sábado, 10 de agosto de 2019

CAPITULO 46 (QUINTA HISTORIA)





Pedro estaba recobrando el conocimiento cuando oyó pasos. Trató de sentarse. Notaba cada uno de los golpes que le habían dado durante la pelea. Sabía que si habían vuelto por él, podrían bailar claqué sobre su cara sin ninguna resistencia por su parte.


—Hombre a bordo —anunció Pájaro.


Hernan se detuvo en la puerta y dijo una maldición entre dientes.


—¿Qué demonios ha pasado? —dijo agachándose junto a Pedro y ayudándolo a levantarse.


—Un par de tíos —dijo Pedro, apoyándose en su amigo.


—¿Ladrones?


—No. Solo han venido a darme un paliza.


—Pues parece que han hecho un buen trabajo —dijo Hernan, y esperó a que Pedro recobrara el aliento—. ¿Dijeron por qué?


—Sí —dijo Pedro, movió la mandíbula y vio las estrellas—. Les pagaron. Cortesía de Dumont.


Hernan volvió a maldecir. Su amigo estaba hecho un asco, desmadejado, amoratado y lleno de sangre. Y él había llegado solo a tiempo de limpiar los restos.


—¿Los has visto bien?


—Sí. Les he dado una buena y les he mandado a Boston para que le den un pequeño mensaje a Dumont.


—¿Les has dado una buena y tú estás así? —dijo Hernan, ayudando a su amigo a llegar a la puerta.


Pedro solo gruñó.


—Tendría que haberlo imaginado —dijo Hernan, ligeramente más contento—. Bueno, vamos al hospital.


—No —dijo Pedro, que no quería darle a Dumont aquella satisfacción—. El hijo de perra les dijo que les pagaría más si yo acababa en el hospital.


—Bueno, entonces vamos a ver a un médico —dijo Hernan, entendiendo a su amigo.


—No estoy tan mal. No me han roto nada —dijo tocándose las costillas—. No, no creo. Solo me hace falta hielo.


—Bueno, de acuerdo —dijo Hernan, que entendía la resistencia de Pedro a que lo viera un médico—. Anda despacio, compañero.


—No puedo ir de otra forma.


Con un chasquido de los dedos, Hernan le indicó a Perro que subiera al coche.


—Espera aquí un momento, voy a llamar a Susana.


—Ponle comida a Pájaro.


Pedro se debatió entre el dolor y la pérdida de conocimiento hasta que volvió Hernan.


—¿Cómo es que has venido?


—Por tu perro —dijo Hernan, arrancó el coche y condujo lo más despacio que pudo —. Ha jugado a aprendiz de Lassie.


—¿En serio? —dijo Pedro impresionado, y con gran esfuerzo, echó el brazo hacia atrás y acarició la cabeza de Perro—. Buen chico.


—Lo lleva en la sangre.


—¿Adónde vamos?


—A Las Torres, adónde si no.




CAPITULO 45 (QUINTA HISTORIA)




El sol se había puesto cuando Pedro volvió a casa. Había engrasado un motor y reparado un casco, pero seguía de mal humor.


Recordó una cita, de Horacio, acerca de que la ira era una locura momentánea. Si no se encontraba el modo de dominar la locura momentánea, se acababa en una habitación acolchada. Una imagen muy poco agradable.


El único modo de salir de allí, tal como él lo veía, era enfrentarse a ella. Y a Paula. E iba a hacer ambas cosas en cuanto limpiara la casa.


—Tendrá que tratar conmigo, ¿no? —le dijo a Perro, mientras el animal saltaba del asiento trasero—. Hazte un favor, Perro, y aléjate de las chicas listas con más cerebro que sentido común.


Perro movió la cola y fue a regar las plantas.


Pedro cerró el coche de un portazo y se dirigió a la casa.


—¿Alfonso?


Se detuvo y miró hacia la puerta.


—Sí.


—¿Pedro Alfonso?


Vio al hombre aproximarse hacia él. Un gorila con pantalones vaqueros. Tenía cara de bruto, andaba con las piernas separadas y llevaba una gorra de béisbol calada hasta las cejas.


Pedro lo reconoció. Lo había visto antes. Era especialista en crear problemas allí donde estuviera.


—Exacto. ¿Qué puedo hacer por usted?


—Nada —dijo el hombre sonriendo—. Soy yo el que puedo hacer algo por usted.


Lo agarraron por detrás, retorciéndole los brazos. Vio el primer golpe, pero no pudo hacer nada por esquivarlo y recibió un puñetazo en el estómago. Le dolió mucho y empezó a ver doble. El segundo puñetazo le dio en la mandíbula.


Gimió y se inclinó hacia delante.


—Igual que una niña. Y se suponía que era duro —dijo el que lo agarraba. Con un rápido movimiento, levantó la cabeza y le dio en la nariz. Luego, apoyándose en aquel hombre, levantó ambos pies y golpeó al gorila.


