiendo—. Bueno, sentaos. Ahora mismo os preparo la cena —dijo, y volvió con los otros clientes—. ¿Ya se han decidido o solo se van a sentar a tomar el aire?


—La comida es mejor que el servicio —dijo Pedro—. Acabas de conocer a uno de los monumentos de la isla, Kevin. La familia de la señora Peterson lleva unos cien años pescando y cocinando ostras.


—Uauh —exclamó Kevin mirando a la camarera, quien, a los ojos de un niño de nueve años, tenía edad suficiente para haber llevado aquel negocio personalmente durante al menos cien años.


—Cuando era pequeño, yo trabajé aquí, limpiando.


—Yo creía que habías trabajado para la familia de Hernan… —dijo Paula, luego se maldijo por hablar demasiado—. Me lo ha dicho Coco.


—Pasé algún tiempo con los Bradford.


—¿Conociste al abuelo de Hernan? —dijo Kevin—. Es uno de los fantasmas.


—Seguro. Solía sentarse en el porche de la casa donde Alex y Jazmin viven ahora. Algunas veces iba paseando hasta los acantilados. Buscando a Bianca.


—Lila dice que ahora también siguen paseando, pero yo no los he visto —dijo Kevin con decepción—. ¿Tú has visto algún fantasma alguna vez?


—Más de uno —dijo Pedro, ignorando el pisotón que Paula le dio por debajo de la mesa—. En Cornualles, entre los acantilados, donde la niebla se retuerce como si estuviera viva, vi a una mujer de pie, mirando hacia el mar. Llevaba una capa y lloraba.


Kevin estaba inclinado sobre la mesa, curioso y cautivado.


—Me acerqué a ella, a través de la niebla, y ella se dio la vuelta. Era muy guapa y muy triste. «Perdido», me dijo. «Él está perdido y yo también». Luego desapareció, como el humo.



—¿De verdad? —preguntó Kevin.


—La llamaban la mujer del capitán, y la leyenda dice que su marido se hundió con su barco en el mar de Irlanda. Noche tras noche, mientras vivió, y mucho tiempo después, se acercaba a los acantilados y lloraba por él.


—Deberías escribir, como Max —murmuró Paula, sorprendida y molesta por sentir escalofríos.


—Oh, inventa cada historia —intervino Julia, sirviéndoles dos cervezas y un refresco—. Me daba la lata hablándome de los viajes que iba a hacer y de los sitios que iba a conocer. Bueno, supongo que ya los has visto, ¿no, capitán?


—Supongo que sí —dijo Pedro, dando un trago de cerveza—. Pero nunca me he olvidado de ti, cariño.


Julia se echó a reír y le dio a Pedro un puñetazo en el hombro.


—Eres un donjuán —dijo y se fue.


Paula se quedó mirando su jarra de cerveza.


—No nos ha preguntado qué queremos.


—Nos traerá lo que ella quiera. Porque le caigo bien. Pero si no quieres cerveza, puedo decirle que te traiga otra cosa.


—No, está bien. Supongo que conoces a mucha gente de la isla.


—A alguna, hace mucho tiempo que me fui.


Pedro ha dado la vuelta al mundo. Dos veces —dijo Kevin, bebiendo su refresco con una pajita—. Ha cruzado huracanes y tifones y todo.


—Tiene que haber sido emocionante.


—A veces.


—¿Lo echas de menos?


—He navegado en el barco de otro durante quince años, ahora tengo mi propio barco. Las cosas cambian —dijo Pedro, apoyando el brazo en el respaldo de la silla de al lado—. Me alegro de que hayáis venido a vivir aquí.


—Nos gusta —dijo Kevin—. El jefe de mamá en Oklahoma era un idiota.


—Kevin.


—Lo decía el abuelo. Y no le caías bien.


Paula sonrió.


—El abuelo exageraba —dijo—. Pero sí, nos gusta estar aquí.


—Tomad —dijo Julia sirviéndoles la cena, y dejó tres enormes platos sobre la mesa llenos de ostras y uno de patatas fritas.


—A esta chica le hace falta comer —dijo Julia—. Y al chico también. No sabía que te gustaran delgadas, capitán.


—Me gustan de cualquier modo siempre que pueda conseguirlas —dijo Pedro.


Julia volvió a reírse a carcajadas.


—No vamos a poder comer tanto —dijo Paula.
Pedro ya había empezado.


—Claro que sí. Entonces, ¿todavía no has empezado con el libro de Felipe?


—No —dijo Paula y dio el primer bocado. A pesar del lugar, la comida era exquisita—. Antes quiero conocer la situación actual. Como la contabilidad de las excursiones era lo que peor estaba, he empezado con ella. Pero me queda el segundo trimestre y la contabilidad del hotel.


—Tu madre es una mujer muy práctica, Kevin.


—Ya lo sé. El abuelo dice que tiene que salir más.


