miércoles, 7 de agosto de 2019

CAPITULO 37 (QUINTA HISTORIA)






Por la mañana, se había aclarado la niebla. Pedro miró a Paula, que miraba por la ventana, bañada por la luz del sol. Se inclinó y la besó en la base del cuello.


Le pareció un gesto hermoso y sencillo que podía convertirse en un hábito.


—Me encanta cómo te arreglas, nena.


—¿Cómo me arreglo? —dijo Paula, mirando el reflejo de Pedro en el cristal de la ventana.


Llevaba el mismo traje de chaqueta del día anterior, que no tenía ni una arruga.


Iba perfectamente maquillada, gracias al pequeño maletín de emergencia que llevaba en el bolso. Lo único que le daba problemas era el cabello, porque había perdido la mitad de las horquillas.


—Eres igual que un pastelito en el escaparate de una pastelería.


—¿Un pastelito? —dijo Paula, riendo—. Yo no soy un pastelito.


—Me encantan los dulces —dijo Pedro, y para  probarlo mordió a Paula en el lóbulo de la oreja.


—Ya me he dado cuenta —dijo Paula, apartándolo de sí—. Tengo que irme.


—Ya. Yo, también. Me imagino que no puedo convencerte de que vengas conmigo.


—¿A ver ballenas? —dijo—. ¿Puedo convencerte de que vengas tú a mí despacho
a hacer números?


Pedro hizo una mueca.



—Supongo que no. ¿Qué tal esta noche?


Paula imaginó la cita.


—Tengo que pensar en Kevin. No puedo pasarme las noches aquí y que él duerma en otra parte.


—Ya he pensado en eso. Estaba pensando que podías dejar las puertas de tu balcón abiertas.


—¿Y vas a subir trepando?


—Más o menos.


—Buena idea —dijo Paula riéndose—. Bueno, ¿me llevas a mi coche?


—Qué remedio —dijo Pedro, tomando su mano.


Cuando bajaban las escaleras, Pedro le habló, aunque odiaba sacar el tema, tenía que decírselo.


—Paula, si tienes noticias de Dumont, si trata de verte a ti o de ver a Kevin, si llama o hace señales de humo, si hace algo, lo que sea, quiero que me lo digas.


Paula le apretó la mano.


—Dudo que lo haga, después de cómo lo trataste. Pero no te preocupes, puedo con él.


—Que le corten la cabeza —dijo Pájaro, cuando pasaron a su lado, pero Pedro no sonrió.


—No es cuestión de que puedas con él —dijo Pedro, empujando la puerta—. Puede que no te des cuenta de que lo que pasó anoche me da derecho a cuidarte y a cuidar de tu hijo, pero eso es lo que pienso y eso es lo que haré. Así que vamos a ponerlo de esta manera, o me prometes que me avisarás o voy por él ahora mismo.


Paula quiso protestar, pero la imagen, muy vívida, del rostro de Pedro cuando empujó a Bruno contra la pared la detuvo.


—Sé que lo harías —dijo.


—Te lo garantizo.


—Me gustaría decir que te agradezco que te preocupes por mi, pero no estoy segura de que eso me alegre. Llevo mucho tiempo cuidando de Kevin y de mí misma.


—Las cosas cambian.


—Sí —dijo Paula, preguntándose qué pensamientos se escondían tras los ojos grises y tranquilos de Pedro—, pero me siento más cómoda cuando cambian poco a poco.


—Hago todo lo posible por ir a tu ritmo, Paula. Pero en este asunto te pido que me digas sí o no.


No se trataba solo de ella, pensó Paula, también estaba Kevin. Y Pedro les estaba ofreciendo su brazo protector. El orgullo no importaba cuando se trataba del bienestar de su hijo.


Cuando se sentaron en el coche, lo miró.


—Siempre te las arreglas para salirte con la tuya. Dices las cosas como si fueran inevitables.


—Normalmente lo son —dijo Pedro, arrancó el coche y se dirigieron al puerto.