El hombre a su espalda se puso a maldecir, pero aflojó los brazos lo suficiente para que Pedro se soltara. Solo tuvo unos segundos para juzgar a sus oponentes.


Vio que los dos estaban tocados, uno se quejaba, sangrando por la nariz, y el otro trataba de recobrar el aliento. Pedro golpeó al que tenía detrás con el codo y tuvo el momentáneo placer de oír el choque del hueso contra el hueso.


Lo atacaron como perros.


Se había peleado durante toda su vida y sabía cómo no pensar en el dolor y seguir luchando. Saboreó su propia sangre y la cabeza le retumbó como la campana de una iglesia cuando le dieron un puñetazo en la mandíbula, luego le quemó el pecho al recibir otro en las costillas.


Pero seguía moviéndose, aunque lo estaban rodeando. Evitó un puñetazo en el cuello y lo devolvió a la mandíbula. Le dolieron los nudillos, pero era un dolor dulce.


Vio el movimiento por el rabillo del ojo y reaccionó. El golpe le dio en el hombro y le respondió con dos directos al cuello. El hombre acabó de rodillas en el suelo.


—Ahora solo estamos tú y yo —dijo Pedro limpiándose la sangre de la boca —. Venga, vamos.


Su oponente, pensó un instante, había perdido ventaja numérica y Pedro era como un lobo herido, que se defendía enseñando las mandíbulas. Había perdido a su socio, de modo que buscó una salida.


Pero vio algo que le llamó la atención.


Una de las tablas que todavía no estaban clavadas a la tarima. La agarró y sonrió, avanzando y esgrimiendo la tabla como si fuera un bate de béisbol. Pedro se agachó para evitar el golpe, pero la tabla lo golpeó en el hombro en el movimiento de vuelta.


Se abalanzó sobre su atacante y acabaron entrando en la casa de un empujón.


—¡Fuego! ¡Fuego! —gritó Pájaro, agitando las alas—. ¡Todos a cubierta!


La mesita se rompió como si fuera de papel bajo el peso de los dos hombres.


Estaban enzarzados y trataban de golpearse. 


Los muebles del salón iban cayendo uno a uno.


La mezcla de sudor, dolor y sangre, se vio enriquecida por algo más. Miedo.


Cuando Pedro lo reconoció, le subió la adrenalina, y usó aquella nueva arma con tan poca piedad como sus puños.


Agarró a su oponente por el cuello y apretó hasta estar a punto de ahogarlo.


—¿Quién te manda? —dijo Pedro, apretando los dientes y agarrando al hombre por el pelo, apretando su cuello contra el suelo.


—Nadie.


Pedro le dio la vuelta y le dobló el brazo.


—Te voy a romper el brazo, luego te romperé el otro y luego te romperé las piernas. ¿Quién te manda?


—Nadie —dijo, luego gritó cuando Pedro le apretó en los riñones con la rodilla—. ¡No sé cómo se llama! ¡Lo juro! —dijo, y volvió a gritar otra vez—. Un tío de Boston. Nos dio quinientos por darte una lección.


Pedro siguió sujetándolo.


—¿Cómo era?


—Alto, de pelo castaño, con un traje caro —balbució el hombre entre juramentos, incapaz de moverse sin que aumentara su dolor—. Me está rompiendo el brazo.


—Sigue hablando y no te romperé nada más.


—Cara bonita, como la de una estrella de cine. Dijo que teníamos que venir a darle una paliza, que nos pagaría el doble si acababa en el hospital.


—Me parece que te vas a quedar sin premio —dijo Pedro, le soltó el brazo y lo levantó apretándole el cuello—. Escucha lo que vas a hacer. Vas a volver a Boston y le vas a decir a tu amigo que sé quién es y dónde encontrarlo —dijo, y empujó al hombre contra la pared antes de sacarlo de su casa—. Dile que no se moleste en buscar protección, porque si decido que me apetece ir por él, no me verá llegar. ¿Te has enterado?


—Sí, sí.


—Ahora agarra a tu socio y empieza a correr.


El otro seguía en el suelo, con las manos en el cuello y haciendo muecas de dolor.


Con la mano en las costillas, Pedro los observó salir corriendo.


Entonces se quejó y, con gran dolor, volvió a entrar en su casa.


—Todavía no he empezado contigo —dijo Pájaro.


—Has sido de gran ayuda —masculló Pedro. Necesitaba hielo, un calmante y un trago de whisky.


Avanzó un paso, se detuvo, y maldijo cuando empezó a perder visión y le temblaron las piernas.


Perro apareció por una esquina y se acercó a los pies de Pedro.


—Solo un minuto —dijo Pedro, y la habitación giró ante sus ojos—. Oh, diablos —dijo, y se desmayó.