—Kevin.


Pedro sonrió.


—¿De verdad? —dijo—. ¿Qué más dice tu abuelo?


—Que tiene que vivir un poco —dijo Kevin, atacando las patatas fritas con la determinación de un niño—, que es muy joven y no puede encerrarse como una monja.


—Tu abuelo es muy listo.


—Oh, sí. Lo sabe todo. Tiene aceite en la sangre y pájaros en la cabeza.


—Es lo que dice mi madre —dijo Paula—. Ella también lo sabe todo. Pero me estabas preguntando por el libro de Felipe.


—Me preguntaba si también ha despertado tu curiosidad.


—Pues sí. He pensado en dedicarle una hora cada noche para estudiarlo.


—No creo que cuando tu padre dice que tienes que vivir un poco se refiera a eso.


—Pero —dijo Paula volviendo al tema más seguro del libro de Felipe—, algunas páginas están en mal estado, y, aparte de algunos errores, las cuentas son exactas y detalladas. Excepto en las dos últimas páginas, que solo tienen cifras sin lógica.


—¿No cuadran?


—Parece que no, pero tengo que comprobarlo con detalle.


—Algunas veces te pierdes más por mirar demasiado al detalle —dijo Pedroy le guiñó un ojo a Julia cuando esta trajo otra ronda de bebidas—. No me importaría echarle un vistazo.


Paula frunció el ceño.


—¿Por qué?


—Por que me gustan los rompecabezas.


—No creo que sea un rompecabezas, pero si a la familia no le importa, no tengo ninguna objeción —dijo Paula—. Bueno, lo siento, pero ya no puedo comer más.


—No importa —dijo Pedro, cambiando su plato vacío con el de Paula—. Yo sí.





CAPITULO 19 (QUINTA HISTORIA)




Una hora más tarde, Paula llegó al lugar. La casa la sorprendió. Era un encantador chalé de dos plantas, con contraventanas azules y maceteros llenos de flores en las ventanas. El césped estaba recién cortado y el cachorro correteaba de un lado a otro.


Pero lo que más la sorprendió fue el propio Pedro. Se quedó asombrada al verlo medio desnudo. Tenía un cuerpo precioso y ella, después de todo, era humana.


Pero lo que más la sorprendió fue lo que estaba haciendo.


Estaba inclinado sobre su hijo, en una tarima de madera a medio hacer. Tenía agarrada la mano de Kevin y Jazmin estaba a su lado, admirando el trabajo. Alex estaba sobre una tabla, manteniendo el equilibrio igual que si estuviera en la cuerda floja.


—¡Hola, Paula! Mira lo que hago —le dijo este cruzando de un lado a otro de la tabla.


—Muy bien —dijo Paula.


—Estoy en la pista central, y sin red.


—Mamá, estamos haciendo una tarima —dijo Kevin y, mordiéndose el labio, clavó otra punta—. ¿Ves?


—Sí, muy bien —dijo Paula, que tuvo que agacharse para acariciar al cariñoso cachorro, que le daba la bienvenida.


—Y luego voy yo —dijo Jazmin, mirando a Pedro—. ¿A que sí?


—Claro que sí.


—Bueno, capitán, adelante con ese clavo.


Kevin, con una mueca de esfuerzo, logró que la punta traspasara la tabla.


—He puesto yo toda la tabla, mamá —dijo Kevin, mirando a su madre con orgullo—. Cada uno hacemos una tabla.


—Vaya, parece que estáis haciendo un buen trabajo —dijo Paula, mirando a Pedro—. Y es difícil.


—Solo hace falta mano firme y buen ojo. Bueno, muchachos, ¿dónde está la próxima tabla?


—¡Vamos! —dijeron Alex y Kevin al unísono.


Paula observó el proceso. Pedro colocó la nueva tabla en su sitio, ayudándose con un taco de madera. Cuando quedó satisfecho con la posición, Jazmin se puso delante de él.


Pedro agarró las manos de la niña y la ayudó con el martillo.


—Mantén el ojo en el blanco —dijo Pedro, mientras con pequeños golpes introducía el clavo—. Tengo sed. ¿Vosotros no, compañeros?


—Me muero de sed —dijo Alex poniéndose las manos en el cuello y poniendo ronca la voz.


Pedro clavó la siguiente punta.


—Hay limonada en la nevera. Si alguien quiere traerla…


Cuatro pares de ojos se volvieron hacia ella y Paula tuvo que ir por la limonada.


Ya que no iba a trabajar de carpintera, tendría que hacerlo de ayudante.


—De acuerdo —dijo y cruzó la parte terminada de la tarima para ir a la cocina.


Pedro no dijo nada, se limitó a esperar.


Segundos después, desde el interior de la casa les llegó un aullido de lobo, seguido de un grito sordo. Pedro sonrió, y oyó la bienvenida del loro: «Eh, cariño, ¿quieres una copa? Adelante, nena». Cuando el loro se puso a entonar No hay nada como una mujer, los niños estallaron en carcajadas.