CAPITULO 36 (QUINTA HISTORIA)





Debía haberse quedado dormida, se dijo al despertar, tumbada boca abajo en la cama. Ya no llovía y había caído la noche. Cuando se le aclaró la mente, se dio cuenta de un montón de pequeños dolores y de una sensación de aturdimiento y satisfacción.


Pensó en darse la vuelta, pero le pareció demasiado esfuerzo. En vez de eso, estiró los brazos, buscando a Pedro, aunque, en realidad, sabía que estaba sola.


Entonces oyó hablar al pájaro.


—Tú sí sabes silbar, ¿no, Steve?


Paula seguía sonriendo cuando Pedro entró en la habitación.


—¿Qué haces? ¿Ver películas antiguas todo el tiempo?


—Es un fan de Bogart —dijo Pedro. Le resultaba extraño sostener una bandeja de comida delante de una mujer desnuda que yacía sobre su cama—. Tienes una bonita cicatriz, nena.


Paula estaba demasiado contenta como para molestarse.


—Me la gané. Tú tienes un bonito dragón.


—Tenía dieciocho años, tonta, y más de un par de cervezas. Pero supongo que yo también me la he ganado.


—Te queda bien. ¿Qué has traído?


—He pensado que tendrías hambre.


—Me muero de hambre —dijo Paula, apoyándose en ambos codos—. Huele muy bien. No sabía que supieras cocinar.


—No sé. Lo ha hecho El Holandés. Siempre me traigo comida del hotel. Solo tengo que calentarla. Bueno, hay pollo estilo indio y vino.


Paula se relamió y se incorporó para ver el contenido de la bandeja.


—Tiene una pinta estupenda. Pero de verdad que necesito ir por Kevin.


—He llamado a Susana —dijo Pedro, esperando que Paula se quedara a cenar, desnuda como estaba—. A no ser que la llames tú, Kevin puede quedarse a dormir en su casa.


—Bueno, pues…


—Dice que está jugando a los videojuegos con Alex y Jazmin.


—Y si yo llamo, le aguaré la fiesta.


—Más o menos —dijo Pedro sentándose en la cama, y acarició a Paula con un dedo—. Bueno, ¿te quedas a dormir conmigo?


—Ni siquiera tengo cepillo de dientes.


—Puedo encontrarte uno —dijo Pedro partiendo un trozo de pollo y dándoselo a Paula.


—Oh —exclamó ella—. Cómo pica.


—Sí —dijo Pedro, y se inclinó para besarla en los labios. Luego le dio a beber vino—. ¿Mejor?


—Maravilloso.


Pedro dio unos golpecitos en el vaso de vino y cayeron unas gotitas sobre el hombro de Paula.


—Oh, será mejor que lo limpie —dijo, y lo hizo con la punta de la lengua—. ¿Qué tengo que hacer para convencerte de que te quedes?


Paula olvidó la comida y se echó en brazos de Pedro.


—Acabas de hacerlo.




CAPITULO 35 (QUINTA HISTORIA)




La lluvia seguía golpeando contra la ventana. Paula volvió a la realidad poco a poco. Estaba tendida en la cama, quieta, con una mano enredada en el pelo de Pedro, que sonreía.


Empezó a tararear una canción.


Pedro se apartó un poco y se apoyó en un codo.


—¿Qué haces?


—Estoy cantando.


Pedro sonrió y la observó.


—Me gustas mucho, nena.


—Tú empiezas a gustarme a mí —dijo Paula acariciándole la barbilla con un dedo. Luego agachó la mirada—. Ha estado bien, ¿verdad?


Pedro sonrió y esperó a que Paula lo mirase para responder.


—No ha estado mal para empezar.


Paula abrió la boca, y volvió a cerrarla con un pequeño gemido.


—Podías ser un poco más… amable.


—Tú podías ser un poco menos tonta —dijo Pedro besándola en la boca—. Hacer el amor no es un concurso. Ni se pone nota.


—Lo que quería decir era que… No importa.


—Lo que querías decir era que… —dijo Pedro, y puso a Paula encima de él—. En una escala de uno a diez…


—Corta, Pedro —dijo Paula, apoyando la mejilla sobre el pecho de Pedro—. Odio que me hagas sentir ridícula.