Perro le lamió la cara, luego se sentó y esperó. 


Pero el olor de la sangre lo puso en alerta. Al cabo de unos momentos, salió corriendo.




CAPITULO 44 (QUINTA HISTORIA)



Idiota. Pedro continuaba maldiciéndose cuando aparcó en el muelle. Estaba claro, había encontrado un modo nuevo de cortejar a una mujer: gritar y darle un ultimátum. Claramente, el mejor modo de ganar su corazón.


Se dio la vuelta para sacar a Perro, que iba en el asiento de atrás, y recibió un afectuoso lametón.


—¿Quieres que nos emborrachemos? —le preguntó a aquella bola de pelo—. No, tienes razón, no es una buena elección.


Entró en la oficina, dejó a Perro y se preguntó qué podía hacer para no pensar.


Trabajar, se dijo, era una opción más sabia que la botella.


Fue al garaje y estuvo arreglando un motor, hasta que oyó el familiar sonido de una sirena. Debía ser Hernan, con el último grupo del día.


Seguía de un humor amargo, pero salió al muelle para ayudar en el atraque.


—Las vacaciones están trayendo muchos turistas —comentó Hernan, después de amarrar el barco—. Hoy hemos tenido muy buena taquilla.


—Ya —dijo Pedro, que se había fijado en los pasajeros que abandonaron el barco—. Odio las multitudes.


Hernan se sorprendió.


—Pues tuya fue la idea de hacer tours especiales por el cuatro de julio.


—Nos hace falta el dinero —dijo Pedro, entrando en el garaje—. Pero eso no significa que me guste.


—¿Qué te pasa? ¿Quién te ha fastidiado?


—Nadie —dijo Pedro, encendiendo un cigarro—. No me gusta quedarme en tierra, eso es todo.


Hernan dudaba que fuera cierto, pero, tal como reaccionan los hombres, se encogió de hombros y agarró una llave.


—Este motor está llevando mucho tiempo.


—Puedo irme cuando quiera —dijo Pedro, mordiendo el cigarro—. Lo único que tengo que hacer es hacer la maleta y enrolarme en un carguero.


Hernan suspiró.


—Se trata de Paula, ¿no?


—Yo no le pedí que se metiera en mi vida, ¿no?


—Bueno…


—Yo estaba aquí antes —dijo Pedro. Sabía que era un argumento ridículo, pero no podía dejar de hablar—. Esa mujer tiene un ordenador en la cabeza. Ni siquiera es mi tipo, con esos trajecitos y la cartera. ¿Quién ha dicho que yo me iba a quedar aquí, a atarme de por vida? Desde que tenía dieciocho años, no he vivido más de un mes en ninguna parte.


Hernan fingió trabajar en el motor.


—Has empezado un negocio, te has metido en una hipoteca. Y me parece que llevas aquí seis meses.


—Eso no significa nada.


—¿Ha insinuado Paula que quiere casarse?


—No —dijo Pedro dando una larga calada al cigarro—. Lo he insinuado yo.


A Hernan se le cayó la llave al suelo.


—Espera un momento. A ver si lo entiendo. ¿Estás pensando en casarte y me vienes con que quieres enrolarte en un carguero porque no quieres atarte?


—Yo no quería atarme, simplemente ha ocurrido —dijo Pedro fumando—. Maldita sea, Hernan, soy un idiota.


—Tiene gracia lo idiotas que somos con la mujeres, ¿eh? ¿Te has peleado con ella?


—Le he dicho que la quiero. Ella empezó la pelea —dijo Pedro, y se puso a dar vueltas, y a punto estuvo de tirar el banco de herramientas de una patada—. ¿Qué ha ocurrido con los días en que las mujeres querían casarse, cuando casarse era su meta, cuando lo único que querían era cazar a un hombre?


—¿En qué siglo estamos?


Que Pedro pudiera reírse era un motivo de esperanza.


—Cree que voy demasiado deprisa.


—Yo te aconsejaría que fueras más despacio, pero te conozco hace demasiado tiempo.


Más tranquilo, Pedro agarró una llave, reflexionó un instante, y volvió a dejarla en su sitio.


—Paula se libró de Dumont, ¿cómo lo conseguisteis?


—Le chillé mucho.


—Ya lo he intentado.


—Le regalé flores. Le encantan las flores.



—También lo he hecho.


—¿Has intentado la súplica?


Pedro frunció el ceño.


—Pues no, ¿y tú?


Hernanse interesó más por el motor.


—Estamos hablando de ti. Demonios, Pedro, dile alguna de esas poesías que te gustan tanto, yo qué sé. No soy muy bueno en estas cosas.


—Tienes a Susana.


—Ya —dijo Hernan sonriendo—. Pues consigue a tu propia mujer.


Pedro asintió y tiró el cigarro.


—Eso intento.