Unos minutos después, Paula salió llevando una bandeja de bebidas. La dejó en la tarima y miró a Pedro.


—Bogart, canciones y poesía. Menudo pajarraco —dijo.


—Le gustan las mujeres bonitas —dijo Pedro, bebiendo medio vaso de limonada de un trago—. No lo culpo.


—Tía Coco dice que Pedro necesita una mujer —dijo Alex, limpiándose la boca con el dorso de la mano—. No sé por qué.


—Para dormir con él —dijo Jazmin. Pedro y Paula se quedaron de piedra—. Los mayores se sienten muy solos de noche y tienen que dormir con alguien. Igual que papá y mamá. Yo tengo mi osito —dijo—, así no estoy sola.


—Hora de descansar —dijo Pedro, conteniendo la risa a duras penas—. Chicos, ¿por qué no lleváis a Perro a dar un paseo?


La idea encontró general aprobación y los niños salieron corriendo.


—Cómo son los niños —dijo Pedro—. Los mayores se sienten solos…


—Estoy segura de que Jenny puede prestarte su osito —dijo Paula apartándose, como si quisiera estudiar la casa—. Es muy bonita, Pedro. Es acogedora.


—Te esperabas un desastre de casa, ¿no? Una especie de cabaña.


Paula sonrió.


—Algo así. Tengo que darte las gracias por pasar el día con Kevin.


—Los tres van juntos a todas partes.


—Sí, es verdad.


—Me gusta su compañía —dijo Pedro, sentándose en la tarima y cruzando las piernas—. El niño tiene los mismos ojos que tú.


Paula dejó de sonreír.


—No, los de Kevin son marrones —dijo—, como los de su padre.


—No me refiero al color, sino a la mirada. ¿Cuánto le has contado?


—Pues… —dijo Paula, y adoptó una actitud defensiva—. No he venido a hablar de mi vida contigo.


—¿Y a qué has venido?


—¿Por los niños y a revisar los libros contigo?


—¿Los has traído? —dijo Pedro con una sonrisa.


—Sí. He examinado el primer trimestre. Vuestros gastos fueron superiores a los ingresos, aunque conseguisteis efectivo con las reparaciones. Pero hay una factura impagada pendiente desde febrero —dijo Paula, y sacó de su cartera, que había dejado junto a la tarima al llegar, unas hojas llenas de cifras, impresas en ordenador —. Un tal señor Jacques LaRue, mil doscientos dólares.


—LaRue ha tenido un año terrible —dijo Pedro, sirviéndose más limonada—. Hernan y yo estuvimos de acuerdo en darle más tiempo.


—El negocio es vuestro, claro. Lo normal es poner intereses a partir de los treinta días de la fecha de pago.


—Lo normal en esta isla es mantener un trato amistoso.


—Como queráis —dijo Paula, ajustándose las gafas—. Ahora, como puedes ver, he ordenado los gastos en apartados distintos…


—¿Ese perfume es nuevo?


Paula lo miró.


—¿Qué?


—Llevas otro perfume, tiene un poco de jazmín.


—Coco me lo ha regalado.


—Me gusta —dijo Pedro, y se inclinó hacia delante—. Mucho.


—Bueno —dijo Paula, aclarándose la garganta—. Y aquí están los ingresos. He contabilizado los ingresos de las entradas mensualmente. Me he dado cuenta de que los clientes del hotel tienen descuento.


—Nos pareció justo y un buen negocio además.


—Sí, es muy buen negocio. El ochenta por ciento de los clientes del hotel hacen el paseo y… ¿Tienes que sentarte tan cerca?


—Sí. ¿Cenamos juntos?


—No.


—¿Tienes miedo de estar a solas conmigo?


—Sí. Ahora, como puedes ver, en marzo vuestros ingresos empezaron a subir…


—Tráete al chico.


—¿Qué?


—Que venga Kevin. Os llevaré a un restaurante que conozco, a comer ostras — dijo Pedro—. No puedo decir que alcancen el refinamiento de la comida de Coco, pero el sitio es muy pintoresco.


—Ya veremos.


—Ajá. Ya veo, eres una madre autoritaria.


Paula suspiró y se encogió de hombros.


—De acuerdo. A Kevin le encantaría.


—Bien —dijo Pedro, y se dispuso a clavar otra punta—. Esta noche, entonces.


—¿Esta noche?


—¿Por qué esperar? Llama a Susana y dile que le llevamos a los niños.


—Bueno, por qué no —dijo Paula.


Pedro le daba la espalda y lo único que ella podía hacer era fijarse en la tensión de sus músculos mientras clavaba la punta. Ignoró sus temores y recordó que su hijo actuaría de carabina.


—Nunca he comido ostras —dijo.


—Pues ha llegado el momento.