—Yo, no —dijo Pedro, acariciándole la espalda—. A mí me encanta hacerte sentir ridícula. Me encanta hacerte sentir.


Pedro estuvo a punto de añadir «te quiero», pero Paula no lo habría aceptado. Incluso a él le costaba hacerlo.


—Me has hecho sentir. Me has hecho sentir cosas que nunca había sentido. Tenía tanto miedo.


—No quiero que tengas miedo de mí.


—Tenía miedo de mí misma —dijo Paula—. De nosotros. Miedo de dejar que ocurriera esto, pero me alegro de que haya ocurrido.


Era más fácil de lo que había pensado, sonreír, besarlo, hablar. Por un instante, le dio la impresión de que Pedro se ponía tenso, pero le pareció una tontería y volvió a besarlo.


Pedro estaba sorprendido. ¿Cómo era posible que volviera a desearla, tan rápida, tan desesperadamente? Pero, ¿cómo podía resistirse al encanto de aquellos labios, dulces y tentadores?


—Me parece que va a ocurrir otra vez.


Paula sonrió y lo besó en la boca. Luego, profirió un gemido de deleite cuando Pedro la hizo rodar para ponerse encima de ella. Pedro se dejó llevar, besándola apasionadamente, devorándola, besando su boca, su piel, acariciándole los cabellos, y apartándolos para besarla en el cuello.


Paula se quejó, gimió, se revolvió debajo de él.


Pedro se apartó y se tendió de espaldas.


Confusa, Paula le tocó el brazo, que él apartó.


—No —dijo—. Necesito un momento.


Paula se quedó de piedra.


—Lo siento. ¿He hecho algo mal?


—No —dijo Pedro pasándose la mano por la cara, y se sentó—. No estoy listo. ¿Qué te parece si bajo y preparo algo de comer?


Solo estaba a unos centímetros de Paula, pero parecían kilómetros.


—No, da igual —dijo con calma—. La verdad es que tengo que irme. Tengo que ir por Kevin.


—Kevin está bien.


—Aun así —dijo Paula mesándose el cabello y, de repente, tuvo ganas de taparse, de ocultar su desnudez.


—No me cierres la puerta —dijo Pedro, conteniendo una peligrosa pasión.


—No he cerrado ninguna puerta. Yo creía que querías que me quedase. Pero como no quieres…


—Claro que quiero. Maldita sea, Paula —exclamó Pedro, y no se sorprendió cuando Paula se sobresaltó—. Necesito un maldito minuto. Podría comerte viva, te deseo demasiado.


Paula se tapó los senos con un brazo.


—No te entiendo.


—Claro que no me entiendes —dijo Pedro, y trató de calmarse—. Estaremos bien, Paula, si esperas a que me tranquilice.


—¿De qué estás hablando?


Presa de la frustración, Pedro tomó la mano de Paula y la puso contra la suya, palma con palma.


—Tengo las manos muy grandes, Paula. Heredadas de mi padre. Sé cómo utilizarlas, pero también sé cómo hacer daño con ellas.


Le brillaban los ojos, como el filo de una espada. 


Debería haber atemorizado a Paula, pero la excitaba.


—Tienes miedo —dijo—. Miedo de hacerme daño.


—No te haré daño —dijo Pedro, y apoyó la mano sobre la cama, apretando el puño.


—No, no me harás daño —dijo Paula, acariciándole la barbilla.


Pedro apretaba la mandíbula.


—Me deseas —dijo y lo besó en la boca—. Quieres tocarme y quieres que yo te toque.


Tomo su mano y la puso sobre uno de sus senos, luego le acarició el pecho y sintió el temblor de sus músculos.


—Hazme el amor, Pedro —dijo con los ojos entrecerrados, le puso las manos en el cuello y se apretó contra él—. Muéstrame lo mucho que me deseas.


Pedro la besó, concentrándose en el sabor de su boca. Sería bastante, se dijo, para satisfacerla.


Pero Paula aprendía deprisa. Cuando Pedro quería ser tierno, ella era intensa, cuando quería ser suave, ella se dejaba llevar por el deseo.


Finalmente, Pedro la levantó y quedaron frente a frente, de rodillas, cuerpo a cuerpo, y la besó apasionadamente.


Paula respondía ávidamente a cada una de sus demandas, a cada desesperado gemido. Pedro la acariciaba por todo el cuerpo, posesivamente, tomando más solo cuando ella pedía más. Se habían acabado las aguas tranquilas y se dejaban llevar por un torrente de deseo.


Pedro no podía detenerse, pero, además, se había olvidado de cualquier tipo de control. Paula era suya y él quería tenerlo todo de ella. 


Con algo parecido a un quejido, le recorrió el cuerpo con los labios.


Paula se arqueó y Pedro se agachó y la besó en el vientre y le lamió el sexo.


Paula no pudo reprimir los gemidos de placer, que profirió pronunciando el nombre de Pedro.


Pedro la penetró, impulsivamente, gimiendo, con los ojos cerrados. Tomó las manos de Paula y prosiguieron amándose con las manos entrelazadas.


Paula recordaría el ritmo, y la libertad salvaje de su encuentro. Y recordaría la maravillosa sensación de compartir un orgasmo al mismo tiempo.




CAPITULO 34 (QUINTA HISTORIA)




Paula podía oír los latidos de su corazón, como contrapunto al sonido de la lluvia que golpeaba los cristales de las ventanas. Se preguntó si Pedro también lo oía y, si lo oía, si sabría que ella sentía cierto temor. Sus brazos eran fuertes y su boca dulce y firme.


La llevó en brazos por las escaleras como si pesara tan poco como una pluma.


Haría algo mal, alguna tontería, no sería lo que él esperaba, lo que ella esperaba de sí misma. Las dudas se apoderaron de ella cuando entraron en la habitación, bañada de una luz tenue y oliendo a glicinias.


Había un jarrón con las flores de color púrpura, puesto sobre una vieja cómoda de madera. Las ventanas estaban entreabiertas y dejaban paso a una fresca brisa. La cama tenía cabecero de hierro y un edredón de algodón.


Pedro dejó a Paula en el suelo, junto a la cama, y ella se dio cuenta de su debilidad, le temblaban las rodillas. Pero siguió mirándolo a los ojos y esperó a que él hiciera el primer movimiento.


—Estás temblando —dijo Pedro con tranquilidad y le acarició la mejilla.


¿Creía Paula que él no se daba cuenta de sus temores? Lo que ella no podía, y no debía saber, era que sus temores despertaban los suyos propios.


—No sé qué hacer —dijo Paula, y cerró los ojos. 


Ya estaba, se dijo, ya había cometido el primer error. Pero, con decisión, tomó la cabeza de Pedro entre las manos y lo besó.


Pedro se estremeció, invadido por un fuego de deseo. Tensó los músculos como reacción y contuvo el deseo de echarla sobre la cama y hacerle el amor intensa y rápidamente. En vez de eso, siguió acariciándole la cara, los hombros, la espalda, hasta que Paula se calmó.


Pedro.


—¿Sabes qué quiero, Paula?


—Sí… no.


Le echó los brazos al cuello, pero él tomó sus manos y le besó los dedos, uno a uno.


—Quiero que estés tranquila, que disfrutes —dijo y le soltó las manos—. Quiero que te llenes de mí —dijo, y empezó a quitarle las horquillas del pelo, dejándolas en la mesilla—. Quiero oírte decir mi nombre cuando esté dentro de ti.


Le acarició el cabello, sonriendo de satisfacción al sentir su sedosa suavidad.


—Quiero que dejes hacerte todas las cosas con las que he estado soñando desde que te vi. Deja que te enseñe.


La besó en la boca, suavemente. Luego, con pequeños mordisquitos y lamiéndole los labios, logró que los separase. Poco a poco, el beso se fue haciendo más intenso, más profundo, hasta que Paula apoyó las manos en las caderas de Pedro y se dejó llevar por el placer.


Pedro sabía ligeramente a coñac y rozaba la mejilla de Paula con su barba de dos días. Paula se sentía invadida por una sensación de aturdimiento agradable e intensa, y se dejaba llevar.


Pedro llenó su rostro de besos. Trazó la línea de su mandíbula, le lamió el lóbulo de la oreja y siguió por las mejillas y los ojos. Esperando, pacientemente, a dar el siguiente paso.


Por fin, retrocedió, solo unos centímetros; le quitó la camisa a Paula y la dejó en el suelo.


Paula vio un chispazo de deseo en su mirada, luego su mirada ensombrecida.


Pedro le pasó un dedo por el cuello y descendió hasta llegar al pezón.


Paula contuvo la respiración.


—Eres preciosa, Pau, y tan suave —dijo Pedro, y la besó en un hombro, mientras seguía acariciándola, excitándola—. Tan dulce.


Temía que sus manos fueran demasiado grandes, demasiado rudas. Como resultado, sus caricias eran extremadamente suaves. Descendió por los costados y llegó a la cintura, para desabrocharle los pantalones.


Luego, siguió acariciándola, hasta que Paula no pudo respirar sin gemir, sumergida en un océano de placer.


Finalmente, Pedro se desnudó y Paula lo miró con atención, intensamente.


Paula se dijo que había llegado el momento, y se le hizo un nudo en la garganta.


Pedro iba a hacerle el amor, para aliviar aquel maravilloso dolor que habitaba en su interior.


Dulce y anhelante, lo besó en la boca y él la estrechó entre sus brazos. Luego la tendió sobre la cama, tan dulcemente como si la hubiera tendido sobre un lecho de rosas, y empezó a besarla delicadamente, solo con los labios, saboreándola, como si fuera un banquete de los más exquisitos sabores. Luego la acarició, como si fuera descubriendo su cuerpo poco a poco.


Nada podría haberla preparado. Aunque hubiera tenido cien amantes, ninguno podría haberle dado más, ni recibido más. Estaba perdida en un mar de sensaciones, conquistada por la ternura, perdida en la suavidad.


Su corazón latía cada vez más deprisa, pero ella respiraba con calma, profundamente. Sintió que le rozaba el pezón con el pelo, antes de tomarlo con la boca. Gimió de placer y escuchó el suspiro de Pedro, mientras la chupaba.


Y se hundió en aguas cálidas y profundas.


Y entonces, comenzó a formarse la tormenta, lenta y sutilmente. Casi no podía respirar, pero necesitaba aire, porque se estaba ahogando. Su cuerpo estaba tenso y lleno de anhelo, pero la cabeza le daba vueltas.


Pedro —dijo agarrándose a él—. No puedo.


Pero él la besó en la boca, tragándose sus suspiros, saboreándola. Y Paula se relajó. Justo entonces llegó la primera oleada de placer.


Pedro le estaba acariciando el vientre, y ella se apretó contra aquella mano, invadida por la sensación. Se agarró a sus hombros y lo apretó con tal fuerza que le clavó las uñas, y tuvo un orgasmo.


—Paula, Dios —dijo Pedro.


Dar placer a una mujer siempre le había dado placer a él mismo. Pero nunca de aquel modo, nunca hasta aquel punto. Se sentía rey y mendigo al mismo tiempo.


La asombrada respuesta de Paula lo excitó hasta el límite de lo soportable. Era como si de sus nervios saltaran chispas.


Quería darle más, tenía que darle más. No pudiendo resistirlo más, se deslizó en ella, satisfecho de oír su gemido de placer, su rápido estremecimiento.


Era tan pequeña. Pedro tuvo que recordarse, una vez más, que era pequeña y delicada y su piel era suave y tierna. Que era inocente y casi como una virgen. De modo que mientras la sangre latía en su cabeza, en sus pulmones, la tomó dulcemente, con las manos apoyadas en la cama, por miedo a hacerla daño si la tocaba.


Y su cuerpo se contrajo y estalló. Y entonces, pronunció su nombre.


Volvió a besarla y la abrazó.